La eliminatoria ha vuelto a Phoenix. Los Bulls llevan todo el año así, un poco jugando al ratón y al gato: ahora me alcanzas, ahora me escapo. Sufrían como perros contra los Knicks en la final de conferencia, con un 2-0 en contra y unas sensaciones horrorosas, y a la semana la cosa ya estaba 2-4, billete asegurado para jugarse contra Charles Barkley la final de la NBA, su tercera consecutiva, la oportunidad de ser el primer equipo desde los Minneapolis Lakers y los Boston Celtics en ganar tres anillos de campeón en tres años.
Magic Johnson no pudo hacerlo. Kareem Abdul-Jabbar no pudo hacerlo. Larry Bird ganó tres en toda su carrera, nunca, por supuesto, consecutivos.
Ese es el reto que tiene ante sí toda una generación de jugadores que empezaron con Doug Collins a finales de los 80 y se asentaron con Phil Jackson a principios de los 90. Una generación de jugadores que poco a poco van llegando a los treinta años con lo que eso implica: mayor madurez en su juego pero la necesidad imperante de gestionar los esfuerzos: el verano anterior, Jordan y Pippen se han pasado meses con el Dream Team de gira en vez de descansar y preparar la temporada. Bill Cartwright ha estado casi todo el año lesionado y Horace Grant ya parece buscar un sitio donde le traten y le paguen mejor. El eterno agraviado.
Junto a ellos, los jornaleros de la gloria, esos jugadores que no pueden faltar en ningún equipo de Phil Jackson: el veterano base suplente John Paxson, el flamante base titular B.J. Armstrong, el pivot fajador Will Perdue, el siempre sólido Scott Williams y el bala perdida de Stacey King, figura universitaria que nunca llegará a más que a «tipo que hace vestuario» en la NBA. Ellos cinco, más las tres estrellas, más el entrenador, son los que quedan de aquel primer anillo ganado en el Forum de Inglewood en la misma cara de Jack Nicholson, el canto del cisne de unos Lakers que perderían a Magic por el SIDA apenas unos meses más tarde.
Ocho jugadores que aguantan tres años y aguantan ganando es algo de lo más inusual en la NBA y por eso pasan cosas como estas: pierdes la ventaja campo por una liga regular decepcionante, llegas a la final a base de talento… y cuando parece que está todo hecho y has ganado los dos primeros partidos en Phoenix, vas y pierdes dos de tres en tu Chicago Stadium para darle emoción a la historia. Uno de ellos, para añadir más dramatismo, después de tres prórrogas, el que hubiera puesto el casi definitivo 3-0 en el marcador.
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El hambre de una manada de lobos solitarios
En definitiva, como decía al principio, la eliminatoria ha vuelto a Phoenix, que lleva muchos años sin verse en una de estas, exactamente desde 1976, cuando otra triple prórroga en el Boston Garden y un poco de magia de John Havlicek dejaron al equipo de Paul Westphal y compañía a un paso del primer campeonato para una franquicia por entonces joven. Diecisiete años después, ahí sigue Westphal pero esta vez como entrenador y si algo se puede decir de sus Suns es que tienen hambre. Un hambre brutal. Un hambre de sesenta y dos victorias y solo veinte derrotas y contraataques constantes, triples imposibles, un juego veloz marcado por el espídico Kevin Johnson, que con los años acabaría como alcalde de Sacramento.
Es el hambre de un grupo de hombres que no están acostumbrados a la gloria, es decir, que no son los Chicago Bulls. Jugadores que se han tenido que ganar el respeto tras años y años en la liga como Danny Ainge, que han vivido con el peso de la final olímpica perdida en Seúl como Dan Majerle, que han recurrido a concursos menores para asomarse a Sports Illustrated como Richard Dumas o Cedric Ceballos… y sobre todo el hambre de dos campeones que nunca han llegado a serlo: Tom Chambers, estrella en Seattle, ya en sus treinta y muchos, con un papel residual en el equipo y sobre todos ellos Charles Barkley, el tipo que siempre estuvo «a punto de»… A punto de ser elegido por Bobby Knight para jugar los Juegos Olímpicos de 1984, a punto de ser el máximo anotador de la temporada en varias ocasiones, a punto de ser el mejor jugador de la liga sin llegar siquiera a los dos metros…
El hambre de Barkley es insaciable y la temporada de los Phoenix Suns no se entiende sin él. El paso por el Dream Team le ha venido de maravilla. Todo el mundo está de acuerdo en que fue el mejor dentro de la pista aparte de ser el más carismático fuera de ella. Por una vez el patito feo se sintió un cisne y le gustó. Harto de ser un perdedor en los Philadelphia 76ers, incapaz de continuar el legado de los Cheeks, Julius Erving o Moses Malone, con los que llegó a coincidir muy brevemente al principio de su carrera, Barkley había forzado su fichaje por los Suns para buscar por fin el anillo que le era esquivo. El resultado no podía haber sido mejor: MVP de la temporada dentro del mejor equipo de la liga.
Lejos quedan las polémicas, como cuando tras perder un partido en el último segundo, dijo a la prensa que lo que le apetecía era llegar a casa y pegarle una buena paliza a su mujer o como cuando tras ser expulsado por faltas de un partido le dijo al árbitro en cuestión: «¿Crees que esta gente ha pagado la entrada para verle a él?», refiriéndose al compañero de equipo que le sustituía. Barkley ahora no solo presume de hambre sino de madurez, y ahí está, a dos partidos de su primer título, los dos en casa, ante su público.
Sin embargo, si hay un equipo al que «el Gordo» no da miedo alguno es a los Chicago Bulls. Tiene sentido: Jordan le tiene comida la moral. Le ha vencido varias veces en la Conferencia Este, le ha superado como anotador y como estrella individual. Cuando los dos parecían condenados a ser primadonnas sin premio colectivo, Michael se ha puesto a ganar títulos como loco. Puede que alguien quiera ser como Charles, eso nadie lo duda, pero desde luego los niños lo que cantan es el «I wanna be like Mike» que les repite Nike cada cuatro anuncios.
Para los Bulls, Barkley es lo que Jordan era para los Pistons: un perdedor, un tipo predecible. De hecho, Phil Jackson apenas le presta atención y se centra más en parar como sea a Kevin Johnson y mitigar los daños que pueda causar Dan Majerle en ataque. El objetivo no es Barkley sino encerrar a los bases de Phoenix en esa tala de araña que tejen los brazos de Jordan y Pippen con las ayudas de Grant tras bloqueo. Parar el ritmo. Bajar la anotación. Llevar el partido al ritmo de las finales, donde los niños, dice el tópico, no pueden seguir el ritmo de los hombres.
La táctica tiene éxito a medias porque si no los Suns no estarían aún vivos y coleando: la anotación supera con creces los 100 puntos en casi todos los partidos y Barkley, sin ser del todo decisivo, presenta unos números impecables: 28,6 puntos, 12,2 rebotes y 4,8 asistencias por partido, aunque con unos porcentajes mejorables. Enfrente, Michael Jordan viene de tres exhibiciones majestuosas ante su público: 44 puntos en el tercer partido, 55 en el cuarto, y otros 41 en el quinto. Dos de los tres han acabado en derrota y no es casualidad: cuando el partido se convierte en una demostración individual —y así fue durante muchos años— lo normal es que el equipo pierda. Si los Bulls han aprendido a ganar y a ganar casi siempre es porque juegan en equipo, porque mezclan el uno contra uno con lo que Tex Winter y Phil Jackson han dado en llamar «el triángulo ofensivo» o «ataque de triple poste», una táctica algo confusa que solo ellos parecen entender de verdad, que, de hecho, a ellos les parece sencillísima, pero que en su sencillez esconde tal variedad de opciones que a los ojos del espectador es difícil buscar patrones.
Así que, en resumen, y tras cinco partidos, Jordan le va ganando el pulso a Barkley, pero esto no es un duelo entre dos sino entre diez y la ciudad de Phoenix se engalana para albergar el sexto encuentro con la esperanza de que la cancha vuelva a ser el fortín que fue durante la liga y no el coladero que viene siendo a lo largo de los play-offs. Los analistas coinciden en que los Suns son mejor equipo. También coinciden en que acabarán perdiendo. Sir Charles no está de acuerdo. Tras sobrevivir al quinto partido en Chicago, lo tiene claro: «Dios quiere que ganemos un campeonato del mundo». Jordan es más práctico: cuando se sube al autobús que lleva al equipo al America West Arena, lo hace con un puro de 30 centímetros entre los labios y saluda a todo el mundo de esta manera: «Hola, campeones, vamos a patear unos cuantos culos en Phoenix».
El colapso improbable de los Bulls
El problema es que durante el primer cuarto del sexto partido, el dios de Barkley no aparece por ningún lado y Michael Jordan no se cansa de patear traseros: anota tres triples para un total de 15 puntos, y los Bulls se adelantan 28-37 en el marcador. A tiras y aflojas, pese a los ataques de rabia de Barkley, Johnson y Majerle, la diferencia se mantiene a la entrada del último cuarto: 79-87. ¿Qué posibilidades tienes de ganar un partido a un equipo que tiene a Michael Jordan cuando llegas al último cuarto perdiendo? Es más, ¿qué posibilidades tienes si además a Jordan le va la vida ganar ese partido? Pocas. Ninguna. Las que te ganes con tu defensa.
Y así, de repente, los Phoenix Suns, el equipo ofensivo por excelencia, se convierten en un grupo de ninjas, que diría Andrés Montes. La magia de B.J. Armstrong, que ha anotado cuatro triples en el que parece que va a ser el partido de su consagración definitiva, desaparece: no lee bien la defensa rival y da la sensación de que el partido le supera. Chicago falla los cinco primeros tiros, Pippen envía una circulación aparentemente sencilla a la grada. A falta de cuatro minutos y medio, la ventaja es de solo dos puntos: 88-90 tras canasta de Jordan, cómo no. Kevin Johnson divide la zona y saca el balón a Dan Majerle, que intenta uno de sus triples improbables, desde casi ocho metros. Entra limpio. Llevamos siete minutos y pico del último cuarto y los Bulls pierden por un punto de diferencia por primera vez desde mediados el primer período. Lo que es peor: apenas han anotado una canasta, la citada de Michael.
Phil Jackson pide tiempo muerto y decide «jugar pequeño». Retira a Scott Williams del campo y mete a John Paxson para abrir más el campo y tener más posibilidades de tiro. Armstrong, Jordan y Paxson por fuera; Pippen y Grant, por dentro. Se lo puede permitir porque Phoenix no tiene un pivot dominante, de hecho el poste bajo es propiedad absoluta de Charles Barkley, que anota, rebotea y reparte y sobre todo enciende a la grada después de cada defensa perfecta, cada 24 segundos de posesión que se agotan…
La entrada de Paxson tiene una connotación táctica pero también mental. John Paxson siempre ha sido un jugador bajo radar: de joven, su hermano Jim era mucho mejor que él, un dos veces All Star en los Blazers de Portland. Mientras, John se ganaba la vida anotando suspensiones de seis metros cuando Jordan decidía pasarle la bola en aquellos anárquicos Bulls de Doug Collins. De él se esperaba poco o nada: no era un gran defensor, pero luchaba contra los rivales y los prejuicios de los árbitros. No era un hombre que pudiera crearse su propio tiro, pero siempre sabía colocarse donde pudiera recibir el pase correcto. No era un organizador de juego; de hecho, cada año los Bulls fichaban a alguien para reemplazarle… pero al final entendía el triángulo mejor que nadie.
En 1991, Paxson había sido clave en el primer título de los Bulls, esos Bulls a los que llegó con media melena y bigote ochentero. Cinco canastas consecutivas del base-escolta habían decidido el quinto partido en Los Angeles después de que Phil Jackson le echara una bronca a Jordan de escándalo por destrozar el ritmo del ataque con sus continuos uno para uno. «¿Quién está libre, Michael?», repetía Jackson fuera de sí hasta que Michael contestó: «Pax». «Bien, pues más te vale encontrarlo», fue la conclusión, y así, Pax se lió la manta a la cabeza y decidió el partido. Un hombre al que quieres tener en tu equipo en finales apretados. El precursor de Steve Kerr.
Solo que ahora Paxson va a cumplir treinta y tres años, su cuerpo no responde a las exigencias de una competición así, se ha visto adelantado por B.J.Armstrong en la lucha por la titularidad y en lo que va de partido solo ha anotado su clásico triple sin defensor. ¿Qué hará Paxson ahora que los Suns no dejan a nadie libre, que el partido se ha convertido en un combate de boxeo en el que los Bulls han vuelto al «balones a Jordan» como única solución ofensiva?
Jordan contra Barkley, eso es lo que dicta el guion en los últimos momentos. Quizá Majerle contra Pippen, pero es poco probable. Los Suns se adelantan 98-94 a falta de dos minutos y tienen el balón. En los diez minutos anteriores del cuarto decisivo el resultado es 19-7. Nunca jamás se ha visto a los Bulls derrumbarse de esta manera y, sí, quizá Barkley tenga razón y Dios esté de su lado como lo estuvo contra los Lakers cuando Phoenix perdió también sus dos primeros partidos en casa y tuvo que ganar los tres siguientes, o como lo estuvo contra Seattle en el séptimo partido de la final de conferencia. No hace falta irse tan lejos: ahí están las tres prórrogas del Chicago Stadium y el increíble quinto partido, cuando todo Illinois estaba preparado para celebrar el three-peat, el tercer campeonato consecutivo.
Sin embargo, Phoenix falla, Chicago falla, Phoenix vuelve a fallar porque los Bulls ahora defienden también como posesos, no les queda otra. Durante años se hablará del talento ofensivo de ese equipo que ganará seis títulos, pero la clave está en la defensa, en los largos brazos y la presión en todo el campo. A falta de 48 segundos, el veteranísimo reserva Frank Johnson se encuentra en la situación que ningún jugador de complemento desea: el reloj de posesión se agota y tiene que lanzar a cinco metros del aro. Es un tiro desastroso y el rebote va a manos de Jordan, que se cruza la cancha a toda velocidad y anota cogiendo el balón majestuoso a una mano, sin que nadie se atreva a estorbarle. 98-96 Phoenix.
Los Suns juegan sobre seguro la siguiente posesión: Barkley se coloca en su poste bajo y recibe el balón. Quedan 24 segundos de partido y Horace Grant aguanta la posición como puede. Cuando ve que viene la ayuda de Pippen, Barkley dobla el balón de nuevo a Frank Johnson, completamente solo, a una distancia asumible para cualquier escolta. Johnson debería tirar y ser el héroe de la final, pero le viene grande el puesto así que nada más recibir, sin mirar siquiera la canasta, le pasa el balón a Dan Majerle, que está perfectamente cubierto por Jordan. Majerle aún tiene tiempo para volver a pasar a Johnson, pero nada, no tira, no se atreve. La posesión se acaba de nuevo y el tiro de Majerle desde una esquina, no demasiado complicado, apenas toca aro. Muñecas que se encogen.
El rebote va para Pippen, que antes de caer al suelo pide tiempo muerto. Los Bulls tienen 13,6 segundos para darle el balón a Jordan, que lleva 33 puntos, 8 rebotes y 7 asistencias. Otras opciones, poco probables, son Pippen, que ha anotado 23 puntos, pero está inédito en el último cuarto, viejos fantasmas del pasado, y B.J. Armstrong, que dejó sus 18 puntos para el recuerdo pero no ha vuelto a mostrar confianza alguna.
El hombre con el que nadie contaba: John Paxson
Dejémonos de historias: este tiro es de Jordan. No solo es el mejor jugador del mundo, no solo es el más decisivo en los segundos finales… sino que lleva los nueve puntos de los Bulls en este cuarto. Nueve miserables puntos. El resto se ha borrado en ataque aunque haya resistido en defensa. Michael lleva un tiempo pensando en tomarse un descanso del baloncesto. Ser una estrella comercial en los 80 ya era una pesadilla pero la cosa se ha salido de madre con el éxito deportivo y los cotilleos: sus viajes a Atlantic City para jugar al póquer salen en todos los medios, las deudas por apuestas suman y suman cantidades obscenas de dólares e incluso un tal Richard Esquinas acaba de publicar un libro en el que asegura que Jordan le debe 1,25 millones solo en piques jugando al golf.
Al final tendrá que conformarse con unos 300.000, en un acuerdo privado.
Jordan está en lo más alto y eso es bonito pero a la vez es agotador. ¿Y si lo dejara aquí? Un triple en el último segundo de su tercer anillo consecutivo. ¿No sería ese el final más adecuado a esta historia y luego ya retirarse con Juanita, con su familia, cuidar de su padre como su padre ha cuidado de su carrera…? El problema es que lo que sabemos nosotros lo sabe también Paul Westphal. Primero, los Suns niegan el pase a Jordan desde la banda y luego la presión obliga a Michael a deshacerse del balón. Quedan ocho segundos y la pelota la tiene Pippen en la línea de tres puntos. Entra hacia canasta y la dobla a Horace Grant. El ataque parece errático porque de Jordan no se sabe nada pero los errores están en la defensa, que ha cambiado ya tantas veces en las ayudas que no se sabe quién está con quién.
Cuando Grant recibe, en un lateral, listo para el mate, Danny Ainge tiene que ir a una ayuda desesperada. Grant le ve venir antes incluso de tocar la pelota y en cuanto le llega a las manos la dobla hacia afuera. No es exactamente el triángulo pero se le parece: encontrar al hombre libre. ¿Y quién es el hombre libre, Horace? —la versión 1993 del «¿Quién está libre, Michael?»— Efectivamente, John Paxson. Danny Ainge se da cuenta e intenta volver pero se queda a media carrera. No puede hacer ya nada salvo confiar en que Paxson haga un Frank Johnson y renuncie al tiro o lo estampe contra el aro.
Solo que Paxson no es Frank Johnson. Paxson sigue jugando para momentos así, ni más ni menos. No sabe dónde está Jordan ni le interesa. Según su manera de jugar al baloncesto, según la manera de jugar de Phil Jackson, según la manera en la que este deporte se debe jugar, si estás solo, tiras. Seas quien seas. Y como eres un profesional y te pagan un dineral, la metes. Falten tres segundos para que acabe el sexto partido de la final de la NBA o sea el primer cuarto del anodino quinto partido en la carretera durante la liga regular.
Paxson es un mandado y hace lo que se le pide y en este caso lo que se le pide es tirar y anotar… así que eso es lo que sucede. El triple de Paxson entra limpio en la canasta de los Suns, sin dramas ni inquietudes. Jordan celebra porque parte del éxito es suyo, porque es la culminación de un camino que empezó cuatro años atrás, cuando Jackson le convenció de que para ser el mejor tenía que hacer mejores a los demás. En total, ha tenido el balón en sus manos unos dos segundos en todo el ataque. Los compañeros han estado a la altura, incluido el hombre con el que nadie contaba, el blanquito lento que parecía haberse convertido en un suplente para minutos contados.
Quedan 3,9 segundos pero da igual. A los Suns se les ha puesto cara de perdedores, que es lo que la prensa y los Bulls preveían. El ataque siguiente es un «sálvese quien pueda» en el que el gordísimo Oliver Miller recibe, se pone de los nervios, se la da a Kevin Johnson que intenta colarse entre tres y acaba recibiendo un tapón de Horace Grant. Los Bulls han ganado de nuevo. Son campeones por tercer año consecutivo. Las cámaras se centran en la celebración. En Barkley felicitando a Jordan. En el propio Jordan llevándose el balón de nuevo al vestuario.
A pocos metros, junto a los suyos, los Scott Williams, los Stacey Kings, los Bill Cartwrights de este mundo, John Paxson se pone su gorra de campeón sin creerse un héroe porque no lo es. Solo un profesional, de eso se trata.
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Buenísimo el artículo!
Soy joven para haber visto éste partido en su momento, pero recuerdo este triple de un documental sobre los Bulls, increíble.
Recuerdo este partido, me lo tragué en directo con comentarios de Esteban Gómez y Ramón Trecet. Aún lo tengo en vhs. Partido épico y de una tensión brutal.
Me encanta como escribís de BA-LON-CES-TO en esta revista.
Los pelos de gallina cuando entras en combustión narrando los segundos finales:
«No sabe dónde está Jordan ni le interesa. Según su manera de jugar al baloncesto, según la manera de jugar de Phil Jackson, según la manera en la que este deporte se debe jugar, si estás solo, tiras. Seas quien seas. Y como eres un profesional y te pagan un dineral, la metes»
Eso es joder, escribir con plomo. No conocía la historia pero adoro estos personajes, como Larsson, y su gloria silenciosa, el gesto de Phil Jackson cuando todos celebran alrededor, que transmite algo así como «yo lo sabía».
Gracias
No puedo estar más de acuerdo con cada una de tus palabras. Y añado que maravilla de texto y como se saltan esas lagrimas cuando estas ante algo épico. Gracias Guillermo.
Una de las mejores finales que he visto en directo. Una sensación de ver a un Jordan imparable, a un Barkley estratosférico, pequeñas historias como los primeros cuartos de Dumas, en los que era protagonista para luego desaparecer el resto del encuentro. Enormes finales.
La que vino el año después la hizo mas buena si cabe.
Solo una corrección. No se puede incluir a Danny Ainge dentro del grupo de jugadores que no están acostumbrados a la Gloria, ya que venía de ser finalista de la NBA durante cuatro temporadas consecutivas, además de ganar dos anillos. Ah, y haberle pateado el culo a Jordan con dos sendos «sweep» en los playoffs del 86 y 87.
Gran documento. Un disfrute. Viva el baloncesto
Muy buen artículo, me ha hecho volver a vivirlo.
Recuerdo ver los playoffs y los all-stars ( orlando ’92, dios mio!) de principios de los 90 a las tantas de la noche, comiendo cerezas y envuelto con una manta a un palmo de la tele para poder oir a Trecet sin despertar a mis padres…
Yo era de los Bulls cuando se estrellaban siempre contra los Pistons y cuando se llevaron tres títulos… Lakers, Blazers y Suns… aluciné!
En declaraciones después del partido John Paxson dijo algo así como que había hecho ese tiro más de cien mil veces y en ningun momento se le pasó por la cabeza no meterlo…
Por cierto, el emociannte show del All- Star del 92 bien se merece un articulazo de los tuyos, no?
Gracias por escribir asi…
En esa jugada Jordan, Pippen y Grant van al rebote pero B.J. no. El sabe que es canasta y se tira al suelo con el balón en el aire recién salido de las manos de Paxson. Tremendas finales y espectacular exhibición de Jordan. 41.0 ppp de media en esas finales!!!
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