Quienes creemos en el sexo sin amor no solemos tener demasiadas dificultades para encontrar una razón para follar y, en mi caso, todas esas razones se encuentran dentro de mí. Me refiero a que, en cuestiones sexuales, me considero una persona bastante egoísta. Si me acuesto con alguien es para ahuyentar algún fantasma propio y ni tengo en cuenta ni me importan las razones que mueven a la otra persona. Follo para aliviar una necesidad, para apagar un fuego, para encontrar consuelo o por un mero afán de superación. Entiendo el sexo como un ejercicio individual que se practica en pareja siempre que sea posible. Pobre de mí.
También se puede follar por venganza. Conocí un tipo con la cara de Fabrice Luchini al que dejaron plantado en la estación de Austerlitz. Se lo tenía merecido. Por ególatra. Por narciso. Por pedante. Por pesado. Por esa sonrisa imbécil, esos pantalones de pinzas y esa chaqueta con hombreras. Abandonado, decidió vengarse del sexo femenino eligiendo a la primera cobaya que pasara frente a su puerta y planificó una estrategia resumida en seis encuentros. Se trataba de conseguir que alguien se interesase por él para luego darse el gusto de pegarle la patada. A veces nos preguntamos por qué determinadas cosas nos suceden a nosotros. ¿Qué hemos hecho para merecer que ETA nos pegue un tiro en la cabeza? ¿Qué hemos hecho para desarrollar un cáncer de pecho? ¿Qué hemos hecho para convertirnos en la obsesión y el pasatiempo de un tipo con la mirada de José Bretón? En este caso la respuesta era la nada, el puro azar, y la suerte, o mejor dicho la desgracia, recayó en una mecanógrafa con cara de jilguero que guardaba cierto parecido con Judith Henry.
En el primer encuentro Luchini y la mecanógrafa simplemente establecieron una relación comercial, un trabajo a cambio de un dinero y una excusa para tener la oportunidad de propiciar una nueva reunión. En la segunda cita se trataba de ponerse algo más que cara y nombre. La estrategia decía que el vengador debía hacerse pasar por un cretino integral (cosa que no debía resultarle difícil) con la única intención de hacérselo perdonar en un tercer encuentro.
La siguiente vez que se vieron fue en un café y ella tuvo que escuchar la historia de Gilles de Rais, un aristócrata francés responsable de la desaparición, violación, desmembramiento y muerte de más de un millar de niños en la Bretaña francesa entre los años 1432 y 1440. «Juzgado y condenado, ya camino del cadalso, Gilles de Rais pidió perdón a las familias de sus víctimas que esperaban para ver su ejecución en el prado de le Madeleine de Nantes. Fue tal su arrepentimiento que cuando las primeras llamas comenzaron a devorar su cuerpo todos los allí presentes lloraron». Lo lógico hubiera sido que tras oír semejante historia la mecanógrafa hubiera salido corriendo, pero por esa extraña atracción que a veces provoca el gafapastismo decidió concederle una nueva oportunidad.
Volvieron a quedar. Fueron al cine, pasearon junto al Sena, bebieron, se desinhibieron y en el momento de la despedida, en el momento del todo o la nada, salió el todo. Se desnudaron. El había fantaseado con aquella delgadez pero lo que vio superó todas sus expectativas. Tenía las clavículas muy marcadas y toda piel salpicada de lunares. «En el siglo XVII —explicó— las mujeres usaban lunares postizos que se pegaban en el rostro o en los pechos para resaltar su blancura. Se trataba de pedacitos de tafetán colocados estratégicamente y que lo decían todo de quienes los portaban. Si el lunar estaba en la frente se llamaba la majestuosa, si se situaba junto a los ojos era la apasionada, en el ángulo de los labios era la galante, si ocultaba un grano era la ladrona y si estaba en el mentón, a apenas un centímetro de los labios era la discreta». Mientras él daba rienda suelta a su pedantería ella sacó a relucir todo cuanto había aprendido en su paso por L´Ecole National du Cirque. Se retorció, se contorsionó y realizó algunos juegos malabares. Por la mañana el desapareció pero tanto ella como sus motivos se habían ido cinco minutos antes.
Intentar vengarse de las mujeres por un desengaño es como tirarle piedras al mar porque te ha jodido un castillo de arena.
Lo único razonable es reconstruir el castillo fuera del alcance de las olas.
No viene a cuento pero es que me pillas sensible con este tema.
«Song for Bob», de la banda sonora de «The Assassination of Jesse James By The Coward Robert Ford», compuesta por Nick Cave y Warren Ellis.
Bob, el atormentado, el traidor, el asesino. El que ama y adora a Jesse.
Follar le da sentido a todo. No es todo. Pero lo armoniza, de alguna forma extraña e incomprensible.
Recuerdo esa peli. A mí también me empalaga Luchini
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