I
Glenn Gould (Toronto, 1932-1982) se sentaba al piano encogido sobre sí mismo, encorvado como un animal, contrahecho, con la nariz pegada a las teclas, y tarareaba la melodía de la pieza que estuviera tocando. No hace falta subir el volumen para escuchar su canturreo entreverado en las notas de su legendaria grabación de las Variaciones Goldberg de 1981. Era algo que molestaba a muchos. Preguntado por el particular, respondió, acudiendo al parecer a un ejemplo utilizado antes por Schoenberg, que, al igual que un ciempiés se trastabillaría si parara a interrogarse por qué mueve una pata antes que otra, él mismo se bloquearía si se preguntara el porqué de su tarareo o de cualquier otra extravagancia suya. Es una manera de decir que lo que hacía lo hacía porque no podía dejar de hacerlo y que no había que darle más vueltas. No preguntes más, que así es la rosa, que dijo Juan Ramón. Para entonces, a despecho de sus excentricidades, Gould ya era reconocido como el mayor virtuoso de piano del siglo XX, si no de la entera historia del instrumento. Tocaba siempre sentado en la misma silla de madera, plegable y paticorta, que su padre le había fabricado y que le permitía tocar prácticamente echado sobre las teclas, como un borracho sobre la barra de un bar, siempre sobre el mismo taburete descosido. Se presentaba en el escenario con abrigo grueso, bufanda y mitones, sin importar el calor que hiciera. Y eso si se presentaba, porque cancelaba sin demasiados miramientos sus actuaciones. Toleraba mal el contacto con otros seres humanos, y conversaba preferentemente por teléfono. Es fama que en una ocasión fue saludado por uno de los técnicos de Steinway and Co. con una palmada en la espalda (o un apretón de manos, o un abrazo, los evangelios difieren) para espanto y espasmo de Gould, que más tarde culparía al atribulado ingeniero de haber destrozado los nervios de su brazo y agarrotado fatalmente sus dedos. Pero sin duda su mayor extravagancia fue dejar de tocar en público a los 31 años. Ya veremos más tarde las razones alegadas. Desde entonces se dedicó a producir un disco maravilloso detrás de otro y defender la preeminencia de la música grabada frente a la escuchada en vivo. Y a pesar de todo, a pesar de todos sus manierismos, sus manías, sus caprichos, sus poses, sí, sin duda: es el artista del piano más grande, y uno de los músicos imprescindibles del siglo. Esto es evidente hasta para alguien poco dotado musicalmente como yo. Su música, que llevo escuchando obsesivamente las últimas semanas, suena clara y distinta. Suena a otra cosa. Emociona. Respecto a él, tras haber leído sobre su vida —la bibliografía es inagotable—, pienso que nada es lo que parece. Ni estaba loco, ni estaba enfermo. Ni síndrome de Asperger ni autismo ni nada. Tampoco misantropía: Gould, que despreciaba al público de conciertos, era un filántropo convencido de estar acercando la música clásica a la gente a través de su defensa de las grabaciones. Hay abundante literatura que busca dar una explicación psiquiátrica de sus manías. No me las creo. Era un excéntrico, y un pedante de cuidado, sin duda, pero a veces la excentricidad es solo el subproducto de la lucidez y una manera de sobrevivir(se); la pedantería, una forma de disimulo. Era una persona de una inteligencia prodigiosa, dotada de un sentido del humor formidable. En él todo era juego, no farsa. Jugaba el piano, tanto como jugaba la vida. Era, en suma, un tipo encantador.
II
Cuando Gould estrenó en 1962 con la Filarmónica de Nueva York el Concierto para piano número 1 en re menor de Brahms, sucedió algo memorable. Momentos antes de dar comienzo a la pieza, Leonard Bernstein, el director aquella noche, salió al proscenio y se dirigió al público, anunciando su completa disconformidad con la interpretación que el público iba a escuchar y él a dirigir. Las palabras de Bernstein son un ejemplo de bonhomía:
No se asusten, el Sr. Gould ha venido y aparecerá en un momento. Como saben, no tengo la costumbre de hablar en los conciertos, excepto en los preámbulos de las noches de los jueves, pero una curiosa situación ha surgido, que merece, creo, una o dos palabras. Están a punto de escuchar una interpretación, yo diría, poco ortodoxa del Concierto de Brahms en Re menor, una interpretación tan singularmente distinta de cualquiera que haya escuchado, o soñado, en un tiempo remarcablemente lento, con frecuente desvío de las indicaciones dinámicas de Brahms. No puedo decir que esté de acuerdo con la manera en que el Sr. Gould concibe la pieza, y eso plantea una cuestión interesante: ¿por qué la estoy dirigiendo? (Risas del público) La estoy dirigiendo porque el Sr. Gould es un artista tan válido y tan riguroso que debo tomarme con total seriedad cualquier cosa que él conciba de buena fe, y su concepción es suficientemente interesante como para que pensar que ustedes merecen escucharla también.
Pero la vieja cuestión sigue ahí: En un concierto, ¿quién es el jefe, el solista o el director? La respuesta, claro está, es, a veces uno, a veces el otro, dependiendo de las personas implicadas. Pero casi siempre ambos consiguen lograr juntarse y, bien por persuasión o encanto o amenazas incluso, componer una obra unificada. Sólo en una ocasión anterior a esta tuve que plegarme a una enteramente nueva e incompatible versión: fue la última vez que acompañé al Sr. Gould (risas). Pero en esta ocasión nuestros puntos de vista son tan discrepantes que me he sentido en la obligación de descargarme de responsabilidad con esta pequeña confesión. Entonces, cabe insistir, ¿por qué estoy dirigiendo el concierto? ¿Por qué no monto un pequeño escándalo y busco un sustituto al solista o cedo mi lugar a uno de mis asistentes? Porque estoy fascinado, feliz, de poder mirar con nuevos ojos este concierto, tantas y tantas veces ejecutado; porque hay momentos en que la ejecución del Sr. Gould emerge con una convicción y frescura sorprendentes; en tercer lugar, porque todos podemos aprender algo de este artista extraordinario, un intérprete reflexivo, y finalmente, porque hay en la música eso que Dimitri Mitropoulos solía llamar «el elemento travieso», un factor de curiosidad, aventura, experimentación, y les puedo asegurar que esta semana colaborando con Mr. Gould en la preparación de este concierto ha sido toda una aventura, y es con ese espíritu de aventura que ahora se lo presentamos a ustedes.
Se supone que la interpretación de Gould es más lenta y sutil que lo indicado por Brahms. Compré en iTunes tres versiones del concierto: Barenboim dirigido por Karajan, Zimmerman con Simon Rattle a la batuta, y la de Gould, que es la grabación en directo de aquella noche de 1962 e incluye la reserva de Bernstein, en un bello y profundo inglés. Al final, ya solo escuchaba a Barenboim, y luego a Gould, y luego a Gould y luego a Barenboim. Carezco de competencia musical (solo soy un curioso, y no querría opinar a humo de pajas, o no más allá de ciertos límites) pero me da la impresión de que la interpretación del argentino, comparada con la de Gould, suena efectista, o sería más justo decir, más dramática (más romántica, acorde a las convenciones musicales del tiempo de Brahms). A Gould el romanticismo de la pieza le importa poco. Allí donde Barenboim declama, Gould susurra. Ataca la parte de piano con pasos de bailarina, de puntillas. Pero lo increíble es que el susurro no por serlo pierde nitidez. Cada nota se oye clara y distinta como un guijarro cayendo en el fondo de un pozo. Es más fácil escuchar a Barenboim, porque uno presiente hacia dónde irá el siguiente compás. Con Gould cada nota parece improvisada, como si el pentagrama estuviera vacío y la música se estuviera alumbrando por primera vez con cada tecla pulsada; hasta la propia orquesta parece dudar. Y el público se siente intrigado y absorto. Mi mujer, que tiene mejor sentido musical, dio con la clave: «Gould hace lo que le da la gana. No me extraña que Bernstein pensara que le estaba cambiando la partitura. Si es que convierte un concierto romántico, donde la orquesta y el solista se desafían, en uno barroco, donde los contrastes quedan atenuados. Cameraliza la orquesta, obligándola a ir de su mano». Por lo demás, la versión de Gould tiene esa pátina radiofónica de las grabaciones históricas, que pone un filtro al sonido, que es el poso que se forma en algunas botellas de vino, como si un poco de ruido blanco hiciera más dulce la música y menos abstracta.
Y esa lentitud incesante, esa ultrajante delicadeza, desembocó en las segundas Variaciones Goldberg, el testamento que Gould otorgó en 1981. Ahí, en el aria, el metrónomo se detiene. Es un sacrilegio, pero lo diré: Gould es a la música lo que Panenka a los penaltis.
III
Como es sabido Gould dejó de dar conciertos a los 31 años, en la cúspide de su fama. El 10 de abril de 1964, realizó su último concierto en Los Ángeles, en el Teatro Wilshire Ebell. Entre las piezas que tocó esa noche estuvo la Sonata número 3 para piano de Beethoven y la Sonata número 4 opus 92 de Ernst Krenek. Nadie sabía que esa sería la última vez, aunque Gould llevaba años avisando de sus intenciones. El resto de su vida de pianista lo pasaría en los estudios de grabación, en la radio, en la televisión canadiense haciendo sus documentales, y en casa, tocando para sí, o callando también para sí. Pero Gould no fue un Salinger, ruidosamente oculto. A Gould le encantaba intervenir en público, aunque fuera desde la distancia y, sobre todo, teorizar sobre la música, en un lenguaje ampuloso, contradictorio y pedante, que parece querer imitar las grandes composiciones barrocas. Si la música de Gould es clara como un diamante, no se puede decir lo mismo de su lenguaje hablado y escrito. Sus textos son un magma disperso donde las digresiones —que están ahí como las distintas voces de una fuga— lo emborronan todo. Y a Gould le encantaba teorizar. Gran parte de sus apariciones tenían por objeto justificar su abandono de la música en directo. En resumen, dio tres razones de peso: 1) Asqueamiento de la vida del concertista y del público de concierto, en particular de lo que llamaba el «auditor aprehensivo», interesado en localizar fallos; para GG, el público de concierto es por lo general lego e incapaz de apreciar la bondad de una interpretación o, más importante, tener una visión de cómo debería ser interpretada una pieza; está incapacitado, en definitiva, para el genuino disfrute, que solo brota del conocimiento. Además, Gould hizo de su espantada un alegato contra la tensión competitiva, la búsqueda morbosa del nuevo niño prodigio, el «instinto de gladiador» que impregna todo el mundo del virtuoso. 2) La preeminencia de la música grabada sobre la música en directo. En esto Gould iba por completo a contracorriente del mainstream puritano, que consideraba (y considera todavía hoy) la música «enlatada» como un Ersatz para proletarios. Gould enseñó al mundo —y hay que tener en cuenta que si esta discusión parece superada hoy es en parte gracias al propio Gould— otra manera de apreciar la música. Las actuaciones en directo de los grandes intérpretes raramente son tan geniales como el crítico afirma, y el juego de magnificaciones y denuestos por parte de la crítica profesional forma parte del circo del virtuosismo. Es en el estudio donde uno puede ensayar, una y otra vez, fórmulas novedosas, probar, descartar, dar con una idea luminosa tras toda una noche de íntimo trabajo con la partitura, el teclado y los ingenieros de sonido. Gould no se privó de experimentar, cortar y pegar distintas tomas; y no lo hacía para ocultar errores o porque no pudiera tocar de memoria. Lo hacía para lograr algo distinto: «La única razón para grabar es hacer algo distinto». Si hay un lugar donde alcanzar el éxtasis es en el estudio, no en la platea. Con frecuencia Gould reclamaba para sí el mismo margen del que dispone un director de cine, que puede manipular el material rodado en la sala de montaje sin que nadie le descalifique por eso. 3) Suma y consecuencia de las dos primeras: el concierto en directo es algo obsoleto porque existen los discos; es decir, una derivada más de la condición del arte en la época de su reproductibilidad técnica, que diría Walter Benjamin, y a quien podemos suponer Gould había leído. Abajo el aura de la obra de arte, fuera las aduanas estéticas impuestas por la élite que puede permitirse ir a conciertos y recitales, y quien quiera escuchar, que escuche, que escuche donde y cuando quiera, cada vez más claro y cada vez más puro.
IV
El fascinante tema que plantea Thomas Bernhard en El malogrado es la infelicidad por contacto con el genio. La infelicidad de aquel que, estando en posesión de un talento extraordinario, suficiente para deslumbrar al común de los humanos, sucumbe ante el encuentro con lo sublime inalcanzable. Tres personajes comparecen en la novela (una de esas novelas-tubo de Bernhard, de un solo párrafo): Glenn Gould (un falso Glenn Gould, cuya biografía se mistifica), Wertheimer y el narrador. Los dos últimos, excelsos pianistas; el primero, el mayor genio del piano del siglo XX. Los tres coinciden en Salzburgo durante una breve estancia para cursar estudios con Horowitz. Un día Wertheimer escucha por casualidad a Gould tocar las Variaciones Goldberg, a través de una puerta entornada. La escucha de unos pocos compases bastan para destruir su carrera, arruinar su vida, y provocar su suicidio años después. Es el tema clásico de Salieri y Mozart. Solo unos pocos son capaces de distinguir entre el genio y el talento, entre ellos aquellos que tienen de este y carecen de aquel. Algunas personas deciden en ese momento acoplar sus expectativas a sus posibilidades, tocar o jugar para el disfrute propio o ajeno; otras abandonan su arte sin aparente trauma para dedicarse a otro menester; pero hay un tipo de individuo al que su condición de dios menor le destruye, corroído por algo que no es propiamente envidia, sino más bien el colapso de su propio narcisismo: la propia idea que se han formado de ellos, como altos artistas, se derrumba, queda aplastada como un insecto ante el trote de un elefante. Su vida queda malograda (la traducción de Miguel Sáenz es magnífica, empezando por el título de la novela: mi escaso alemán me da para ver que El malogrado es adecuada traducción del original Der Untergeher, como alguien que no logra sus objetivos, y cuya vida se malogra o malbarata; no acierta en cambio la traducción inglesa, The Loser; debiera ser algo así como The Underachiever). Recomendable historia con moraleja: no buscar la felicidad en el arte, y saber abrazar la propia mediocridad a tiempo. En eso estamos.
Nota: Hay un excelente análisis de la novela del siempre excelente Félix de Azúa en su excelente e incitante Lecturas compulsivas, editado en Anagrama. Sobre Gould y en español hay Vida y Arte de Glenn Gould, de Kevin Bazzana, (Turner, Madrid 2007; traducción de Miguel Martínez-Lage y Eugenia Vázquez-Nacarino) y Conversaciones con Glenn Gould, de Jonathan Cott (Global Rhythm Press, Barcelona 2007; traducción de Ferran Esteve). La misma editorial y traductor son responsables de su correspondencia en castellano. Turner publicó en 1989 The Glenn Gould Reader, bajo el título Escritos Críticos. También en castellano se puede encontrar un ensayo de Michel Schneider.
El artista del piano más grande? espera a escuchar a Richter
http://www.youtube.com/watch?v=Q1iUdM5k5Hc
y sale Richter tocando Schubert… uno de los momentos cumbre en la historia de la humanidad
Nunca mejor dicho!
Discusion pueril Mi Richter la tiene más grande que tu Gould…por dios.
y quién ha discutido? o_O
La vanidad del opinador forero. El autor del artículo da su opinión y la argumenta mientras que el opinador contradice y sentencia de forma arrogante creyéndose en posesión de la verdad.
Por el amplio abanico de compositores que interpretó el gran Sviatoslav posiblemente sea el más grande pianista en la historia de la fonografía. Su Schubert es inigualable (ya lo dijo el propio Gould, antes de escuchar al Schubert de Richter le parecía al canadiense un autor poco interesante); su Beethoven, sin alcanzar las cotas de Schnabel increible; Debussy solamente superado por Bennedetti Michelangeli. Y Bach, dentro de los cánones más ortodoxos en la interpretación pianística también insuperable. Claro está que Gould llevó a Bach por un camino al que nadie se ha acercado ni por asomo.
Interesante.
Si pero cuando Richter escuchó tocar a Gould tocar Bach manifestó que ya jamás incluiría al alemán en sus repertorios. Es un combate a dos. Ahí termina la discusión.
El ensayo de Schneider es una maravilla
Soy un incondicional de W. A. Mozart, a quien de cierta forma Glenn Gould ninguneó… sin embargo la interpretación que hizo de sus sonatas me parecen una de las más interesantes y virtuosas que hay… su irrespeto total por la partitura nunca es gratuito. Sobre este tema escribí hace no mucho esta breve nota: http://tmblr.co/ZqlZ8ynde-v6
La novela de Bernhard es un pozo estrecho y oscuro. Muy buen artículo.
La silla de Glenn Gould jamás fue plegable http://media.civilization.ca/2007/images/gould_08.jpg
Descubrir a Glenn Gould es una de las cosas más grandes que me han pasado jamás, habré escuchado algunos de sus discos decenas y decenas de veces.
En el Aria que abre las variaciones se va a más allá del doble del tempo de la obra original y a mi esa versión de las variaciones me fascina profundamente, si queréis saber más, en Spotify el último corte de las variaciones es una deliciosa entrevista que le hace Tim Page en la que hacen un pormenorizado repaso a algunas de las variaciones.
Me ha gustado el artículo pese a que exagera demasiado todo el tema de la silla y su postura » como un borracho sobre la barra de un bar» pues no, oiga. Gould tmbién ha dado explicación a lo de su silla y su postura quitando bastante hierro al asunto, pero veo que sigue levantando pasiones.
El Aria… a Gould (80’s) le dura 3 min., pero a Tureck (cuya influencia reconocía Gould) le dura el doble: 6 minutos!
Me refería a que dobla el tiempo respecto a su primera versión
Creo que lo de la casi doble velocidad en sus primeras Goldberg se debe a que la discográfica, por ahorrar, le obligó a grabarlo todo en un solo disco. Después le dieron más libertad.
Se puede ver clarament que es plegable en este video:
https://www.youtube.com/watch?v=hlAg-yL-FfY
Gracias a todos por vuestros comentarios. Coincido con Miquel Àngel en que el juego de los superlativos (el más grande…) es completamente pueril. Es casi inevitable entre culturetas como nosotros, y he caído en la tentación. Gracias por los enlaces y las sugerencias.
Cierto, la silla no es plegable. Tengo pecado, porque la he visto expuesta aquí en Ottawa.
Juan Cla
Gould ha sido un grandísimo pianista. Pero brilla en Bach y en el repertorio del siglo XX. Ningunea a Mozart, no es un gran intérprete de Beethoven, ignora (cuando no machaca) a Chopin … siquiera compararlo con Richter es un sinsentido.
En cuanto a la duración de sus Goldberg, cabe recordar que no toca las repeticiones, cosa que sí hacen la mayoría de intérpretes que las tocan. De hecho, si escooges un puñado de versiones de las Goldberg de los últimos 30 años, muchso intérpretes se aproximan más a los tempos de Gould que a los versiones anteriores como Tureck en piano (que grabó las Goldberg para piano varios años antes que Gould) o Landowska en clave.
Pingback: Glenn Gould: Música para ciempiés
Para escribir sobre música clásica y sus intérpretes hay que saber más. En jotdown suele faltar nivel en ese tema.
Tienes toda la razón Miguel. Escribí el artículo con mala conciencia, y ya advierto que no soy un experto. Encontré justificación pensando que al fin y al cabo me centraba más en el retrato del personaje y su importancia cultural. Pero para escribir sobre música clásica hay que saber más, estoy de acuerdo.
Juan Cla
Al menos escribe sobre un músico clásico en una revista no especializada, un soplo de aire fresco. Mi anterior comentario iba sin maldad, lo juro. Siga intentándolo, escribe usted bien.
Como músico, he visto puntos de vista muy interesantes en tu artículo. Genial la aproximación a Gould, a pesar de que la primera parte me ha parecido un poco «de consumo», así como de chascarrillos y tal (el video en el que discute con Menuhin podría resumir ese punto empíricamente) y eso de que estrenó el concierto de Brahms en el 62 chirría un poco; cierto es que puede que la versión se vea como un nuevo concierto nunca escrito.
Gracias!!
Me encanta Gould y es verdad que era un tipo raruno, pero es cierto que (principalmente) destaca por su forma de tocar a Bach. También me gusta interpretando a Beethoven…y me parece todo un acierto que él ofrezca su punto de vista, pues, al fin y al cabo, es lo que hace cualquier intérprete: interpretar es crear, esto hay que tenerlo claro.
Tengamos en cuenta que muchas interpretaciones no se pueden realizar con los instrumentos para los que se compusieron originalmente, así que modificaciones tiene que haber forzosamente (esto se ve claramente en el clave). Y por otra parte, las diferentes épocas imprimen un carácter o estilo que en otras épocas pueden parecer inadecuados. La versión más famosa de las Cuatro Estaciones (Barroco) grabada por la Filarmónica de Berlin y Karajan, no está interpretada al estilo barroco ni mucho menos. De hecho actualiza el sonido a los gustos del momento. Y hombre, no es ni mejor ni peor. Hay puristas que piensan que las cuerdas de los instrumentos deben ser de tripa de cerdo, como antiguamente, para sonar como sonaban entonces. El problema es que aunque el sonido sea más cálido, se desafinan constantemente, llegando a ser necesario afinar hasta un tono más al inicio de la obra para compensar.
El artículo me ha gustado y está muy bien que se hable de música y que cada cuál aporte su punto de vista.
Un saludo,
no encontrar la felicidad en el arte…..no he escuchado nuna una frase más apocaliptica….¿entonces que haremos aqui?……………….y con lo fácil que es encontrar la felicidad en el arte cuando tu eres tu mejor público…….fuera de esta platea está la vanidad, el ego, la avaricia…y esa mediocridad que usted pretende abrazar….
«Gould ya era reconocido como el mayor virtuoso de piano del siglo XX, si no de la entera historia del instrumento» […] «Esto es evidente hasta para alguien poco dotado musicalmente como yo»
Señores lectores, os presento la historia de dos frases. Cuando he leído la primera he pensado que el escritor de este artículo no podía tener mucha idea de piano. La segunda confirma la teoría.
Joder, para escribir un ensayo sobre música nohay que ser ningún experto a no ser que se presuma de ello cosa que no hace el autor porque advierte de su amateurismo. Muy interesante artículo.
Y atrayente recomedación del libro El malogrado, me apetece. Alguna otra recomendación poco conocida o popular de literatura sobre artistas, genios,o malditos?
Hay un libro sobre Gould, Cartas Escogidas, que es bastante gracioso y revela la personalidad y el carácter del genio.
Parece como si Gould brotara cada cierto tiempo en los magazines, por vía de artículos generalmente notables, a los que habrá que añadir uno más, de ideas claras y sensacional redacción.
Yo, pese a todo, quiero dejar constancia de varias cosas.
Creo que la deificación de Gould en algunas líneas del artículo no dista de la ola de palabras vanas y grandilocuentes que identifican a los críticos «profesionales». Gould merece el título de intérprete único. Pertenece asimismo al grupo de músicos que interrogan a las partituras desde una visión autónoma y están capacitados para explicar largo y tendido cada staccato que emplean. Pero decir que es el mejor o el más grande, pues como que no.
En cuanto a Brahms, aunque ya está casi todo dicho, no queda de más insistir en que el XIX, grosso modo, es el siglo del efectismo y de la preeminencia de lo melódico-homofónico; para muestra, las dos últimas sinfonías de Schubert. No me parece justo calificar de efectista una interpretación de una obra decimonónica desde el prisma objetivista o historicista. De lo contrario, podríamos cargarnos no ya a intérpretes, sino a compositores enteros por sus elaboraciones pirotécnicas, desde Beethoven a R. Strauss, pasando por Schumann. No hace falta fusilar nombres para elogiar a Gould o Bach.
En la polémica de los conciertos, cuesta no aliarse con Gould, habida cuenta de la esterilidad que gobierna el mundo de las interpretaciones públicas. Theodor Adorno compartía con el canadiense muchos presupuestos a este respecto. Él también prefería el disco, por las posibilidades que concede al oyente de moverse entre los sonidos, a pesar de que en los sesenta no toda grabación estaba al alcance de cualquiera. Yo, sin embargo, no veo que Gould colaborase precisamente a la instrucción del oído. Hacía algo diferente, en efecto, pero no procuraba a los oyentes ninguna herramienta para que éstos pudieran captar lo que sus interpretaciones tenían de distinto. Le oímos en ‘El clave bien temperado’ y apreciamos lo peculiar, apreciamos que ni Barenboim ni Pollini están detrás del auricular. ¿Pero entendemos siquiera una pizca de las razones que llevan a Gould a realizar esa interpretación? No. Y él no hizo nada para que la cosa fuera diferente. El problema no reside en el formato (concierto o disco), sino en la disposición y en el conocimiento del que escucha. En ese sentido veo mucho más encomiable la acción didáctica de Bernstein a lo largo de las décadas, muy elemental, pero mejor que el elitismo apático.
Gracias por tu comentario Glenn. Es un magnífico complemento al artículo y todo lo que dices lo mejora y me ha hecho aprender.
Un saludo,
JC
GLENN ES IRREPETIBLE, ÚNICO Y ESTREMECEDOR.
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La silla es plegable.
https://www.youtube.com/watch?v=5SHtyGc8pfk
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