El pasado mes de junio, del día 11 al 15, se celebró en el cine Palafox de Madrid la 15ª edición del Festival de Cine Alemán, organizado por German Films con el apoyo de varias instituciones públicas y privadas ¿Fueron cinco días suficientes? Si lo juzgamos según la afluencia de público, no fueron suficientes. Si lo juzgamos según la variedad de las películas exhibidas, según la calidad de lo que se pudo ver en las pantallas, en las reseñas, en los folletos; de lo que se adivina que puede ser una vibrante escena cultural que hasta quienes aún fruncen el ceño al divisar de lejos un bote de chucrut (das Sauerkraut!) sabrían apreciar, no fueron suficientes. Cinco días de junio no bastaron.
No es difícil encontrar quien, a priori, ante la perspectiva de pasarse cinco días viendo películas alemanas, experimente un grado de angustia y estrés que no todos los psicoterapeutas oficialmente colegiados serían capaces de catalogar. No está el horno para bollos con Alemania, y quien más quien menos carga sobre sus hombros con el estigma de no haber podido digerir las grandes obras del pensamiento alemán, ni siquiera con la ayuda de las versiones abreviadas para niños (para niños no alemanes). Ya saben: Schopenhauer, Nietzsche, Fichte, Ernesto de Hannover, Heidegger (ya hablaremos sobre el amigo Martin más adelante)… Esas grandes luminarias. Así que no se extrañen si les llegan rumores sobre escenas de pánico desatadas en las redacciones de los medios peor informados; historias sobre críticos cinematográficos noveles que de un día para otro, y sin apenas medicarse, pasan de cubrir el campeonato nacional de waterpolo a informar sobre la retrospectiva dedicada a Margarethe von Trotta, que resultó ser la piedra angular sobre la que descansaba la edición de este año del festival. Relatos sobre periodistas que duermen vestidos y con las maletas hechas, algunos ya con la ropa interior a rayas; redactores y correctores que salen corriendo y saltan vallas y otros obstáculos urbanos al pararse cualquier coche negro a su lado en la calle, de día o de noche; que se inventan identidades secretas o transliteran sus apellidos a idiomas germánicos, muchos de ellos solicitando visados en embajadas y consulados de países que hasta hace dos días no sabían situar en un mapa, mientras advierten a los bedeles, los funcionarios y a quien tenga la suficiente compasión como para detenerse a escucharles: “ya vienen”, siempre en voz muy baja o mediante movimientos de ceja que emiten señales en códigos conocidos por todos ellos, que en ningún caso será el morse. Puede que esas historias sean ciertas, pero no deberían hacer mucho caso. Y como prueba, una vez más dejaremos constancia de que el aforo de las dos salas no fue lo suficientemente amplio como para dar cabida a un público que, si descontamos aquellos que asistieron al festival con el único propósito de mejorar o iniciarse en el idioma alemán, hoy al parecer tan necesario, si restamos a una cantidad de gente que podríamos fijar en µN, donde N es el total del público asistente y µ un factor de reducción que dejaremos que defina un científico alemán, que muy bien podría estar loco; si restamos toda esa gente que piensa que una política con futuro es arrimarse a todo lo que pueda sonar a alemán o chino, todavía tendríamos, en fin, un número de asistentes amantes del cine que sería lo suficientemente elevado como para confiar en la sabiduría popular y dar una oportunidad al cine alemán.
Siempre se ha rodado buen cine en Alemania. Durante los locos años 20 —que en los arrabales de Berlín, Dusseldorf, Hamburgo y cualquier otra ciudad alemana llegaron a ser algo mucho más allá de lo que podríamos considerar locura— se hizo el mejor cine de la historia. Como lo leen y como lo comprobarán si están dispuestos a pagar el precio de convertirse en un intelectual —qué remedio— y de repente se quedan de una pieza al contemplar una obra como Der Letzte Mann (F.W. Murnau, 1924). Vean, vean Metropoli (Fritz Lang, 1927; sí, sabemos que Lang era austriaco) o Die Büchse der Pandora de G.W. Pabst (que sí, otro austriaco). Las películas de la UFA alcanzaron cotas artísticas que nunca jamás han vuelto ni siquiera a rozarse. Hoy el nivel no es tan elevado, y no lo será jamás, del mismo modo que ya no se volverá a componer mejor música que la del siglo XIX, del mismo modo que ya no se volverán a escribir novelas como en la primera mitad de este siglo, ni a jugar al rugby como en los años 70. Todo es un lento declinar, pero la oferta actual del cine alemán es muy amplia, y se ha adaptado completamente a los gustos del mercado. Si quieren una historia familiar con vampiros amables, una historia donde se nos diga una vez más que debemos aceptar las diferencias y querernos tal como somos, aquí la tienen (Die Vampirschwestern, Las hermanas vampiresas; Wolfgang Groos). Si prefieren ver el duro conflicto emocional que le supone a un policía felizmente casado darse cuenta de que tiene una querencia hacia las cachiporras de todo tamaño y naturaleza que va más allá de lo que podría justificarse mediante un interés puramente profesional; o a una adolescente descubrir que su padre biológico llevó la libertad de sexual a su máxima expresión, también encontrarán esos trasuntos alla tedesca de Brokeback Mountain y Todo sobre mi madre en Freier Fall, (Caída libre), de Stephan Lacant y Transpapa1, de Sarah Judith Mettke, respectivamente ¿Campesinos alemanes escondiendo a un judío de las autoridades nazis a cambio de que se acueste con la mujer de la casa y la deje embarazada? Pues vean el largo flashback que es Ende der Schonzeit, (Fin de la veda), de Franziska Schlotterer, y no volverán a quejarse de la cuenta que les presente un establecimiento hotelero, aunque sea de la Costa Dorada. Y para la cada vez más recurrente cita con la Stasi, esta vez el festival recurrió a Wir wollten aufs Meer, traducida más o menos libremente como Costa Esperanza, de Toke Constantin Hebbeln.
Decía el director en la rueda de prensa posterior a la película que la pregunta que trata de plantear es ¿cómo comienza la traición? Costa Esperanza, según las palabras de Hebbeln, no pretende “dar un mensaje sino plantear preguntas para que el espectador llegue a sus propias conclusiones”. Mmmh. El espectador, por tanto, ya se puede ir preparando, porque bajo una ejecución formal más que competente, en la que destaca una soberbia fotografía, se desarrolla una acción que dejaría patidifusas a las tramas pynchonitas más enrevesadas. Un par de amigos huérfanos llegan a comienzos de los años 80 al puerto de Rostock, en la RDA, para enrolarse como marineros. Quieren ver el mar y el mundo que se les niega. Y que se les sigue negando un año tras otro; así que, suponemos que buscando una especie de sustitutivo, uno de ellos se enamora de una estudiante de medicina vietnamita. Tras una serie de conspiraciones de la malvada Stasi para desenmascarar los planes de fuga del capataz de los dos muchachos, uno de ellos sufre un accidente (y se deja bigote) y el otro intenta fugarse por los bosques checoslovacos con su amante oriental, con el previsible resultado de terminar con sus huesos en una cárcel donde le esperan un alcaide corrupto y las bien reglamentadas palizas. A partir de este punto todo se desmadra cada vez más y uno tiene la sensación de no estar preparado para comprender adecuadamente lo que se está tratando de contar. Empieza una mezcla de drama carcelario, película de espías, conspiración política e historia romántica —con un toque de cine de destape español— que plantea, al parecer, una serie de complejas cuestiones éticas que tienen su desenlace en una escena en la que los dos amigos se quitan las caretas y se produce una especie de caída moral. Hacia dónde se cae, es lo que cada cual debe responder.
Hanna Arendt (2012), de Margarethe von Trotta, es una película mucho más interesante. Es una gran película. Los nazis, mal que nos pese, son repulsivamente atrayentes; y esta cinta se centra en lo que le supuso a la filósofa el defender ante el mundo, ante un país y una comunidad que había salido hacía 18 años de las cámaras de gas, que tan solo era necesario ser un burócrata competente y tener anulada la capacidad de pensar para organizar con eficiencia el exterminio de millones de seres humanos. Recauda impuestos, recaudo impuestos. Organiza un desfile, organizo un desfile. Manda memorándums, mando memorándums. Todos podemos hacerlo, todos podemos dejar de pensar. Deporta a toda la comunidad judía de Hungría, deporto a toda la comunidad judía de Hungría ¿Dónde van? Eso da igual; me lo mandan y lo hago con la mayor limpieza de la que sea capaz. Según Arendt, Eichmann, el cerebro logístico del Holocausto, tenía inhabilitada su capacidad de pensar, de razonar, de plantearse unas cuestiones éticas mucho más sencillas que las que se nos insinúan en Costa Esperanza, pero que requieren más valor para resolverlas sin perder la humanidad. Esta banalización del mal, como la llamó Arendt, le costó la animadversión de amigos y parientes. El miedo inducido al darse cuenta de que uno también podría haber sido Eichmann si no se tiene bien desarrollada la capacidad de pensamiento, genera un rechazo muy poderoso. Pero en una determinada escena, una escena clave en la que una joven Hanna Arendt tiene su primer encuentro con su profesor y amante Martin Heidegger, Margarethe von Trotta hurga donde más duele y donde más nos puede aterrorizar. Es el aspecto que marca la diferencia entre una gran película y otra gran película que además perdurará en la mente del espectador. Es un momento que se graba indeleblemente en el alma de cualquiera con un cierto sentido histórico. Pues Heidegger, el filósofo abstracto por excelencia, el paradigma del pensador, le explica a Arendt lo que significa pensar, lo que se sacrifica para pensar, lo que es (en un sentido muy heideggeriano o no, a tanto no llegamos) pensar. El mismo Heidegger que más tarde abrazó el nazismo, que alabó públicamente a Hitler, que permaneció impasible ante el exterminio de sus compañeros de cátedra y alumnos. El mismo Heidegger a quien “pensar le sirvió de mucho, pero no le salvó de nada”.
1 No necesita traducción, se lo juro.
«Hoy el nivel no es tan elevado, y no lo será jamás, del mismo modo que ya no se volverá a componer mejor música que la del siglo XIX, del mismo modo que ya no se volverán a escribir novelas como en la primera mitad de este siglo, ni a jugar al rugby como en los años 70.» Puta nostalgia malinterpretada…