Desde aquel espectáculo de barraca y tren espantando público, el cine ha buscado inspiración en la literatura. Tal y como expone Pere Gimferrer en el canónico Cine y literatura, los primitivos de la cámara fijaron su modelo en el teatro, en la traslación del espacio escénico al encuadre cinematográfico. Tuvieron que llegar los grandes narradores visuales para convertir aquel entretenimiento de feria en la maquinaria moderna de contar historias. Así se adoptaron para el cine, sentencia Gimferrer, «las leyes de la forma de expresión literaria que Griffith —coincidiendo con millones de contemporáneos, desde las multitudes anónimas de espectadores hasta Vladimir Ilich Lenin— consideraba la más acabada forma de narración: la novela decimonónica». La narración de la epopeya del XIX se adapta al lenguaje cinematográfico y configura el gran arte de masas moderno. Sin embargo, la vampirización no acaba aquí. De manera insistente, el cine ha mendigado historias a la novela y argumentos que llevarse a la boca. Y lo ha hecho de dos maneras distintas: comprando a golpe de talonario a novelistas para reciclarlos en guionistas fortuitos o saqueando grandes, regulares, malas y peores obras literarias. En el primer caso, el resultado siempre ha sido dispar. Muchos recalaron en la industria cinematográfica con el fin de pagar facturas o, en el mejor de los casos, construirse la piscina en el jardín de la casa hipotecada: Faulkner, Scott Fitzerald, Chandler o Hammett son algunos de los más conocidos ejemplos de novelistas que buscaron en Hollywood dinero fácil, aunque para ello tuvieran que poner su talento al servicio de productores con pocas veleidades artísticas. Otro caso significativo fue el de John Fante, brillante novelista recientemente recuperado, que, en vida, no logró la celebridad literaria anhelada y tuvo que conformarse con la desvaída tarea de guionista de serie B.
Por otra parte, como decía, la novela ha alimentado la voracidad insaciable de la fábrica de churrería cinematográfica. La adaptación en pantalla de obras en prosa ha comportado comparaciones odiosas y debates sesudísimos. Todavía colea la última pijada del pastelero Baz Luhrmann: El Gran Gatsby, según novela de Scott Fitzerald. No hace mucho le tocó el turno a En la carretera, de Jack Kerouac, un manuscrito al que creo que las polillas implacables del tiempo han puesto en su sitio. Y recientemente el realizador Joe Wright se atrevió (merced a un guión valiente de Tom Stoppard) con la teatralización filmada de Ana Karenina. Las grandes obras literarias, las novelas mejores, por regla general no han tenido buena suerte en el celuloide. Es difícil trasladar el espíritu genial, el nervio escrito que conforma una cosmovisión literaria al terreno visual sin que nada se pierda. Un ejemplo: Kurosawa hizo un esfuerzo admirable por adaptar El Idiota de Dostoievski. Pese a ello uno echa de menos la energía y la fuerza personales que el realizador imprimió a sus obras mayores. Sin ir más lejos, en El mercenario, Kurosawa lleva a su particular e intransferible universo samurái las negruras morales de Cosecha Roja de Dashiell Hammet. Traslada la seca prosa hard-boiled al árido escenario de los caballeros errantes nipones. Es la mejor manera de adaptar. Traicionar para mantener la esencia. Llevarse el gato al agua. Estas líneas repasan diez ejemplos de peliculones que partieron de grandes novelas. Como siempre sucede en estas listas, son todas las que el autor cree que deben de estar pero no están todas las que son. Advierto, pues, que la víscera con una justificación estética ha marcado la elección de los diez ejemplos. Al fin y al cabo, sin arbitrariedad debe de ser todavía más fatigoso escribir/vivir.
Una infancia en VHS
Tom Sawyer (1938)
Justo después del proyector casero llegó aquella maravilla portátil del VHS. Se trataba de un armatoste de metal de tercera mano que cumplía, a duras penas, su función de pasar cintas con asmática resignación. Pero el vicio del cine todo lo podía. Así que pasó a convertirse en una máquina imprescindible. Entre las primeras películas recuerdo aún con alegría Las aventuras de Tom Sawyer de David O’ Selznick/Norman Taurog. El zorro de O’ Selznick vio en la adaptación de grandes novelas y best-sellers de la época una manera infalible de tener éxito y ganar dinero. Y sobre todo de pergeñar espectáculos fastuosos. David Copperfield e Historias de dos ciudades, de Dickens, Guerra y Paz de Tolstoi, la versión de Mujercitas de Geroge Cuckor según la popular novela de Louisa May Alcott o el pelotazo de Lo que el viento se llevó a partir del best-seller de Margaret Mitchell. Un año antes, se había atrevido a todo Technicolor con la adaptación del clásico de Mark Twain. La libertad infantil con pies descalzos de Twain latía en la pantalla con parecida intensidad que lo había hecho en papel. Junto a La guerra de los botones (tanto la novela de Louis Pergaud como la primera versión de Yves Robert), Tom Sawyer significó la aventura inclemente, jacarandosa y sin mañana. Una infancia que desconocía playstations y todo lo debía a la imaginación añeja de los cómics y del viejo/nuevo cine.
Al igual que uno no vuelve a aquellos lugares donde una vez conoció algo parecido a la felicidad, nunca más he vuelto a ver Las aventuras de Tom Swayer. Pero me es imposible no recordarla como una continuación visual del original de Twain, un feliz verano que duraba tres meses y en las que era fácil reencontrarse con los Hucklberry Finn de turno. El río Misisipi era una playa y toda la galería de personajes de Snt. Petersburg tenían su remedo de carne fabulada. La pija Becky, Muff Potter o el temido indio Joe… Dijo el propio Twain que «¿Qué es la vida humana? El primer tercio es una época estupenda; el resto lo pasamos recordándola». Pero también fue él quien definió la nostalgia como «masturbación mental y moral». Pues eso.
Moby Dick (1956)
Cuando Pío Baroja vio la adaptación de su Las inquietudes de Shanti Andía, de Arturo Ruiz Castillo, exclamó que habían puesto «el mar en una palangana». Es sabido que Baroja no era precisamente un enamorado de aquel nuevo arte que él siempre llamó el cinematógrafo, sin embargo no le faltó razón en su chascarrillo del mar palanganero. Incapaz de suspender la incredulidad ante los (a la sazón) rupestres efectos especiales, el novelista no podía sustraerse a una imaginación literaria que, visualmente, todo lo puede. En cualquier caso, algunos hemos conseguido apreciar océanos embravecidos y horizontes infinitos en aquellas humildes palanganas de los grandes clásicos del cine de aventuras marinas y marineras. Desde la traslación a la pantalla de La isla del tesoro (Victor Fleming) hasta El demonio en el mar de Henry Hathaway, Todos los hermanos eran valientes de Richard Thorpe, El hidalgo de los mares o El mundo en sus manos de Raoul Walsh. Y con estos dos últimos ejemplos de deliciosas aventuras en alta mar llegamos al actor que las protagonizó, Gregory Peck, un caballero allende la pantalla que, sin embargo, supo ser un irascible y obsesivo perseguidor de un cachalote albino en Moby Dick, a partir del monumento de Herman Melville. Guste o no guste, difícilmente habrá un capitán Ahab como él, mezcla de lobo de mar y párroco puritano, inflexible, tenaz y únicamente movido por la venganza. El reverso abisal del Atticus Finch de Matar a un ruiseñor. El director John Huston quiso que la estética y atmósfera del film traspiraran siglo XIX por un tubo: la ambientación, el cromatismo de los planos, la minuciosa labor de guión de Ray Bradbury o el bergantín Pequod. Huston, a pesar de su amor por la acción irreflexiva, siempre se llevó bien con la literatura. Empezó su carrera como director con la adaptación de El Halcón Maltés y la terminó con la obra maestra Dublineses, a partir del relato Los muertos de James Joyce. También tuvo sus patinazos, como, por ejemplo, cuando se las vio con el deambular delirante y final de la novela Bajo el volcán de Malcom Lowry. En cualquier caso, Moby Dick ha conseguido crecer con los años y convertirse en una película de referencia aventurera, en parte por la influencia consciente que ejerció en la puesta en escena de Tiburón de Spielberg. En esta última, no obstante, está ausente la figura catalizadora, sombría y fascinante del capitán Ahab. En sus memorias A libro abierto, Huston recuerda las accidentadas vicisitudes que acompañaron el rodaje (una parte en Canarias) de Moby Dick. Entre ellas, los problemas técnicos que surgieron con los distintos cachalotes mecánicos que utilizaron en las diferentes escenas. De hecho fue un fallo mecánico el que casi acaba, al final del film, con Gregory Peck atado a la ballena en el fondo del mar. Esta vez, por suerte, la realidad consiguió superar la ficción. Y terminando con la gran ballena blanca no puede faltar referencia al monólogo atronador de un inmenso Orson Welles.
La conexión Herr
Lolita (1962)
Michael Herr escribió el mejor reportaje sobre la guerra de Vietnam. Despachos de guerra debería ser lectura obligada de cualquier periodista que quisiera cubrir un conflicto bélico. Puede que incluso le disuadiera de hacerlo. También escribió un librito sobre su amigo Stanley Kubrick tras la muerte de este. Se trata de una remembranza deliciosa a partir de su amistad y un retrato construido fragmentariamente sobre la personalidad de Kubrick. Derriba muchos tópicos (la labor de derribo es fundamental para alcanzar cualquier verdad, por mínima que sea) y nos muestra a un tipo mucho más cálido y próximo que el monstruo hierático y egocéntrico que nos han vendido los medios. Excéntrico, tacaño, obsesivo, solitario y manipulador, un rato largo. Pero, al mismo tiempo, un tipo de una gran sensibilidad y cariño que escapaba del sentimentalismo vistiendo la coraza de una ironía demoledora. Herr no tiene reparos en mostrarse como el eslabón débil en las conversaciones con su amigo. La actitud del periodista recuerda mucho a la que adoptó James Boswell frente a su biografiado Samuel Johnson. Mediante la estrategia de adoptar el rol del sparring, del clown que recibe las bofetadas, extrae la verdadera personalidad del interlocutor. En todos sus matices. Por ejemplo, cuando Herr llega al estudio de Kubrick para trabajar en el guión de La chaqueta metálica, este le pregunta: «¿Quieres una copa primero?». Ante la pregunta, Herr mira reflexivamente el reloj, dudando unos segundos. «¿Por qué todos los consumados bebedores siempre miráis el reloj cuando os ofrecen una copa?», inquiere malévolo Kubrick.
Herr repasa la filmografía de Kubrick a través de la personalidad de su creador. Sin ir más lejos, escribe, a propósito de Lolita: «Los amigos de Stanley siempre le vieron como una persona extraordinariamente juvenil. Su voz no cambió en los 20 años que yo le traté. Tenía una desarmante manera de «impregnar» cualquier discurso serio de un vulgar humor adolescente, de hecho obsceno, típico de un estudiante de segundo curso de instituto. (Pensad en Lolita, con sus bromas acerca del pastel de cerezas, de llenar cavidades, del fideo fláccido, tan descaradamente obscenas, desvergonzadas, subversivas, y esa era la idea). Impuso el tono lírico-erótico de Nabokov y captó la esencia de la novela en la secuencia de los créditos, donde las uñas de los pies de Lolita son esmaltadas de manera tierna y meticulosa, y a continuación comenzaba la comedia». Efectivamente, al célebre principio de la novela de Nabokov-luz-de-mi-vida no le van a la zaga los sorprendentes créditos de la película de Kubrick.
Toda la esencia de la obsesión desquiciada de Humbert Humbert y el retrato de un fetichismo pueril no exento de un toque hortera se enmarcan en una sinécdoque visual digna de Buñuel. Nabokov, que se ocupó del guión del film, compartía con Kubrick la afición al ajedrez y este hecho no es baladí a la hora de entender el distanciamiento y control demiúrgico de los dos autores. El punto de vista omnisciente que adopta el director (pese a partir del relato en primera persona de Humbert) acentúa el carácter grotesco de los personajes. A ello ayudan las sobresalientes interpretaciones de James Mason (uno de los más grandes), Shelley Winters y un Peter Sellers que campa a sus anchas haciendo como siempre de Peter Sellers. Y qué decir de Sue Lyon: casi consigue que nos gusten las jovencitas.
Lolita ejemplifica el trasvase fiel del espíritu de la escritura a la gran pantalla. Pese a todos los cambios y modificaciones que sufrió el film en comparación al original literario, los dos creadores comparten una misma mirada y un humor descarnado y negrísimo. Kubrick, un autodidacta voraz, buscó a lo largo de su carrera obras literarias que le sirvieran de sustento artístico. A mi juicio, pocas veces fue tan Kubrick como viéndoselas con Nabokov.
Apocalypse Now (1979)
Apocalypse Now no podría haber sido un El corazón en las tinieblas de Joseph Conrad tan estremecedor si no hubiera sido por Michael Herr. Coppola, en un inicio, la concibió como una Disneylandia visual, una película de aventuras en guerra que desprendería adrenalina a destajo. Entre las razones por las cuales Coppola se interesó por la adaptación de El corazón de las tinieblas no es desdeñable el hecho de que fuera uno de los muchos proyectos soñados por su referente Orson Welles. Tanto John Milius como George Lucas trabajaron en el guión, sin embargo la colaboración de Michael Herr fue imprescindible para que aquella obra alucinógena adoptara trazas verosímiles. El periodista, por ejemplo, aportó anécdotas militares que ayudaron a construir al desquiciado y extraordinario Coronel Kilgore, su adoración por el surf y el olor a napalm de amanecida. De Conrad queda una trama viajera que no es otra cosa que la zambullida en el pasmo horrorizado del capitán Kurtz.
El África colonial del original literario se convierte en una selva asfixiante y en una guerra maldita. Coppola va mucho más allá de las líneas de Conrad y, como siempre sucede con su cine, todo acaba confluyendo en su personalidad y sus circunstancias. En su presentación en Cannes, el realizador afirmó que Apocalypse Now no era una película sobre Vietnam, sino que se trataba del mismísimo Vietnam. En el documental En el corazón de las tinieblas, Eleanor Coppola dejó constancia del infierno en el que acabó convirtiéndose el rodaje: un tifón destrozó los decorados y parte del material de rodaje, Martin Sheen sufrió un infarto, el ejército norteamericano se negó a prestar maquinaria, el director había enloquecido completamente y el despilfarro era astronómico. Su director, al igual que Kurtz, parecía haber enloquecido. Así que, si aquella película huele a napalm, en gran medida es gracias a Michael Herr.
Elegancia Visconti
El Gatopardo (1963)
Luchino Visconti fue lo que se llama un cineasta artístico, o sea un creador cuya sólida formación cultural transpira en su cine. De rancio abolengo, el realizador abrazó la ideología marxista en una de esas contradicciones tan corrientes entre cierta izquierda aposentada. Tampoco fue baladí, en su conversión a los principios de Marx, la subida al poder de las hordas fascistas en Italia. Aquello era, se mire como se mire, de un horterismo inaguantable. En el cine, Visconti contribuyó con Obsesión (1942) a establecer las bases del neorrealismo italiano partiendo de la novela El cartero siempre llama dos veces de James M. Cain. Con el tiempo, los primeros impulsos neorrealistas desembocaron en melodramas operísticos que nunca perdieron el calado crítico y social. El Gatopardo es una de las grandes muestras de esta suntuosidad melómana al servicio del compromiso ético. A Visconti —junto a Ophüls, Von Stroheim y unos pocos más— le permitimos una ampulosidad estilística que evita el exceso vergonzoso gracias a una gran sensibilidad y talento. El caso contrario a estos maestros sería el anteriormente mentado Luhrmann.
Con El Gatopardo sucede una cosa curiosísima: es indistinto leer la novela de Lampedusa (que fue rechazada por diversas editoriales y no fue publicada en vida del autor) o ver la película. Son dos miradas sobre el mundo iguales. Dos aristócratas contradictorios que destripan la realidad con la misma elegancia escéptica. Dos marginales (que no marginados) que se mueven entre la nostalgia de un pasado esplendoroso (para unos pocos) y la aceptación de un progreso higiénico (para muchos). Queda, en cualquier caso, el orgullo decadente en torres abolidas por el paso de la historia. Burt Lancaster supo imprimir al personaje del príncipe Fabricio de Salina una dignidad cansada pero firme, otoñal pero grácil. De los andares circenses de juventud, Lancaster guardó una agilidad que estalla en el baile con Claudia Cardinale, cuando el príncipe da una lección a todos los mequetrefes presentes de majestuosidad y seducción. Por un momento nada ha cambiado y todo sigue igual. La armonía de un vals de Verdi. Solo cuando la música deje de sonar, el pasado volverá a ser puro recuerdo y el mundo nunca más será el mismo para el príncipe.
Las noches blancas (1957)
No sé si la han clasificado como obra maestra menor, pero, sin ser una de las más grandes películas de Visconti, le tengo un cariño enorme. Tanto a la película como a la novela corta de Dostoiesvki. El escritor la subtituló como novela sentimental/recuerdos de un soñador. Y, efectivamente, el mundo del protagonista no es de este mundo. Al igual que el príncipe Fabricio de Salina o el Dirk Bogarde de Muerte en Venecia, Mario (Marcello Mastroianni) está condenado al fracaso de sus ilusiones. A lo largo de cuatro noches, una mujer lo rescata de la soledad noctívaga en una ciudad extraña. Pero toda su euforia acabará viniéndose abajo por los imperativos de un amor no correspondido. Pese a todo, y en la línea de los grandes desequilibrados que se arrastran por las novelas del escritor ruso, Mario se siente agradecido de estos instantes de alegría que una mujer le ha dado. Tal vez el momento que mejor exprese la condición de desplazado de este soñador de tortillas sea el baile en el bar. Mastroianni está inmenso en su vertiente más bufonesca.
Pero, ya digo, el encanto de Las noches blancas es su leve aire de derrota que, no obstante, sabe convertirse en un canto al instante feliz. Visconti se acoge al tono intimista del relato y a un estilo discreto alejado de sus melodramas más corales y amplios. Las cuatro noches se construyen a través de las historias de los dos protagonistas, que se van acercando la una a la otra pero con propósitos distintos. Supongo que actualmente el personaje de Mario bien podría etiquetarse de pagafantas. Ella busca a su amigo del alma y él descubre por primera vez el amor. Más allá de la decepción y el corazón partío, las últimas líneas de la pequeña novela de Dostoievski son el agradecimiento del abandonado que, por un momento, soñó que podía ser feliz:
¡Que brille tu cielo, que sea clara y serena tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y felicidad que diste a otro corazón solitario y agradecido!
¡Dios mío! ¡Solo un momento de bienaventuranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?
Tipos duros
Las uvas de la ira (1940)
Cuando John Ford se hizo cargo de la adaptación de la célebre novela de John Steinbeck, la Gran Depresión tocaba a su fin, Estados Unidos estaba a un paso de entrar en la Segunda Guerra Mundial y la maquinaria de hacer películas en serie iba a toda vela. Ford estaba en plena forma y en sus años de admiración por los grandes demócratas. Apoyaba la política que había emprendido el presidente Roosevelt con el New Deal y a su manera de católico caritativo había contribuido a paliar algunos dramas familiares. En cualquier caso, al director le interesaba básicamente la odisea de la familia Joad más que el alegato social que subyace en la obra literaria. El propio Ford reconocía que «solo me interesaba la familia Joad como personajes. Simpatizaba con gente como los Joad y aporté mucho dinero para ellos, pero no estaba interesado en Uvas… como estudio social». Así pues, de aquella novela que Steinbeck pergeñó a partir de notas para sus reportajes de la revista Life sobre los campos de desterrados en California, queda, sobre todo, un film que ahonda en los ejes centrales de la cosmovisión del cineasta: el núcleo familiar y su solidez solidaria, el sacrificio y la lucha por la vida. Además, la tragedia de aquellos campesinos y obreros sin tierra ni trabajo le recordaba las grandes hambrunas irlandesas, de ahí que la esperanza en la fuerza del colectivo —del pueblo— sea el mensaje final del film en boca de la madre Joad (Jane Darwell).
Por su parte, Henry Fonda realizó una de sus interpretaciones más memorables. El cine es ver caminar a Henry Fonda, decía John Ford. Y esta vez Fonda fue más Fonda que nunca. Le interesaba el proyecto y entendía al personaje. Como apunta el historiador de cine Scott Eyman: «el sobrio equilibrio de Fonda es la razón por la que la película nunca cae en un marasmo de sentimentalismos, la razón por la que aún nos conmueve con una sorprendente inmediatez». El actor supo dotar al personaje de una mezcla de dignidad y frialdad, orgullo y resentimiento de exconvicto. Los claroscuros del personaje son los que mejor retratan el drama de Las uvas de la ira e impiden su caída al abismo del panfleto. El film es puro humanismo fordiano. Un canto airado a la supervivencia. No es difícil imaginar a Springsteen frente a la pantalla y componiendo The Ghost Of Tom Joad.
La carretera (2009)
La Carretera me recuerda a Las uvas de la Ira en su trasfondo más humanista. Se trata de un periplo familiar únicamente guiado por el instinto de supervivencia y la esperanza de la costa, del mar. La dureza implacable de la novela de Cormac McCarthy, su seco lirismo, la contención dramática y emocional, se mantienen en la película de John Hillcoat de una manera admirable. No era fácil. De ahí que, pese a no tratarse de una obra maestra, La carretera es un film valiente, desgarrado y conmovedor. Una historia que habla de un padre cuya única misión es mantener a su hijo fuera de peligro. Y, si llega la hora de que eso ya no sea posible, pegarle un tiro y después matarse él. Estamos en un mundo postapocalíptico en el que la falta de alimentos ha provocado que muchos de los pocos supervivientes se hayan organizado en hordas de caníbales en busca de presa fácil. Un impresionante Viggo Mortensen viaja, junto a su hijo, por el país con la esperanza de alcanzar la costa y encontrar allí algún resquicio de la civilización aparentemente extinguida. Su única misión es poderle dar a su hijo la posibilidad de una vida digna, de recompensarle su infancia rota. «Si él no es la palabra de Dios, es que Dios nunca ha hablado», justifica Mortensen el sacrificio de una odisea incierta en medio de un paisaje espectral y terrorífico. Como en Ford, McCarthy/Hillcoat hablan de la lucha por la supervivencia, de la valentía de mantenerse en pie frente a toda adversidad, de no creerse perdedor ni en la derrota. Algunas familias optan por el suicidio colectivo. De hecho, es lo que hace la mujer de Mortensen cuando se ve incapaz de criar a su hijo en un mundo que ya no es mundo sino pura pesadilla. La gran lección de este film: resistir es vencer. Y todo lo contrario.
Humor desesperado
Nuestro hombre en La Habana (1959)
Graham Greene siempre me ha resultado un tipo simpático y fascinante. Un contador de historias inmenso cuya popularidad ha sufrido altibajos y cuya consideración literaria por parte de los críticos en algunas ocasiones ha estado por debajo de su calidad narrativa. Greene no es un estilista. Es un escritor directo, sin ambages ni autocontemplaciones. Manuel Vicent le dedicó hace unos años en El País un artículo estupendo titulado Nada como el pecado. Así es, Greene era un pecador pertinaz y lleno de culpa católica. Un converso inglés. Un estrafalario magnífico. Carne flagelada de diván. Con el cine se llevó muy bien. Empezó como crítico y acabó participando en los guiones de muchas de las adaptaciones literarias de sus novelas. Con anterioridad a Nuestro hombre en la Habana, colaboró con el director Carol Reed en la escritura de El tercer hombre, una película que acabaría en novela, pues Greene la concibió inicialmente como guión novelado. Al escritor le tiraba la vida de acción, el riesgo y los prostíbulos tórridos, así que optó por ingresar en los servicios secretos británicos. A su atracción por el peligro probablemente contribuyó sus flirteos con el suicidio a modo de ruleta rusa, práctica de riesgo en la que habría incurrido al menos cuatro veces. Según cuenta Vicent, «durante el rodaje de Nuestro hombre en La Habana se lo contó a Fidel Castro. Y este le dijo: «Si el tambor era de seis balas y se disparó en la sien en cuatro ocasiones, usted está matemáticamente muerto». Graham Greene contestó: «Yo no creo en las matemáticas». Después de todo, el azar de su vida fue un largo suicidio, unas veces feliz y otras atormentado, que duró 86 años».
El film de Reed recrea desde la eficaz artesanía una historia basada en la chapuza y la picaresca. Un esperpento sobre el espionaje que, no obstante, se antoja mucho más realista que todos los James Bond habidos y por haber. La capacidad de Alec Guiness por lucirse (cuando era capaz de controlar su tendencia al histrionismo más acaparador) con turbios pícaros, con pobres pero simpáticos diablos, subraya el absurdo hilarante de una trama confeccionada por un vendedor de aspiradoras que se inventa una red de espionaje para vivir del cuento en La Habana prerevolucionaria. El encanto de la comedia reside en su confección de sátira revienta mitos y épicas patrioteras. A los castristas, en ese momento, les pareció muy bien un film que se descojona del funcionamiento de la inteligencia militar occidental. Ellos, en todo caso, estaban a un paso de instaurar un orden que ha superado hitos de la carcajada desesperada.
Coup de torchon (1981)
Desde sus años mozos, Bertrand Tavernier ha estado interesado por la cultura popular estadounidense. Y especialmente de su cine. Muestra de ello es el monumental 50 años de cine norteamericano, escrito al alimón con Jean-Pierre Coursodon. Como alumno aplicado de los maestros de la Nouvelle Vague (especialmente de Louis Malle, Claude Chabrol, François Truffaut y Jean-Luc Godard), Tavernier mamó del clasicismo y de los grandes géneros americanos. Apasionado de la novela negra y el jazz, su debut en la dirección fue con El relojero de Sant-Paul, según texto de George Simenon. Desde entonces su cine se ha movido por distintas inquietudes e intereses pero nunca ha dejado de recalar en turbios embarcaderos criminales. Coup de torchon no es su mejor película, qué duda cabe. Es un film extraño, pegajoso y con un cierto sopor canicular. Pero tiene personalidad, riesgo creativo y, sobre todo, responde a la mirada de un gran lector. Será que me pierden los directores que saben leer los libros que me entusiasman o que se entusiasman con los libros que valen la pena, aunque luego la película no alcance las expectativas que uno se había creado. Sea como fuere, quería acabar esta lista con una adaptación de Jim Thompson. Entre los clásicos del género negro, a Thompson le ha tocado ocupar el lugar de un Dostoievski rural. Sus novelas están plagadas de desquiciados y dementes, apocados psicópatas y pusilánimes que explotan en actos criminales. Si Stephen Frears realizó una película solvente a partir de Los timadores, y Sam Pechinpah naufragó con La huida, Tavernier dio un paso más allá y se atrevió con 1280 almas, a mi juicio la mejor novela de Thompson junto a El asesino dentro de mí (esta última adaptada, por cierto, por Michael Winterbottom).
En este caso, Philippe Noiret interpreta a un policía corrupto en un medio de inmundicia tanto física como moral. El pequeño pueblo sureño en el que trascurre la acción de la novela se trasmuta en un villoro africano de la Francia colonial. En ese contexto, una mente desquiciada como la del personaje de Noiret encuentra el hábitat perfecto para cometer toda clase de fechorías y crímenes que endosa sin pensárselo a adversarios y enemigos. Detrás de la apariencia del policía capón y alelado, se esconde un verdadero cabrón gélido y manipulador.
Thompson tuvo la capacidad de salpimentar de ironía este relato en primera persona de un psicópata al que nadie teme. Todos los contratiempos a su paso, todas las humillaciones que sufre son fríamente registradas y reparadas a su debido tiempo. Noiret, en su meliflua campechanería, da el pego en pantalla como asesino camuflado, como pelele capaz de las más viles maquinaciones siempre en provecho propio. El dato revelador es que el padre de Thompson fue un sheriff corrupto. Se entiende, entonces, el recurso del humor para narrar la historia. Eficaz antídoto, el humor. Anegado en bourbon.
Gran homenaje al talento de buenos autores y a sus adaptaciones cinematográficas.
Quizá «Las Uvas De La Ira» y «La Carretera» sean mis predilectas entre el puñado de obras maestras seleccionadas.
Me temo que no estoy de acuerdo con la visión que se da de la adaptación de la novela «Lolita» en ninguna versión cinematográfica, por desgracia. Y esta versión que proponéis tampoco se libra.
Su protagonista que da nombre al título no es en realidad más que el objeto de deseo de un pedófilo que se casa con la madre de la niña para poder estar cerca de ella, un hombre que ya antes de conocer a la protagonista tenía especial fijación sexual con las niñas. El propio Nabokov en una entrevista definió su novela «Lolita» no como la historia de una niña perversa sino como la de una pobre niña a la que un pederasta corrompía, tachando a quienes habían representado a Lolita como una púber seductora de «idiotas que jamás leyeron su libro».
Y de aquellos polvos estos lodos: de ahí viene que la inmensa mayoría de la gente crea fehacientemente que existen niñas seductoras y precoces sexualmente y que el argumento de «ella me sedujo y no pude resistir» aún sirva de atenuante en la sociedad y se «perdonen» ciertos comportamientos. El ejemplo está en una de las últimas frases que cierra el comentario: «Casi consigue que nos gusten las jovencitas»
Me siento en la necesidad de romper este mito aún a pesar de que soy consciente de que me voy a llevar un montón de criticas por parte de muchos de los que lean este comentario.
¡Bravo!
No puedo más que decir que tu comentario es de una obviedad que asusta. Pues claro que es una novela sobre el abuso y la enfermedad de un adulto descontrolado
Por eso digo que no es una buena adaptación. Ni esta, ni ninguna. Porque en todas, se da una interpretación que «disculpa» al agresor. Cuando el libro, que es también desde el punto de vista del pedófilo, no deja a esa niña como una arpía seductora que utiliza sus encantos para conquistarle. Él es quien se imagina esos guiños.
Um, no sé. Entiendo tu punto de vista, y estoy haciendo un esfuerzo por recordar la peli, que tengo menos presente que el libro, pero no creo que exista ánimo de disculpa por Humbert en el film. Sí, posiblemente se carguen más las tintas con las supuestas dotes seductoras de la cría, pero creo que sigue siendo un relato sobre eso que tú dices, sobre un adulto enfermo que se imagina esos guiños. Puede ser que la traslación a la imagen requiera cierta dosis extra de evidencia, cosa que puede favorecer interpretaciones simplistas. Pero en todo caso eso dependerá de cada espectador, y nunca he conocido a ningún tío que ponga Lolita como referencia de cine excitante. A la vez, creo que deberíamos dejar de rasgarnos las vestiduras ante bromas, algo chuscas pero bromas al fin y al cabo, como el comentario del autor sobre las jovencitas. Relajémonos un poco, mujer. Reclamemos actos justos y dejemos que las palabras sean eso, simplemente palabras. Cordialmente lo digo.
Cierto, tampoco quiero hacer una montaña de un grano de arena. Sólo quería aportar un poco de crítica al tema que , reconozco, me toca de cerca y me quita objetividad.
Supongo que se puede aplicar también en otros asuntos como la violencia domestica o el racismo, donde cada vez se utilizan menos los chistes alusivos a esos temas porque la gente empieza a concienciarse y no verle la gracia con tanta facilidad.
En cualquier caso gracias por tu amable respuesta.
Lolita es una obra de arte total.
Devastadora, brutal.
¿Acaso se puede trasladar esto a imágenes?
«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.»
El inmenso talento necesario para comenzar una novela con estas palabras lo tienes o no lo tienes. No se puede aprender.
¡Que va, si hadie le hace ni puto caso!
No creo que Nabokov estuviera muy en desacuerdo con la visión de Lolita de Kubrick cuando fue él mismo quien adaptó su novela al guión.
Una cosa es que el mensaje no te guste o no lo interpretes como cuando leiste la novela, pero eso es independiente de lo gran película que es Lolita, si hablamos de cine.
Comparto lo que dices, pero es indiscutible que las adaptaciones de Lolita en el cine se han realizado desde el punto de vista del pederasta, con lo cual para dicho protagonista no existe tal pederastia.
Hombre… La película no se parece a la novela, sobre todo porque Sue Lyon, aunque actúa bien, ni era ni parecía una niña. Por lo tanto Kubrick no hace una película sobre la pedofilia, sino sobre la obsesión. Es una gran traición al libro, pero por otra parte esto impide que fomente el mito de la «niña perversa», en el que poca gente (que yo conozca) cree a estas alturas.
No, un montón no, la verdad es que la suya es la opinión equivocada más extendida acerca de Lolita, de Nabokov. El propio Nabokov lo definía como una obsesión, sí, y como una historia de amor, en ningún caso de sexo (que lo dice él, no yo). Desde luego no es una niña perversa que seduce al «pobrecito» Humbert, pero tampoco trata sobre una niña ajena, o desinteresada, a lo que despierta en él. El problema es que intentan ustedes que Lolita sea un libro aceptable moralmente, que narre lo que en el mundo real sería evidentemente asqueroso (la innegable pedofilia de Humbert Humbert); pero no, Lolita no es eso, sobre todo porque el propio Nabokov se abstiene enormemente de dejar traslucir ningún juicio moral, y esa es una de las principales virtudes de la novela, no funcionar a modo de ficción moralmente correcta, pero tampoco incorrecta.
Por supuesto, de ahí no viene el que «la inmensa mayoría de la gente crea fehacientemente que existen niñas seductoras y precoces sexualmente», idea es tan antigua como el mundo.
Echo de menos algunos títulos clásicos, pero por no abrumar citaré sólo uno, que además es español: Los santos inocentes. Leí la novela después de ver la película y en mi mente siempre estaba los rostros de Alfredo Landa y Paco Rabal.
Excelente Jordi, gracias por tu trabajo y tus análisis que son maravillosos.
Guinness
Cine y literatura. Que difícil selección , que difícil lista…. Yo añadiría La Isoportable Levedad del Ser de Kundera. La película se complementa perfectamente con el libro y hasta ofrece un final alternativo
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Totalmente de acuerdo: «Los Santos Inocentes»
hoyga, y «El Padrino» qué???
y crepusculo y las de harry potter k??
Por aquí arriba han citado, para mí muy acertadamente, «Los Santos Inocentes». Maravillosa, la novela y la película.
En el prólogo nos habla de Kurosawa, y me ha extrañado que no cite Ran, inspirada en El Rey Lear, al igual que Apocalipse Now se inspira en El Corazón de las Tinieblas.
Otra que a mí siempre me ha gustado mucho y no desmerece de la novela de origen es «El Nombre de la Rosa».
Hay otra película basada en un relato de Vinicius de Moraes (Orfeu da Conceição), que para mí es una gloria al cine, que es «Orfeo Negro», de Marcel Camus, que además tiene una banda sonora inolvidable.
Cine y literatura ¿donde venden las entradas?
La verdad es que hay un montón de buenas películas «literarias», y no me extraña que el autor se haya visto forzado a recortar (malditos recortes).
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Mencionar a David Lean con los clásicos: Grandes Esperanzas y Oliver Twist
El Gran Gatsby con Robert Redford, a mi me parece que está perfectamente adaptado..
Pues precisamente lo poco que me «rechina» de la adaptación de Moby Dick es el mismísimo Mr. Peck; simplemente no me creo su personaje, me parece una parodia, con esos gestos grandilocuentes que rayan la sobreactuación y una caracterización pésima.
estimado lector, este no es el G. Peck! Es el John Houston que solo tiene dos modos, Aceptacion y aplauso o no soportarlo!…
Buenos días Ioannis, siento disentir de su tesis, pero en mi caso, como comentaba antes, al que no soporto en el papel de Ahab es al Sr. Peck, el resto de la película me parece muy notable. Es más, Houston no quería al Sr. Peck en su película, quería a su Sr. padre, pero tuvo la mala fortuna de fallecer antes del rodaje y la productora «instó» al director a que fuera el Sr. Peck el «elegido». Levanta la ceja, tuerce el gesto, le pegan un cacho colgajo en la cara que se supone una barba y ya tienen la parodía del capitán Ahab.
Gregory Peck está estupendo como el capitán Ahab.
sin duda hay grandes novelas y poetas directores del cine que han conseguido transmitir por medio de la imagen y el sonido la emocion y el escalofrio que produce el original. Asi pues para ser justos seria mejor hacer dos tipos de seleccion, uno las peliculas brillantes que vienen de un gran y reconocido texto, y dos, de peliculas que estan igualmente cargadas de emocion y de origen mas laico. Vienen de la poetica coincidencia de un texto mas humilde y de unos momentaneamenta iluminados tipos como productor, director, guionista, actores,…, y el chico de los cafes, y salen cosas asi como Casablanca,…, los puentes de Madison, Stagecoach, los puentes de Toco_Ri, Brigadun etc…,
En mi opinión estas películas son mejores que las novelas en las que están basadas.
Blade Runner (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?)
Apocalypse Now (El corazón de las tinieblas)
2001 Una odisea espacial
Fahrenheit 451
Dersu Uzala
Alguien voló sobre el nido del cuco
El cartero siempre llama dos veces
Coincido
Muy buen artículo. Solo estoy en desacuerdo con una cosa, a mi me flipa La Huida de Peckhinpah, es una de mis películas favoritas por lo que desprende, la atmósfera, los actores o su románticismo. Lo cierto es que no sabia que se basaba en un libro y el artículo se puede referir a que no está bien adaptada, pero como película es increible
«La Huida» no es la mejor novela de Thompson, aunque si es una donde carga las tintas más en la «acción», y sino recuerdo mal el final difiere de la película. Pero por lo demás es una gran película y una buena adaptación (ahí estan esos ambientes sordidos, esos personajes desquiciados y ese romanticismo tan crudo), mucho mejor que la soporifera citada de Tavernier. El cual tiene otra adaptación de una novela negra americana muy reivindicable «In the Electric Mist» (En el centro de la Tormenta).
El atlas de las nubes
Muy bueno. Cuando vi el nombre del post tenía claro que iba a aparecer Kubrick con su Lolita.
El documental de Eleanor Coppola se basa en su diario Notes on the Making of Apocalypse Now. Un tanto farragoso de leer pero muy interesante para saber más del rodaje y también conocer el carácter del director. Gran artículo.
Por cierto, otro peliculón enorme basado en otra novela genial es La naranja mecánica. Pero me imagino que no pueden estar todas. Para un segundo artículo.
Yo propongo El nombre de la rosa. Gran libro, buena película. Claro, debemos tener en cuenta que la naturaleza de ambos lenguajes es distinta.
Muy de acuerdo. Grandísima película y grandísima adaptación
Muy interesante, qué buena selección. En mi lista también están «La Naranja Mecánica»(hice el proyecto de fin de carrera sobre la adaptac ión con P.Gimferrer como gran referencia)),»Hiroshima,Mon Amour», «A Sangre Fría» y «Al Este del Edén».
Alec Guinness era un gran actor que estaba siempre estupendo. Y no era nada histriónico.
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