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El héroe inventado (II): España

PICTURE POST 1938: «Robert Capa, el mejor fotógrafo del mundo». Fotografía de Gerda Taro.
PICTURE POST 1938: «Robert Capa, el mejor fotógrafo del mundo». Fotografía de Gerda Taro – Agencia Magnum.

(Viene de la primera parte)

Creían firmemente que sus fotografías podían cambiar el mundo. Para ellos fotografiar era un combate y un deber que trascendía el laboratorio de revelado. Se lanzaron a documentar una realidad hasta entonces inaccesible, convencidos de que un negativo podía ser un arma eficaz en la legítima lucha contra el enemigo. Hasta nuestra Guerra Civil, los conflictos bélicos eran apenas una entelequia para los que no la sufrían, ecos lejanos teñidos de épica y romanticismo. Los reportajes gráficos que las documentaban se limitaban a fotografías de antes y de después de las batallas, imágenes desprovistas de cualquier compromiso con el desarrollo de los acontecimientos. Robert Capa y sus inseparables Gerda Taro y David «Chim» Seymour fueron los primeros que se involucraron personalmente en los conflictos bélicos armados con una cámara, arriesgando la vida para documentar la acción bélica y las consecuencias de su barbarie. Hoy en día consideramos que un corresponsal es un fotógrafo extranjero que es enviado a cubrir un conflicto que le es ajeno. Para ellos tres la Guerra Civil no fue, sin embargo, un conflicto ajeno. Y nadie los envió a cubrirlo: ellos lo quisieron así. Lo reclamaron. Es entonces y no antes cuando, gracias al compromiso de estos tres jóvenes idealistas y a las posibilidades que ofrecían ya entonces las nuevas cámaras —las cámaras Leica, Contax o Eyema, al contrario que las primitivas Graflex que se usaron en la Primera Guerra Mundial, eran ligeras y fiables, lo que permitía su uso en cualquier circunstancia—, se empieza a hacer fotografía desde las mismas trincheras. La guerra era por primera vez una realidad capturada y no compuesta; una verdad atrapada y no construida. Capa y sus compañeros buscaban ofrecer lo inaudito: un testimonio a ras de suelo. Y fue con esas poderosas fotografías con las que inauguraron, por derecho propio, un nuevo género en su oficio: el de la fotografía bélica.

En agosto de 1936 la ciudad de Barcelona bullía de actividad. Después de una revolución anarquista que había sofocado rápidamente la sublevación militar, las calles de la ciudad estaban rebosantes de un proletariado eufórico. Diferentes facciones de la izquierda competían por la primacía ideológica de las milicias que se aprestaban confiadas a entrar en combate con el enemigo. La guerra era todavía una realidad lejana pero tangible. Los enviados de prensa extranjeros apuraban sus horas en la ciudad consiguiendo las acreditaciones y permisos necesarios para poder dirigirse hacia el este con las primeras columnas del ejército republicano al tiempo que miles de jóvenes combatientes se despedían en las estaciones de tren y en los muelles de de una ciudad, y de una tierra, que en muchos casos no volverían a pisar.

Capa y Taro, después de visitar milicias del ejército republicano en Huesca, Madrid y Toledo, se dirigieron al lugar donde el combate era más intenso en ese primer mes de lucha: Andalucía. Desde mediados de agosto el ejército republicano llevaba a cabo una contraofensiva exitosa en el frente de Córdoba de la que se decía que había llegado a recuperar la ciudad. Un mes después de su entrada en Barcelona, el 5 de septiembre de 1936, ambos fotógrafos llegaron a la primera línea del frente, en Cerro Muriano, Córdoba. El pueblo estaba desierto, con la mayoría de sus habitantes huyendo en desbandada en dirección norte. Solo una milicia republicana defendía la posición frente al ejército del general Queipo de Llano que se cernía sobre el pueblo. Esa misma tarde, mientras acompañaba a los milicianos que ocupaban las posiciones de vanguardia en lo alto de un cerro, Capa tomó la que enseguida se convirtió en la fotografía icónica de la guerra. Una fotografía única, posiblemente la más famosa de entre todos los conflictos bélicos: «Muerte de un miliciano».

La acción fue rápida, con unos soldados en ropas civiles asaltando a media tarde unas posiciones del ejército sublevado. La privilegiada posición de Capa, en una depresión del terreno entre ambas líneas de fuego, le permitió congelar con su cámara el instante preciso en el cual una bala siega la vida de uno de los milicianos republicanos en el momento en que corona el promontorio. Una acción rápida, fugaz, apenas un instante que Capa acertó a fotografiar «por pura casualidad». Siempre se ha afirmado que la grandiosidad de la fotografía radica en sus implicaciones simbólicas, llegándose a considerar «Muerte de un miliciano» como una imagen que retoma, en clave contemporánea, el cuadro de Los fusilamientos del tres de mayo de Goya. Es, sin ningún género de duda, una fotografía única en su fuerza y sencillez que puso definitivamente en el mapa el conflicto español.

Para Capa, esa fotografía era un testimonio inigualable del compromiso del pueblo español con su Gobierno, un ejemplo de la lealtad de unas gentes que no dudaban en empuñar un fusil en defensa de la libertad; una fotografía que él consideraba el epítome de sus sentimientos para con la lucha que había comenzado a retratar. Una imagen tomada, además, en primera línea del conflicto, arriesgando la vida, lo que refuerza su excepcionalidad y dota al mensaje de una indiscutible carga heroica que, según Capa, subraya el carácter romántico de su pretendido mensaje.

O eso defendió siempre el húngaro, cuya versión de los hechos varió a lo largo de las dos décadas siguientes.

Siempre defendió la autenticidad de la fotografía a pesar de que su relato de las circunstancias del ataque que le costó la vida al miliciano —presumiblemente un anarquista de Alcoy de nombre Federico Borrell— lo refirió siempre de manera poco exhaustiva. El hecho de que el negativo se perdiese en París no permite descartar definitivamente que todo fuese un montaje, una representación ensayada detrás de las líneas del frente, como algunos historiadores han sugerido. Incluso se ha llegado a asegurar que esa fotografía no fue tomada en Cerro Muriano sino en Espejo, otra localidad cordobesa situada a 50 km al sur. Incluso el hecho de que Capa no enviase a París una sino varias fotografías de soldados cayendo con el mismo paisaje alimenta las sospechas de que no se trata de una imagen de un combate genuino. Además su amigo David Seymour, Chim, afirmó en alguna ocasión que Capa no la había tomado, sugiriendo que era de Taro, un extremo que los biógrafos de esta han coincidido en señalar como improbable —a pesar de que en estos primeros meses de la guerra sus fotos aparecían publicadas bajo la autoría de Capa—.

Al final, la encendida defensa de la autenticidad de la misma por parte de Capa, primero, y de Cornell Capa, hermano y custodio de su legado, después; así como la excelsa trayectoria posterior del fotógrafo húngaro permite conceder el beneficio de la duda a una fotografía que se convirtió en la imagen icónica en el extranjero de nuestra guerra fratricida. Publicada inmediatamente en las revistas francesas Vu y Regard, esa imagen destaca sobre las demás como un testimonio romántico de ese primer mes de conflicto, cuando a través de los medios la guerra se relataba como un asunto heroico en el que la muerte en aras de un ideal revestía un significado trascendente.

Después de la publicación de «Muerte de un miliciano», Capa, que por entonces contaba con apenas veintidós años, empezaría a gozar de una fama y un reconocimiento merecidos entre los reporteros internacionales que cubrían la guerra: era el único que había sido capaz de fotografiar el «momento exacto de la muerte de un soldado desde apenas diez metros de distancia». Un hito en el incipiente género de la fotografía bélica.

La mayor parte del año siguiente lo pasó Capa cubriendo el feroz asedio que empezaba a sufrir Madrid tras la caída de Toledo y que duraría hasta el final de la guerra. Esta vez sin Taro, que había regresado a París, el reportero húngaro aprendió en las trincheras de la Casa de Campo la verdadera cara del conflicto bélico. No hay heroísmo ni gloria en sus imágenes de la capital asediada, solo la miseria y el tedio de la defensa desesperada de la ciudad por parte de unos macilentos defensores que consiguieron desbaratar una y otra vez los ataques del ejército sublevado.

Conforme avanzaba el invierno y las posiciones de ambos ejércitos se congelaban en una interminable lucha entre barricadas y túneles al oeste de la ciudad, el interés del fotógrafo fue virando hacia una realidad más cruda, alejada de la primera línea: la de los civiles que sufrían los feroces bombardeos que llevaba aparejados el asedio. Aquellas fotografías de los barrios obreros exultantes de felicidad con las medidas del Gobierno del Frente Popular, allá por la Francia del 34, contrastan sobremanera con las imágenes de los barrios populares de la capital madrileña en el 36, sometidos a intensos bombardeos. Era la primera vez que se documentaba el devenir de la población civil en el conflicto bélico, la primera vez que se buscaba relatar el horror de los civiles en los tiempos bélicos. Porque esta era una guerra en la que no existían no-combatientes: mientras la mayor parte de la población masculina luchaba en las trincheras, las mujeres y los niños en la retaguardia se veían expuestos a unos bombardeos indiscriminados que no respetaban objetivo alguno. Las imágenes de esos meses muestran barrios enteros devastados por la aviación franquista, integrada en gran parte por escuadrones de la Luftwaffe alemana. Especialmente dramático es el reportaje que Capa realizó en el barrio de Vallecas, uno de los más castigados por las bombas, unas imágenes que trasladaron a Europa la verdadera dimensión de la guerra sin cuartel que se estaba librando en España.

Es entonces cuando Capa se cruza con uno de los personajes más interesantes de la época, un escritor cuya profunda simpatía para con la causa republicana le había impelido a convertirse en reportero de guerra para informar desde las mismas trincheras en las que se decidía el futuro de Madrid: Ernest Hemingway. Habiendo participado, por voluntad propia, en la Gran Guerra, el escritor americano era ya un veterano en los lances de la guerra y se paseaba por todas las líneas de frente que rodeaban la capital española. Ya fuera formando parte de las partidas de republicanos que, edificio a edificio, defendían la Ciudad Universitaria; en los sótanos del Edificio Telefónica desde el que se mandaban los cables a los periódicos del resto de Europa o en las lujosas suites que todavía quedaban en algunos hoteles capitalinos, la presencia del orondo americano era notoria entre los residentes, nacionales y extranjeros, de la ciudad asediada. Tan genial como impredecible, la vida y la personalidad de Hemingway, quince años mayor que Capa, fueron un modelo de conducta para el jovencísimo fotógrafo húngaro, que aspiraba a pintar el lienzo de su vida a pinceladas de romance y heroísmo.

Hasta ese momento las imágenes que Capa había enviado a París retrataban apenas el avance del ejército sublevado y las consecuencias de la guerra en las ciudades republicanas por las que el fotógrafo se movía. Las revistas en las que salían publicados sus reportajes eran de marcada ideología comunista, por lo que era necesario conseguir un buen reportaje de una victoria del Gobierno que pudiese hacer brillar la causa republicana en el extranjero. Así, con la llegada de Taro, emprendieron una serie de desplazamientos a lo largo y ancho de la zona republicana, desde Almería hasta Bilbao, buscando imágenes de gloria. El hecho de estar ausente en la primera victoria soñada de los republicanos, en Guadalajara —la que puso fin a la batalla de Madrid— enfureció a Capa, que volvió a la capital con la intención de acompañar al ejército republicano en la defensa de la Sierra Norte, formando parte de las primeras columnas del ejército republicano que fracasó en la ofensiva del paso de Navacerrada.

Al final, incapaz de conseguir imágenes de una victoria real, tuvo que acabar urdiendo un montaje, una práctica a la que no podía negarse si quería seguir ascendiendo en su carrera de fotógrafo. En mayo del 37 Capa fue requerido en París por el director europeo de Life, una revista americana que llevaba apenas seis meses en circulación, y que años más tarde sería la encargada de publicar los mejores reportajes de Capa. Este pidió expresamente a Capa que recrease la victoria que había conseguido un mes antes el batallón Chapaiev, uno de los más activos de las Brigadas Internacionales, en la localidad de Peñarroya, en el frente andaluz. Una fotografía y un metraje —Capa utilizaría por primera vez una cámara de vídeo, con pobres resultados— que habrían de formar parte de un documental, The March of Time. El interés por participar en el documental llevó a Capa y Taro a desplazarse a la sierra cordobesa, donde durante días estuvieron utilizando a los brigadistas allí apostados para recrear un falso ataque victorioso sobre posiciones franquistas, a pocos kilómetros de donde un año antes había tomado la celebérrima «Muerte de un miliciano».

Acabado el encargo, Capa volvió a París y Gerda, cada vez más alejada de la figura de su Pigmalión, decidió quedarse en Madrid para cubrir en exclusiva una reunión del periódico comunista francés Ce Soir, un evento que le permitiría por fin ver publicadas sus fotografías con su nombre y no el de Capa. La situación de la alemana, apodada la Pequeña Rubia entre las filas republicanas, era cada vez más compleja: su implicación con la causa republicana era total. La guerra era ya un asunto personal, identificaba la causa de la izquierda española como propia. Siempre en primera línea de frente, su arrojo en combate excedía con mucho a cualquiera de sus compañeros. Armada siempre con un revólver, además de su inseparable Leica, Taro se movía entre las líneas de frente con furia, exhortando a los republicanos a luchar con valor mientras los inmortalizaba con su cámara. Se había convertido en una fanática. Al final, las consecuencias fueron fatales: ávida por reportar hasta el más mínimo detalle de una batalla, la de Brunete, que se antojaba ganada para el bando republicano, Taro pereció aplastada por un tanque republicano el 25 de julio de 1937, apenas dos días antes de que regresara a París a reunirse con Capa.

La figura de Taro fue inmediatamente elevada a los altares de la causa de la izquierda continental. Ce Soir dedicó página tras página a glosar su figura y Life se hizo eco de su desaparición como la de «la primera reportera caída en combate de la historia», dulcificando su figura de intrépida reportera hasta convertirla en una heroína de la lucha contra el fascismo. Al cortejo fúnebre que acompañó el féretro hasta el cementerio du Père Lachaise acudieron miles de compañeros del partido comunista, su familia y un desolado Capa que se negaba a aceptar la desaparición de su amada. La joven alemana que había creado el personaje que le había dado la fama al joven André Friedmann había muerto en combate, y este no supo controlar la deriva vital a la que fue arrastrado, una espiral de alcoholismo y abulia que duró muchos meses y que puso en peligro la carrera profesional que acababa de empezar. Las secuelas fueron duras para el húngaro, que durante años se condujo como un hombre viudo, exclamando a quien quisiera oírle que Taro y él habían estado comprometidos —Capa llegó a pedirle matrimonio y ella lo rechazó—. «Algo de Capa murió con Taro», exclamaron algunas de las voces más cercanas al fotógrafo. En palabras de Cartier-Bresson, el «Friedmann que emergió de su duelo era todavía más disperso, oportunista y descarriado que el que había conocido anteriormente». Una máscara, la de Robert Capa, que desde entonces le empezó a pesar al joven Friedmann.

En diciembre, Capa volvió a España para cubrir la defensa de Teruel del ataque nacional que amenazaba, en caso de tener éxito, dejar franco el avance hasta el litoral castellonense y cortar en dos la España republicana. En medio de unas durísimas condiciones climáticas, Capa se unió a Hemingway y otro reportero americano, Herbert Matthews, para llevar a cabo uno de los reportajes más interesantes de la guerra. Enclavados junto a las tropas defensoras, los tres estuvieron participando de los durísimos combates que durante las primeras semanas de 1938 tuvieron lugar en el casco antiguo de la ciudad. Al final, la extrema peligrosidad del encargo —fue una de las batallas urbanas más sangrientas de la guerra, con Capa y Matthews participando en los asaltos casa a casa— y su profundo desencanto con una guerra que le había arrebatado a su amada motivaron que Capa aceptara otro encargo, a 10.000 km de distancia: la defensa de la China continental por parte de una coalición de comunistas y nacionalistas chinos contra el invasor japonés.

El motivo de su estancia en China era grabar un documental propagandístico, Los 400 millones, destinado a promover en EE. UU. la alianza de comunistas y nacionalistas chinos que hasta entonces estaban resistiendo los embates del militarismo japonés en el continente asiático. Capa, acompañado de un equipo de filmación y escritores como Auden e Isherwood, pasó una temporada «miserable» intentando fotografiar sin éxito el combate en primera línea. Madame Chiang, la esposa del generalísimo Chang Kai-Chek, los tenía confinados en la sede del ejército nacionalista, Hankou, permanentemente vigilados por el servicio de espionaje gubernamental e impidiéndoles el acceso al verdadero objetivo del equipo en esa campaña: el ejército que un líder comunista de nombre Mao había conseguido crear milagrosamente armando simples campesinos. A pesar de todos sus desvelos por acercarse, nunca les fue autorizado el acceso a ellos: interesaba que retrataran al ejército nacional, el mismo que fue derrotado por Mao en la guerra civil y acabó refugiándose en Taiwán.

Así, durante los seis meses siguientes Capa persiguió la acción bélica, con escaso éxito, por lo que volvió a dirigir su cámara a retratar a la población civil, capturando fotografías que evocan aquellas que tan crudamente habían retratado las consecuencias del asedio en Madrid. Madres desconsoladas, restos de bombardeos, enfermos y mutilados; los reportajes asiáticos de esta época evidencian un profundo desencanto con una guerra absurda, cruenta y sucia que se había cobrado ya la vida de más de un millón de combatientes. Un buen ejemplo de estos reportajes es el que Capa realizó con motivo de la voladura de las presas que aguantaban el Yangtsé, destinada a retrasar el avance japonés, que provocó la destrucción de centenares de pequeños pueblos y provocó más de dos millones de desplazados —que Capa se encargó de retratar en fotografías que hicieron resonar en Europa y EE. UU. esta guerra lejana—.

Conforme el ejército japonés se iba afianzando en la China continental y su avance hacia la capital militar Hankou se convertía en inexorable —Shanghai, Nanking y Nanjing ya estaban bajo su control—, el ejército nacionalista de Chang Kai-Chek se fue retirando al interior. A finales de septiembre, unas semanas antes de la caída de Hankou, Capa decidió marcharse, consciente de que no estaba en estas lejanas tierras asiáticas sino en el país en «cuya lucha por la libertad» todavía creía: España.

En otoño del 38, la situación era desesperada para un ejército republicano incapaz de soportar el empuje de los nacionales. La ciudad cuya captura por parte republicana había fotografiado unos meses antes, Teruel, había finalmente caído en febrero de ese mismo año. A finales de abril el ejército nacional había capturado Vinaròs y su comarca, cortando en dos el territorio republicano. Desde julio se libraba la batalla del Ebro, el escenario en el que se sepultarían definitivamente las esperanzas de victoria del Gobierno. El equipo y los hombres aportados por la Unión Soviética habían demostrado no ser rival contra la maquinaria bélica aportada por Alemania e Italia, y las Brigadas Internacionales de voluntarios poco habían podido hacer contra las disciplinadas columnas del ejército del gobierno de Burgos. A finales de septiembre, un mes antes de su llegada a Barcelona, las potencias extranjeras habían retirado su apoyo a la República. La situación era angustiosa para los leales al Gobierno: la captura de la ciudad era cuestión de tiempo. Y eso no era todo: el golpe definitivo a la moral de la retaguardia vino con la despedida de las Brigadas Internacionales, en noviembre de ese mismo año. Capa llegó a la ciudad en noviembre, justo para retratar la despedida que el pueblo de Barcelona le brindaba a los soldados extranjeros que habían luchado durante dos años por la causa de la República. Son imágenes de tristeza, de rostros desencajados por el llanto que se transforman al cantar, muchos por última vez, La Internacional: rostros vibrantes de emoción contenida que Capa supo retratar, como era habitual en él, con precisión y cercanía.

Pero Capa no estaba allí, según él no se cansaba de repetir, para sacar ese tipo de fotos sin riesgo. Él «quería acción». Y se fue a buscarla al Ebro, donde todavía se libraban los últimos embates de la batalla más cruenta de la guerra. Capa se unió a Hemingway en un expedición casi suicida: llegar hasta la cabeza del puente que el ejército republicano todavía controlaba en el río y desde ahí intentar llegar al puesto de la comandancia general, en Mora de Ebro. Una decena de kilómetros en bote de remos al alcance de la artillería y los francotiradores sublevados, poco inclinados a dilucidar pacientemente si los temerarios remeros eran periodistas o soldados enemigos. Una vez consiguieron llegar al cuartel general del general Líster, este los despidió amargamente, enfrascado como estaba en organizar la retirada de su ejército. La batalla estaba perdida y la guerra sentenciada.

Lo que vino a continuación fue la última acción bélica que Capa pudo documentar, y que constituyó uno de sus reportajes más logrados. Un último grupo de republicanos cruzó el río Segre y llegó hasta la localidad aragonesa de Fraga, dispuesto a retrasar al máximo el inexorable avance del enemigo, una acción temeraria que no podía salir bien, una decisión casi suicida. Capa integró, como no podía ser de otra manera, la vanguardia de las columnas que participaron en el ataque, tomando algunas de las fotografías más crudas de estas últimas semanas de la guerra. Un par de ellas destacan sobre el resto: la del soldado herido que se aventura a campo abierto, desorientado y le estalla un proyectil de obús a cinco pasos de distancia; y la del soldado moribundo que dicta sus últimas palabras antes de expirar. Dos imágenes duras, tomadas a unos pocos metros de distancia, que inmortalizaban mejor que la del miliciano la verdadera cara de un conflicto bélico que se había idealizado fuera de España. Ambas formaron parte del trabajo fotográfico que le encumbró en la prensa continental: esas imágenes eran lo más cerca que un reportero había estado del caos y la carnicería de la guerra. Un hito periodístico.

Picture Post, la revista que lo publicó, acompañó las imágenes con una foto a página completa del propio Capa, mirada desafiante, cigarro en los labios y sosteniendo una cámara Eyemo. En el pie de foto se podía leer: «El mejor fotógrafo de guerra del mundo: Robert Capa». Contaba apenas 25 años.

Tras un último esfuerzo fracasado, llegó la retirada más dolorosa. A su vuelta a Barcelona, el húngaro, convertido entonces en uno de los últimos reporteros en abandonar España, retrató el dolor y la tristeza de las calles vacías de la ciudad derrotada. Notable es el reportaje sobre el éxodo masivo de población civil en dirección a la frontera con Francia, una migración que no distinguía de edades, clases sociales u origen, una riada de personas derrotadas que abandonaron con lo puesto España huyendo de un enemigo que no tardó en cruzar el Llobregat. Los últimos días que Capa pasó en España retratan la desazón, la vergüenza y la derrota de miles de fugitivos. Caras cansadas, desencajadas de preocupación y de miedo, rostros anhelantes por llegar a una frontera que aseguraba al menos salvar la vida.

Robert Capa abandonó nuestro país el 28 de enero del 39, dos meses antes de la caída de Madrid que marcó el final de la contienda. El sentimiento de derrota y su compromiso con el pueblo español que, según él, había «aprendido a amar» le impelieron a visitar, semanas después, los campamentos de refugiados que proliferaban a los pies de los Pirineos franceses. Francia, cuyo Gobierno de izquierda había negado su apoyo a la República, confinaba a los derrotados refugiados españoles en campos míseros, playas de miseria y sufrimiento donde solo había «arena, mar y alambradas». Como resultado, más de quince mil españoles murieron en las dos primeras semanas después del final de la guerra. Esas últimas fotografías de Capa tomadas entonces en lugares como Argèles-sur-Mer, Carcassone y Le Barcarès son los epílogos tristes de nuestra guerra fratricida, documentos históricos que plasman con dolorosa nitidez las consecuencias para la población civil de aquellos años oscuros.

Seis meses más tarde, el 1 de septiembre de 1939, estalla la guerra en Europa. En octubre las fuerzas de seguridad francesas irrumpen en la agencia, buscando elementos izquierdistas. A Capa, agotado de la experiencia bélica y todavía afectado por la pérdida de Gerda, no le quedó más opción que huir del continente. Esta vez en dirección oeste: a Estados Unidos.

Epílogo: en mayo de 1940 París está a punto de caer bajo el empuje de la Alemania nazi. Cziki Weisz, el encargado de revelar los carretes que Capa enviaba desde España, construyó tres cajas de cartón en las que colocó todo el material fotográfico que no había sido revelado. Antes de embarcar en dirección a América pudo enviárselas, metidas en una bolsa, al cónsul mexicano en la ciudad de Vichy. Redescubiertas en 2007 en Ciudad de México, esas cajas contienen más de de 4500 negativos de la Guerra Civil española, unas fotografías de Capa, Gerda y Chim que se creían perdidas y cuya recuperación ha podido sacar a la luz parte del magnífico trabajo que estos tres jóvenes fotógrafos realizaron en la España de mediados de los años treinta. Unos imprescindibles documentos históricos, agrupados bajo el nombre de «La maleta mexicana», que han sido expuestos en todo el mundo como símbolo del espíritu que animaba esos primeros años de desarrollo de la fotografía bélica, cuando tres veinteañeros se sumergieron de lleno en un conflicto bélico que les superaba para poder contárselo al mundo.

(Continúa)

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8 Comments

  1. La foto parece ser que fue tomada en Espejo, a unos 50 kilómetros más al sur de Córdoba, aunque el paisaje ha cambiado mucho desde el 36 y no se asemeja para nada al que se aprecia en la foto. En 2011, conmemorando el 75 aniversario, se oficializó esta versión, a pesar de que en el Cerro de la Coja se resisten a quitar el cartel que lo conmemora. En Cerro Muriano, el Bar X y en especial su dueño, Juan José Obrero, son toda una fuente de sabiduría alternativa al respecto de la historia de Capa y la foto.
    También existe un documental muy interesante, «La sombra del iceberg» (2007), de Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbauer, que aporta bastante luz sobre el tema.
    Por último, aprovechando la ocasión, cuelgo un corto que aborda el tema desde una perspectiva cómica :)
    https://vimeo.com/29291972

  2. Documental sobre la maleta mexicana:
    http://www.tv3.cat/videos/4626575

  3. Una cámara de vídeo en el 37…me parece que no.

    • Mola que la gente como tú comente sin tener ni idea de lo que habla. Evidentemente no existían las típicas cámaras Sony con la que grabaron tu 1a comunión, pero los cinematógrafos existen desde finales del sXIX.

      • Emilio

        «Mola que la gente como tú comente sin tener ni idea de lo que habla.» Vaya humos.

        Entonces sería una cámara de cine, no de vídeo. Creo que hay alguna que otra diferencia.

  4. La foto de Robert Capa «Muerte de un miliciano» no fue tomada en Cerro Muriano, sino en el término municipal de Espejo (Córdoba).

  5. Nicolás

    Buenas tardes David,
    Sólo decirte que leas con más cuidado, el texto dice lo siguiente: Incluso se ha llegado a asegurar que esa fotografía no fue tomada en Cerro Muriano sino en Espejo, otra localidad cordobesa situada a 50 km al sur.

    Un saludo

  6. Javivina

    El articulo, así como toda la serie brillante. Sólo quería hacer una pequeña reivindicación que los habitantes de mi ciudad llevamos haciendo mucho tiempo y que es la siguiente, la ortografía correcta y oficial de nuestra ciudad es Vinaròs y no «Vinaroz», ya que nunca éste fue el nombre de la ciudad sino que fue una injusta castellanización impuesta durante el régimen franquista contra la que llevamos luchando todavía a día de hoy.

    Agradecería la corrección del topónimo, para nosotros significa mucho darle visibilidad a este tema aunque pueda parecer una nimiedad.

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