La sonda Voyager 1 ha abandonado el sistema solar.
Son nueve palabras como podrían ser otras nueve distintas, pero si las leen —si las piensan— forman una frase que casi duele. Una frase que entra en la cabeza por la nariz, como un líquido frío bebido muy rápido que congela el cerebro con una punzada en el interior del cráneo. Un objeto creado por el hombre ha salido de la burbuja de influencia del Sol y ha comenzado, efectivamente, un viaje interestelar.
El doce de septiembre de 2013 la sonda Voyager 1 abandonó el sistema solar, y se encuentra ahora mismo a diecinueve mil millones de kilómetros de nuestro sol. Se encuentra en un lugar entre dos estrellas. Quizá hayan leído que el ingenio espacial lleva saliendo de nuestro sistema solar desde hace más de un año, pero la NASA no confirmó hasta el pasado día doceque los sensores de la sonda registraban plasma interestelar.
¿Y a dónde va la Voyager 1? ¿Cuál es su camino? Bueno, en 1965, Frank Herbert dijo en boca de Paul Atreides, protagonista de Dune, que «un camino que se recorre con precisión hasta su final, desemboca, precisamente, en ninguna parte». Seguramente Herbert intentaba introducir alguna idea protofilosófica más o menos new age; ya se sabe que el camino es un concepto alegremente proclive a la reflexión introspectiva. Sin embargo, lo cierto es que la Voyager 1 va, literalmente, a ninguna parte. Al menos a ninguna parte conocida, pero tampoco conocible; con su velocidad, la sonda necesitaría veinte mil años para recorrer un año-luz. Si la estrella que tenemos más cercana es Próxima Centauri, situada a cuatro años-luz de nuestra Tierra, hagan la multiplicación y entenderán que nada ni nadie estará escuchando a la Voyager 1 cuando diga que ha llegado a alguna parte. Si es que llega.
¿Y su camino? La reflexión es interesante porque, al margen del contenido experiencial, el camino, como objeto, se define por el rastro que deja y las marcas que horada. Un camino es su huella. Y en el espacio nadie puede oír nuestros gritos y nada puede dejar huella porque no hay nada susceptible de ser pisado. Seguro que la NASA tiene un gráfico donde puede marcar con precisión la ruta que ha seguido la sonda; quizá una línea blanca punteada en una pantalla de ordenador o un sistema de vectores y velocidades, pero la realidad es que nada de eso puede verse in situ.
Porque un camino es su huella, y la huella que deja la Voyager 1 son sus registros, los datos que toma y las fotografías que hace. Cuando el marino otomano Piri Reis navegó por el Atlántico en el siglo XVI no marcó su ruta. No hay ninguna línea que indique con precisión por dónde le llevaron los vientos y las corrientes; el camino que nos dejó es su mapa costero. Sus registros y los datos que tomó. La diferencia entre el agua y la tierra. La única huella que podía dejar en el mar.
Hay más caminos, muchos más. Y aunque la Voyager 1 esté propulsada por los motores de Antonio Machado, a mí me interesan los que son puramente físicos. A buen seguro que ustedes son capaces de encontrar algún significado más profundo a estos que les proponemos. Se lo dejo a su discreción.
1. Los caminos de deseo
A los arquitectos nos gusta pensar que los usuarios de nuestros edificios —las personas— se van a comportar como vagones de un trenecito de feria. Que van a ir por donde nosotros les decimos y que van a caminar sobre unos raíles invisibles por las rutas que les marcamos. Por eso empedramos líneas de hierba y asfaltamos recorridos. Por eso dibujamos caminos.
En 1967, Alejandro de la Sota presentó el proyecto del colegio mayor César Carlos en Madrid. Planteaba un volumen de poca altura para servicios comunes que se comunicaba por un pasaje subterráneo con otro edificio de seis plantas que albergaría los dormitorios de los estudiantes. De los estudiantes varones, pues todo el colegio mayor era masculino. Desde las ventanas de esos dormitorios podía verse, calle abajo, el Isabel I de España, que era un colegio mayor femenino. Entre ellos, una explanada de césped. Sota no dibujó ningún camino ni ninguna ruta sobre esa hierba.
Los caminos de deseo son esas veredas que nadie ha previsto, que se abren en el momento en que alguien decide salirse de la ruta que le han marcado. Una primera pisada a la que seguirán más, muchas más; y que acaban generando una senda donde antes no había nada. Desafiando al título de este artículo, los caminos de deseo nacen precisamente para llegar a algún lugar. Cuando proyectó el colegio mayor César Carlos, Alejandro de la Sota tenía claro que no era necesario dibujar ningún camino en el césped, porque el deseo —el verdadero deseo— los abriría sin su ayuda. Tras varias décadas de uso, los conservadores del edificio decidieron pavimentar los caminos que los usuarios —las personas— habían creado. El deseo se había solidificado.
Lo malo es que cuando deseamos muy intensamente llegar a un determinado sitio, es posible que muchas otras personas lo deseen con la misma intensidad. Entonces el deseo se solidifica de tal manera que hace intransitable el camino. Literalmente.
La nieve que se acumulaba en las botas de Tenzing Norgay y Edmund Hillary también se volvía sólida cuando se sentaron en la cima del Everest el veintinueve de mayo de 1953. Mirando a su alrededor, por encima de todo el mundo, poco podían imaginar que sesenta años después, por la ruta que habían destapado esas mismas botas se agolparían más de trescientos montañeros impulsados por el deseo. Y también por una imparable maquinaria económica que ha transformado al Himalaya en una suerte de resort turístico.
2. Los caminos bastardos
Sa Calobra es una bellísima cala en la isla de Mallorca; allí, el Mediterráneo lame la arena y las rocas con el cristalino turquesa del Índico tropical. Sin embargo, la mayoría de la gente conoce a Sa Calobra por la serpenteante carretera que desciende desde la serra de Tramuntana hasta el mar.
Les cuento un secreto: las carreteras son el sueño húmedo de los arquitectos porque los coches sí que son, al menos conceptualmente, como los vagones de un trenecito de feria y no tienen más remedio que ir por el camino que se les ha marcado. Así, si quieren bajar los ochocientos metros de cota que separan Sóller de Sa Calobra van a tener que recorrer treinta y siete kilómetros de curvas, meandros, rizos y alabeos. La experiencia de recorrer esa ruta nos recuerda a una asociación que solemos hacer con cierta frecuencia: es tan bonito que parece falso. En efecto, la carretera de Sa Calobra es tan bonita que parece un circuito de carreras.
Porque claro, un coche no es una persona. Su dimensión, su velocidad y su radio de giro marcan las distancias, los anchos y las curvaturas de los caminos por los que están obligados a circular. Por eso los circuitos de carreras están diseñados con delicadeza y precisión.
Es curioso, pero el circuito de carreras es un camino híbrido extraordinariamente peculiar. Y me explico, por un lado es conceptualmente bastardo: el circuito, por definición, termina precisamente en el mismo lugar en el que empieza. Esto es, en su propia concepción, el circuito no llega a ninguna parte; es el epítome de la frase de Paul Atreides. Pero por otro lado, es la comunión ontológica de un camino; el circuito nace y toma forma por su propia existencia como camino. Cada curva y cada recta, cada chicana y cada cambio de rasante existe por su exclusiva naturaleza. El circuito de carreras controla, desde su propia noción, no solo la ruta y el espacio que define, sino también la velocidad y la dirección y la distancia de frenado y el tiempo de aceleración de los coches que ruedan por él. Que están obligados a rodar por él.
En 1915, Giovanni Agnelli encargó al joven arquitecto Giacomo Mattè-Trucco la construcción de una nueva fábrica para la Fiat en el distrito del Lingotto a las afueras de Turín. Incluiría oficinas y salas de reuniones, así como las plantas de producción de los automóviles de la compañía. Además, debería incorporar, en la medida de lo posible, una pista de pruebas para los coches recién terminados.
Inaugurado en 1922 bajo la presencia del rey Víctor Manuel II, la fábrica era un compendio de los nuevos sistemas de construcción de la época, a base de elementos prefabricados de hormigón armado y pretensado. Y sí, incluía un circuito de pruebas. Mattè-Trucco y el ingeniero Ugo Gobbato lo habían colocado en la azotea del edificio.
Quizá por su forma o sus proporciones, el edificio acabó tomando el nombre del distrito, que es como se le conoce desde entonces: el Lingote. Le Corbusier le cita en su libro de 1923 Vers une architecture, si bien no dice que la pista esté esté en el techo, sino que es un edificio construido debajo de un circuito.
Si lo piensan, el arquitecto franco-suizo tenía razón. En el Lingotto, el camino no solo marca la velocidad y la ruta de los coches, sino que define con precisión la forma y las dimensiones del edificio que está debajo. Incluso la manera de acceder a la cubierta, mediante una rampa helicoidal interior, se define por la existencia de ese circuito de carreras que gira y gira por tiempo infinito a treinta metros de altura.
3. Los caminos experienciales
Si Bruno Zevi dijo en 1948 que «Toda obra de arquitectura, para ser comprendida y vivida, requiere el tiempo de nuestro recorrido, la cuarta dimensión», Le Corbusier ya había ponderado ese mismo concepto en 1926. Le llamaba la promenade architecturale, el paseo arquitectónico. De alguna manera, el edificio debía invitar a ser recorrido y solo a partir de ese camino podría comprenderse completamente.
Cuando construyó Villa Saboya en 1929, Le Corbusier introdujo prácticamente todos los elementos en los que había estado trabajando hasta el momento: edificio sobre pilotes, planta libre, terraza jardín, fachada libre y ventanas horizontales. Y por supuesto, la promenade architecturale para enlazarlos a todos: una rampa que recorre el edificio desde el suelo hasta la cubierta. El espacio de Villa Saboya solo se comprende en su totalidad cuando se camina por esa rampa.
Se dice que Frank Lloyd Wright no se llevaba muy bien con Le Corbusier, y es cierto que a menudo bromeaba respecto a la necesidad que tenía su colega franco-suizo de escribir manifiestos en vez de construir edificios. También es cierto que Wright siempre fue un arquitecto ferozmente independiente que nunca se dejó influir por las consideraciones estéticas del Movimiento Moderno europeo. Con todo, es divertido comprobar que fue el arquitecto estadounidense quien llevó hasta sus últimas consecuencias una de las ideas que Le Corbusier definió y defendió durante toda su carrera.
El museo Solomon R. Guggenheimabrió sus puertas en octubre de 1959. Es probablemente el edificio más interesante de Nueva York, pero también es la más pura —la más física— ejemplificación del concepto de promenade architecturale.
En Villa Saboya, la rampa recorría todo el edificio, invitando —y casi obligando— a comprenderlo. En la construcción de Wright, la rampa es el edificio. El museo solo se puede visitar si se baja por ella. Solo se puede comprender si se recorre el camino.
Además, como en el Lingotto, la forma del edificio es la forma del recorrido. El visitante únicamente puede acceder a cada una de las salas de exposiciones desde la rampa que articula, genera, interpreta, lee y narra el espacio. Y aún más, la forma de esas salas responde a la disposición de la rampa que las alimenta. Así, el exterior del edificio, que es silueta pero también es espacio, traduce la forma y el trazado de la rampa. Todo el edificio, todo su espacio, toda su dimensión y toda su forma es la manifestación estrecha e inherente del camino que lo recorre.
El museo Solomon R. Guggenheim es probablemente el edificio más interesante de Nueva York y es la expresión más pura —más física— de que el espacio es el camino. También fue la última obra de Frank Lloyd Wright, que murió el nueve de abril de 1959, seis meses antes de su inauguración, sin llegar a verlo terminado.
4. Los caminos imposibles
El camino es el césped pisado del César Carlos y la nieve congelada del Everest y el asfalto de la carretera de Sa Calobra y la azotea del Lingotto y la rampa de Villa Saboya y todo el museo Guggenheim de Nueva York. Pero también son los datos de la Voyager 1 y el mapa de Piri Reis, porque su ruta discurre por terrenos sobre los que no se puede dejar marca. Que no se pueden pisar.
Pero ¿qué sucede cuando tenemos que construir un camino físico, un camino material sobre un terreno que, efectivamente, no podemos pisar? Parece una empresa imposible.
Porque es una empresa imposible.
Porque el remedio al que hemos llegado tan solo alcanza a evitar ese terreno que no puede ser pisado. Los puentes y los túneles rodean conceptualmente los ríos y los mares y los acantilados que no podemos atravesar. Que no podemos pisar. Y sus huellas nunca se dejan en el aire o en el agua, sino en el constructo —la construcción— que hemos ideado para salvarlos.
Aun así, existen soluciones ingeniosas que nos permiten fantasear con el milagro de caminar sobre las aguas o surcar los cielos.
En Bron/Broen hay tres protagonistas principales. Dos son una policía sueca y un detective danés; el tercero es ese Bron/Broen que da nombre a la serie. El puente de Oresund, que une Malmö y Copenhague. Construido por la empresa española Dragados, se abrió al tránsito en 1999 y sí, es un puente. Pero es un puente cuyos extremos no se miran. Durante casi ocho kilómetros, durante más de quince minutos, rodamos a unos pocos metros del Báltico. Caminamos a unos pocos metros sobre el agua. Y cuando ya no puede más (cuando los barcos reclaman su trozo de mar), el puente de Oresund agacha la cabeza como un flamenco en las salinas y se sumerge.
Como no podemos pisar la superficie, durante más de quince minutos caminamos a unos pocos metros sobre el agua y durante treinta segundos caminamos a unos pocos metros debajo del agua.
En 2011, cuando les encargaron construir un nuevo paso peatonal que cruzase el foso que rodea el Fort de Roovere, una fortaleza del siglo XVIII situada en la localidad holandesa de Halsteren, el equipo de arquitectos Ro&Ad decidió que no quería caminar a unos pocos metros por encima o por debajo del agua.
¿Y el aire? ¿Cómo nos las arreglamos para caminar por el aire?
Bueno, aquí vamos a tener que hacer una pequeña abstracción matemática. Ustedes saben lo que es una cuerda, claro; las empleamos para atar barcos o atarnos los zapatos o tender la ropa o sacar agua de un pozo. También para transportar electricidad y para tocar el violín e incluso para jugar al tenis. Nuestras cuerdas tienen espesor, quizá unas pocas décimas de milímetro, quizá varios centímetros, pero no dejan de ser el remedo físico de la línea; una entidad que se define por tener una única dimensión y que, por tanto, no puede existir en nuestro espacio tridimensional.
El siete de agosto de 1974, Philippe Petit tendió una cuerda ilegal (¿puede una cuerda ser ilegal?) entre los edificios uno y dos del World Trade Center de Nueva York. Entre las Torres Gemelas. Y durante unos minutos, recorrió un camino que llevaba a ninguna parte. Recorrió un camino que nadie había recorrido jamás y comprendió un espacio como nadie lo había comprendido jamás. Y como jamás lo volvería a comprender nadie.
Un gran artículo, muy interesante. Sólo falta que el Rascador reconozca que la Voyager 1 lleva la discografía completa de Radiohead consu one hit wonder «Monicholi Mostaza».
me ha encantado el artículo, he ido viajando de lugar en lugar hasta acabar entre las dos torres del WTC. Expléndido!
Sólo una puntualización sobre un error bastante común.
La Voyager está bastante lejos de abandonar el sistema solar. Lo que ha abandonado es la Heliopausa, le queda sistema solar para rato.
Se calcula que la nube de Oort puede llegar a alcanzar las 200.000UA de distancia mientras que la Heliopausa apenas llega a las 50.000. Y la nube de Oort es parte del sistema solar. Está bajo la influencia gravitatoria del Sol.
Desconocía esa precisón, muchas gracias por compartirla.
Un saludo.
Una entrada excelente. Me ha sugerido otro edificio notable por trazar físicamente nuevos caminos en el aire: la fundación Ibere Camargo de Siza donde las rampas entran y salen volando del volumen principal. Saludos y enhorabuena por el post!
Pues sí, ese edificio del maestro de Matosinhos es una verdadera belleza.
Un saludo y muchas gracias.