El dinero es un atributo imprescindible del poder y un símbolo insuficiente del imperio. Por eso, Jeff Bezos no ha comprado a la familia Graham un negocio ruinoso, sino un símbolo todavía resplandeciente. Ha puesto su nombre al abrigo del mito que esos señores que solo saben sumar moneditas, los contables, llaman marca. Es el suyo el mismo esnobismo de todas las transiciones, el del nuevo rico que envidia el vetusto abolengo de la aristocracia. También Adolph S. Ochs tuvo en su día veleidades nobiliarias. Había conseguido convertir Longacre Square en Times Square. La plaza fue rebautizada en 1904, cuando aún faltaban meses para que concluyeran las obras del edificio que acogería su periódico. Y, sin embargo, aunque hoy resulte incomprensible, un rascacielos en el corazón de Manhattan no colmaba la ambición del editor. Era demasiado nuevo; le faltaba la pátina del tiempo, esa costra que visten los prestigios. Y Ochs hizo decorar su moderna autoridad con el estilo del Renacimiento francés. En los años 30 por fin podía presumir —así lo hizo delante de Paul Morand— de que la nueva sede de The New York Times era un remedo del castillo de Chambord.
En el año 2007 el diario se trasladó a la confluencia de la Octava Avenida con la Calle 41. Lo hizo sabiendo que aquello era una deserción. Abandonaba un lugar y un símbolo que el trascurso del tiempo había hermoseado. La mudanza dejaba a la vista que el periódico —y el periodismo— pasaban a ocupar una posición excéntrica en la ciudad. Ni siquiera el coloso que diseñó Renzo Piano para el periódico era capaz de ofrecer sugestiones para el futuro comparables a las del pretérito pluscuamperfecto. Se hacía preciso urdir nuevas metáforas y, desde luego, envejecer el lustre de la novísima arquitectura. El intento se confió a Annie Leibovitz, quien, para documentar el proceso de construcción del rascacielos, se inspiró en las fotos en blanco y negro que Margaret Bourke-White y Lewis Hine hicieron en los años 30 del siglo pasado a los trabajadores colgados en los esqueletos de hierro de otras moles neoyorquinas.
¿Qué ha sido del viejo castillo que ocupó The New York Times? Aquella fortaleza se había sentido tempranamente asediada. Paul Morand escuchó a Adolph S. Ochs quejarse de que el edificio que la Paramount acababa de levantar le ocultaba las vistas de Broadway que antes podía disfrutar desde la ventana de su despacho. Equivocaba el objeto de sus miedos. La amenaza, insospechada entonces, estaba por llegar. Hoy la conocemos: Yahoo ha anunciado que traslada su domicilio al 229 de la Calle 43 Oeste, la antigua dirección de la fortaleza. Claro que el capricho de la compañía no es el château en sí; su antojo es demostrar visiblemente que ha ganado el espacio físico y simbólico que antes fue de los papeles periódicos.
Así es, la empresa en red —descentralizada, por definición— aspira a ocupar el centro. Los gurús de las tres uves dobles pueden predicar que la filosofía que les ha conducido al éxito es pensar en el largo plazo y construir un reloj que contará las horas de los 10.000 años por venir. La desmesura no puede ocultar que, con el rabillo del ojo, miran hacia atrás. Todavía viven presos de la anticuada superstición del centro y están dispuestos a distraer algunos millones para comprar, a precio de saldo, los trastos viejos que un día amueblaron los castillos de las dinastías periodísticas defenestradas.
Los rincones a los que Amazon ha llegado pueden servir al Post para una distribución a escala global más exitosa que hasta la fecha, siempre que respeten a los actuales gestores del diario.
Si la empresa mantiene su independencia, el negocio será redondo para ambas partes y esperemos que también para los lectores, porque en los últimos meses se han publicado varias noticias de Amazon y sus condiciones laborales en diversos países.
Claro que probablemente la competencia influya en una parte de la «mala prensa».
Interesante.
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Pues a mí me parece que Bezos ha gastado el dinero de una forma un tanto inútil. Al tiempo.