Vaya por delante un asunto personal: Barcelona es mi ciudad, pero no la amo. La conozco en profundidad y creedme si os digo que no hay mucho en su aire húmedo que consiga emocionarme. Son algunos de sus pobladores —algunos amigos, otros, absolutos desconocidos, contemporáneos, unos vivos, otros no— los que me reconcilian con ella. De entre la camarilla ausente, la extrañeza surge al echar de menos a personas con las que tienes la certeza de que jamás podrás tropezarte por estas calles. Me pasa frecuentemente con dos muertos que —parafraseando la película— un día estuvieron muy vivos, dos camaradas, dos extraordinarios memorialistas, dos bebedores compulsivos, dos poetas como la copa de un pino: Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral. Dos tipos que comparten —sea leyéndolos o, casi simplemente, pensando en ellos— el insólito mérito de dar ganas de vivir más y mejor, uno de los mejores piropos que se me ocurren ahora mismo. Tan diferentes, tan leales y rivales a la vez, de Barral y de Gil de Biedma se podría decir que, cada uno a su manera, llevaban hasta las últimas consecuencias —llevándose por delante lo que hiciera falta— la máxima de Montaigne: «mi oficio y mi arte es vivir».
A ciertas edades ya se está en condiciones de sospechar qué combustible alienta el motor que cada uno tiene en las entrañas: a unos les mueve el poder, a otros la insaciable curiosidad, a muchos solo les pone en marcha la lujuria, el reconocimiento, el temor de los demás, o la humillación. Gil de Biedma y Barral sospechamos que comparten idéntica fuerza motriz: llegar a conocerse a sí mismos. Para ello, los dos eligieron la misma arma: la poesía. La diferencia está en que Barral se cubre con ella —como una de esas capas decimonónicas que a veces le gustaba llevar, a modo de abrigo, en sus noches de alcohol—, mientras Gil de Biedma la usa para desnudarse. Fue este último quién dejó dicho que Baudelaire era en realidad un actor, «que es lo que somos todos los poetas. Solo en sus interpretaciones se les conoce». Abajo las máscaras, pues: si Barral ejerce de capitán con pipa y piel requemada, Biedma es un poeta disfrazado de poeta.
Hay más asuntos que los unen. Los dos resultaron ser acérrimos partidarios de la felicidad, algo no tan común como se pudiera creer. A su vez, ambos compartían una vocación frustrada de huida y, por tanto, la misma condición de exiliados en su propia casa. A veces, el determinismo es ley en las familias pudientes: en sus años jóvenes fueron reticentes herederos de los negocios relacionados con la familia —una editorial por parte de Barral, la Compañía de Tabacos de Filipinas por parte de Gil de Biedma—, cachorros de casta vencedora, conversadora, leída, políglota y productiva. Quizás por ello los dos se enorgullecían de su indolencia, de estar tocados por la pereza, una forma radical de rechazo al lúgubre mantra burgués: la vida queda definida por la vía del trabajo y, fuera de eso, solo está la nada.
Tanto Barral como Gil de Biedma eran tenaces agotadores de la noche, imponentes bebedores, de una sed dictatorial. Dos brillantísimos seductores en perpetua competencia de audiencia pero, eso sí, con intereses sexuales contrarios. Feroz descorbatado uno —Barral odiaba la corbata, y en la España de Franco de los años 50 no era postura fácil prescindir de ella—, corbatista irredento el otro, la elegancia de ambos, deshilachada la de Barral, de corte exacto la de Gil de Biedma, estaba en su mirada franca y directa a la yugular. Empezando por ellos mismos: a tumba abierta y de forma pormenorizada, cada uno desgranó en sus libros su propia vida y sus respectivos fracasos como poetas, como amantes y como hombres, con el ruido de fondo del franquismo como formidable máquina de destrucción.
También llevaban los dos los paisajes de su infancia grabados a fuego: el mar de Calafell para Barral —«ese paisaje ninguno», lo llamaba él—, y el campo castellano para Biedma. A su muerte, los dos regresaron a ellos para habitarlos eternamente. Las cenizas de Barral se perdieron entre las olas de la playa de su pueblo de Calafell, en Tarragona, y Gil de Biedma fue enterrado en el panteón familiar de Nava de la Asunción, en Segovia. Incluso en este último y penoso menester también son viejos aliados que deciden dejarse vencer casi a la vez. Murieron con apenas cuatro semanas de diferencia: Barral, con 61 años, el 12 de diciembre de 1989 y Biedma, con 60 años, el 8 de enero de 1990.
En su poesía, tan distinta, fueron comunes los temas: el transcurso del tiempo y la decadencia física y moral. También compartían una mirada libre, sensual y, a su vez, extrañada, un extrañamiento que derivaba de haber tenido una infancia feliz durante la Guerra Civil. Parafraseando a Biedma, hasta cierto punto ambos vivieron avergonzados de los palos que no les dieron, señoritos de nacimiento y, por mala conciencia, escritores de poesía social.
«Eran como jóvenes príncipes que llegaban a nuestras sórdidas aulas», dejó dicho Manuel Vázquez Montalbán, otro bendito barcelonés, poeta de corazón y prosista de razón, esta vez de la casta de los vencidos, del barrio del Raval, tan abismalmente opuesto a las higiénicas y luminosas calles de donde proceden nuestros protagonistas.
Así eran Biedma y Barral: dos amigos poetas que se leían con fruición, que se corregían y criticaban honestamente. «Hablemos del punto y coma», se decían: era la frase clave para entrar en faena y conversar largas horas sobre la pertinencia de un adjetivo, del estricto silencio de una determinada puntuación, de la maquinaria oculta de sus respectivos poemas. «Eran unas discusiones muy agradables, hasta que se emborrachaban completamente y entonces yo los enviaba a la mierda», apostilló una vez Ivonne Barral, la mujer de Carlos, con la que tuvo cinco hijos.
Barral era un poeta hermético, un esteta atrapado en la luz feroz de la infancia y de los paisajes perdidos. Adoraba a Rilke —una especie de fiebre, una enfermedad de la que se curó traduciéndolo—, y llevaba tatuado en tinta invisible su verso «¿quién habla de victoria? Sobreponerse es todo». Era un tipo de poeta escaso que no se ponía a escribir si no tenía necesidad «de averiguarme, de verificarme», según sus propias palabras, y que siempre llevaba «una carterita en el bolsillo con un poema empezado hace dos meses, al que voy dando vueltas, unos días sí, otros no, y que finalmente un día me siento a escribirlo».
En su imaginación, secretamente consideraba que pertenecía a la tribu marinera. «En cuanto llegaba a Calafell se transformaba: de la ropa al vocabulario, hasta cambiaba de clase social, el cuerpo renegrido por el sol», explica Josep María Castellet, otro escritor, editor y crítico fundamental en España, que incluyó a nuestros dos amigos en su revolucionaria antología Veinte años de poesía española, publicada en 1960. Según Castellet, Barral era un tipo lúcido, arrebatador, de un entusiasmo febril: en Calafell «llamabas a su casa y decía, «ya bajo», y lo hacía literalmente, de un salto, desde el balcón a la puerta en la calle, entonces rodeada de arena, a pie de playa». De las noches de humo y copas que compartieron, Castellet recuerda especialmente una: borrachísimos los dos y unos cuantos más, acabaron entre barcas. De repente, Barral empezó a vociferar a quien quisiera escucharle que había averiguado que la mejor forma de fortalecer el pene era a fuerza de darle golpes contra las rocas de la playa —una leyenda marinera quizás— y, seguidamente, al encontrar una gran piedra a su paso, se bajó los pantalones y se puso a obrar en consecuencia: tum, tum, tum.
Como una maldición, Barral huía de la vida cotidiana y del trabajo en cuanto podía, y su refugio era el mar, el alcohol, los amigos y la conversación. Sus grandes temas eran la política, el sexo y la poesía.
Porque Carlos «el Magnífico, el Grande, el Gran Seductor», como le llamaba Esther Tusquets, amiga y editora como él, era un gran conversador. De hecho, a inicios de los años 60 eran todos «unos charlatanes, en el sentido de que se hablaba mucho, nos encantaba discutir», escribió Tusquets. El sexo era otro de los juguetes preferidos de este grupo barcelonés de escritores, arquitectos, fotógrafos, modelos y músicos que fue la gauche divine. Y precisamente titularía Encerrados en un solo juguete su primera novela otro grandísimo hijo de Barcelona y gran amigo de Barral, Juan Marsé, otra de esas personas que consigue que casi ames y te concilies con esta ciudad.
Según Tusquets, Barral funcionaba pensando que todo le estaba permitido y que todo se le iba a perdonar. Como es sabido, Gabriel García Márquez envió a la editorial de Barral el original de Cien años de soledad, y este quedó abandonado en un cajón de su mesa. «No os preocupéis», afirma Tusquets que les dijo Carlos chulesco cuando unos amigos le echaron en cara tamaño error: «lo recuperaré cuando quiera». No fue así, claro, pero la afrenta, de un plumazo, quedó enterrada.
Pero no nos equivoquemos: no era egoísta. En realidad, era un tipo generoso como pocos. Cedió el relato Los cachorros, de Mario Vargas Llosa a Lumen, la editorial de Tusquets, cuando esta empezaba su andadura, y en el transcurso de una cena Carlos Barral animó a Umberto Eco a escribir algo para echar una mano a dicha editorial; el resultado fue Apocalípicos e integrados, un auténtico best seller intelectual de la época.
Barral era el campeón de los seductores y un sujeto poco común. Tenía una extraña facilidad para hacerse querer y provocar devociones, fuera entre los editores más importantes de Europa o entre el gremio de camareros de los bares de carretera del litoral mediterráneo. Curiosamente, casi todos los títulos de su obra giran alrededor de su persona, pero no era egolatría: en sus escritos memorialísticos asombra comprobar su despreocupación por ser tan abiertamente severo consigo mismo, además de su extraordinaria capacidad de análisis y de transmitir sus vivencias personales. El historiador Raymond Carr afirmó que Años de penitencia —el primer volumen de las memorias de Barral: después vendrían Los años sin excusa y Cuando las horas veloces— era el libro que, de todos los que había leído sobre el tema, mejor reflejaba el ambiente de la dictadura franquista entre 1939 y 1959.
Para Anna Maria Moix, Barral se movía en la dualidad de ser un editor vanguardista que a través del sello Seix Barral «luchó por sacar de la miseria cultural a un país hundido en la estulticia oficialmente programada por la dictadura» y de ser un escritor y poeta entregado a sus versos. A lo largo de su vida se enfrentó, según Moix, «a la contradicción entre el deseo de una vida aislada, dedicada a la escritura, y una realidad que le empujaba a la vida pública, en lucha siempre estéril contra lo cotidiano, algo que el poeta arrastraba como una enfermedad mortal».
Respectivamente, Gil de Biedma lidia también con diversas identidades, pero en su caso todas ellas estaban subordinadas a la que iba a regir su destino con mano de hierro: la vocación inquebrantable de ser poeta. «Toda la organización de mi vida presente y futura, en lo moral y en lo práctico, descansa sobre la base de que soy, y aspiro a seguir siendo poeta. Bueno o malo, grande o pequeño es cuestión que, de momento, me interesa menos», escribió en su juventud. Y así obró hasta las últimas consecuencias. De todos los caminos a su alcance, probablemente escogió el más tortuoso: «ser poeta es, todavía, un destino serio y terrible, no una profesión pintoresca y marginal», le dijo a María Zambrano. Su entrega fue total, y su escritura escasa y lenta: tiene poemas, como Las afueras, escritos a lo largo de muchos años, y pasó lustros a la caza de una voz propia. Comprendió al cabo de mucho tiempo que el tono que buscaba para sus escritos era el de «un buen locutor de radio: una impersonalidad personal». Su fórmula fue, efectivamente, la del monólogo dramático, un hallazgo que definió parte de la poesía española —y tal vez latinoamericana— a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Charles Baudelaire y más tarde Lord Byron y W. H. Auden fueron su obsesión personal. A su vez, sabía que en España la superioridad de los poetas respecto a ensayistas y novelistas era aplastante. Aprendió de unos y otros, y descubrió que uno debe hablar de su propio tiempo. De la década de los 50 en adelante, el pragmatismo gana por goleada a la retórica. Lo importante no es hablar, sino hacer. Y eso es lo que hace Biedma en sus versos: expresa lo que está ocurriendo —en la calle por la noche, entre dos personas en un dormitorio por la mañana, alrededor de una mesa llena de amigos, vasos…—, no lo que se está diciendo. Todo servía para la causa: los mejores chispazos de imágenes y versos emergían, madrugadores, con las primeras luces de los días laborables, entre jabones y toallas: «no sé qué sería de mí como poeta si no me duchase», comentó una vez, y es sabido que mentalmente reescribió y pulió decenas de poemas en las interminables y tediosas reuniones de la Compañía de Tabacos de Filipinas, donde trabajaba.
Lúcido como pocos, bendecido por las musas, Gil de Biedma consiguió ser poeta para descubrir después que eso no era suficiente. Para él la constatación del paso del tiempo y la derrota física y moral era el núcleo de toda trama, y la partida está perdida de antemano. «Me odio a mí mismo porque tengo que envejecer, tengo que morir», escribió. La juventud y los ojos sedientos de conocimiento y experiencia eran entonces la única redención posible, pero el inquietante laberinto consiste en constatar que eso lo aprendes cuando ya es demasiado tarde: «entre la fascinación intelectual de conocerse y el instintivo horror a reconocerse hay solo una transición de pocos años», dejó dicho. Para él, «ser joven y poeta es una de las poquísimas cosas interesantes que uno puede ser en el mundo», y esta apuesta a una sola carta gobernó su destino: a la edad de 36 años perdió la fe en la poesía «como actividad que permite construirte y llegar a ser» y renunció. Quizás por ello, de todos los suyos, su poema favorito era No volveré a ser joven.
Amigos y conocidos lo describen como un tipo robusto, enérgico, mordaz, afilado, «con una inteligencia de primer orden, disertador brillante y con una gran capacidad de seducción», según Castellet. «Un cierto aire de camionero ilustrado», un tipo al que «los placeres de la inteligencia no terminaban de suplir a la pura vida», según Luis Antonio de Villena. Pero no nos engañemos, los poetas también ríen: «tenía una carcajada contagiosa, en los bares, con la maldita ilusión iluminándole la mirada, educadamente melancólico, le incomodaba el halago y repelía la hipérbole», según lo describe Villena. Era de los que creían que la vida debía ser un incendio constante y donde a veces, entre llamas, encuentras remansos de paz como fogonazos: «una disposición de afinidad con la naturaleza y los hombres, que hasta la idea de morir parece bella y tranquila». Brillantísimo crítico y memorialista, su obra Retrato del artista en 1956 sigue ejerciendo un poder hipnótico tantos años después de su escritura.
Es uno de los mejores poetas de este siglo, pero algunos objetan a la figura de Gil de Biedma el hecho de ser excesivamente popular. A no todos les molesta. Sus hermanas explican que se han salvado de multas, de colas y esperas burocráticas —«pero, ¿de verdad sois hermanas del poeta? Pasad, pasad, a mí me encanta»— gracias al buen oficio de Jaime con las letras. Probablemente esta popularidad se debe a una poesía cuyo «sencillo funcionamiento se basa en principios teóricos muy sofisticados, de gran economía y precisión», definición de Gil de Biedma respecto a la obra poética de Barral, una definición exactamente aplicable, palabra por palabra, a sus propios escritos.
Así, con uno y otro aprendemos que merece apostar la vida por esa centelleante cristalización del verso perfecto. Y entonces imaginamos a Barral y a Gil de Biedma en alguno de sus últimos veranos, entre vasos y humo, en mangas de camisa y la risa floja, mirándose mientras desgranan, mano a mano, con voz pastosa, el quiebro de Antonio Machado:
Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.
Hola, muy buen artículo pero Gil de Biedma no era heredero de Tabacos de Filipinas. Su presidente era amigo de su familia y su gran protector.
Hola Elisa
yo hablo textualmente de «negocios relacionados con la familia», no propiedad de esta, y según documentos del municipio de La Nava de la Asunción o tal como explicita el mismo árbol genealógico de los Gil de Biedma, Luis Gil de Biedma Becerril, padre del poeta, fue director de la Compañía General de Tabacos de Filipinas.
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Enhorabuena, Mar, por tu escrito: justo por ser tan brillante creo que está a la altura de ambos personales. Y me gustaría hacerte llegar por email -si tienes interés- el pdf del catálogo de la exposición que organicé en 2010: LA PERSONA Y EL VERBO. [20 años después de la muerte de Jaime Gil de Biedma].
Y en respuesta a vuestra discrepancia:No solo su padre, sino que también el propio Jaime dirigió la Compañía General de Tabacos de Filipinas hasta que la enfermedad le obligó a dejar el puesto.
YES! Te contacto pero ya
Yo también lo quiero!!!
Si tuviéramos productores, alguien debería decir…
«Aquí hay una película»
O una buena miniserie…
Un retrato de un tiempo. Puede que por eso, por ciertas dobleces y costuras, metamorfosis y contradicciones, nadie quiera rodarla…
Me ha gustado mucho este artículo. Sobre Carlos Barral hay una excelente entrevista realizada por TVE en el programa «A Fondo» de Joaquín Soler Serrano.
«Compañeros de viaje (Recuerdos de Jaime Gil de Biedma)», un magnífico documental de Morrosko Vila-San Juan.
Se puede ver entero aquí:
http://www.dailymotion.com/video/xtn41l_companeros-de-viaje_shortfilms
Magnífico artículo. Yo soy de los que todavía tienen en la mesita de noche a ambos (junto con Rilke y Machado). Esta noche tenemos cena en casa con los amigos y nos tomaremos un buen vino a su salud y a la tuya. Gracias por esa prosa lúcida y generosa.
Pedazo de artículo!!!!.
Texto apasionado y sin desperdicio informativo.
Asombrosas son algunas tradiciones y costumbres marineras.
Enhorabuena!!.
Para cuando el de Marsé…?
Pues ya lo he pensado alguna vez, pero no me acabo de atrever. Además, fue entrevistado hace no tanto por Enric González en esta revista.
De todas formas, el mejor retrato del grandísimo Marsé lo escribió él mismo en 1987 en El País, y dice así:
Siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria.
No ha tenido mucho gusto en haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Rovira. El monstruo del cine Verdi. El fantasma del cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizá porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi 40 años abofetearon y abotagaron las mejillas y las ilusiones.
El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Y en un país en el que nadie dimite jamás, ni aun después de haber probado algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo -el señor Félix Pons con su piso de medio millón, por ejemplo, o los señores jueces de la Sala Segunda del Supremo al condenar al periodista Juanjo Fernández, o el gobernador civil de La Coruña, o los muy babosos dirigentes de Herri Batasuna, etcétera-, él sólo piensa en dimitir de todo, incluso de esta página. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje -algunos discos, algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos-, se va por fin al infierno. Abur.
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Excelente artículo, Mar. ¡Enhorabuena!
Una buena biografía sobre Jaime Gil de Biedna es la que escribió Miguel Dalmau, publicada por Circe.
La biografia de Dalmau es una ocasión perdida, como la película.
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