(Viene de aquí)
Cuarta parte. «Yo no sabía nada. Soy inocente»
… O mejor aún: «Yo soy otra víctima. A mí también me engañaron». Sí. El autoengaño es una salida. A veces la salida más fácil y más evidente cuando la realidad se vuelve repentinamente insoportable. Pero no. No juzguemos tan precipitadamente, el autoengaño, al menos, esconde una cierta forma de justicia, de vergüenza, de culpa. Peor es no reconocer error alguno. Seguir en sus trece. Seguir pensando lo mismo que antes, como si nada hubiera pasado. Peor es ser totalmente ciego, intolerante, necio, incapaz de la más simple reflexión, sin poseer el menor sentido crítico.
«Yo no quiero la felicidad de los idiotas», decía Voltaire. Sí, pero… ¿y la tranquilidad? ¿Quién no la ha deseado en algún momento, sobre todo en los momentos más terribles?
Después de la Segunda Guerra Mundial, en la Alemania destruida, derrotada y humillada, existieron varios grupos terroristas judíos. La mayoría de las veces se dedicaban a perseguir a antiguos colaboradores. Eran acciones individuales, comprensibles pero de muy escasa trascendencia. Pero hubo un grupo muy osado, que planeó envenenar los depósitos de aguas potables de varias grandes ciudades alemanas. Pensaban, algo que solo se puede entender en el contexto, que si lograban matar a seis millones de alemanes vengarían así la muerte de seis millones de judíos. Al final, por un motivo o por otro este plan fue cambiado por el envenenamiento de prisioneros de las SS que esperaban ser juzgados por los americanos. Este plan sí se puso en práctica, historia de la que existe un documental (dentro de la conocida serie de televisión Los cazadores de nazis) y diversos artículos, como el artículo de Paul Lustgarten para el periódico judío de Venezuela Nuevo Mundo Israelita. Lo que aquí me interesa es resaltar precisamente una de las frases que se dicen en el documental. Cuenta uno de los miembros del comando judío que preparaba el envenenamiento de depósitos de agua que, a menudo, mientras preparaba el ataque, para lo cual se hacía pasar por un trabajador alemán, solía oír comentarios como «la culpa de todo esto la tienen los judíos». Analicemos estas palabras: «la culpa de todo esto» es la culpa de la derrota, la culpa de los bombardeos aliados, la culpa del fin del estado nacionalsocialista, incluso la culpa de la guerra entera. ¿Qué habían aprendido esos ciudadanos alemanes? ¿Qué habían aprendido después de conocer la existencia de los campos de concentración alemanes, después de ya no poder ignorar más el holocausto judío? ¿Después de contemplar el suicida fin de su sueño nazi? ¿Para qué habían servido los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial? ¿Acaso pensaban que la causa de la derrota es que no se había matado a bastantes judíos?
Naturalmente no todos los alemanes pensaban así. Muchos preferían el autoengaño. Y, en cierto modo, estos últimos al menos aceptaban que lo sucedido era horrible, que no se debía haber llegado nunca a esos extremos, que Hitler era un loco o que, como mínimo, se había equivocado en todo, que dejarle gobernar Alemania había sido un error gravísimo. Sí. No se consideraban culpables de nada. Pero al menos reconocían el error. Y el horror, muy lejano, de las matanzas indiscriminadas, les había provocado una reacción humana, aunque esta reacción fuera el rechazo.
«En la cola los mismos chismes que en la bomba de agua: todo el mundo despotrica ahora contra Adolf, y nadie se enteró de nada. Todos fueron perseguidos y nadie denunció (…) ¿Y yo? ¿Estaba a favor? ¿En contra? En cualquier caso, estuve en medio y respiré el aire que nos rodeaba y que nos transformaba el semblante aunque no lo quisiéramos». Esta cita pertenece a un libro al que ya nos hemos referido: Una mujer en Berlín. Su anónima autora no tiene pelos en la lengua. Y llega a plantearse su responsabilidad dentro del mecanismo de la Alemania nazi. Ella, se ve en el libro, nunca le tuvo demasiada simpatía a Hitler y los suyos, pero tampoco hizo nada por evitarlos, por detenerles, incluso, reconoce en otro pasaje, que en cierto modo disfrutó de un estado de bienestar que asumió como merecido. Solo en una ocasión, sintió que ser alemana dentro de la Alemania nazi era un problema: cuando, estando en Francia antes de la guerra, descubrió que un joven que acababa de conocer era judío. «Tú eres alemana, yo soy judío. No hay nada que hacer», le dice su joven amigo. Y ella lo acepta. Lo acepta con resignación. No protesta. Pero reflexiona. Se da cuenta de que el problema judío, algo que nunca le había realmente interesado, algo teórico, vago y lejano, se convierte en un obstáculo real, palpable, algo muy evidente ante lo que tiene que tomar una postura. ¿Y cuál es su postura? Esquivar el problema. Seguir caminando como si nada. Mirar hacia otro lado… ¿Qué podemos pensar, al leer el libro, de este hecho? Primero, ser sincero es siempre doloroso. Segundo, reconocer los errores, aunque tarde, requiere mucho coraje.
Avancemos unos años, la protagonista ya ha visto las consecuencias del delirio nazi. Pasea por las ruinas de su ciudad, se humilla y pasa hambre, es violada repetidas veces, contempla la muerte cara a cara. ¿Y qué hace? ¿Se pone a maldecir a Hitler en la cola del agua? ¿Empieza a autoexculparse delante de otros que hacen lo mismo? No. Simplemente se calla. Por decencia. Por vergüenza. Y luego escribe un diario que no enseña a nadie. Pero donde demuestra que a pesar de lo duro del momento no pierde el sentido crítico. Hay pocas personas así, desde luego.
Ahora bien, volvamos a sus primeras palabras: «Todo el mundo fue perseguido y nadie se enteró de nada». Sí. Esa es la excusa más fácil. ¿Pero cuántos fueron perseguidos y cuántos realmente no se enteraron de nada? ¿O no fue que no quisieron enterarse?
Porque algunos sí se enteraron. Algunos denunciaron a Hitler. Lo desenmascararon en público (o trataron de hacerlo). Algunos se opusieron a él pacíficamente. Y otros se opusieron a él violentamente. Fueron pocos, fueron una minoría. Pero fueron. Existieron. «Se enteraron». ¿Por qué éstos sí y los otros no? ¿Qué les diferenciaba, más lucidez, más inteligencia, más sentido común o simplemente el deseo consciente de querer enterarse? Ya lo dice el viejo refranero: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».
Justo es que nos ocupemos ahora de algunos que sí quisieron ver…
Tenemos así el caso del médico Georg Groscurth, que ha sido tratado en esta misma revista en un artículo de Javier Bilbao (La oposición al nazismo dentro de Alemania) y del que recientemente se ha publicado un libro (Mi año de asesino. Friedrich Christian Delius, ed. Sajalín). Tenemos el caso de los hermanos Scholl, los creadores de «La Rosa Blanca», sobre los que existen varias películas y obras de teatro (Sophie Scholl, los últimos días, del 2005, es la última película). Y existen otros casos menos conocidos, y por tanto en los que merece la pena detenerse.
El caso del carpintero Georg Elser, que sin ayuda de nadie y sin experiencia alguna en ese tipo de asuntos, colocó una bomba que bien podía haber matado a Hitler (por desgracia, Hitler ese día acortó su discurso) es considerado como el primer intento de asesinato del dictador. Luego le siguieron otros, pero el intento de asesinato de Elser pilló por sorpresa a los nazis, que no esperaban que un ciudadano corriente, no judío, sin ninguna vinculación política conocida (es decir, sin ser comunista, los principales enemigos aún en ese momento, 1939) pudiera tener algo contra su querido dictador. Como también sorprendió, aunque un poco menos, la oposición, en este caso pacífica, de algunos miembros de las iglesias católicas y protestantes. La relación del partido nazi con las iglesias alemanas fue tensa en todo momento, pero en 1941, después de varias protestas y sermones de algunos sacerdotes e incluso varios obispos (especialmente los católicos, como el obispo de Münster, August Von Galen) se planteó muy seriamente atacar, perseguir y prohibir las órdenes religiosas. Y aunque al final no lo hizo, lo cierto es que durante el régimen nazi un reducido número de curas católicos alemanes fue a parar a los campos de concentración. Y digo «reducido» porque no se puede comparar con las cifras de curas polacos muertos o detenidos, con quienes los nazis, evidentemente, tuvieron mucha menos consideración. (Para este tema resulta imprescindible la película Amen, Costa-Gavras, 2002)
También, si bien no fueron intentos directos de acabar con el dictador, o intentos de concienciar a la población alemana del peligro que corrían en las manos de los nazis (como las octavillas que repartían los miembros de La Rosa Blanca, con muy poco éxito, sea dicho de paso, pues la gran mayoría de estos papeles iban a parar directamente a la comisaria más cercana), tenemos un buen número de pequeñas pero muy arriesgadas acciones de personas que defendieron y protegieron a ciudadanos judíos o que evitaron, en la medida de lo posible, y a veces pagándolo muy caro, cumplir las órdenes, leyes y directivas del Gobierno alemán. Por citar un caso, mencionaré a Elisabeth Von Thadden, directora de un colegio de niñas, que protegió a sus alumnas judías mientras pudo y que finalmente fue condenada a muerte en 1944.
Pero el caso que yo considero más interesante es el del periodista Flitz Gerlich (su figura es tratada en una serie de televisión de dos capítulos, que pese a su desconcertante título resulta muy recomendable: Hitler, el reinado del mal), que ya desde 1923 declaró que Hitler iba a llevar a la destrucción a Alemania, que trató por todos los medios de que disponía (es decir sus artículos en los periódicos) de abrir los ojos a sus vecinos y que pagó con su muerte (fue asesinado en 1934) su lucidez y su anticipación. En 1923-1924, con Hitler al inicio de su gran carrera política, recién salido de la cárcel tras su fallido golpe de Estado y gozando de una gran popularidad y simpatía en amplios sectores de la sociedad, Gerlich parecía predicar en el desierto. Diez años después, poco antes de su muerte, Hitler ya era un monstruo incontrolable. Pero aún había quien pensaba que Hilter iba a hacer el trabajo que necesitaba Alemania, es decir, librarla de judíos, comunistas y otra chusma, que iba a solucionar los problemas sociales y económicos, que iba a vengar a su país por la humillación del Tratado de Versalles y que luego, cuando ya no les sirviera, se iba retirar tranquilamente a un exilio dorado en las montañas Bávaras. ¿Un bonito cuento, verdad? ¿Han visto esa gran película, Cabaret (Bob Fosse, 1972)? Hay una escena en la que, después de un mitin nazi, un americano culto y escéptico le pregunta a un aristócrata alemán: «¿De verdad pensáis que vais a poder libraros de ellos luego?». Bueno. Esa pregunta se la podían haber hecho también a los ricos italianos que apoyaban a los primeros fascistas porque los libraban de los huelguistas. Y la respuesta ya la sabemos… Y algunos la supieron antes que los otros. Y así les fue…
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Breve anexo documental:
http://www.anajnu.cl/vengadoresjudios.htm
http://www.youtube.com/watch?v=_1DnAtRmwDg
http://www.jotdown.es/2013/06/la-oposicion-al-nazismo-dentro-de-alemania/
Pingback: La historia que no quisieron contarnos (I)
Sobre la resistencia alemana al nazismo, hay un libro muy bueno del novelista Hans Fallada que se suicidó al terminar la guerra y que se llama «Solo en Berlín» que cuenta el caso de un matrimonio que se dedicó a mandar postales durante 2 años por todo Berlín con proclamas antinazis. Está basada en hechos reales y recoge las fotos, las postales y el sumario del caso.
Bravo por el artículo.
Una puntualización. En la película Cabaret el profesor inglés pregunta: «¿Quién les parará los pies?». El aristócrata responde: «Alemania».
No es por ánimo de corregir, sino porque creo que la respuesta es muy significativa.
Gracias por el artículo, en cualquier caso.
Pingback: La historia que no quisieron contarnos (y II)
Curioso, espagnoles dan consejos o discursos a alemanes. Espagnoles que tuvieron 40 anios de dictadura fascista y ahora tienen falsa democracia.
Espagnlos que ven destruccion de su pais y no reaccionan.
Querido Flitz, a Franco no le llevaron las urnas al poder precisamente. Fue la resistencia al golpe de Estado de los sublevados lo que condujo a España a una guerra civil, en la que el bando golpista contó con el apoyo del Tercer Reich y la Italia fascista. Por otro lado, si Alemania no padeció 40 años de dictadura no fue por la rebeldía del pueblo alemán.
Resulta bastante curioso que sea un alemán quien hable de dar discursos cuando es Alemania quien no para de darlos al resto de Europa. Y llama bastante la atención también que un país que hace menos de un siglo se quejaba del terrible peso de la deuda tras el Tratado de Versalles y al que gran parte de su deuda fue perdonada, se dedique hoy a apretar las tuercas de la Europa meriodional por nada menos que el cobro de esa deuda.
Magníficos dos artículos.
¡Excelente artículos! ¡Los he disfrutado inmensamente!
Lamento ver algunos comentarios donde, después de leer justamente una historia de opresores y oprimidos, algunos señalan y otros arremeten.
A mi manera de verlo, esta historia ha dejado claro que en el juego del prejuicio, nadie «gana» y todos perdemos. Basta ya de señalar. Es hora de asumir, y NO repetir.
Pingback: Vergüenza de ser hombre - Gabriel Aúz