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Sanlúcar

Sanlúcar

No he visto a una familia en un vespino, sin casco, con el top y los tatuajes y sí que me he podido colar, sin pretenderlo, en un pasillo de macetas y piedra en el suelo, con un agapanto gigante de flor azul, en el palacio de Medina Sidonia. Saldo de la última visita a Sanlúcar de Barrameda, colección de contrastes, sitio de veraneo para los finos —personas, que no vinos, veraneo perpetuo para los índices de parados, esos mismos que están en una gráfica que pisoteamos por la plaza del Cabildo, en una comparativa que el Partido Andalucista ha hecho con lo que pasa en el País Vasco, como razones para una marcha «por el empleo». Como si fuera a caer del cielo o acaso salir de repente publicado en el BOE: se crean 1000 puestos de trabajo en la desembocadura del Guadalquivir, cerca de donde se comen los mejores langostinos en el Bajo de Guía, vistas al atardecer en Doñana, remanso de presidentes agobiados.

La costa gaditana despeinada por un tremendo levante y en Sanlúcar eso se traduce en un calor pegajoso que vacía las calles al mediodía. Pero en Balbino han puesto ese invento de la Expo que te riega cada rato con un rocío fresquito. Además, dentro, las baldosas de barro y los muros recios restan muchos grados al termómetro. Arquitectura bioclimática y certificado de eficiencia energética, dicen ahora, ese clavo al que se agarran ingenieros en paro, que también los hay a paletadas. Dentro, detrás de una columna, sigue enmarcada la hoja del Parlamento Andaluz donde el muy culto e irónico Luis Carlos Rejón, de Izquierda Unida, hoy lector con perros a sus pies, le espetaba al personal parlamentario que había dos opciones: o irse a Balbino a sentarse a por unas tortitas de camarones o quedarse a debatir en el Palacio de las Cinco Llagas. No sé cómo nos habría ido si todos, desde 1994, hubieran elegido la primera opción. La nuestra, un día de finales de junio de este verano que se acaba, con un levante en Cádiz capaz de mover la duna de Valdevaqueros, en Tarifa, incluso hasta Gibraltar en camiones.

En la mesa, la cerveza fría, las tortitas, las croquetas y las albóndigas con salsa de tomate. Precio nada de atracción turística: tapas para una familia de siete, 35 euros. Sanlúcar, ese pueblo de capítulos épicos, donde es todavía muy difícil cruzarse con un extranjero. Quizá un loco que vaya a observar pájaros, como aquellos ingleses, Chapman y Buck, los de la España agreste. La pretérita. Y la de ahora, la de las multas en Cádiz que aparecen en las páginas del Boletín Oficial de la Junta de Andalucía: furtivos con maleteros llenos de pájaros, algunos protegidos, o de huevos que se toman en tortilla en extinción. La España salvaje, de Félix Rodríguez de la Fuente, el mismo que tiene un monumento en uno de los carriles de Doñana, refugio de presidentes, escenario rociero, laboratorio científico, cerco con conejos puestos para los linces como le ponían a Franco las perdices.

Doñana, al fondo de Sanlúcar, verde. Raya de pinos que sirve de telón para las carreras de caballos en agosto, en la playa, donde conocí a Alfonso de Hohenlohe, que soñó antes de morirse con revivir aquí la mejor Marbella, con puestas de sol dignas de las pelis de Spielberg, pero se quedó en una urbanización de adosados más o menos cutres. Doñana y la desembocadura, protagonistas del discurso de entrada en la Academia de San Fernando de Carmen Laffón, la pintora sevillana por la que sentía predilección Gerardo Rueda. Él, abstracto, ella, amante de bodegones que se difuminan en alberos y almagros, paisajes de río revuelto, en el que solo ganan mucho los traficantes. De donde se tuvo que ir Manolo Sanlúcar, después de haber soñado durante años con retirarse en su pueblo, porque le tocó cerca de esa panda que maneja en cubos de basura enterrados el dinero negro. Cabecillas de banda que atienden por el Cagalera y el Coquina de Oro.

Sanlúcar de Barrameda. Tanto futuro siempre por tanto pasado sin saber explotar. Lo pienso cuando encaramos, después del helado de la Ibense Bornay, la cuesta del mercado, cerrado por la tarde. Camino de aquella Posada de Palacio que ha ido creciendo desde que la llevara por primera vez un tipo con coleta, con una terraza donde desayunar oliendo a manzanilla. Enfrente del ayuntamiento, que fue palacio de los Orleans, como la suntuosa sede del Gobierno andaluz, en Sevilla, en San Telmo. Intrigas de Montpensier de alta política que han acabado albergando a políticos maestros del navajeo zafio. Orleans que quedan en el Botánico, la maravillosa casa que habita Beatriz, ojos azules, amante de una buena tarde en las carreras de caballos en la playa.

Encarábamos la cuesta, digo, cuando me fijé en ese cartel en el que se recuerda la escena de Elcano, llegando a Sanlúcar con unos pocos hombres desdentados, maravillosamente descrita por Zweig en Magallanes y de nuevo me pregunto cómo es posible que no haya habido un Jeremy Irons, un De Niro, un Bardem o un Imanol, me da igual, para grabar semejante gesta. Pero me distraigo. Una señora de cabellos rubio Marilyn de peluquería, top fluorescente y chancla le pide a un negro que vende bolsos que le deje llamar por el móvil a su marido. Ya luego subimos a Palacio, donde habita la viuda de la duquesa de Medina Sidonia, la Roja. Pero me he quedado pillada con la escena del préstamo de telecomunicaciones. Solo salgo de mi asombro cuando conseguimos colarnos en ese pasillo fresquito del Palacio, con macetas en los que se crían agapantos. Nos echan de allí. Nos hemos equivocado de puerta. Entramos en la deliciosa fonda, con jardines mirando a Doñana, el pueblo a sus pies y dentro ese archivo donde cabe gran parte de la historia de España, además de los apuntes de los atunes capturados por el duque en la almadraba de Zahara de los Atunes. Está pidiendo en la barra un señor que es un remedo de Rappel. Túnica, sandalias de tacón, medallones dorados colgando. Parece en casa. Qué intensidad de contrastes la de este pueblo.

Cerca del coche, pasamos por delante de un estudio fotográfico. El centro del escaparate lo ocupa un tríptico en un caballete en el que aparece un niño gordito vestido de almirante de los océanos y que imita las poses de un torero de salón, con final saludando a un tendido que son unas cortinas de terciopelo. Mi acompañante me mira. «Speechles», musita. Yo, sin embargo, he ido acumulando muchas palabras. Aquí están.

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