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Algunas semanas atrás la revista Letras Libres pidió a sus colaboradores habituales que respondiésemos a la pregunta de cuáles considerábamos los libros más importantes publicados en la vida; como sucede en ocasiones, esa pregunta propiciaba otras: ¿Tenían que ser libros publicados en el transcurso de la vida de la revista (es decir, en los últimos diez años) o en la de sus colaboradores? ¿En español? ¿En todos los idiomas? Las respuestas a esas preguntas (no, sí, sí, sí) trazaron el panorama de una obligación terrible: escoger diez títulos publicados en los últimos 37 años en todas las lenguas en todo el mundo y hacerlo (en lo posible) sin tomar decisiones arbitrarias y poco representativas.
Al recibir el encargo pensé que era un presuntuoso si creía que (con todas sus omisiones y arbitrariedades) mi lista podía tener algún interés para el lector (y si, no lo tenía, ¿para qué escribirla?) y no pude escribir nada al respecto, pero esa imposibilidad me hizo pensar también en las peculiaridades del recuerdo de nuestras lecturas y cómo este constituye una especie de biografía intelectual; como toda biografía, esta incluye ciertos logros (en la forma de los libros que han sido importantes para nosotros y que, supongo, eran el asunto de la lista que se nos pedía a los colaboradores de la revista hispano mexicana; los resultados de la encuesta pueden conocerse en el número de agosto de la publicación), pero también notables fracasos (los libros que no leímos, que son la línea de sombra de los que sí leímos, y los que no nos gustaron, los que no nos interpelaron o consideramos fallidos, sobre los que el reseñismo hispanohablante tiende a callar, ofreciendo una imagen inevitablemente incompleta de lo que se escribe y se lee), y algo que no es ni un logro ni un fracaso: aquellos libros que alguna vez nos parecieron imprescindibles y ahora nos parecen fallidos o no nos interesan. Estos últimos son como espejos que hubiesen perdido el azogue: ya no reflejan nuestro rostro, y lo hacen por razones muy distintas; son, para decirlo de algún modo, fotografías de un pasado que no proyecta sus consecuencias en el presente, un corte de cabello que ya no tenemos, una prenda que vestimos y que ahora nos avergüenza y por esa razón dice tanto sobre nosotros y nuestros gustos en el pasado como las prendas que preferimos en el presente y usamos más a menudo, son el reverso de lo que somos.
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A pesar de obras como la muy correcta Der Kanon, en la que el prestigioso crítico alemán de origen polaco Marcel Reich-Ranicki reunió las que consideró las más importantes de la literatura alemana, El canon occidental de Harold Bloom o la fallida y penosamente incompleta La gran novela latinoamericana de Carlos Fuentes, ningún sujeto individual puede crear el canon (que es una tarea que concierne más bien al muy complejo entramado de instituciones educativas, prescriptores literarios, intereses políticos y negocio editorial) y la biografía del lector está llena de contradicciones que hacen que el pasado literario (también) esté en permanente transformación. A continuación, una sucesión personal de cambios de idea a modo de contribución a una visión más dinámica (y menos dogmática) de la biografía del lector: cinco libros que alguna vez me parecieron imprescindibles y ahora desdeñables o fallidos. El lector está invitado a completar la lista con sus propias retractaciones.
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En 1848 el norteamericano Benjamin Franklin Bourne partió del puerto de New Bedford rumbo a California a bordo de una goleta; como el canal de Panamá todavía no había sido construido, tuvo que circunvalar la costa atlántica del continente para alcanzar el Pacífico por el estrecho de Magallanes, pero allí fue capturado por los nativos: ese fue el comienzo de un calvario de más de 100 días al que Bourne sobrevivió gracias a la literatura en la forma de los relatos que urdía acerca de sí mismo y de su país de origen para entretenimiento de sus captores y para «impedir que sus mentes maquinaran maldades contra mí»: «sin temer ninguna demanda de plagio, tomaba generosamente de las aventuras de Simbad el marino, de las maravillas de Las Mil y Una Noches, así como de las andanzas de Gil Blas, materiales que servían […] para excitar su curiosidad, y casi para despertar respeto y una supersticiosa reverencia» afirmó. Liberado finalmente por unos británicos, Bourne aprovechó la repercusión que había obtenido su secuestro en los Estados Unidos para narrar su experiencia en Cautivo en la Patagonia, que fue publicado en 1853.
Allí y entonces (es decir, en Argentina a mediados de la década de 1990) leí este libro y decenas de otros relatos de viajeros más o menos infortunados que habían visitado el Río de la Plata en el siglo XIX, así como casi todo lo concerniente a Jemmy Button, el yagán que Robert Fitz-Roy secuestró y llevó a Inglaterra en el HMS Beagle en un caso simétricamente invertido al de Bourne (y de peor final); escribí una novela que se beneficiaba de los hallazgos que hice en esas lecturas y luego me olvidé de todo. Ahora soy incapaz de recordar una sola línea de esos libros y no alcanzo a comprender qué me atrajo de ellos en primer lugar (pero lo mismo puede decirse de decenas de autores argentinos que ya no me interesan, como Julio Cortázar en su faceta de novelista, Ernesto Sábato, parcialmente Leopoldo Marechal, decenas de coetáneos).
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A homenajear al autor de Effi Briest están destinados el Fontane Preis, uno de los premios literarios más importantes de la literatura alemana, y el nombre científico de un pez descubierto en 2003 en el lago Stechlin, en los bosques del norte de Brandeburgo, y bautizado con el nombre científico de Coregonus fontanae. Una parte considerable de su obra permanece inédita en español y es abundante a pesar de haber sido producida en solo 15 años: Ellernklipp (1881), L’Adultera (1882), Schach von Wuthenow. Erzählung aus der Zeit des Regiments Gensdarmes (La elección del capitán von Schach: un relato de la época del regimiento Gensdarmes, 1883), Graf Petöfy (1884), Unterm Birnbaum (Bajo el peral, escrita entre 1883 y 1885), Cécile (1887), Irrungen, Wirrungen (Errores y extravíos, 1888), Stine, Quitt (ambos de 1890), Unwiederbringlich (Irreversible, 1891), Frau Jenny Treibel oder «Wo sich Herz zum Herzen findt» (La señora Jenny Treibel o «donde se encuentran los corazones», 1892), Die Poggenpuhls (Los Poggenpuhls, 1896), Der Stechlin (El Stechlin, 1898) y Mathilde Möhring (1891, publicada a título póstumo en 1906).
Fontane fue celebrado por sus lectores como el campeón de una nueva estética (el realismo, del que se convertiría en el representante más destacado en la literatura alemana) y de una clase, la ascendente burguesía urbana; de hecho, todas sus obras pueden ser agrupadas en torno a la recreación literaria de los cambios económicos y sociales introducidos por ese ascenso: el matrimonio como posibilidad de mejora social (L’Adultera) y como error (Cécile, Graf Petöfi, Effi Briest), el crimen vinculado con la clase (Unter dem Birnbaum, Grete Minde, Quitt), la nostalgia de la vida rural (Frau Jenny Treibel), los amoríos dificultados por las diferencias de clase (Irrungen, Wirrungen, Stine), la exploración de la subjetividad de personajes que son también nuevos tipos sociales (Die Poggenpuhls, Der Stechlin), la ruina de la aristocracia rural (Schach von Wuthenow, Vor dem Sturm), etcétera.
Leí varios de sus libros durante mi estancia en Alemania con un entusiasmo inexplicable ante lo que ahora me parece una suma de lugares comunes, patriotismo prusiano y autocomplacencia; releídos ahora, sus libros me parecen la clase de cosas de las que debe escapar todo lector que no busque deleitarse exclusivamente con la prosa, de la que Fontane (por cierto) es un maestro.
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«Milo Manara ha creado a lo largo de casi tres décadas de trabajo una obra que se atreve a temas atípicos y atrayentes, extrañamente librados de anclajes psicológicos y sociológicos: el espíritu revolucionario, lo fantástico, los oscuros objetos del deseo, la aventura como ética». Escribí lo anterior en 1993 o 1994, aquejado de un notable defecto de percepción y de una pésima elección léxica (jamás he vuelto a escribir la palabra «anclaje»: estoy seguro de ello). Unos 20 años después, la obra de Manara me parece repetitiva y monotemática en sus mejores momentos; en los peores, es sencillamente fatua. Prescindible en todos ellos.
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A diferencia de Theodor Fontane, Hermann Hesse no requiere presentación al lector hispanohablante. Alguna vez, cuando era adolescente, leí todo lo que cayó en mis manos del autor: El lobo estepario, Demian, Siddharta, Pequeño mundo, Peter Camenzind y otros libros (posiblemente también El juego de los abalorios y Bajo la rueda). Quizás parezca una exageración, pero lo cierto es que todo lo que recuerdo de esas obras es que sus personajes preferían el soliloquio al diálogo (en especial el de tema metafísico), que estaban cargadas de una espiritualidad que ahora me parece una imitación intelectualmente pobre de las enseñanzas del budismo y que la sexualidad de sus personajes era borrosa por no decir deliberadamente ambigua (lo que supongo que es lo más interesante de todo); puesto que los adolescentes prefieren el soliloquio y se encuentran ante la tarea de definir su sexualidad y sus valores espirituales, Hermann Hesse parece una lectura inevitable para ellos y el tipo de cosas que deberían leer si todavía leyeran. Al igual que el yogur, los libros de Hesse deben ser consumidos antes de una fecha de caducidad que, en su caso, es la del final de la adolescencia, excepto sus «escritos políticos» que (con todas sus contradicciones y desaciertos) sigue siendo un testimonio apasionante de alguien que supo estar a la altura de sus tiempos, que fueron terribles.
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Durante algún tiempo (y por alguna oscura razón) fui un entusiasta de Moloch o este mundo pagano, segunda novela del escritor estadounidense Henry Miller escrita en 1927 pero solo publicada tras el hallazgo de su manuscrito a comienzos de la década de 1990. La novela tiene una historia curiosa: Miller había conocido a un viejo rico al que su mujer y él llamaban «Pop» y lo convenció de que debía apoyar económicamente los esfuerzos de su mujer June por convertirse en escritora; Pop accedió a pagarle pequeñas sumas semanales a cambio de que June (que no tenía ninguna intención de convertirse en escritora) le mostrara páginas nuevas cada semana y Miller tuvo que ponerse a escribir una novela como si su autora fuera ella. Fue Moloch, una obra en la que el autor integró una colección previa de retratos de mensajeros de Western Union (la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de sus obras posteriores) titulada Clipped Wings que definió alguna vez como un «tedioso ejercicio de cinismo y misantropía».
No importa cuánto se haya esforzado Miller por alejarse de ese original (si es que se esforzó), Moloch es tan tediosa como debió haber sido la historia de los mensajeros que fagocitó; Miller admitió más tarde que era incapaz de escribir por encargo y es evidente para cualquiera (excepto para «Pop», que estaba enamorado de June) que no consiguió de ningún modo una voz femenina medianamente verosímil: los únicos pasajes logrados en este libro son los que son vehículo del cinismo y la misantropía de su autor (además de un singular y muy pronunciado antisemitismo) para los que este parece haber estado dotado desde sus inicios. Releída ahora, su novela parece singular por el hecho de que permite pensar que lo que convirtió al autor de Trópico de Cáncer en un escritor de relevancia para la literatura norteamericana fue su decisión de prescindir de la literatura en su obra, que la liberó del peso de la tradición y la dotó del desenfado que puede encontrarse en seguidores suyos como John Fante y Charles Bukowski.
(También por lo que dice acerca de nuestra biografía de lectores, conformada por entusiasmos provisorios, intensos pero escasamente defendibles tiempo después de haberse producido, avances y retrocesos, listados escritos con una tinta que se borra algún tiempo después y no está escrita en piedra, que cambia con el tiempo como nuestro rostro en el espejo, que es uno y nunca es el mismo).
Con las obras de Ernesto Sabato me sucede lo mismo; me apasionaron hace muchos años, cuando era un chaval, pero ahora no me despiertan el menor interés. No creo que vuelva a abrirlas nunca, ni siquiera para hojearlas.
Es ojearlas. Viene de ojo, y no de hoja.
Del DRAE:
hojear.
1. tr. Mover o pasar ligeramente las hojas de un libro o de un cuaderno.
2. tr. Pasar las hojas de un libro, leyendo deprisa algunos pasajes.
Existen ambas palabras: ojear y hojear, con sus respectivos significados
Jaja. Si, si, ahora veo que se puede ojear hojeando un libro, o al revés, hojear ojeando. Y ojo, ojear hojeando es correcto :)
Pues debo de ser muy, muy listo, porque… esto me pasa a mí ya con TODOS los libros.
Me pregunto que les habrá dado a los colaboradores de la JotDown con las novelas de Cortázar…
¿Que son malísimas?
Creo que mejor me voy a abstener de responder a semejante sentencia…
(y)
Creo que en la parte correspondiente a Hermann Hess, puede haber sido «injusto». Es verdad que sus novelas de adolescentes quedan un poco superadas una vez alcanzada la madurez, pero pienso que es ahí donde reside su mérito, en la fiabilidad del retrato. Es como decir que El Proceso de Kafka es demasiado denso y aburrido…; de eso se trata, de reflejar en la prosa la infinita pesadez de la burocracia, y el estado demente y paranoico al que puede llevarnos.
Además, creo que Siddharta (lectura ligera y siempre entretenida) y El Lobo Estepario, se merecen más oportunidades.
¿Libros que preferiría no haber leído? Ninguno. Porque, pasadas ciertas páginas, dejo de leer, y punto.
Con las películas es diferente. Distingo tres clases de películas: las que volvería a ver, las que no volvería ver y las que me arrepiento de haber visto. Con lo libros, la tercera opción no existe para mí.
Bueno, lo que el autor dice es, que libros que en su momento leyó y le gustaron, ahora, como no le gustan ya, pues que preferiría no haberlos leído anteriormente. Y lo que tú dices no tiene que ver, que todo hay que explicarlo…
Si tu comentario, como parece, es respuesta al mío, he de decir que sí, que tienes razón, que del conjunto del artículo se desprende lo que dices. Pero no del título, que es lo que yo comento, y que mejor le convendría éste » «Algunos libros que leí (y me encantaron) y que ahora no leería ni borracho», o algo así.
¿Comentario del título?
¿Por qué no queréis que la gente lea?
Porque luego les crecen ideas por las noches.
Eso será…
Jajajaja. Qué buen chiste con pérdida de tiempo, arrepentirse de haber leído y escribirlo para un público que -en su mayoría- detesta o despotrica de la lectura. Tal para cual…
«un público que -en su mayoría- detesta o despotrica de la lectura» Y yo que creía que la Jot Down era una revista de culturetas.
renegar de una sola lectura es renegar de quien reniega (somos lo que hemos leído, para bien y para mal)
Somos lo que reflexionamos cuando leemos en cualquier caso.
Demasiado discutible. No creo que aporte mucho en un mundo que precisamente no lee. Sólo lo dejo así: muy discutible.
No porque a un hombre le aburra ciertos escritos, tengo que dejar de leer.
Pron es un genio. Se manda un articulo sobre no leer para que todos nos pongamos aca a discutir sobre por que leer, que es lo que parece que quería. Por ahi lo que habría que hacer (digo, para que se complete el sentido del articulo) es discutir sobre por que si leer a Hesse o a los otros, como hace Fulgencio Barrado. Un saludo desde Buenos Aires a los otros hermanos comentaristas de JD.
Hola, como bien decís es imprescindible leer a Hesse, no comprendo porque lo habéis incluido en la lista. Que tenga fecha de caducidad al final de la adolescencia es una cosa, no que sea un libro de esos de los que uno se arrepienta de haber leído.
PD. Me alegra leer lo de la faceta novelista de Cortázar, y ver que no eran cosas mías sólo.
Gracias por tu comentario, Alberto Olmos. (O Jorge Carri’on.)
Joé, El Código DaVinci…! aunque al menos tengo el criterio de autoridad para poder decir que es una de las mierdas más grandes de la literatura universal, en el fondo y en la forma.
Y no entiendo la inclusión aquí de Manara, a no ser que el autor sea uno de estos chimichurris de ahora que llaman «novelas gráficas» a los tebeos (acepto cómic… por los pelos). Y haciendo tebeos Manara me gusta.
Lo que no tengo claro es dónde está el punto. Que no pueda releerlos no quiere decir que no sean buenos aún. Me resulta muy difícil encontrar libros que me gustaron mucho en su momento de los que ahora pueda renegar. Si que hay muchos que ahora no leería, pero eso no es lo mismo. Como hay otros que releo una y otra vez.
Último, no me enrollo más :) Lo que pasa es que toda mi vida cuando un libro a las 20 páginas no me gustaba lo he dejado ahí, mejor dicho, de vuelta en la estantería. Bueno, 20 o 100 depende. Lo recomiendo, conozco gente que lee libros imposible porque ‘hay que leerlos’ y luego se arrepienten, claro, es un esfuerzo inútil. Aunque al mismo tiempo admiro al que haya podido leer a Marcel Proust. Ya veo que me contradigo, pero como decía: último post.
Ahh… tanta palabreria engorrosa para decirnos que no le gustan las obras de autores menores, o desconocidos. Y de aquellos autores que si son «mayores», o conocidos, los salva diciendo que si les gusta el «resto» de su obra (Cortázar y Miller)
Artículo intrascendente.
Por cierto, hago notar, para el que no lo sepa, que Letras Libres es el hogar de los escritores de derecha. Lo digo porque mucha gente, (como yo) creía que los escritores no tenían particular filiación política, o en todo caso, de izquierda, una izquierda más inocentona que otra cosa. Mucha gente lee el título «Letras Libres» y cree que está ante una simple revista literaria. No es así. Y cree que Enrique Krauze ( y cía) es un simple escritor y no un activista político (no es así). Ya, me lo saqué del pecho. Como no había visto esta verdad tan sencilla recogida en ningún sitio, se me escapaba de la boca.
Esa idea que los libros que nos gustan en la adolescencia no son para adultos, es tan idiota como pensar que alguien tiene una sensibilidad más profunda cuando más viejo es. Una idiotez, tampoco se sostiene que debemos leer una novela sólo con la inteligencia que da la experiencia. Me pareció pelotudo lo escrito.