El dinero en abundancia está sobrevalorado. Es un costoso premio de consolación para almas tristes, un punto siniestras. Si uno tiene la quimérica suerte de vivir de forma razonable —comer cada día, tener techo, un trabajo—, el peor de los defectos es la tacañería. No hay espectáculo más desalentador que un miserable con posibles. Hay que arrimarse a la sombra de los rumbosos. Y así son The Sonics. Lo regalan todo: energía, poder, lascivia, rabia, ritmo y una fiera determinación. Tú sabrás qué uso le das a todo eso.
Como un cometa, como un meteorito del espacio exterior, The Sonics llegaron y lo pusieron todo patas arriba. Los escuchas una vez y ya no hay salvación. Como un zombi, te crees perteneciente a una hermandad oculta, la que bebe los rugidos de Gerry Roslie como savia prohibida.
Y es que los Sonics van más allá de la música. Son otra cosa. Un misterio que empezó con los primeros pasos de la década de los 60 en Tacoma, una ruda ciudad portuaria a cincuenta kilómetros de Seattle, no muy lejos de la frontera de Estados Unidos con Canadá. Un agujero helado, duro de pelar, donde el ruido y la furia —literal y metafóricamente hablando— tiene un peso no menor. Para empezar, solo en un sitio como ese puede el viento hacer rugir y bailar a un puente colgante de acero y hormigón y, después, partirlo en dos.
Tacoma vivía entonces de construir barcos de guerra y de tratar metales pesados. A eso se le añade que en aquellos años la ciudad sufrió de forma asidua las constantes y sobrecogedoras razzias sónicas de innumerables aviones que despegaban en McChord Field, una de las bases de las Fuerzas Aéreas Americanas destinadas a responder a la Unión Soviética en caso de ataque nuclear.
Nuestros chicos, pues, no lo tenían tan difícil: el acero, el hormigón, la resonancia mineral y el atronador rugido de los aviones al pasar sobre sus cabezas les animó a llamarse The Sonics. Antes estuvieron unos y otros en otras historias, en otras bandas, pero todos tenían en común querer escapar de un futuro espeso y gris, su voluntad de perseguir chicas más allá de lo razonable y su admiración por The Wailers y The Ventures, dos bandas de la zona a las que consideraban como sus hermanos mayores. Todos estaban de acuerdo en que Walk, don’t run, de los Ventures, era lo más cool que habían oído en su vida.
El corazón de la banda eran los hermanos Parypa: Larry a la guitarra y Andy al bajo. Fundaron lo que serían los cimientos del grupo a finales de los años 50 y eran, por supuesto, una banda instrumental. Pero el encuentro con el cantante y teclista Gerry Roslie lo cambió todo. Para empezar, se trajo bajo el brazo al atronante batería Bob Bennet y el saxo desquiciado de Rob Lind. Su sonido subió muchos enteros, se volvió rudo, más sucio. Pura energía reconcentrada. Y Roslie, inspirado por Little Richard, era un tímido enfermizo que gritaba como un poseso y escribía canciones que jamás hablaban de amor: sus letras prometían venganza y disertaban sobre trastornos mentales. Algo demasiado adelantado a su tiempo. La prueba es que no hay apenas rastro de aparición alguna de los Sonics en programas de televisión locales, regionales o nacionales de la época, donde salía todo el mundo y el negocio de la música juvenil empezaba a ser asombrosamente boyante. Demasiado crudos, ofuscados y cabreados. Si a día de hoy las canciones de The Sonics aún pueden sonar algo perturbadoras para alguno, prueba por un momento a imaginarte el efecto de una canción como Strychnine en la América provinciana de mediados de los 60.
Su primer single, editado en 1964, fue The Witch. La canción nació con la idea primigenia de seguir la estela de la moda de temas relacionados con nuevos pasos de baile, como The Jerk, The Swim, etc. En lugar de eso, The Witch abrió un asombroso y nuevo camino: la senda del punk. Como un latigazo, esta canción abrió una brecha abisal entre los jóvenes y el resto del mundo. De golpe, escuchando algo así muchos entendieron que no estaban solos al pensar que el mundo era atroz y que podían expresarlo del modo que ellos prefirieran.
En un principio, las radios locales se negaron a poner The Witch. Simplemente consideraban que la banda estaba loca si pensaban que iban a poner un disco en el que se gritaba de esa manera tan agresiva. Como en las películas malas que tanto nos gustan, fue la presión de los oyentes más jóvenes —llamadas incesantes a las emisoras, ruegos en los bolos de disc jockeys, a los que llevaban su propio disco para que lo pincharan— lo que obligó a los responsables de la emisora local KJR a emitirla. Y eso ocurrió en la fecha perfecta: la noche de Halloween de 1964 The Witch asaltó la radio y el rastro de la onda expansiva de la canción casi hace saltar la ciudad por los aires.
Para Navidad ya era el número 26 en el top 50 de dicha emisora, y se recibieron órdenes de no poner la canción hasta las tres de la tarde, cuando las madres normalmente están tan atareadas que no tienen tiempo de escuchar la radio. Según Peter Blecha, experto en la música de la zona, el single llegó a vender veintinueve mil copias, una cifra que debía catapultar la canción al número uno, pero los managers de la radio hicieron trampa y la mantuvieron en la segunda posición: si un tema alcanza la máxima posición, eso significa que ha de sonar día y noche por las ondas.
Here are the Sonics, el LP, llegó en 1965. Fue, probablemente, uno de los debuts más incomprendidos de la historia de la música. Lo editó Etiquette Records —de la mano de The Wailers—, y se grabó en un equipo de sonido de quinta regional, como correspondía a una banda así. En febrero de 1966 llegó Boom, su segundo disco, con la extraordinaria He’s waitin entre sus canciones. Here are the Sonics y Boom son dos artefactos perfectos para transmitir, sin cortapisa alguna, su libertad y su fiereza salvaje.
En 1967 les convencieron para ir a Los Ángeles a grabar Introducing the Sonics. Allí los miraron alucinados y les dijeron que estaban totalmente desquiciados por intentar tocar tan fuerte, tan alto y tan rudo. No les dejaron meter baza y los técnicos se dedicaron a cocinar el sonido. Poco después, de un día para otro, abruptamente, Gerry Roslie dejó el grupo. Como dijo alguno, no había espacio para su demencia a las puertas del verano del amor.
A lo largo de los años, su influencia creció imparable y sus discos empezaron a ser reverenciados. La tecnología jugó a su favor, y la llegada del CD permitió oírlos masivamente. Muchas bandas querían ser como ellos: eran uno de los iconos del revival de bandas garage-punk de los 80. Además, el bendito sello neoyorkino Norton Records reeditó oficialmente su primer y segundo disco (y después las grabaciones adolescentes como The Savage Young Sonics entre 1961 y 1964, por cierto). A partir de los 90, muchos grupos del área de Seattle, inmersos en plena efervescencia grunge, se sumaron al clamor y empezaron a rendirles tributo y grabar sus canciones. En ese momento es cuando se empieza a oler el dinero. A mediados del 2000 varios publicistas decidieron que era una brillante idea usar la versión de Have love will travel de los Sonics para sucesivos anuncios de coches. Finalmente, más de cuarenta años después de separarse, en 2007 —habían hecho alguna reunión esporádica, pero muy poca cosa— volvieron de ninguna parte para tocar en el Cavestomp Festival, en Nueva York. De ahí salieron bolos a otras ciudades estadounidenses y el salto a Europa. Y así siguen.
The Sonics nunca fueron conscientes en ningún momento de la profundidad de su influencia, de abrir una nueva senda que cambiaría la música para siempre. «Ni siquiera pensábamos en lo que hacíamos musicalmente hablando. Apenas ensayábamos. Dejábamos tirados los instrumentos en la furgoneta en cuanto acabábamos un bolo, y no los volvíamos a coger hasta que llegaba el siguiente concierto. Estábamos más interesados en pensar en cómo íbamos a colar a las chicas en nuestras habitaciones en el motel de turno, la verdad», explica Roslie en una entrevista a LA Records.
El cantante recuerda cómo empezó a componer: «Me gustaba la energía de Little Richard, Jerry Lee y también Elvis Presley. Pero no entendía que muchas de las canciones populares fueran laaalaaalaaa amor, y matrimonio lalalalaaa. Yo pensaba: «esto no es lo suficientemente sucio, no es como yo me siento»».
Ahora son mayores y es más cansado. Antes, cuando había que tocar, lo daban todo. En sus conciertos, The Sonics no se andaban con estructuras, tiempos y crescendos. Desde la primera nota, toda la carne en el asador. «No nos gustaba que la gente se quedara cruzada de brazos mirándonos», explica Roslie. «Queríamos que bailaran desde el primer momento: muchas bandas hacen como una secuencia de canciones para ir subiendo la temperatura y… nosotros, no. Desde el momento en que pisamos el escenario, damos lo máximo».
Tuve el placer de poder verlos hace 2 años en la Sala Durango de Meliana (Valencia), y aunque si que estaban mayores, vaya tela la caña que metian. Los pioneros del garage para mi. Muy grandes y con autenticos himnos de la musica, como Have a love… Will Travel o Louie Louie.
Boniiiissim Nena!! Buen articulo y genial banda!! Como diría un buen amigo mío, yo solo me cuadro cuando suenan los Sonics. Son el himno de mi patria!
Por cierto Raul, desafortunadamente esos dos temas que dices no son suyos, los dos son de Richard Berry, pero Psycho, Strychnine, The Wich, Boss Hoss… todos, todos, son grandes himnos de la música con cojones!!
Sorprendido y encantado de leer algo sobre ellos en este tipo de medios. Solo una cosa: Los apellidos son Parypa y Roslie. Ya sé que eso no quita mérito al artículo. Felicidades
La primera vez que escuché a los Sonics dije «hostiáaaas!!» y ahora, según escribo estas letras, escucho el The Witch y digo…
Fabuloso articulo. Sangre periodística en las venas. Asi lo veo y asi lo escribo. ¡¡ Felicidades !!
Genial!!!, gracias, sin duda un artículo cojonudo para adentrarse y animarse a escuchar la discografía de The Sonics.
Yo, un jodido enfermo de la música………….
Enhorabuena! Me ha encantado el artículo
Descubrí hace poco «Here Are The Sonics» y me encantó. Ojalá este magnífico artículo sirva para descubrir a este grupo injustamente olvidado.