«Los teatros son el termómetro de las naciones»
Esta cita pertenece al genial Mariano José de Larra, el hombre que ya hacía nuevo periodismo un siglo antes de que llegasen los Capote, Wolfe o Thompson y sus artículos impregnados de literatura.
En efecto, Larra alcanzó la fama y la inmortalidad gracias a sus certeros artículos de costumbres, donde radiografiaba a la sociedad española del siglo XIX con una pluma afilada, cargada de ironía y un poco de la mala leche que los hombres de talento emplean cuando quieren llamar la atención al prójimo, situarlo frente a un espejo —o retrato de Dorian Gray, como más les guste la metáfora— pero no con el ánimo de ponerlo en evidencia o ridiculizarlo, sino para corregir estos comportamientos.
Es triste que un personaje así se cotice tan a la baja en nuestro calendario cultural, como dijo Jorge Bustos en su más que recomendable artículo Las cinco falacias de nuestro periodismo. Pero aquí no hablaremos de periodismo, sino de teatro, pues si poco (relativamente) se habla de faceta periodística, menos aún se tiene en cuenta su labor teatral.
Por la cita que abre el artículo ya podemos imaginar que para el escritor el teatro era algo de suma importancia, consecuencia de su educación ilustrada, lo que motivó que dedicase una parte importante de su obra a analizar, comentar, difundir y crear con el teatro.
De hecho, se lo tomaba tan en serio que, en las críticas, perdía la mordacidad y el tono desenfadado de sus artículos. Como dijo Bécquer
… cierto, muy cierto es que Larra debe sus más bellos laureles a la sátira; pero muy lejos estuvo siempre de emplearla cuando de examinar alguna obra literaria se trataba. Véanse, si no, sus célebres críticas del drama Los amantes de Teruel, y se verá que en él, tan aficionado a lucir aquellas dotes satíricas que el cielo le hizo poseedor, dejaba la burla a la puerta cuando se trataba de penetrar en santuario de la crítica literaria.
En efecto, las críticas teatrales de Larra variaban la tónica de sus artículos, pues las usaba de modo didáctico. Por lo general, las reseñas tenían una estructura muy definida, con un análisis del texto teatral, de la representación y la recepción por parte del público, ente que considera importantísimo para la práctica teatral: «No basta que haya teatro; no basta que haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de estas tres cosas puede existir sin la cooperación de las otras y difícilmente puede existir la reunión de las tres sin otra cuarta más importante: es preciso que haya público». Y que el público sea ilustrado, que es de suma importancia. Es obvio que sin público no hay teatro, pero la idea va más allá, puesto que sin espectadores críticos y bien educados no puede haber teatro de calidad.
En su artículo ¿Qué es el público y dónde se encuentra?, Larra hace un estudio de campo para analizar la audiencia a la que va a escribir —pionero en estudios de mercado también— y su comportamiento, pero sobre todo va a comprobar si el público es tan respetable como siempre se ha dicho (y se dice). El resultado, como cabría imaginar, es el retrato de una masa ocupada en aparentar y, en lo que respecta al teatro, que se comporta como quien trata de teorizar sobre lo que no entiende.
Ábrese el teatro, y a esta hora creo que voy a salir para siempre de dudas, y conocer de una vez al público por su indulgencia ponderada, su gusto ilustrado, sus fallos respetables. Ésta parece ser su casa, el templo donde emite sus oráculos sin apelación. Represéntase una comedia nueva; una parte del público la aplaude con furor: es sublime, divina; nada se ha hecho mejor de Moratín acá; otra la silba despiadadamente: es una porquería, es un sainete, nada se ha hecho peor desde Comella hasta nuestro tiempo. Uno dice: «Está en prosa, y me gusta sólo por eso; las comedias son la imitación de la vida; deben escribirse en prosa». Otro: «Está en prosa y la comedia debe escribirse en verso, porque no es más que una ficción para agradar a los sentidos; las comedias en prosa son cuentecitos caseros, y si muchos las escriben así, es porque no saben versificarlas». Éste grita: «¿Dónde está el verso, la imaginación, la chispa de nuestros antiguos dramáticos? Todo eso es frío; moral insípida, lenguaje helado; el clasicismo es la muerte del genio». Aquél clama: «¡Gracias a Dios que vemos comedias arregladas y morales! La imaginación de nuestros antiguos era desarreglada: ¿qué tenían? Escondidos, tapadas, enredos interminables y monótonos, cuchilladas, graciosos pesados, confusión de clases, de géneros; el romanticismo es la perdición del teatro: sólo puede ser hijo de una imaginación enferma y delirante».
Queda claro entonces que al espectador teatral se le debe exigir una base, pero también tiene que poner de su parte el elenco de actores: igual que un público mediocre puede resultar pernicioso para el hecho teatral, sin actores bien formados las representaciones perderán mucho. Aunque esto es algo fundamental, la crítica al trabajo de los actores no sentó bien a muchos, especialmente a quienes veían comentarios tan negativos a sus interpretaciones. Este malestar fue creciendo, hasta el punto de conseguir que la censura eliminase las valoraciones negativas en las críticas.
Aun así, eso no impidió que Fígaro escribiese un artículo donde, para describir las cualidades y la formación que debían poseer los cómicos, deja en evidencia a todos los actores mediocres que no habían dado un palo al agua en su vida y querían probar fortuna en el teatro. La pieza, titulada «Yo quiero ser cómico», es un diálogo ficticio —o no— en el que un joven aspirante a actor acude a Larra para que este le recomiende. Así, por la cara y no exento de peloteo:
—¿Es usted el redactor llamado Fígaro?
—¿Qué tiene usted que mandarme?
—Vengo a pedirle un favor… ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!
—Es claro… Si usted me necesita…
—Un favor de que depende mi vida acaso…¡Soy un apasionado, un amigo de usted!
—Por supuesto… siendo el favor de tanto interés para usted…
—Yo soy un joven…
—Lo presumo.
—Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro.
—¿Al teatro?
—Sí, señor… como el teatro está cerrado ahora…
—Es la mejor ocasión.
—Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima temporada cómica, desearía que usted me recomendase…
Larra empieza a examinar los requisitos de este aspirante a actor, preguntando por las cualidades mínimas que deberían tener los cómicos. Todas las respuestas del joven no son sino el retrato del actor mediocre, la manzana podrida que puede echar a perder una buena obra de teatro.
—Sin embargo, como yo quiero ser cómico…
—Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?
—¿Cómo? ¿Se necesita saber algo?
—No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor…
—Por eso. Yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con ese pie en una corporación.
—(…) ¿Sabe usted castellano?
—Lo que usted ve… para hablar; las gentes me entienden…
—Pero la gramática, y la propiedad y…
—No, señor, no.
—¡Bien! Esto es muy bueno (…)
Fígaro continúa preguntando por sus estudios generales, la capacidad de memorización de textos, comprensión de ideas, entonación, dicción y la versatilidad a la hora de cambiar de registro, encontrando negativas o justificaciones por respuesta a cada una de estas cuestiones:
—Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió usted historia?
—No, señor; no sé lo que es.
—Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni caracteres históricos…
—Nada, nada, no señor.
—Perfectamente.
—Le diré a usted…; en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguo, siempre a la romana.
—Esto es: aunque sea griego el asunto.
—Sí señor: si no es tan antiguo, a la antigua francesa o a la antigua española; según… ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es más moderno o del día, levita a la Utrilla en los calaveras, y polvos, casacón y media en los padres.
—¡Ah! ¡Ah! Muy bien.
Larra ridiculiza a esos actores prepotentes y nefastos que, sin embargo, conseguían trabajo con relativa facilidad, como se deja claro en el genial colofón del artículo:
—¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para…?
—Vaya si sabré; precisamente ese es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa.
Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado:
—¡Venga usted acá, mancebo generoso —exclamé todo alborozado—; venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío! ¡Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio!
Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndole las más eficaces recomendaciones.
Dramaturgia
No solo de pan vive el hombre, y no solo de artículos y críticas vivía Larra: buena parte de sus ingresos procedía de traducciones y adaptaciones de multitud de obras extranjeras Para el joven escritor, el oficio de traductor no era algo menor, sino que estaba a la altura de la dramaturgia misma. No vale tener un diccionario a mano y lanzarse a traducir palabras y frases y pretender que te salga un buen trabajo. Si el adaptador no es capaz de escribir una obra original sería poco menos que un insulto para el dramaturgo extranjero que una persona así se encargase de «vender» su obra en un país ajeno.
Traducir bien una obra es adaptar una idea y un plan ajenos que están en relación con las costumbres del país a que se traducen y expresarlos y dialogarlos como si escribiese originalmente; de donde se infiere que por lo regular no puede traducir bien comedias quien no es capaz de escribirlas originales. Lo demás es ser un truchimán, sentarse en el agujero del apuntador y decirle al público español: «Dice monsieur Scribe», etc., etc.
Gracias a su experiencia en la adaptación de obras y quizás también para no caer en contradicción con sus propio pensamiento sobre el oficio del traductor/adaptador, Larra se decidió a escribir sus propios textos.
La mención al dramaturgo francés Eugène Scribe en el artículo no es gratuita, puesto que fue uno de los autores más adaptados y populares de la época. Además de Larra, otros escritores como Ventura de la Vega o Antonio García Gutiérrez se encargaron de traducir y adaptar sus obras.
Dado que fueron mayoría las obras que de Scribe adaptó, era de esperar que el francés fuese una influencia notoria en Larra. Tanto que una de sus primeras obras, No más mostrador, está basada en un vodevil de monsieur Eugène. Es una comedia costumbrista en cinco actos que trata de una señora con pretensiones cuya ambición en la vida es hacer destacar su posición social, harta de años de comercio y de estar siempre detrás del susodicho mostrador. Su esperanza, el camino que ve para pasar de la burguesía a la alta sociedad está en su hija, a la que pretende casar con un conde, y no con el hijo de un acaudalado comerciante de tapices. Y claro, la señora ve en esto poco menos que una afrenta: «¿Yo, suegra de un tapicero?». Todo un golpe bajo para sus ambiciones. La cosa se va liando cada vez más y el marido, harto de los caprichos de su mujer y aprovechando la llegada del hijo del tapicero, urde un plan para darle una lección a su esposa. Se ve que este señor es un amante del deporte de riesgo para engañar así a su mujer: sabiendo que ella no conoce el aspecto ni del retoño del tapicero ni del conde, y con la suerte de que este se había interesado en pedir la mano de la hija, pero que se ausentaría durante un tiempo, hace pasar al joven por el conde. Por supuesto, la cosa se va complicando con cada nuevo personaje, cada nueva palabra y cada acto, aunque al final de la obra, triunfa el amor y todos felices y contentos.
No fueron pocas las voces que hablaron pronto de plagio, y Larra se defendió afirmando que su comedia tenía cinco actos, mientras que el original de Scribe se desarrollaba en uno:
Deseando probar mis fuerzas en el arte dramático hace algunos años, y a la sazón de que buscaba asunto para una comedia, cayó en mis manos aquel vaudeville en un acto corto de Scribe. Presumiendo, por mis limitados conocimientos que no podría ser de ningún efecto en los teatros de Madrid, apodéreme de la idea, y haciéndola mía por derecho de conquista, escribí el «No más mostrador» en cinco actos largos; hice más: habiendo encontrado dos o tres escenas en Scribe que desconfié de escribir mejor, las aproveché, llevado también de la poca importancia que en mis cuadros iban a tener. Yo no sé si esto se puede hacer; lo que sé es que yo lo he hecho. Diose la comedia en cinco actos, traducida literalmente según el Amigo de la Verdad, de la comedia en un acto, y tuvo la buena suerte de agradar.
Como vemos, Larra afirma sin tapujos que no solo su obra está inspirada en la de Scribe, sino que además se vale de algunas escenas de la misma, pero se desmarca de plagio alguno —o de que sea una traducción más, como afirma irónicamente al final— y se congratula del éxito.
Pero la que se considera como la mejor composición de Larra es el Macías, un drama romántico en cuatro actos, escrito en verso.
La historia, ambientada en 1406, nos presenta a Macías, «un hombre que ama y nada más». Pero su amada, Elvira, pertenece al hidalgo Fernán Pérez una vez que se cumplió el plazo en el que el protagonista debía volver de Calatrava, donde se encuentra con don Enrique, el maestre del lugar, pues Macías es su doncel. Pero claro, Elvira no ama al hidalgo sino al doncel, por lo que no se muestra muy receptiva a este matrimonio hasta que se entera de que Macías podría llevar un tiempo casado con otra, lo que hace que monte en cólera y, donde dijo digo, digo Diego, accede dichosa a casarse con Fernán Pérez sin saber que dicho casamiento es falso rumor difundido por el no tan noble hidalgo, quien a medias con don Enrique pondrá todas las trabas posibles para el retorno de Macías; un esfuerzo en vano, pues el mismo día de la boda llega el protagonista con ánimo de retarse en duelo con el hidalgo.
Es, junto con La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa o la nunca estrenada El conde Fernán González y la exención de Castilla, también de Larra, una de las piezas clave del Romanticismo español y que fue novelizada por el propio Larra en El doncel de don Enrique el Doliente a causa de la censura que, aunque no prohibió su estreno como sí hizo con la citada El conde… (por lo visto, al absolutismo no le gustaba la imagen que se proyectaba), sí que impidió el estreno de la obra de teatro en la fecha que quería el autor, el 30 de junio de 1833.
La obra se estrenó en septiembre del 1834. Es evidente que Macías y su amor adúltero con Elvira guardan un fuerte paralelismo con Larra y su relación con Dolores Armijo. De hecho, con esta obra quiso Larra demostrar su amor por Dolores. Un romance que ella misma terminó, lo cual, junto al fracaso de sus aspiraciones políticas, fue la gota que colmó el vaso, el detonante para que, en 1837, Mariano José de Larra se pegase un tiro en la sien con apenas 29 años.
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Referencias:
Buen artículo. Y para quien quiera saber más de primera mano, el mismo Larra nos lo cuenta en «El corzo herido de muerte», Editorial Cahoba, 2007.
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Interesante.
Excelente artículo sobre un autor que merece más crédito del que se le suele conceder. En tan solo 29 años su contribución a las letras hispanas fue magnífica.