[Hubiéramos podido comenzar hablando de la luz, de la falta que le hace a Valeria Bergalli, de que es por eso por lo que no hay aire acondicionado en las estancias que conforman la editorial. Y entonces hubiera tenido que explicarlo un poco, la ordenanza municipal, creí entender, el edificio en cuestión, el reglamento, cómo está ordenada Barcelona. Empezamos por Berlín, mejor. A Valeria le encanta Berlín].
Éramos tres, hasta hace un par de años. Paula, que me ayudaba con la edición de mesa, se fue para allá. «Yo me voy solo unos meses, espérame»; es como una tradición de esta casa, lo de irse a Berlín. Ocurre que yo siento especial devoción por esta ciudad. Varios de los libros que hemos publicado están relacionados con ella. «Solo hasta que empiece el invierno», me decía Paula, hará ya más de un año, «tú espérame; espérame, que yo vuelvo». Todavía está allí [se ríe,divertida]. Y es que está muy bien: para empezar, hay mucha gente joven; las ciudades europeas, en general, han envejecido en estos últimos diez, quince años. Y Berlín, al contrario, tiene una capacidad de atracción sobre la gente joven brutal, porque es una ciudad tradicionalmente barata, y aun cuando ahora es cierto que se está encareciendo, como es muy grande, por más que suban los precios y cada vez haya más barrios exclusivos, barrios que antes estaban más al alcance de la gente, siempre hay alguna zona que todavía está bastante virgen, donde aún te puedes establecer.
La única pega que tiene es el clima. Pero es tan [un tan con la boca muy abierta, leáse así] bonito, hay tantas actividades, tiene tantísima vida. Como polo cultural es muy significativo, y no es nada superficial, hay realmente una tendencia a crear una marca: Berlín. Y luego está la bici, los espacios abiertos, mucho verde —y no el verde ese tan cuidadito de otras ciudades alemanas—. En este sentido, no da la sensación de ser Alemania, es muy relajada la vida allí. Me encanta.
Claro, así te pasa, que se te van a Berlín todos.
Claro, claro. [Nos reímos. Es gracioso cuando el entusiasmo se contagia] Y, luego, aparte, trabajando algunos textos, van saliendo más cosas.
Los niños llegan a las tres de la tarde con palas, rastrillos y madres. Depositan a las madres en los bancos anchos y blancos, y avanzan a pasitos hacia el cajón de arena.
Dios Nuestro Señor inventó la arena expresamente para los niños, a fin de que estos, en su sabia ignorancia de lo que es jugar, simbolizaran el sentido y el propósito de la actividad terrenal. Con la pala introducen la arena en un cubo de hojalata, la llevan a otro lugar y allí la vierten. Luego llegan otros niños y, de nuevo con la pala, devuelven la arena a su lugar de origen. Así es la vida.
Joseph Roth. Schillerpark, en Crónicas berlinesas.
¿Pero tú quién eres, Valeria?
Mmm… Yo, para explicarme un poco, tengo que contarte por dónde he pasado. Gran parte de lo que hago ahora es resultado de eso. He tenido una infancia y juventud bastante movidas. Soy hija única de una pareja a los que les ha gustado, de siempre, viajar. No es que mi padre fuera diplomático ni nada parecido; se dedicaba a la actividad universitaria, es profesor. Tenía otra faceta, pero esta era la principal, la docencia. Desde muy joven fue muy inquieto y se ha presentado a cuantas becas en el extranjero ha tenido a su alcance. Como era bastante bueno ganó unas cuantas de ellas. Así, mi vida se desarrolló en triángulo: mi madre es italiana, de Roma; mi padre es de Buenos Aires, que fue donde yo nací. Ahí viví muy poquito. Pasé la infancia a caballo entre Argentina, Italia y Alemania. Hace unos dieciocho años que vivo en Barcelona.
[Me mira, a ver qué me parece. Y creo que ve que me parece muy bien; estoy fascinada por esta mujer de un modo completo, absoluto, y acabamos de empezar: qué pasión pone en todo lo que cuenta, la forma que tiene de mover las manos, los ojos tan abiertos, y tan contenta: tal parece que va a enseñármelo todo esa misma tarde, de una.
Supongo que lo nota, ya digo; continúa]
Ese triángulo no era solo ir unos meses de visita a un lado, al otro. No. Vivíamos durante años en estos lugares, con intervalos que pasábamos en otros. Fue ya con diecisiete años cuando me planté, y me quedé en Alemania. Quería acabar allí el instituto, empezar ahí a ir a la Universidad, «luego ya veré». Fue un plantarse porque a partir de ahí ya cada uno —mis padres de un lado, yo de otro— hicimos la vida por nuestro lado, aun cuando estamos muy unidos: soy hija única y no es que tengamos luego una gran familia alrededor: somos nosotros tres, un núcleo. El resto está desperdigado.
Eras muy joven.
Sí, muy jovencita. Recuerdo que fue como un decir «no me muevo de aquí, basta, se acabó. Porque tengo a mis amigos aquí, porque necesito cierta estabilidad». Estaba un poco harta y, bueno, es la adolescencia, un periodo en el que marcas un poco tu territorio. Así empecé mi propio periplo. Me quedé allí unos años y, he de decir, al principio me asusté bastante. De repente, sin los papás, y en esa Alemania, con esos inviernos tan largos, todo oscuro. Y la lluvia.
El romanticismo de la noche en los tugurios irrumpe en la estación de Alexanderplatz, salida Münzstrasse, y se extiende, suspendido, por toda la zona, diría incluso que por todo el mundo. Parte esencial de la noche de tugurios es la Neue Schönhauser Strasse, en cuyos adoquines, como si fueran farolas o cualesquiera objetos propios de la calle, crecen los chulos y sus muchachas, y también la Jefatura Superior de Policía, cuyas puertas ya han cerrado y están custodiadas por dos mangas verdes. El deseo de estos dos agentes es un cigarrillo que no pueden fumar cuando están de servicio, o una hora en un local de sabor y luces rojizas, y no una fulana a la que puedaen pescar porque su chulo no ha llegado a tiempo ya que, sin escrúpulos, faltando a su deber, estaba cerrando un negocio de cigarrillos en un portal.
Joseph Roth. Noche en los tugurios, en Crónicas berlinesas.
Tuve la suerte de poder rodearme de gente muy maja. Estuve primero viviendo en casa de una amiga que tenía unos padres encantadores (era mi amiga del alma en ese momento) y luego me fui a vivir con un grupo, otros muy buenos amigos, y fue un descubrimiento; todos algo mayores que yo. Era, digamos, muy interesante la vida que llevaba. Así fue como acabé el curso, hice la selectividad y comencé la Universidad.
Al cabo de cuatro años, no obstante, empecé a sentir que tenía que irme. En Alemania, y no sé si esto se ha mantenido, había gente que viajaba muchísimo, o que soñaba con hacerlo, con establecerse en otro lugar; eso también influyó. Eso y que guardaba un recuerdo, un sentimiento, —aún hoy lo siento así— muy importante de Italia: si hay algún sitio donde me siento muy en casa es allí.
[Pasaría en Italia unos años Valeria, estudiando… hasta que volvió a necesitar moverse]
Luego me iría unos meses a París; estuve también en Londres. La carrera, entonces, antes del Erasmus, me la monté un poco a la carta. Era duro, lo recuerdo, por la angustia del papeleo. Cada vez.
¿Y el idioma?
En ese sentido siempre me lo he pasado bastante bien.
[Habla un perfecto castellano; tiene un vocabulario rico, fluido]
No es ningún mérito; desde muy chiquita aprendí tres lenguas: en casa se hablaba italiano, el castellano era el idioma de mi padre y los primerísimos años que pasé en Buenos Aires; y luego el primer colegio, que era inglés. Los niños este tipo de circunstancias no las viven con ningún tipo de agobio, lo tenía bastante incorporado, era como un juego. La primera vez que fuimos a Alemania tenía once años. El colegio tenía una particularidad: había una suerte de programa de acogida para niños extranjeros: pasabas unos tres meses en una clase donde te enseñaban lo básico y donde en realidad se hablaba mucho inglés, que era la lengua más común. Ahora bien, pasados esos meses te metían ya en el curso que te tocara. Ese primer año no te ponían las notas habituales, se tenía en cuenta la dificultad que suponía el idioma, etc., pero al segundo ya sí; se suponía que ya tenías que estar integrado. Todo este tipo de situaciones a mí, cuando ya tenía dieciocho, veinte años, entonces, no me suponían ningún tipo de problema.
Por eso digo que todo esto explica, de alguna manera, algo lo que ahora hago. Cuando empecé a tener fantasías editoriales —bastante pronto y sin darme cuenta realmente de que lo eran: imaginarme cosas con forma de libro, algo un poco irreal— estaban muy relacionadas con la traducción, por ejemplo. Es este un hilo conductor desde la infancia que tiene que ver con esa curiosidad de estar expuesta a distintas lenguas, vivir en distintos idiomas y cómo se concilia esto. De un lado, una familia donde los libros han estado muy presentes, por parte de mi padre tal vez de una forma más académica, o más científica, si quieres; y por el de mi madre y abuelos maternos más puramente literaria, más lúdica, más por el placer de leer. Devoraban novelas, iban mucho al cine… y lo vivían con mucha intensidad. Luego está el hecho de que era hija única, los continuos traslados. Leer para mí era, cómo te diría. Además, en esa época. Ahora una niña tiene internet; es diferente. Lo que me daba a mí la lectura, ese grado de compañía, muy por encima de todo lo demás. De compañía y de ayudarme a entender las cosas.
Algunas veces me siento incómoda en el papel de madre; me siento inepta, me parece que educo de forma descuidada, que hablo poco, que dejo escapar en vano estos preciosos años y días de convivencia con mis hijos, ya tan mayores. Los miro y los encuentro amables y guapos y pienso en el vacío que dejarán en mi casa cuando se vayan. Los miro y me parecen aún indefensos y quisiera poder asumir la carga de dolor que la vida les reserva, a ellos como a todos.
De algún modo, me siento responsable de su felicidad y me pregunto si han recibido las armas y los instrumentos necesarios para hacer elecciones conscientes, para ser aguerridos en las pruebas, para amar y vivir en el significado.
Marisa Madieri. Verde agua.
Minúscula publica sobre todo traducciones.
Hemos publicado muy pocos originales. No se ha dado la situación de que nos llegaran originales —yo estaría encantada de la vida— que sean publicables; esto es realmente un golpe de suerte. Sí nos llegan muchísimos, no te haces una idea, con todo lo que eso supone para una editorial pequeña.
Y también es verdad que, de entrada, ya en el mismo proyecto, la traducción ha tenido aquí una importancia; me he preocupado siempre por trabajar con los mejores traductores. Eso aquí se mira muchísimo, buscar al mejor para ese determinado libro. Que libro y traductor casen perfectamente.
Pero hemos dado un salto enorme; estabas estudiando.
Como explica Braitenberg en Vehículos que piensan, nuestros pensamientos, el juego de las asociaciones, la concatenación de las ideas, son imprevisibles.
Marisa Madieri. Verde agua.
Cierto, cierto. Estudié antropología cultural. Luego esta formación me ha venido bien para la colección Paisajes narrados [son los libritos azules], muy relacionada con esta disciplina. Mi idea, en principio, era doctorarme y desarrollar una carrera académica. No obstante, algo no encajaba, no me sentía cómoda con esto, me notaba insatisfecha.
Ocurre que había estado colaborando con editoriales a la par que haciendo otras cosas. Y toda esta idea vaga que yo tenía de publicar, editar… fue tomando cuerpo por la coincidencia en el tiempo de varias circunstancias. De un lado, la insatisfacción que te decía; de otro, falleció mi abuelo, y me dejó algo de dinero, no muchísimo, pero sí una cierta cantidad; además, y dado que de siempre me ha gustado ir a librerías, por mi relación con los libros, iba mirando, siguiendo a determinados autores, fijándome en lo que hacían las editoriales. Había un interés, una curiosidad. Fue un momento este, finales de los noventa, en que me parecía que imperaba cierta uniformidad: había una presencia bastante significativa de los grandes grupos y, por otra parte, las editoriales independientes, las que hoy llamamos medianas, que eran a las que yo, evidentemente, seguía más. Recuerdo que en castellano me formé leyendo a Alianza (esas cubiertas de Daniel Gil). Un poco también por generación; hubo gente que pasó directamente a Anagrama y Tusquets.
El caso es que observaba una cierta tendencia (caricaturizo aquí, para que se me entienda) a —en narrativa— publicar siempre la misma novela con cubiertas distintas. Como lectora afloró algo así como un espíritu rebelde con ganas de romper esa uniformidad. «Esto hay que romperlo, ir en otra dirección», pensaba.
Fue un proceso de un par de años que precipitó la muerte de mi abuelo. De otro modo no se me hubiera pasado por la cabeza; no tenía dinero.
[Lo habla con su madre, a quien le entusiasma la idea, le da alguna vuelta más, se matricula en un master de edición en la Universidad Pompeu Fabra, donde tuvo la suerte de coincidir con gente que tenía mucha experiencia en el mundo editorial, «eran realmente seminarios, muy práctico», lo cual le dio una importante visión de conjunto]
En el año 99 firmamos las escrituras. Del 99 al 2000 creo que fue el año que aprendí más en mi vida: todas las cuestiones de carácter empresarial, hice cursos de todo tipo. Todo esto era para mí nuevo, no tenía ni idea. Fue muy intenso. Y, al mismo tiempo —ya tenía mi proyecto editorial muy claro—, tuve que empezar a contratar derechos, escoger traductores, darme a conocer a los libreros, ver cómo iba a organizar todo el tema de la distribución.
Y estás sola en esta primera época.
Sí, sí. Estuve muchos años sola en la editorial. Lo que siempre he tenido es un grupo de colaboradores externos, no solo muy cercanos, por el tipo de relación que tenemos, también muy valiosos. El diseñador, por ejemplo, ha sido el mismo siempre, Pepe, que era amigo mío. Algunos de los traductores igual, desde el primer momento, como Adan Kovacsics. O correctores. Marta Hernández, por ejemplo, que está desde el primer día. Llevamos ya catorce años… Tenemos tanto contacto, y nos conocemos tan bien que somos como hermanos en el trabajo. A veces no necesitamos ni explicarnos. Son unos cuantos años, y muy intensos, sobre todo.
En este trabajo puedes agotarte con muchísima facilidad; es un trabajo que no se ha enterado aún de que existen los fines de semana, unas vacaciones largas. Es un tirano. Funciona por el entusiasmo. Es lo que mantiene esta energía. Me mantiene a mí, que soy una cansada crónica de toda mi vida. Es mi estímulo vital.
¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve.
Varlam Shalámov. Relatos de Kolimá. Volumen I.
Otoño del 2000: salen los primeros libros.
Sale Verde agua.
[Libro del que estoy prendada y recomiendo y regalo yo a mi vez desde que así lo hiciera conmigo Rocío; dejo nota aquí otra vez: gracias]
A veces, el viento de la gracia sopla tan lejos de nosotros que nos volvemos malos y torpes incluso con las personas que más queremos.
Marisa Madieri. Verde agua.
Y Las ciudades blancas de Joseph Roth. Son los dos primeros. De Roth ya hemos publicado tres títulos. Era un autor conocido en España en ese momento: Edhasa había editado La marcha Radetzky y Anagrama La leyenda del santo bebedor. Luego Acantilado también recuperaría novelas suyas. A mí el que siempre me interesó fue el Roth cronista, que aquí era por completo desconocido. Entonces, los tres volúmenes que hemos publicado de él son: Las ciudades blancas, textos que él escribió cuando fue corresponsal en Francia; Crónicas berlinesas, un libro extraordinario, sobre el Berlín de los años 20; y el Viaje a Rusia, sobre el que él siempre contaba que fue un viaje lo cambió totalmente: marchó para allá siendo comunista y volvió convertido en monárquico, decía, de manera muy provocadora… Bueno, no es del todo verdad. Pero sí es cierto que tan pronto como en el 26 se da cuenta de ciertos aspectos, por ejemplo, sobre la masificación rusa, que lo hacen ser muy crítico. Es un libro precioso.
Verde agua ha sido muy importante para mí por varias cosas. Fue un descubrimiento, aquí a esta mujer no la conocía nadie. Así, que muy pronto pude pasar por la experiencia que supone el que uno de los libros que tú publicas de pronto lo hagan suyo extraños que te empiezan a escribir, que les cuente sobre la autora, que si por favor hay más cosas de ella que las saque, que si tenía ocasión trasladara a Claudio Magris [fue su marido hasta que falleció Marisa] lo que para ellos había significado… Aún guardo toda esa correspondencia. Todo esto para mí, que vivía con gran inquietud el nacimiento de la editorial, esos primeros libros, cómo iba a resultar todo, si alguien iba a leerlos, supuso no te haces una idea de cuánto.
Marisa fue nuestra madrina, siempre lo digo. El primer año fue fantástico.
Fíjate que yo creo que has conseguido trasmitir esa pasión que sientes por lo que haces.
Pues me haría muy feliz que fuese así, es la verdad. Pero a mí me cuesta darme cuenta de estas cosas. Es un trabajo tan solitario.
Somos profundos, volvamos a ser claros. Estas palabras de Nietzsche —tan queridas para Saba, que las consideraba una descripción ideal de su poesía— pueden definir también las páginas de Marisa Madieri.
[…]
En Verde agua, como en otros libros suyos, hay una puntillosa fidelidad a lo real, que es, al mismo tiempo, una actitud moral de respeto y de pietas, soberanamente libre de toda altiva o ansiosa hipertrofia del yo, y un principio de poética y de estilo.
Claudio Magris en el posfacio de Verde agua.
El nombre de la editorial, Minúscula, es una declaración de intenciones, en realidad. No venimos a comernos el mundo. Venimos, desde lo pequeño, a aportar algo, ya veremos qué será. Tenía muy claro que me tenía que ganar los lectores de uno en uno, que si las cosas podían llegar a ir bien no era porque fueran a llegarme a cientos. Entonces, siendo esto así, la única estrategia ha sido el hacerlo todo lo mejor que podemos para que cada lector que ganemos se sienta lo suficientemente convencido, contento, satisfecho con lo que hacemos como para tener ganas de volver a buscarnos en las librerías. Un lector que se vuelve un socio implícito.
A veces hago broma con lo del leguaje del marketing. Suelo decir que no quiero lectores cautivos, que lo que quiero son lectores cautivados. Lo lectores cautivados son capaces de todo.
[Llega así el momento de hablar de otro de los libros que le pedí para esta charla: LTI, La Lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, de Víctor Klempere]
—Nunca me gustó su arrogancia respecto a otros pueblos —dijo la pequeña Stulgies—. Mi abuela, por ejemplo, es lituana… ¿Por qué va a ser ella, por qué voy a ser yo inferior a cualquier mujer de sangre puramente alemana?
— Es que toda su doctrina se basa en la pureza de la sangre, en el privilegio germano, en el antisemitismo…
—En cuanto a los judíos —me interrumpió—, puede que tengan razón, sin duda es algo diferente.
—Conoce usted personalmente…
—No, no, siempre los he evitado, me resultan siniestros. Se oyen y se leen tantas cosas sobre ellos.
Víctor Klemperer, LTI, La Lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo
Al cabo de un tiempo ocurrió algo parecido a lo que ocurrió con Verde agua con este otro libro, de la colección Alexanderplatz. Es una colección solo de traducciones del alemán, ensayo y novela. Este es ensayo, un análisis sobre cómo durante el Tercer Reich poco a poco se fue infiltrando en el lenguaje cotidiano de la gente la terminología del partido nazi. Klemperer esto lo explica de una manera sùperatractiva. Además, él mismo fue un personaje que fue víctima de la persecución nazi; era judío, universitario. Se salvó del exterminio porque su mujer no era judía. Comenzó a llevar un diario, muy meticuloso, donde iba anotando ejemplos de cómo ciertas palabras empiezan a aparecer en las conversaciones de la gente de la calle: neologismos, eufemismos. Es un libro sensacional. Lo publica a partir del material que va recopilando en este diario, en 1948. Además, es muy socarrón. Pese a que está viviendo en unas condiciones lamentables: lo hacen trabajar como obrero, ha perdido su cátedra. Matan, incluso, a su gato; los judíos no podían tener animales domésticos. Es trágico, pero él tiene esta capacidad de análisis. Un libro que puede leer cualquiera, un completo profano. El traductor, Kovacsics, ha hecho un trabajo espectacular con la traducción, imagínate. Su trabajo ha sido muy elogiado, era muy difícil abordar una obra de este tipo, no se había atrevido nadie. De veras que es un libro magnífico. Llevamos también como cinco o seis ediciones.
Se ha convertido, podemos decirlo así, en un libro de referencia para analizar este tipo de procesos.
A menudo se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de una persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, entre otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. Ese es también, sin duda, el sentido de otra frase: Le style c’est l’homme: las afirmaciones de una persona pueden ser mentira, pero su esencia queda al descubierto por el estilo de su lenguaje.
Víctor Klemperer, LTI, La Lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo.
El lenguaje en ningún caso es inocente, es resultado de unas condiciones determinadas y nosotros podemos llegar a ser trasmisores —lo somos, de hecho— de ese lenguaje sin ser conscientes de lo que podemos llegar a transmitir. Él esto lo denuncia, el cómo al usar un determinado lenguaje se está entrando dentro del engranaje de este tipo de tentativas o políticas.
[Aquí nos vamos a saltar algunos años: queremos llegar a La isla: «Un libro perfecto, una obra maestra. Es una historia de vida y muerte, vista con la luz cruel y objetiva —pero también festiva— de la realidad.», dirá Vila-Matas]
Es otro texto muy importante para nosotros; tiene ciertos puntos en común con Verde agua: el autor es de la misma zona; una historia entre un padre y un hijo en la que también hay muchas cosas no dichas, donde las emociones están muy presentes, son muy fuertes, pero que no están en absoluto explotadas: el autor consigue trasmitirlas y que te lleguen sin ningún tipo de estridencia. Vuelve a ser un libro con una gran humanidad, con muchísima vida.
Con una escritura tersa, esencial, casi elemental, nítida (de esa nitidez que tiene el agua del mar cuando permite ver el fondo), Stuparich da vida a la partitura de este relato narrándonos el acercamiento entre padre e hijo desde sus respectivos puntos de vista. El del hijo, que analiza con aprensión la figura paterna, su enfermedad, su declive, su cansancio y su miedo, pero también su propio terror frente a la enfermedad del padre, que siente como algo que físicamente le pertenece.
Elvio Guagnini en el prólogo de La Isla.
Lo bonito del asunto es que son libros que reflejan muy bien el tipo de cosas que nos gustan o que queremos hacer. De repente es como una luna de miel. Me alegraría de que le pasara a cualquiera de los libros que hacemos, todos trasmiten de alguna manera esto, pero me doy cuenta de que hay algunos que consiguen una especie de equilibrio, algo raro… es difícil de explicar. Además, es imprevisible. Porque sí, publiqué La isla, un texto que me encanta, que creo que es muy valioso, pero de ahí a prever el éxito, el que la gente lo haga suyo de esa manera. No sé. Supongo que es una suma de factores, una extraña conjunción que se da y que hace que un libro se convierta en algo importante para la editorial.
Y así llegamos a Varlam Shalámov…
Es titánico el esfuerzo que estamos haciendo. Serán en total seis volúmenes. Acabamos de publicar el quinto. Es un ciclo de cuentos del que llaman «el Chejov del siglo XX». Shalámov es un escritor ruso que pasó casi veinte años en un Gulag. Él y Alexander Solzhenitsyn se conocían mucho, y hay quien los pone al mismo nivel, pero son muy distintos por el tipo de literatura que hacen. La literatura de Shalámov, aun siendo también testimonial como la de Solzhenitsyn, porque lo que relata es la vida en el Gulag, es muy literaria, sobre todo. Cada uno de sus cuentos es una obra de arte. Ambas van de la mano en sus textos: no por el hecho de ser tremendamente fiel a lo que él vivió deja de ser un creador. En el fondo lo que se esfuerza es por crear un nuevo género, lo que él llama literatura documental. Los Relatos de Kolimá son ciento y pico cuentos, no recuerdo la cantidad exacta, que son un fresco, no están organizados por orden cronológico, nuestra edición sigue el orden que le dio él, los personajes van apareciendo y desapareciendo. Son también el resultado del proceso que sigue su memoria, sus recuerdos. Están escritos en épocas distintas, una vez que él sale del Gulag. Tenía una salud, como te imaginarás, deterioradísima. Murió en una especie de asilo psiquiátrico. La gente que lo acogió no tenía dinero para cuidarle, no tenían cómo. Y su obra es que es algo extraordinario, llena de detalles.
Era la primera vez que nuestra ración de comida se nos entregaba en mano. Yo llevaba un precioso saco con sémolas, azúcar, pescado y grasas. El saco iba atado con pedazos de cordel por varios lugares, como se atan las salchichas. Azúcar molida y sémola de dos clases: de cebada y de magar. Savéliev llevaba un hato exactamente igual, e Iván Vivánovich, dos sacos, cosidos a grandes puntadas. Nuestro cuarto compañero —Fedia Schápov— se había echado despreocupadamente la sémola en los bolsillos del chaquetón, el azúcar se lo ató en los peales. El bolsillo interior del chaquetón le servía, arrancado, de bolsa de tabaco, donde depositaba con cuidado las colillas que encontraba.
Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá.
La atmósfera, cómo están descritos determinados personajes. El paisaje.
No, no solo predice el tiempo. El stlánik es el árbol de las esperanzas, es el único árbol en todo el Extremo Norte perennemente verde. En medio del blanco cegador de la nieve, sus ramas de un verde apagado nos hablan del sur, del calor y de la vida.
Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá.
Cuando acabemos será como haber escalado el Everest: son seis volúmenes.
[Se para aquí: ha encontrado otra forma de hablar de sus libros, se le acaba de ocurrir algo, hace un inciso]
Hace un par de años me di cuenta, me lo hizo notar un chico que se dedica a la literatura infantil y juvenil, «¿Te has dado cuenta de la cantidad de libros que tienen que ver con la infancia?». Y es algo que me pareció muy atractivo. En otras editoriales sí lo había visto, cómo van surgiendo libros con este hilo conductor. Es más fácil verlo desde fuera. En nuestro caso hay varios de estos hilos presentes: este de la infancia, pero también la cuestión del exilio, guerras, regímenes autoritarios, o el desarraigo, no entendido como algo negativo necesariamente. Hay varios temas que van apareciendo. Que no es que haga falta que se expliciten. Quien se interese lo descubrirá. Sí que creo que en las editoriales en las que se trabaja con determinados criterios, cuando hay un interés determinado por un tipo de literatura, esto ocurre, se le puede seguir la pista en los catálogos.
Ahora, en el 2010 o 2011 (soy malísima para las fechas) empezamos una colección nueva que tiene que ver con algo de esto. Estamos publicando 5 colecciones, cuatro en castellano y una en catalán. Esta nueva colección tiene que ver sobre todo con algo que estaba ya muy presente, pero que había pasado más desapercibido al estar nuestro sello muy asociado casi desde el principio con una literatura muy de principios del siglo XX; como lo era el hecho de que teníamos autores, como por ejemplo Svetislav Basara, un tipo absolutamente genial que tiene 50 años; o Vasili Golovánov, un ruso al que hemos publicado algún texto, que tiene cuarenta y tantos; Mercè Ibarz, que es catalana, tendrá cincuenta y pico… Es decir, no son jovencísimos, pero hay gente joven, gente que está escribiendo, que está en el apogeo de su creatividad.
Así surge esta Tour de force, literatura contemporánea. El primero fue un libro con el que nos ocurrió algo genial. Se trata de Jennifer Egan, una escritora norteamericana. Contratamos el libro y al cabo de muy poco tiempo ganó el Pulitzer de ficción. Fue brutal. Pudimos participar un poco, virtualmente, de la fiesta en torno a ella. Lo menciono sobre todo porque fue el primero de esta colección. También hemos publicado otro texto de Basara, a una suiza que se llama Cantieni… Y uno de mis libros favoritos de siempre, desde que lo leí con 18 años: Siempre hemos vivido en el castillo.
Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amaita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.
Shirley Jackson. Siempre hemos vivido en el castillo.
Es una novela aparentemente gótica. En realidad es un estudio de esta chica, Merricat, que vive con su hermana, apartadas del resto del pueblo, con un tío inválido. El resto de su familia murió en extrañas circunstancias. Se crea, entonces, una dinámica entre ellas, las principales sospechosas, y la gente del pueblo, que las odia. Aparte de que es una narradora nada fiable [nos acordamos aquí de Otra vuelta de tuerca], incluso cuando sospechas que es capaz de cualquier cosa, te sientes de su lado.
Es un libro que ya había aparecido a principios de los 90, lo que hemos hecho es una nueva traducción. Estaba descatalogado. No es una novedad absoluta pero sí que nos ha dado una satisfacción, hay mucha gente que lo ha descubierto ahora. Es un libro que suscita muchas ganas de hablar sobre él, muchos interrogantes. Stephen King adora a Shirley Jackson. Le ha dedicado alguno de sus libros. Es una autora a la que conoce por el género, de terror, ella se ha movido bastante en este ámbito, pero que rompe, que va más allá…
[Voy a llegar tarde, cuánto tiempo hemos estado hablando, no estaba previsto.
Podríamos haberlo contado usando otros libros, otro hilo conductor. Y hubiera dado lo mismo: lo importante aquí es la editora: sus libros se le parecen tanto; esa manera de ver el mundo acaba empapándolo todo, no es solo lo de Berlín]
El tiempo es un canalla y Siempre hemos vivido en el castillo son dos novelas magníficas y extremadamente recomendables.
La lengua del tercer Reich me ha entusiasmado, pone de manifiesto como el poder de las palabras puede molderar nuestras percepciones y con estas nuestras actitudes. Gracias RB por presentarnos a Valeria y descubrinos la trastienda de su trabajo, no me interesé por quien editó el libro en España y ahora después de esta lectura tengo una perspectiva más enriquecedora y global del libro.
Valeria es grande, Roberto; muy grande.
(Gracias a ti; una escribe a ciegas sobre estas cosas)
Sí, Valeria es única. Es un soplo fresco editorial que cubre huecos que solo con mirada vivida se pueden encontrar. Sus pequeños libros, abren al tiempo lo que lees. Gracias por este nuevo artículo de Valeria, experta buscadora de literatura de perfiles modestos.
«Hemos publicado muy pocos originales».
Pero escritores originales, los hay.. Lo difícil es que una editorial les de la venia. Y alguno tiene que recurrir a cosas como ésta:
http://antoniopriante.wordpress.com/2013/05/20/carta-de-un-escritor-casi-desconocido-2/
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