Durante el verano de 2013 fallecieron en España, víctimas de accidente de tráfico, unas doscientas treinta y cinco personas. Habituados a estas cifras o incluso superiores (de hecho ha sido el número más bajo desde que hay registros), es raro que alguien coja miedo a realizar un trayecto en coche. En cambio, si se hubiera estrellado un avión en, supongamos, Brasil, con el mismo número de víctimas mortales, a nadie extrañaría que las ventas de pasajes de avión en nuestro país descendieran significativamente durante un tiempo. Es evidente que hay cierto tipo de accidentes que generan alarma social. El descarrilamiento el mismo verano en Santiago de un tren de alta velocidad (en un tramo que no era de alta velocidad) también se puede englobar dentro de ese saco. Con setenta y nueve fallecidos a los que buscar responsable, a parte de la opinión pública y la prensa les faltó tiempo para cargar las tintas sobre un individuo, el maquinista. Un poco más adelante, con los ánimos algo más fríos y más datos sobre la mesa, el Ministerio de Fomento, responsable último de la línea y su explotación, convocó una rueda de prensa en la que anunció cambios en las medidas de seguridad para evitar que se repitiera un accidente de esas características.
Parece que las medidas de seguridad con sangre entran. Esto no es nuevo, puesto que hace más de treinta años sucedió algo parecido en la tragedia del colegio Marcelino Ugalde de Ortuella, Vizcaya, donde murieron cuarenta y nueve niños y tres adultos. Fue un suceso que impactó profundamente a la sociedad; la Reina Sofía realizó su primer viaje oficial al País Vasco (donde el clima socio-político no era precisamente una balsa de aceite) aquella misma tarde para visitar a los heridos y, al día siguiente, las clases en los centros públicos de educación no universitaria se suspendieron en todo el Estado. A los funerales asistieron unas siete mil personas, debiendo ser oficiados en unas naves industriales por la gran afluencia. Aún hoy muchos recuerdan lo que ocurrió y tienen grabadas las imágenes de cuerpos desmadejados sobre el patio del colegio, pero la gran mayoría no saben la causa con exactitud.
Una explosión en un colegio
El veintitrés de octubre de 1980, poco antes del mediodía, volaba por los aires la planta baja del colegio Marcelino Ugalde, precisamente donde se encontraban las aulas de 1º de EGB. En un primer momento, mientras se sacaban de los escombros decenas de cadáveres, en su mayoría niños de seis años, las causas de la explosión eran confusas aunque ya hubo quien con mayor o menor repercusión y dado que había ocurrido en Vizcaya, insinuó la autoría de ETA. En aquella época, donde morían al año casi cien personas a manos de grupos terroristas de distinto pelaje (sin ir más lejos, ese mismo día fueron asesinados un político de UCD, un trabajador de Telefónica y un profesor de formación profesional), puede entenderse que no fuera una hipótesis tan descabellada como en 2003 y aquellas «montañas lejanas», aunque en el caso de Ortuella rápidamente el Ministerio de Interior sí desechó esa vía de investigación.
Poco a poco, a lo largo de aquel día, fueron esclareciéndose las causas. Según se decía, un trabajador municipal había acudido al colegio para realizar una reparación de la caldera que implicaba una soldadura. El operario, que había sobrevivido milagrosamente, declaró que no le dio tiempo a hacer nada puesto que al intentar encender la candileja se había producido el estallido. Aun así, algunos descerebrados, sin que sirva de atenuante suponemos que embargados por el dolor, la emprendieron con ese pobre hombre durante los meses siguientes y le dieron varias palizas, fue insultado junto con su familia (su propia hija estudiaba en el Marcelino Ugalde, por cierto) y sabotearon su coche hasta que, cansado, dejó el pueblo. Tampoco es cuestión de cargar las tintas sobre gentes a todas luces cortas de estas, puesto que en noticias tan impactantes, que llenaron las portadas de los diarios de mayor tirada con fotografías de cadáveres de niños, no se suele hacer un seguimiento con la misma riqueza tipográfica que cuando surge la noticia y claro, muchos se quedaron con la idea de que el soldador la lio parda.
Los equipos especializados que acudieron al lugar de la tragedia detectaron trazas de propano, y dada la naturaleza de la explosión, que causó el derrumbamiento del forjado de la primera planta, hizo suponer que se había formado una gran bolsa de este gas en los sótanos, lugar habitual por otra parte puesto que el propano es más denso que el aire y se tiende a acumular en las zonas bajas. Por este motivo, las viviendas que cuentan con propano ya sea para cocinar o para alimentar la caldera suelen tener una rejilla de ventilación más o menos a la cota del suelo, aunque siempre hay quien la tapona porque «entra frío en invierno».
¿Cómo se había acumulado tanto propano en el sótano? ¿Por qué nadie detectó el olor y dio la alarma? ¿De dónde provenía la fuga? A partir de ese momento comenzaron las investigaciones que dieron como fruto varios informes periciales, que se presentaron durante el juicio y permitieron reconstruir lo sucedido de tal forma que, en junio de 1983, el juez instructor Juan Alberto Belloch concluía que la causa fundamental y determinante de la catástrofe del Marcelino Ugalde fue la ausencia de un sistema eficaz de protección de los tramos subterráneos de las conducciones de gas propano; es decir, nadie fue declarado culpable. Y aunque en abril de 1984 la Audiencia Provincial de Vizcaya ratificó la sentencia anterior, cerrando la vía penal ya que a su entender no existían responsables directos de la explosión (pero insistía en recomendar la instalación de un sistema de protección catódica en las tuberías), el Consejo de Estado, tras un año de negociación con los representantes legales de los padres de los fallecidos, decidió indemnizar, como titular del colegio, a los afectados por la explosión.
Qué es eso de la protección catódica
Aunque suene a filtro de televisión antigua o a informe de alguna asociación de padres sobre la emisión de escenas violentas en horario infantil, obviamente no tiene nada que ver sino que es un sistema de protección frente a la corrosión electrolítica generada en este caso por corrientes vagabundas. Estas corrientes, también denominadas en ocasiones parásitas o erráticas, aparecen cuando hay fugas en circuitos eléctricos de corriente continua, como es el caso del ferrocarril.
Cuando hablamos en su momento de las peculiaridades del ferrocarril, ya comentamos cómo funciona un tren eléctrico: una subestación alimenta un conductor, en general un cable suspendido (catenaria), que se conecta con la máquina tractora ferroviaria a través de un elemento de contacto (el pantógrafo), siendo las ruedas y el carril los encargados de cerrar el circuito hasta la subestación. Bien, el circuito así descrito no tiene ninguna pérdida siempre y cuando los carriles estén perfectamente aislados del terreno. Cuando esto no sucede, ya sea debido a que no hay buena continuidad en el carril como circuito de retorno y/o este no está suficientemente aislado del suelo, una parte de la corriente se desvía por el terreno si presenta las características fisicoquímicas adecuadas. Esa «parte de la corriente» son las corrientes vagabundas y siempre buscan los caminos que les ofrezcan menor resistencia eléctrica, por lo que si en las inmediaciones (en función de la conductividad del suelo, podemos estar hablando del orden de cientos de metros) de la vía existe alguna conducción en tubería metálica sensiblemente paralela a la línea férrea, circulará por ella libremente hasta aproximarse a la subestación, donde la corriente volverá al carril para cerrar el circuito.
La zona por donde la corriente entra en la tubería se convierte en el cátodo, atrayendo los iones positivos que hay disueltos en el terreno que permanecen inertes o se adhieren como una capa protectora al exterior de la tubería (produciéndose lo que se denomina pasivación); en cambio, donde la corriente abandona la tubería para volver al carril en el entorno de la subestación, esta actúa como ánodo atrayendo los iones negativos del suelo que, dada su naturaleza, reaccionan con la tubería arrancando partículas de la misma, pudiendo llegar a perforarla. Hemos especificado que la corriente ha de ser continua. La corriente alterna, como su propio nombre indica, varía de sentido por lo que las zonas que actuarían de ánodo y cátodo se intercambian constantemente, minimizando significativamente la corrosión electrolítica. Como el peso del metal corroído es proporcional a la intensidad de la corriente que circula por la tubería metálica, si la corriente vagabunda fuera constante y de cien amperes (una cifra que no es descabellada para el ferrocarril) se corroerían más de nueve kilogramos de acero en un año. A tenor de las perforaciones que se descubrieron en una conducción de propano en el entorno del Marcelino Ugalde, junto con la presencia relativamente cercana de una línea férrea, se concluyó que algo así debió suceder: después de un periodo de tiempo indeterminado durante el que se produjo la corrosión electrolítica (es un efecto acumulativo), la tubería finalmente se perforó y dejó escapar el propano, que se fue filtrando por el terreno. Pero nuevamente, como casi siempre que hay una tragedia de gran magnitud, se encadenaron una serie de casualidades.
El propano podría haber seguido fluyendo por los intersticios del terreno hasta encontrar un camino hacia el exterior, donde alguien podría haber dado la voz de alarma. Pero encontró una vía más sencilla que lo llevó a un lugar donde pudo acumularse lenta pero inexorablemente: en las inmediaciones de la tubería de propano corroída había un tubo de plástico de la canalización de alumbrado que no estaba perfectamente rematado y tenía un agujero, lugar por donde se coló el propano. La tubería, que estaba vacía a excepción de unos pocos cables, se conectaba con el sótano del colegio, hacia donde el gas fluyó sin problemas. El gas propano en sí es inodoro, pero para su explotación doméstica se añade una sustancia para que huela (mal) y así poder detectar las fugas. Al pasar el gas por el terreno, la arcilla y la tierra hicieron las veces de filtro y pudo perder así parte de su característico olor, impidiendo que en el colegio se alertara de una posible fuga. No obstante, tras la explosión, se dijo que ya se habían recibido quejas por un olor desagradable, aunque se achacó al saneamiento.
El sótano no disponía de ventilación adecuada y estaba semienterrado; además, los muros de hormigón de su perímetro, muy resistentes, provocaron que los efectos de la explosión se concentraran en el forjado, techo del sótano y suelo de las aulas. Por cierto, se criticó mucho el diseño del propio colegio puesto que era una propuesta tipo que se construía por todo el país, apenas adaptando la cimentación. En el caso del Marcelino Ugalde, su ubicación en una ladera propició que el sótano fuese amplio y, por lo tanto, que se acumulara mucho propano. Utilizar diseños de edificios públicos en multitud de lugares es una práctica habitual que economiza costes, y no por ello es sancionable. En cambio, se han dado casos más discutibles como, por ejemplo, una facultad que se iba a ubicar en el sur de España y se construyó en el norte. La cubierta de esa facultad contaba con numerosos lucernarios para aprovechar la luz natural de su entorno, y en el norte no solo se va corto de eso en invierno, sino que las frecuentes lluvias (que por si fuera poco propiciaban goteras) cuando caían sobre los lucernarios hacían casi imposible impartir clase puesto que parecía que estabas en mitad de la tamborrada de San Sebastián.
La protección catódica que se demandaba en la sentencia y que tras este suceso se convirtió en obligatoria, consiste en conectar la tubería metálica en un extremo (borne negativo) a una corriente eléctrica exterior de determinadas características que eleve la canalización a un potencial eléctrico adecuado respecto al terreno, mientras que en el otro (positivo) se realiza una toma de tierra especial con un trozo metálico prescindible que va a funcionar como ánodo de sacrificio, donde se ha forzado a que se concentre la posible corrosión electrolítica. Es decir, se obliga a que toda la tubería metálica funcione como cátodo, de ahí su nombre.
Todo esto de corrientes vagabundas, corrosión electrolítica, protección catódica… el asunto de la electricidad siempre es bastante complejo de entender para los que necesitamos llamar a un electricista hasta para cambiar un halógeno. Asumiendo las inexactitudes como mal menor para entender el fenómeno, puede que sea más comprensible si sustituimos la corriente continua por agua. Supongamos que el carril es una conducción enterrada de abastecimiento por la que circula agua con una determinada presión. Si una junta entre tubos no es perfectamente estanca, el agua saldrá al terreno en mayor o menor medida dependiendo del tamaño del agujero (una «corriente vagabunda de agua»). Si el terreno fuera, digamos, hormigón en masa bien vibrado, esta fuga no supondría ningún problema y se quedaría confinada junto a la tubería, pero si en lugar de hormigón fuera grava limpia, el agua fluiría libremente, aunque lo normal es que se presente un caso intermedio. Bien, tenemos una fuga de agua que se va filtrando por el terreno y, por casualidad, llega a una cavidad abandonada, un microtúnel, por donde puede circular perfectamente. El agua, que es muy vaga, toma siempre el camino más fácil, el que menos resistencia le ofrece, y fluye por esa cavidad hacia cotas más bajas. Llegado cierto momento, la cavidad tiene un cambio de pendiente, por lo que el agua, que no trepa, se acumula en el punto bajo hasta que alcanza cierta presión y es capaz de hacer un agujero en la pared de la cavidad. ¿Cómo se evita esto? Asegurando la estanqueidad de las uniones de la conducción de abastecimiento o colocando el microtúnel (si es necesaria la existencia de ese conducto hueco cerca de la tubería de abastecimiento) a una cota más alta para que el agua de la fuga no lo alcance.
En fin, nadie dejó una espita abierta, no fue un atentado terrorista, no tuvo la culpa el desgraciado operario municipal, no funcionaron mal las calderas. La tubería de propano se corroyó porque no tenía una protección adecuada frente a la corrosión electrolítica ya que no era obligatorio «por su elevado coste». Arthur C. Clarke dijo que toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia; asimismo, en los cuentos se advierte de que toda magia conlleva un precio. No es descabellado inferir que la tecnología también tiene un coste: hizo falta poner más de medio centenar de cadáveres sobre la mesa para que se cambiara la reglamentación e imponer la protección catódica en todo tipo de instalaciones de estas características, no solo en las industriales como se contemplaba hasta que el Marcelino Ugalde explotó. Y tal vez podría haber sido peor: en el momento de la explosión había unos novecientos alumnos en el colegio. ¿Y si el soldador en lugar de ir ese mañana hubiera ido por la tarde, o una semana, un mes después? Es decir, ¿y si la bolsa de propano hubiera sido más grande? El precio de la dolorosa lección tal vez habría sido más alto y terrible. Hoy, una escultura que representa una rosa truncada recuerda a las víctimas en Ortuella, donde prácticamente una generación entera se volatilizó porque la protección catódica no era obligatoria por ser demasiado cara.
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Para saber mucho más y bastante mejor
Hemeroteca El País: 24/10/1980, 23/10/1981, 06/07/1983
Hemeroteca ABC: 24/10/1980, 17/01/1981, 06/10/1981
Hemeroteca La Vanguardia: 24/10/1980, 06/06/1981, 20/02/1984, 23/09/1985
Documental de EiTB: La Caja Negra
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Fantástico artículo!.
Soy estudiante de cuarto curso de Ing. Civil (antigua ing de caminos-itop) y arquitecto de profesión desde hace 10 años. Estoy preparando mi examen de ferrocarriles de cuarto ahora mismo. Este artículo debería aparecer grabado a fuego en los techos, paredes y suelos de las escuelas de ingenieria y arquitectura por lo que concierne a ferrocarriles y edificios, a acometidas de gas y otras acometidas publicas o privadas.
Es sencillamente un artículo FORMIDABLE y una desgracia imperdonable que en mi caso no pienso olvidar nunca. Enhorabuena al redactor, humildes condolencias a los padres. Un beso para esas 48 almas inocentes. Prometo revisar las acometidas próximas a vías férreas en mis proyectos como si me fuera la vida en ello.
Desde hace más de 30 años, en cada examen fina,l que como catedrático de la asignatura de FFCC en la ETS.de Ingenieros de Caminos de Santander , he puesto la pregunta » Incidencias de las líneas electrificadas en las canalizaciones próximas» como forma que ninguno de mis alumnos olvidara este trágico accidente , que podía haberse evitado con las medidas preventivas que expongo en clase y describo en mis » Apuntes de Ferrocarriles»
Pero al soldador lo apalearon. Porque lo importante ante una catástrofe no es encontrar una solución, sino un culpable.
Yo soy de Ortuella, y aunque en el momento del accidente aun no habia nacido, siempre me dijeron que el accidente habia sido causado por el trabajador, que habia ido a arreglar un escape de gas y no se le ocurrio otra cosa que encender un cigarrillo.
Aquí dicen que fue al tratar de encender la candileja. La cuestión es la misma: todo estalló al hacer fuego. Pero es que el trabajador no olió el gas. Si se hubiese dado cuenta no habría hecho fuego, que casi se deja la vida él también.
Una corrección: No es Martín Ugalde sino Marcelino Ugalde.
Cierto, Nineu.
Una errata imperdonable. Muchísimas gracias.
Magnífico artículo.
Una autentica pena, mi hermano pudo ir a ese colegio debido a esa desgracia nacieron muchos niños después, una forma no de «reparar» las terribles perdidas sino tratar de recuperar y demostrar que aquello no era el fin y que mejor modo que naciendo nuevos niños. Una pena lo que pasó y que pusieran las medidas de seguridad, después de que pasará un desastre.
Aconsejo que si alguien quiere ver información que vea la caja negra de eitb en el que tienen un video de este desastre. Un salud
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personas empleadas de aquel colegio avisaron tanto al ayuntamiento del pueblo como al hojalatero de olor a gas en las cocinas, antes de llegar las vacaciones de verano.durante todo el verano no se subio a revisar, cuando hubo suficiente tiempo para evitar esta catastrofe.el hojalatero despues de estar avisado de la situacion, bajo al sotano a reparar una de las tuverias del desague que era por donde circulaba el gas y en el que estaba afectada y encendio un soplete para calentar un tubo para reparar la averia, quiero decir con esto que aqui ahi dos cosas mal, la primera encender un soplete donde se encontraban las calderas y la otra es que si vas a reparar una de las tuberias afectadas por el gas, evidentemente no se podra encender nada