El 22 de abril de 1969, Theodor Adorno iba a comenzar uno de sus últimos seminarios en la Universidad de Frankfurt. La sesión versaba sobre «dialéctica del sujeto y el objeto». Apenas había tomado la palabra el viejo profesor cuando un estudiante avanzó hacia el estrado y escribió una proclama en la pizarra. A esta señal, tres alumnas se levantaron a su vez, se descubrieron los pechos y rodearon al filósofo lanzándole pétalos sobre la cabeza. Adorno, atónito, recogió sus papeles y abandonó el aula a toda prisa. No he encontrado en internet ningún vídeo ni imagen del famoso suceso, pero sí es fácil hallar la filmación de otro episodio similar acaecido en Lovaina tres años y medio después y protagonizado por Jacques Lacan.
Un joven melenudo y pedantesco interrumpe al apenas menos divagante Lacan, le desordena los papeles, derrama una jarra de líquido sobre la mesa y, tras balbucear un confuso discurso situacionista cargado de reproches hacia el profesor, entabla un surreal diálogo con él que termina de forma accidentada.
Es tentador, y quizás no muy original, ver en estos episodios la representación de un conflicto que se había manifestado plenamente en 1968 en París, pero cuyas raíces venían de antes, como veremos. Los dos viejos gurús, pertenecientes a ramas distintas del gran tronco del pensamiento crítico del siglo XX —crítico con el mundo burgués, con el capitalismo, con la modernidad ilustrada—, pero insertos completamente en la sociedad burguesa, se enfrentaban de repente a algo sustancialmente distinto: jóvenes que expresaban su rechazo por esa misma sociedad burguesa escenificando la ruptura de sus convenciones más elementales. Y si Lacan, irónico y quizá consciente hasta cierto punto de su propia charlatanería, había capeado la situación con cierto aplomo, Adorno, el adusto y elitista frankfurtiano, autor con Max Horkheimer de uno de los libros más sobrevalorados de todos los tiempos, no se lo tomó tan bien. Cada vez más molesto con el efecto sobre la vida universitaria de las protestas estudiantiles generalizadas desde el año anterior, el mamario altercado y otros sucesivos le convencieron de acelerar el fin de las clases y retirarse a Suiza a descansar. Allí murió poco después de un ataque al corazón —aún afectado por el suceso, según las malas lenguas.
Curiosamente, otro «viejo profesor» con ciertas similitudes con Adorno, y cuyos textos de doctrina política mostraban en ocasiones rasgos de un puritanismo casi robótico, Enrique Tierno Galván, supo reinventarse hasta el punto de convertirse en símbolo de una «movida» juvenil. Movida cuyas aristas políticas estaban ya muy limadas respecto a las soflamas de las décadas anteriores, y casi circunscritas a citas en canciones pop y «cameos» ideológicos en programas infantiles, siempre entre lo cínico, lo naif y la autoparodia. Y ese camino que va desde el mayo francés hasta nuestros días, y desde los soponcios de Adorno hasta la aceptación y comercialización cotidiana de la «rebeldía», pasando por el Madrid de la Movida o la antiglobalización de los 90, es el que ha recorrido Ramón González Férriz para relatar el triunfo y la caída del espíritu del 68. Con La revolución divertida (Debate, 2012), Férriz ha escrito un libro cuya sencillez y claridad resultan engañosas: bajo una exposición llana y nada pretenciosa laten algunas de las cuestiones fundamentales de las últimas cuatro décadas, fenómenos y procesos que están en el corazón de esta crisis y de la respuesta a la misma por parte de políticos y ciudadanos.
La segunda posguerra mundial significa en EE. UU. y la reconstruida mitad de Europa que permanece bajo su influencia una ola de prosperidad sin precedentes en la historia. La nueva riqueza, la explosión demográfica entre los 40 y los 60 y la expansión de la educación superior dan a lugar a su vez a otro fenómeno casi inédito: el nacimiento de una pujante cultura juvenil que ocupa espacios de expresión social, ocio y consumo antes ajenos a los jóvenes. Los beatniks de la generación de preguerra dan un primer aldabonazo, aún minoritario, y un modelo que emular. Pero pronto se pasará de la «rebeldía sin causa» de los 50 a la arena política. Causas no van faltar: desde el movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam hasta la reivindicación de modelos sociales alternativos, que suelen pasar por alguna modalidad de marxismo progresivamente estrafalaria.
Detengámonos un instante en la contraposición que ofrece González Férriz entre el movimiento negro por los derechos civiles y las diversas rebeldías a las que la juventud burguesa se entregó en el resto de la década, porque dibuja una de las claves del libro: los primeros se apoyaban en una organización «ortodoxa» que aprovechaba las redes comunitarias o de las iglesias, mientras que las tendencias que confluyen simbólicamente en el 68 rechazaban de plano el viejo mundo político en favor de modos alternativos de expresión y actuación. Pero al negarse a reconocer la política realmente existente, la naciente «revolución divertida» se incapacitaba para actuar en ella y transformarla de manera efectiva. Antes al contrario, se condenaba a periódicas explosiones de descontento y creatividad que no acercaban un ápice la utopía soñada —fuera esta la que fuera—, y que pronto eran fagocitadas por la cultura y las instituciones del despreciado mundo burgués capitalista. Más aún: al hacer hincapié en la soberanía absoluta de la voluntad individual, los soixante-huitards quizás allanaron el camino a otra utopía, la capitalista, y al triunfo de la idea del mercado global. La trayectoria vital de la generación de mayo del 68 así se lo sugiere a González Férriz, aunque tal vez no se trate tanto de que el 68 fuera causa como manifestación de una realidad social que se expresaba de múltiples maneras. De una u otra forma, la ascensión de los baby boomers puso a la juventud en primer plano, y con ella vino una forma de entender la política esencialmente adolescente: impulsiva, inconstante, imaginativa, frívola pero convencida de su seriedad, libérrima pero moralista.
La revolución divertida recorre las dos décadas siguientes y constata cómo la generación del 68 ha ganado su guerra peculiar contra la rigidez moral y el autoritarismo de sus mayores, pero por el camino se ha dejado el colectivismo y ha acabado asumiendo el individualismo como norma fundamental no solo en la construcción de una identidad personal y un itinerario de vida, sino en la organización social y económica. Es decir, ha llegado al capitalismo por un camino distinto a la ética protestante de Weber y al mundo de «hombres blancos de clase media que trabajan denodadamente en grandes empresas para asegurarse un vida cómoda en los suburbios, junto a una bella esposa y rubicundos niños». Porque a la postre solo la prosperidad y la proliferación de elecciones caprichosas que proporciona el capitalismo pueden hacer imaginable una utopía de la libertad caprichosa. Hasta nuestros días, buena parte de la izquierda cultural seguirá luchando contra esa moral, esos hombres blancos de clase media y esas familias de suburbios que ya no existen como contra molinos de viento. Mientras, el capitalismo, fiel a la potencia creadora glosada por Marx, fagocitaba la rebeldía sesentayochista y asumía y ponía a su servicio buena parte de su discurso: la juventud, la innovación, la capacidad de ruptura y de transformación, el individualismo a ultranza.
Algunas de las páginas más reveladoras y divertidas del libro son las que González Férriz dedica a la recepción en España de las nuevas rebeldías, en su vertiente anarcoide barcelonesa o lúdico-institucional madrileña. La primera, reconstituida en el crisol de la antiglobalización de los 90, estará en el corazón de los variados movimientos antisistema que tienen su pequeño pero firme nicho en nuestro país, y que últimamente gozan de renovada atención por la crisis. La segunda le permite al autor acercarse al fenómeno de la contestación institucionalizada, y al catálogo de «intelectuales» de bien pagada trinchera que, a izquierda y últimamente también derecha, viven de proclamar alternativamente catástrofes y utopías varias a golpe de manifiesto.
El antepenúltimo capítulo del libro se consagra a la citada antiglobalización. Signo de hasta qué punto «la vida está en otra parte», de que la historia suele discurrir por caminos ajenos a los discursos que nos ocupan la mayor parte del tiempo, es que aquellos jóvenes no pudieran saber que los verdaderos perdedores de la globalización eran ellos y sus hermanos más jóvenes, y no los habitantes de Bangladesh o Vietnam. También el hecho, señalado por González Férriz, de que pretendiesen superar el fracaso o la traición de los soixante-huitards por el curioso método de reproducir sus discursos y tácticas.
La utopía cibernética, y cómo internet se incorporó al acervo de las esperanzas y los lenguajes revolucionarios, ocupa lo que con toda probabilidad iba a ser el último capítulo de La revolución divertida. Pero el 15 de mayo de 2011, cuando el libro estaba prácticamente terminado, cristaliza en España una corriente de protesta que se había venido larvando al menos desde los movimientos contra la ley Sinde, y al que la crisis económica y política —así como la pretendida emulación de las revueltas de la «Primavera árabe»— proporcionó un impulso desconocido desde la Transición. El nuevo movimiento mostraba elementos tanto de las «revoluciones divertidas» como de algo distinto, más transversal en edad, clase e ideología, y más apegado a preocupaciones terrenas como el desempleo y el hundimiento inmobiliario. O más bien, quizá, se diría que había una nutrida porción de españoles cabreados con la situación del país, muchos de los cuales se acercaron a las primeras protestas, y a los que las «revoluciones divertidas» de las últimas décadas proporcionaron un lenguaje para expresar su descontento y su impulso antipolítico, así como un esqueleto de organización. Férriz toma nota del movimiento en el último capítulo, y se adivina en el texto una cierta sorpresa. El 15M pronto delató su carácter heterogéneo y su (inevitable) falta de programa, y mientras unos se volvían a casa y canalizaban su descontento de una u otra forma dentro del sistema de partidos, otros se unían a movimientos de lucha sectorial; y aún otros, los que siempre habían orbitado alrededor de los movimientos de contestación radical, aprovecharon la visibilidad que la crisis les había otorgado para seguir haciendo con renovadas ilusiones lo que siempre habían hecho.
Y lo que siempre habían hecho, quizá con pocos resultados visibles, era enarbolar la bandera de una negación tajante de nuestro sistema económico y político, y mantener vivo el viejo sueño soixante-huitard de una política performativa: una política que no necesita pasar por los engorrosos —y corruptores— procesos de negociación y transacción que caracterizan a la democracia liberal. Una que, al contrario, aspira a hacerse realidad a partir de su mera formulación y de la plena e irrestricta expresión personal de los participantes en cuanto individuos. Porque la paradoja fundamental de esta nueva política es esa, que lo colectivo se queda en el plano del discurso —en la «superestructura», podríamos decir—, mientras que su expresión y sus efectos reales se ciñen a círculos cada vez más reducidos o incluso al nivel biográfico, existencial, de cada uno de los participantes. Se trata de una «política» a la que, más allá de las proclamas, se le niega a la postre su voluntad colectiva y su capacidad real de transformación, y que corre el riesgo de quedar en educación sentimental o autoayuda. En suma, como refiere González Férriz y hemos anotado —y esto solo es una contradicción en apariencia—, una política cortada a la medida de la generación de la posguerra europea y de sus hijos mayores; del mundo de la posmodernidad, el hiperconsumismo, el individuo como soberano absoluto y la abundancia perpetua.
Cabe no obstante la esperanza de que, tras las primeras espumas del 15M, unas generaciones que deben enfrentarse a la tarea de reconstruir la prosperidad y, en países como España, el mismo relato de la convivencia, tomen contacto con la política real, donde se juega de verdad el futuro de nuestra sociedad; de que reconozcan sus mecanismos al menos de forma aproximada y aprendan a navegar por ella, a sobrellevarla, a decepcionarse sin caer en la tragicomedia y a transformarla en la modesta medida de sus, nuestras, posibilidades. Las «revoluciones divertidas» poco pueden enseñarles de todo eso, pero haremos todos bien en tomar nota de la creatividad, la pasión política y la actitud vigilante e inconformista que muchos de sus partidarios tuvieron mientras casi todos dormíamos el sueño de burbujas varias y dejábamos que el mundo y la política se nos cayesen encima.
Excelente. Me extraña que aún no haya comentarios. La conclusión que se extrae es algo que siempre había sospechado: las verdaderas revoluciones sociales o políticas nunca pueden ser divertidas.
Qué curioso, hoy mismo he estado revisionando el video de Lacan y el chaval situacionista para ver cómo era mi grado de mansedumbrismo…cada vez fumo más puros, que ni se fuman ni saben a nada, cada vez más pose y apuntar maneras como Lacan y menos elegir el momento en su momento.
-Sí, sí, vamos a convocar una nueva revolución anticapitalista, anticonsumista y antiburguesa. Ah! Espera que primero cargo la batería de mi Iphone 5 y después os envío la convocatoria.
-Sí, la revoulción!!! Sabes, yo os apoyo pero no me quiero mojar, 30 años de pagos de hipoteca me esperan y mi mujer me ha dicho que a las 11 en casa.
Justo estaba leyendo a Foucault: «a fuerza de oírnos cantar las promesas de la revolución, no sé si donde ésta se ha producido ha sido buena o mala, pero nos hemos encontrado ante la inercia de un poder que se mantenía indefinidamente» («¿Qué es la crítica?», de mayo del 78).
La reseña es magnifica puesto que tengo muchas ganas de leer el libro. De hecho si exploras los textos de los personajes mas relevantes del 68 no dejas de encontrar sorpresas. Yo relaté está de Daniel Cohn-Bendit de un texto de 1975 http://blog.jpalahi.com/?p=246
Pingback: «La revolución divertida»: el sueño de la política adolescente
Sinceramente, creo que hay bastantes despropósitos en esta reseña, no sé si achacables a Ramón González Férriz (mañana cogeré el libro mencionado) o a quien firma estas líneas.
Que ‘dialéctica de la Ilustración’ sea un libro sobrevalorado o no, supongo que se refiere a esta obra, no creo que venga a cuento. Más aún cuando Adorno tiene tanta obra sin Horkheimer y mucho más significativa.
Decir que los beatniks son de preguerra es un dato curioso. Hasta donde yo sé son de los 50 en adelante, aunque Burroughs fuese mayor que Kerouac, Ginsberg, etc.
Resumir la revuelta estudiantil con tres anécdotas como las relatadas es un atentado al rigor, sobre todo cuando esa lectura que se hace de mayo del 68 es ya muy sesgada (léase Kristin Ross: Mayo del 68 y sus vidas posteriores). No sé si es pereza intelectual u otras cosas. No digo que la tesis sea falsa, solamente que no hay afán alguno de problematizarlo. Se entra en lo fácil y banal. Y se llega a decir que el mayo del 68 es la soberanía absoluta de la voluntad individual. (Ni siquiera Glucksman, Renaut o Ferry han llegado a tanto, y eso que lo han criticado con saña).
De hecho, al contrario de lo que aquí se dice, el mayo del 68 (así lo ve una persona tan poco progre como Raymond Aron, vid. La révolution introuvable) no rechaza la prosperidad (los treinta gloriosos) sino que se basa en una crítica al consumo. No será necesario citar a Debord, Baudrillard, etc. Que luego tuvieran más éxito o no, que fueran hipócritas o no, que luego se reintegraran a la sociedad de consumo es otro tema.
Además, ya se cae en la trampa de sobrevalorar el mayo del 68 como si fuera el epítome de los 60 y el precedente de todo lo posterior (qué pasa con los otros movimientos paralelos, en el mismo 68 de México DF, Tokio, Estados Unidos o sobre todo Berlín?).
Sinceramente, creo que se llena de frases vacías o juicios de valor no justificados, por no hablar de lo que se dice de la política performativa y todo el párrafo que le acompaña. Creo que ciertamente hay muchas cosas criticables. Al mayo del 68 especialmente, aunque críticas buenas ya se han hecho. Por ejemplo Lipovetsky (La era del vacío) o Bolstanski + Chiapello (El nuevo espíritu del capitalismo) han hecho críticas semejante a las de este libro, aunque aparentemente más profundas y atinadas.
Una última cosa, supongo que también habría que problematizar que una revolución pueda ser divertida o no, porque aquí se lo utiliza como algo directamente peyorativo. Ciertamente es un dilema complicado, aunque antes de abalanzarse contra la estetización o festividad de estos movimientos, se podría señalar que la concepción seria de la política ha sido bastante minoritaria en la historia, como Huizinga (Homo ludens) y otros seguidores han destacado. De hecho, Arendt, basándose en la Revolución Americana, pero también en los griegos, quiso recuperar la idea de felicidad pública, como el ideal de la política. Algo también destacado por autores afines al republicanismo. Y mejor me detengo aquí. Siento de veras si he sido pedante o pesado, que no me lea quien no quiera. Pero es que en clase siempre digo que no se cometan cosas que aquí se hacen y no puedo dejar de reaccionar.
Solamente una precisión factual: cuando me refiero a los beatniks de «preguerra» quiero decir nacidos antes de la SGM y por lo tanto no pertenecientes a los baby boomers a los que se refiere buena parte del artículo.
Sobre el resto de tu largo comentario, entra casi todo dentro de lo opinativo y no tengo gran cosa que decirte.
Pues habría preferido que nos respondieras. Supongo que lo sabrás, escribir un comentario largo exige su tiempo y decir que es opinativo (etc) es una forma de desprecio (no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, no?).
Bueno, me leí el libro. Es ameno, es lo único positivo que puedo decir. Muy original no es, riguroso tampoco, alcanza únicamente las 27 notas a pie de página o, en este caso, a final de libro. Y eso que incluye a la wikipedia como fuente de información! Y una muy pequeña porción que sea mínimamente especializada.
Normal que vea la revolución divertida porque dedica la mayoría del libro a hablar de Lennon, Dylan, los yuppies, Almodóvar, Alaska o incluso Guillermo Toledo, aunque no me parece muy recibo que se salte tantas cosas. De mayo del 68 habla de refilón, como de lo demás. Únicamente Naomi Klein merece un poco más de espacio. Y, a mi juicio, opinativo, como también todo el libro, comete unos cuantos errores. Por ejemplo, cae en el cliché falso de que mayo del 68 era estructuralista (tesis defendida, y ya desmentida, por Ferry y Renaut). ¿Acaso no decían los soixante-huitards que las estructuras no bajan a la calle? O Lévi Strauss no se posicionó con Aron y vio en eso un psicodrama? Y la gran influencia que dice de Foucault… pero si él estaba en Túnez y siempre lamentó no tener nada que ver! Bueno, pues muchas más cosas del estilo. He aquí mi opinatividad.
Zas! En toda la boca!
He leído con interés el artículo y tus críticas. Por cierto: ¿eres el mismo Edgar Straehle que escribía en «El penalty de Panenka»?
Da gusto saber que la perfección no es un ideal. Debater contigo tiene que ser un placer.
Este tipo de críticas a los movimientos sociales de la época de los 60 está ya un poco vista. Lo de que la revolución debía ser divertida creo que lo dijo Vaneigem, uno de los autores situacionistas menos influyentes, al menos comparado con Debord, o en el campo artístico, Asger Jorn. E icluso simplemente lo dijo en su «Tratado para el saber vivir de las nuevas generaciones», pero en muchos otros textos (como el de «De la huelga salvaje a la autogestion generalizada») no se ve nada de diversión en el proceso revolucionario.
Es un clásico ya criticar el hedonismo y el individualismo que los sesentayochistas proponían. Pero es más complicado insertar dicha reivindicación en un contexto donde reclamar el amor libre, las drogas y el juego, era ciertamente provocador. Ahora bien, decir que los jóvenes de hoy en día son individualistas, hedonistas, y demás tópicos, por culpa de los revolucionarios del 68 me parece un tanto arriesgado.
Veo una contradicción: si tuvieron influencia, tal y como se argumenta en el texto, no fueron tan irrelevantes, ni la derrota tan amarga, ni las estrategias tan erróneas. Si por otro lado, no tuvieron ninguna influencia, es un tanto contradictorio atribuirles una influencia decisiva y perniciosa en la generación hedonista actual.
En cualquier caso, me parece interesante resaltar que casi siempre que se habla de aquella época se suele hacer con deferencia y compasión, y suele hacerlo gente que demuestra poco contenido y mucho copy paste.
Una pena, ya que el tema da de si bastante más.
Un saludo espectacular!
Pingback: Bitacoras.com
Pingback: Lecturas de Domingo | Maven Trap
Añadir la fecha de publicación de los artículos, please.
Tu artículo es una contradicción opinativa de cabo a rabo. Enhorabuena.
Sin ánimo de corregirte de forma pedante, y con mi más buena fe, quiero decirte que «opinativo» es una palabra que no existe en nuestro idioma.
Aún así suscribo tu opinión al cien por cien ¡Un saludo!
He visto el video de Lacan y me suscita un doble comentario:
1) No he visto ningún pecho
2) No me gustan ni el atuendo de Lacan ni el peinado del rebelde
Conclusión: creo que no voy a hacer la Revolución.
Pingback: Agosto en Jot Down: sobre hipsters, series, imperios, cine y revoluciones | Politikon
Pingback: Cansalada a la xilena, quatre dècades d’oblitLa Paella Rusa | La Paella Rusa
Edgar,
Su actitud me recuerda a los mayores malotes del colegio, que iban al patio de los pequeños a exhibir músculo y nos repartían bofetadas como panes. No había nada que hacer. Eran más fuertes.
Usted lo mismo. De manera contenidamente insolente y asomando la patita de su erudición viene a jot down a repartir galletas como panes. Vale. Usted es más fuerte, con varias carreras, profesor, muchas publicaciones y tal.
Vale. Que ya sabemos que es el más fuerte. Y no estoy opinativo.
Mis mejores profesores fueron humildes.
Pingback: ‘Mad Men’ y la cara de Dios (unos apuntes desordenados) | Diamantes en serie
Una forma de viajar sin movernos del sitio. Muchas gracias por compartir esta obra y enhorabuena por el artículo. Un saludo
Pingback: Ramón González Ferriz: “La crisis y la emergencia de las nuevas tecnologías han trastocado el panorama en los medios” |
Pingback: El ocaso del sector cultural. (Prólogo a la aparición de la sociedad cultural) – Zeitgeist
Decepcionante. Lo que parecía un buen análisis sobre el infantilismo de la izquierda individualista que se alejó de la concepción marxista y materialista acaba por convertirse, debido a la equidistancia del autor entre fascismo, comunismo y el neoliberalismo criminal que nos está llevando a la extinción, en una apología de las supuestas bondades del capitalismo y la democracia liberal en occidente. Por no hablar del abandono en su discurso de las consecuencias que en los países no «occidentales» tiene nuestra «maravillosa» forma de vida. También es increíble la condescendencia y la poca dignidad con la que trata a las personas que no se han dejado atrapar por el egoísmo y se han mantenido firmes en sus convicciones. Pareciera que intenta ridiculizarlas. Una visión sesgada y egoísta donde solo importa el occidental y su bienestar. Si buscas un libro que hable sobre Mayo del 68, no elijas este. Si quieres un libro que represente la visión de un fan del capitalismo liberal en el que cualquier tipo de oposición al sistema dominante es infantilizado y simplificado, te lo recomiendo.