Me extraña este empeño de mi padre por ir juntos a la exposición de Roberto Bolaño en Barcelona. Él, que no ha leído nada del chileno, y yo, que le he leído demasiado y preferiría quedarme en la piscina que no tengo en Madrid. Llegamos de buena mañana al CCCB, la Kaaba de la cosa cultural barcelonesa. Está cerrado hasta las 11 y damos un paseo por el barrio hasta la Central, a salvo de la violencia que me provocan estas calles. Volvemos para ver a una señora contarle la vida al taquillero mientras saca todo tipo de identificaciones para conseguir un descuento de dos euros y alterar un poco los nervios de la cola.
Entramos y me voy directo a las fotografías del escritor que ya solo puede hablar desde sus libros. Están presentes la etapa bucanera con greñas y zurrón lleno de libros en el DF, la más parisina de la Barcelona de los 70 y, la última, feliz y trágica, de padre de familia con jersey de lana y cigarrillo en la Costa Brava. En todas ellas veo a un hombre que parece cercano y divertido, mirada brillante, sonrisa frecuente, pero también a un hombre con una doble intención: ser escritor y parecerlo. Un personaje de Bolaño. El asunto es turbador a la vista pues el hombre está muerto y no puede defenderse de la intuición de que se dejó retratar mil y una veces para esta exacta exposición que siempre supo le montarían algún día.
Mi padre, con sus asuntos de maestro, deambula por entre las decenas de cuadernos y se va fijando en la letra cada vez más apretada y diminuta, enemiga cotidiana en los tiempos del instituto. «Si me hubiera entregado esto, le hubieran caído unos cuantos comentarios», dice. Una música de sótano con goteras acompaña y me invade una gran ansiedad. Qué caro está el silencio hoy en día. La agitación se debe también al destape al que han sometido a las cosas privadas de Bolaño. Las listas de otros escritores —cientos de ellos—, de músicas, películas y lugares. Las cartas. Un vídeo con los portales de las casas que habitó. ¡Hasta las gafas expuestas en una estantería! Cualquiera sabe que unas gafas sin dueño solo pueden referir a la Shoah.
En varios momentos se recuerda al visitante la obra que sigue inédita, que será manoseada antes de llegar a la mesa de recomendaciones. Recuerdo la fiebre por Bolaño en Nueva York, atizada por Patti Smith que alucinaba con el chileno como aluciné yo en su día, ya un poco lejano. Bolaño estaba en boga —se veían muchos 2666 con una portada terrible como de novela histórica medieval— y algunos parecían empeñados en retorcer su biografía hasta la caricatura: luchador contra Pinochet, un DF demasiado salvaje, el vagabundeo como ritual ascético y, para más inri, la enfermedad de hígado —particularidad funesta para el chisme— y la muerte en vida. Querían otro maldito, otro dipsómano, un reverso tenebroso del boom ahora que la guayabera ya estaba ajada y en los carros de segunda mano. En Columbia conocí una mañana a Sergio González Rodríguez, oídos, manos y ojos interpuestos con los que Bolaño escribió su famosa parte de los crímenes. Me imponen mucho estos hombres pequeños como González Rodríguez que han tocado sangre y mierda. Nunca entenderé a Bolaño, que también era pequeño, y su afán por viajar a lugares que no existían, por sobrevolar Santa Teresa y no poner un pie en Juárez.
Al volver a casa, en el coche, hablamos de esta querencia ambiental por la ficción, la única moda de siglos. Noto que cada vez que sale el tema, mi padre me cede más terreno. Él, que es de literatura. Le hablo de Carrère y del valor que tiene Carrère. «Hay que tener muchos huevos para hacer eso», le digo —ya tengo una edad y me permite estas maneras—. Llegamos por fin a la piscina, un lugar en el mundo a dos pasos del Estrella de Mar, el camping que guardó Bolaño durante las noches de algunos veranos. Cuando nací, él ya había marchado hacia el norte —todos los personajes de Bolaño viajan hacia el norte— y de niño, los chavales «del camping» nos perseguían como apaches en cuanto salíamos de nuestro fuerte, de la urbanización con cuatro piscinas y pista de tenis. Éramos «los de Las Dunas» y a veces nos daban caza para torturarnos un rato por entre el sol de los pinos. En un cuaderno de la exposición he leído el arranque de un cuento: «Era la primera vez que Adalberto Martínez veía alguien haciendo autoestop en el camino de las Dunas». Me gusta pensar que Bolaño estuvo tan cerca, pero nada hay más grande que la vida misma.
«…hablamos de esta querencia ambiental por la ficción, la única moda de siglos.» Ahora entiendo porqué mis hijas solo me hacen caso cuando les digo ¿os cuento un cuento?…:-)
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Da cierto pavor como se comercializa con el producto «Bolaño».
Cuando estuve en Barcelona de visita fui a la puerta de su piso en la calle Tallers y pensé algo parecido a lo que se dice en la última línea del artículo.
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