Jason Street, el quarterback de los Dillon Panthers, acaba de partirse la columna. Jamás volverá a caminar. La moneda salió cruz.
¡Tantos sueños rotos!
El coach Eric Taylor eleva la voz para recordar que la esperanza también nos hace hombres:
Danos a todos los reunidos aquí esta noche la fuerza para recordar que la vida es muy frágil. Todos somos vulnerables y todos, en algún momento de nuestras vidas, caeremos. Todos caeremos. Debemos llevar esto en nuestros corazones: que lo que tenemos es especial, que nos lo pueden arrebatar… Y cuando nos sea arrebatado, seremos puestos a prueba. Nuestras almas serán puestas a prueba. Ahora todos seremos puestos a prueba. Son estas ocasiones, es este dolor el que nos permite mirar en nuestro interior.
Esa mano a la que agarrarse en el naufragio. Ese optimismo sin melaza. Esa ansiedad por la salvación. Esa sensibilidad que diferencia a Friday Night Lights (2006-11) de otras propuestas de tropa y cuota.
Esta postura humanista compendia el éxito de la serie. En un panorama televisivo atestado de antihéroes y existencialismo, FNL aventa una bocanada de flúor y esperanza. Sin renunciar al drama duro ni a la tragedia —fundacional, presente ya desde el piloto—, sus 76 episodios enarbolan un relato sobre la redención. No con mayúsculas e incienso, sino con pequeños gestos de peña que pelea por alcanzar la paz con uno mismo. Entona un canto vitalista como pocos. Mientras The Wire, por citar ochomiles, radiografía el lado oscuro del sueño americano y Mad Men pasa las relaciones humanas por la máquina de picar carne, Friday Night Lights, sin estridencias ni soufflé, recorre el camino inverso: el del optimismo social y afectivo.
La honestidad emocional
Por esa razón, pocas teleficciones han alcanzado con su público una conexión sentimental tan punzante y honda como FNL, uno de los grandes dramas de la última década. Inspirada en un libro-reportaje centrado en la pasión por el fútbol americano escolar en Odessa (Texas), escrito por H. G. Bissinger en 1988 —que, a su vez, fue llevado a la gran pantalla en 2004, con Billy Bob Thornton de protagonista—, la adaptación televisiva es una mercancía excelente, soberbia a ratos. Pero dista de ser perfecta: amasa un ramillete de clichés adolescentes, se regodea en tics de melodrama y marea con algunas subtramas elásticas. Ah, el peor pescozón: tras una refrescante —asombrosa— temporada de debut, su segundo año comenzó de forma catastrófica y ni siquiera concluyó, degollado por aquella huelga de guionistas de 2007.
Bendita inmolación.
Las tres temporadas siguientes, además de ingeniar un nuevo modelo de negocio de la mano de DirectTV, demostraron que el universo de Dillon podía recuperar pulso dramático, reinventarse con una generación de nuevos personajes y, como guinda, colgarse el metal de las mejores season finale de la ficción contemporánea, junto con The Shield y Six Feet Under. La tercera temporada se benefició dramáticamente del recorte a 13 capítulos y, además de cerrar el arco de los Panthers, funciona como un muelle bien engrasado. La cuarta, insuperable, es la mejor, la más sólida y profunda. La quinta flojea para remontar en su hermoso, imponente, sprint final.
Sin embargo, esas imperfecciones que citábamos dos párrafos más arriba apenas empañan la mayor grandeza de Friday Night Lights: su honradez emocional. Las vivencias de un grupo de jóvenes en una ciudad media de Texas nunca huelen a impostura. Cinematográficamente, sus creadores saben tocar la tecla: abundan los momentos sublimes, que ponen la piel de gallina, como el montaje alterno entre la operación de Jason y los últimos minutos del primer partido, la grandilocuencia del Clear Eyes, Full Hearts, Can’t Loose coreado por un embarrado Smash o esos gloriosos discursos del coach Taylor que parecen extraídos del Día de San Crispín. Tanta espectacularidad se armoniza —otra destreza reseñable— con un sentimiento que emerge de la sugerencia: la complicidad mímica del matrimonio Taylor, el perpetuo flirteo de miradas entre Matt y Julie, un plano de espaldas donde Billy Riggins se reconcilia con su hermano, la ternura que se agazapa tras la coraza de femme fatale de Tyra…
Hay excesos retóricos, como las ralentizaciones visuales durante los partidos para aumentar el suspense o una molona banda sonora que te obliga a sentir aquí y allá. Por supuesto. Pero al final del camino lo que predomina es una abrumadora sensación de autenticidad. ¿Cómo se consigue? En primer lugar con una escritura que danza sobre el cliché —los adolescentes son un género— sin pisarlo. En segundo lugar por unas actuaciones frescas, esponjosas, intensas, que saben pillarle el trantrán a lo cotidiano. Y, por último, mediante el empleo de una cámara nerviosa y saltarina, de fragancia verité, que explota el primer plano y sus alrededores con una delicada melancolía visual: en los rostros de los aficionados que contemplan un partido, en el rictus serio y épico del coach Taylor, en sus arengas prebélicas, en las lágrimas atrincheradas en una conversación madre-hija o en las incertidumbres que asoman en los ojos de los jugadores antes del partido decisivo del campeonato.
(A PARTIR DE AQUÍ HAY SPOILERS)
Esta planificación sensible se aprecia, por ejemplo, en uno de los momentos más conmovedores: cuando Matt Saracen recibe la noticia de la muerte de su padre. Landry roba un beso inesperado mientras comienza a sonar José González, Teardrop. Unos tipos de uniforme llaman a la puerta: “¿Señora Saracen?”. Matt regresa con Riggins; vienen de cazar, una excusa para repensarse. Llama a la puerta de los Taylor. Quiere pedirle perdón a Julie. Los primeros planos saturados hacen el resto. “Es tu padre. Lo han matado” (“A Sort of Homecoming”, 4.4.). Una elegancia que guarda continuidad en el capítulo siguiente, cuando la cámara nos hurta la imagen del cadáver y, en su lugar, se concentra —íntima, dolorida— en la mirada compungida de Matt ante el féretro.
“Los campeones no se quejan”
Matt Saracen, con sus meteduras de pata, sus miedos y sus titubeos verbales, gana también el premio a “personaje más apaleado” de la serie. Un huérfano de hecho obligado a crecer a base de golpes y abuela. Por eso resulta el más entrañable y es tan fácil ponerse de su lado. Uno de los pocos momentos rescatables de la segunda temporada sintetiza el enfoque educativo que exhibe la serie, basculando siempre entre la exigencia y el cariño. Un Saracen solitario y deprimido ha comenzado a beber para castigarse. Eric Taylor lo empuja hasta la ducha acusándole de egoísta y malcriado. Matt comienza a llorar y le echa en cara que él también le haya arrinconado: “¡Cállese! ¡Usted no se preocupa por mí! ¡Me dejó por un trabajo mejor! ¡Su hija me dejó por un tipo mejor! ¡Mi padre me dejó por una maldita guerra! ¡¡Todo el mundo me abandona!! ¿¿Qué me pasa??”. El coach muda radicalmente el semblante: “No te pasa nada. No te pasa nada en absoluto”.
Escenas tan impresionantes como esa remarcan cómo FNL construye un relato que trata, en esencia, sobre la educación y muestra las espinas de cómo crecer y madurar afectivamente. El fútbol americano no es más que una excusa. Un paisaje. Eric Taylor —una suerte de padre subsidiario para sus jugadores, casi todos procedentes de familias rotas o progenitores capullos— ama el fútbol americano, pero sobre todo adora su profesión. Sabe que la tarea de educar es de las más nobles que existe y jamás se deja contagiar por el desánimo o el cinismo. Al igual que su esposa Tami, lucha por cada pupilo como si le fuera la vida en ello, consciente de que la buena educación no es paternalista, sabedor de que la mejor forma de querer a un alumno es demandándole que se esfuerce al máximo. Se encuentra lejos de esa infección contemporánea que es el igualitarismo (por abajo) y de las pedagogías pastelosas que confunden la sana exigencia con el torcido autoritarismo. Muchos de sus bufidos en el campo —o de sus homéricas parrafadas— reivindican palabras antiguas y centelleantes como excelencia, heroísmo, pundonor o sacrificio. “¡Los campeones no se quejan!”, grita.
La grandeza de sus creadores —Peter Berg y Jason Katims— es trascender una historia generacional con la fuerza de los Taylor: contraponer a la inmadurez adolescente una serenidad paternal, enfriar las hormonas con calor materno o modular la competición agresiva con una educación en valores. Hay una escena que fotografía este frontón silencioso de manera suntuosa: en “Kingdom” (5.5) varios jugadores están contándose batallitas en el balcón del hotel. La cámara les abandona para enfocar al coach Taylor, que les escucha orgulloso, en silencio, desde su propia habitación. El montaje alterna las conversaciones de unos con la mirada orgullosa del otro. ¡Él ha hecho crecer a esos inmaduros, logrando que se defiendan a muerte en el campo y se quieran como una familia fuera de él!
De preservativos y abortos
El aliento realista de la serie le hace encarar cuestiones sociopolíticas como el racismo, la discapacidad, la desestructuración familiar, el fracaso escolar o las desigualdades económicas. Sin embargo, donde más resuena el comentario social, como no podía ser de otra manera, es en las “cuestiones adolescentes”. Dos ejemplos. Friday Night Lights aplica a las relaciones sexuales quinceañeras la misma rectitud maternal que a tantos otros temas, sorteando el sermón ideológico y la tediosa corrección política. En el capítulo “I Think We Should Have Sex” (1.17.), Tami descubre a Matt comprando condones. Sin sacar las cosas de quicio, el asunto desemboca en una lúcida conversación entre madre e hija, dialogando sobre el amor, la entrega y el sentido profundo de la sexualidad. Incluso dos temporadas más tarde se retoma el tema, ya consumado, con un tristón “Ojalá hubieras esperado” por parte de Tami. Gente normal, con preocupaciones normales, cotidianas, humanas.
El otro botón abrochable tiene que ver con un embarazo adolescente: el de la dulce y desafortunada Becky Sproles. Salvo en su último tramo, FNL encaró esta subtrama sin despeñarse por el tópico. Todos los personajes se hacen cargo del drama con mayúsculas que supone la destrucción de esa nueva vida. Ahí convergen una encantadora niña que se cree mujer y se dejó llevar en una noche tonta, un tipo campechano y decente como Cafferty, dispuesto a asumir las consecuencias, una madre egoísta y machacona… y una insuperable Tami Taylor, en su arduo papel de aconsejar en libertad. De nuevo, eso es educar. “Quizá pueda cuidar a este bebé y puede que se me dé bien. Y podría quererle y estar ahí cuando me necesitara”, solloza Becky a media noche, buscando consuelo y guía en el salón de los Taylor. Pero su dilema, espoleado por su maldición familiar de niña no deseada, continúa: “Y después he pensado lo horrible que sería si tuviera este niño y luego pasara el resto de mi vida resentida con él. O ella” (“I Can’t”, 4.10.). Al final aborta. Y acaba el capítulo desconsolada. Incluso aunque uno hubiera deseado, en la vida real, que Becky siguiera adelante con el niño, es indudable la honestidad de la narración a la hora de presentar un asunto tan peliagudo y sufrido. Hay duda, hay culpa y hay dolor. Como en la vida misma.
Reivindicando la América profunda
Friday Night Lights cautiva porque sus historias narran las vidas y preocupaciones de personas normales. Gente buena. Como el leal y atormentado Riggins, interpretado por Taylor Kitsch, un guaperas de verbo corto, capaz de transmitir una fascinante rebeldía que inunda la pantalla de tormento difuso. O el inefable Landry, el más listo y el mejor alivio cómico. O el contradictorio Buddy Garrity, un niño grande. O la abuela Saracen, tan dedicada a lo único que le queda en esta vida. Dillon está poblada por ciudadanos que integran una comunidad, en el sentido más noble y cívico del término. Personas que comparten complicidades y ritos colectivos: vibran al unísono con el partido de sus chicos, se implican en los problemas sociales, captan fondos en una barbacoa y acuden a la iglesia en familia. (Aunque, como es lógico, también pululan personajes negativos, para quienes el propio ombligo es su horizonte más lejano: el individualista Voodoo, el pijoclan de los McCoy o el manipulador padre de Vince).
El tópico contra la América profunda, ultra, amante de la silla eléctrica y paleta —nacido de la superioridad moral que caracteriza ese antiamericanismo tan extendido en Europa—, revienta con la humanidad que destila FNL. Quizá sus personajes no estén suscritos al New Yorker, pero son chavales que se enamoran, aciertan y se equivocan; chicas que quieren romper el círculo y aspiran a la universidad; deportistas que se suben a la parra y hay que bajarlos; equipos que rezan antes de los partidos; profesores que se desviven por sus alumnos; matrimonios que discuten con amor y respeto; padres que sufren las decisiones de sus hijos y viceversa… Por eso, Friday Night Lights pone un nudo constante en la garganta: porque permite al espectador mirarse en un espejo. Sin callejón del gato ni retrovisor comprometido. No. Es una historia directa, que rema a favor de sus personajes, que les quiere, como si la cámara adoptara la mirada moral de los Taylor y todo el relato fuera el de unos padres viendo crecer a sus vástagos, con sus alegrías y sus decepciones. Ellos son el contrapeso dramático, creíble, que tanto se echa en falta en otras propuestas juveniles. Su matrimonio es un islote de estabilidad hacia donde todos dirigen su proa cuando arrecia el oleaje.
Una apología del matrimonio
“No importa lo que ocurra, no importa donde vayas, no importa lo que hagas. Voy a estar apoyándote. Siempre, siempre, siempre” (3.13.). Al terminar la tercera temporada, con los Taylor contra las cuerdas, Tami y Eric pasean el atardecer por un campo de mierda: es el estadio del nuevo equipo, los Lions, en el lado este de la ciudad, el meridiano pobre. “Siempre, siempre, siempre”, esto es, para-toda-la-vida.
El Romanticismo terminó de exaltar la sensación de que un amor resulta más puro e intenso cuanta más tragedia e imposibilidad conlleva. Además, la cotidianidad goza de mala prensa y nulo valor dramático, como advertía Tolstoi al inicio de Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Los Taylor vienen a enmendar la plana a estos lugares comunes. La suya es la más bella historia de amor de la televisión contemporánea. Y no resulta exagerado afirmar que Friday Night Lights constituye una apología del matrimonio. Toda la serie parece cabalgar a lomos de G. K. Chesterton: “La mayoría de matrimonios, pienso, son matrimonios felices; pero no existe tal cosa como un matrimonio satisfecho. El placer máximo del matrimonio se debe a que es una crisis perpetua”.
El último capítulo clausura de forma brillante esta exaltación del amor ordinario, cocido a fuego lento. De la entrega, la renuncia y el compromiso. De un afecto tejido a base de besos y discusiones, de vasos de vino blanco y despertares inquietos. La última cena de los Taylor con Julie y Matt, con la cámara resaltando la emoción de Tami mientras escucha a su marido, regala una de las más tiernas declaraciones de amor que se han visto en la pequeña pantalla. Y lo más extraordinario: ni siquiera es una declaración. Pero ahí está, en todo su esplendor, la belleza del sí incondicional, la potencia del hasta-que-la-muerte-nos-separe.
Matt Saracen: Quiero a su hija. Quiero a su hija y quiero casarme con ella. Eso es todo.
Eric Taylor: Puede que no entiendas exactamente lo que estoy diciendo, Matt. El matrimonio reclama madurez. El matrimonio reclama a dos personas que, para el resto de su vida, estén dispuestas a escuchar, a escuchar de verdad al otro. Y el matrimonio reclama la cosa más grande de todas: compromiso.
Silencio. Primeros planos. La cámara sigue centrándose obsesivamente en Tami. Su hija contrataca:
Julie Taylor: Estamos dispuestos a que funcione. Miraos a vosotros. Os casasteis cuando teníais nuestra edad. ¿Cuántos trabajos diferentes habéis tenido? ¿Cuántas veces os habéis mudado? ¿Y cuántas situaciones difíciles habéis atravesado? Y, aun así, habéis conseguido que funcione. Así que, eh, vosotros sois mi inspiración.
Estas palabras reflejan cómo el amor y la palabra dada ejercen de garantía para superar las dificultades. Para salvarse en y junto al otro, al fin y al cabo. Para sentir que la vida, “la crisis perpetua”, viene con red incorporada: “Y, aun así, habéis conseguido que funcione”.
La redención y el hogar
Durante cinco temporadas, los personajes han establecido una relación de amor-odio con Dillon, un microcosmos entrañable y agradecido, sí, pero también una pequeña ciudad de provincias —Devil Town— que desprende un aroma de opresión espesa, imperceptible. Sus personajes son seres que ansían dejar de huir, aceptar quiénes son, apostar por el compromiso y encarar sus sueños sin necesidad de mentirse con una vida imposible en Alaska. No. “Texas forever!” como le espeta Riggins a Tyra en una escena de anticipada nostalgia.
Al final, el espectador se olvida de que Dillon orbita alrededor del football. Los personajes apuran el último adiós, asumen cambios significativos y hacen las paces con la vida. Todos encuentran consuelo. Equilibrio. Un hogar. Y la noción de hogar no hace referencia a un espacio físico, sino metafórico: un lugar al que volver para sentirse seguros. Para unos será una casita de madera y unas cervezas en Texas, para otros un ático en Chicago y para los de más allá un suburb de Filadelfia. Pero, en todos los casos, el hogar son otras personas: la familia. Los tuyos. A quienes amas. “Es mi turno, cariño. Te he querido y tú me has querido y nos hemos comprometido. Los dos. Por tu trabajo. Y ahora es el momento de hablar de hacer eso por mi trabajo”, le pide Tami a su marido (“Always”, 5.13.).
La elegantísima última elipsis con el balón por los aires condensa las virtudes de un relato que, durante años, ha sabido contar sin remarcar, que ha apelado a la inteligencia emocional del espectador para rellenar los huecos que faltaban. “Sí, vayamos a casa”, le susurra Eric cariñosamente a Tami, ya a miles de kilómetros de su añorada Texas, de nuestro amado Dillon.
Aquel pueblo donde un puñado de personajes imperecederos logró que de la tristeza del adiós se alzara, esplendorosa, la dicha del recuerdo.
Obra maestra imperecedera. Enorme.
Enorme.
Pingback: Texas Forever (Jot Down Cultural Magazine) | Diamantes en serie
Lo has clavado. Siempre que intento buscar palabras para Friday Night Lights me quedo en blanco, es difícil describir una humanidad tan desesperanzadora como la de esta serie.
Texas Forever.
No hemos visto la misma serie. Es hortera, americanoide, llena de lugares comunes, hormonas de niñatos, filosofía de autoayuda, buenismo ñoño… el horror!
+1000
De hecho viendo algunos spoiler que escribe el autor , más me confirma que es otra pastelada de serie teenager
Creo que estamos tan acostumbrados a las grandes tragedias de anti-héroes (Walter White, Don Draper, Tony Soprano, Vic McKey) que a veces si una serie/película resalta unos valores que no sean el individualismo, la oscuridad y la misantropía general se la clasifica de ñoña.
En este caso no entiendo cómo se puede acusar a FNL de ser otra ser otra cursilada adolescente o caer en el tópico del «americanismo», me parece más debido a los prejuicios del espectador que a otra cosa, porque la serie presenta temas bastante más complejos y de forma menos manida que muchas de las grandes series.
(Todo esto en mi muy personal opinión, claro, pero es que es uno de esos misterios de la vida para mñi, que se considere facilona o simple a FNL).
Por cierto, Alberto, como siempre me ha encantado, aquí vendré cada mes ;)
Cierto, en toda serie «americanoide» dejan al protagonista absoluto aparente de la serie en silla de ruedas en el primer capítulo… lo que hay que oir, FNL es historia de la televisión, una cosa es que no te guste, y otra criticarla como «Es hortera, americanoide, llena de lugares comunes, hormonas de niñatos, filosofía de autoayuda, buenismo ñoño» … en fin…
Cuando empecé a ver la serie también me pareció en principio una horterada llena de tópicos, pero bastaron pocos capítulos para que cambiara de opinión.
FNL es una serie muy realista, honesta y valiente. No puedes pedir que un pueblo de Texas sea el Kreuzberg berlinés ni que los adolescentes de Dillon no puedan evitar ser…como los adolescentes de todo el mundo.
Creo que lo más importante de FNL es que apuesta de forma muy valiente por una determinada forma de encarar la vida -una ética-, pero sin caer en el folletín de catequesis, mostrándo todas las incertidumbres que asalta a la gente en los momentos importantes de sus vidas.
Y si le das una oportunidad, te aseguro que la autencidad de los personajes de FNL -sí, esos adolescentes- te emocionarán.
A mí también me lo parece.
Que alegría leerte por aquí Alberto
¡Brillante artículo! Gran serie, con «peros», aunque con un regustillo que te deja con ganas de más…, bueno de ver más a los Taylor.
Magnifico.
Texas Forever.
Gracias.
Espectacular serie, en el top 10 de series de la historia, junto con Breaking Bad, Los Soprano, The Wire, Six Feet Under. Serie redonda de principio a fin, y haciendo algo que pocas series se atreven a hacer, que es cambiar a prácticamente todo su elenco principal de actores, de una temporada a otra sin perder en absoluto calidad.
Para el recuerdo a parte de todas las citas que das… la frase de Saracen en el lecho de muerte de su padre…
«Le odio. No me gusta odiar a la gente, así que puse todo mi odio en él para así no tener que odiar a nadie más, y así poder ser una buena persona. Con mi abuela, con mis amigos, con su hija. Es lo único que quería decirle, quería decírselo a la cara. Pero ya ni siquiera tiene una cara…»
CLEAR EYES, FULL HEARTS, CAN´T LOSE !!!
Un artículo soberbio!! felicidades por ello.
FNL es una de las grandes series de la historia, a la altura de The Wire, poco comercial, poco conocida, pero con historias muy profundas.
No creo que sea una serie ñoña ni una americanada. Hay que ver al menos la primera temporada completa para darse cuenta de que es una serie distinta y que se aparta de los esteriotipos
La canción de José González que suena no es Teardrops, esa sonaba en House, es Storm.
Salvo la segunda temporada, es horrible y sólo se salvan las canciones de Wilco, el resto es de calidad y supera, con mucho, a los prejuicios que se tienen al ser una serie sobre adolescentes americanos, animadoras,etc…..
No regrets…
http://planetamancha.blogspot.com.es/search/label/Friday%20Night%20Lights
Pingback: Adiós, Mr. White | Diamantes en serie
Pingback: Una copa de vino para dominar la televisión - Jot Down Cultural Magazine