Así que me fui a Pedraza, a la óptima Hospedería de Santo Domingo, para celebrar allí el seminario sobre The Golden Bowl de Henry James.
Esta, una de las últimas creaciones del artista, es también una de sus novelas más opacas, trabajosas, circunvolutas y (si me permiten la expresión) perversas. Junto con las otras dos que forman la trilogía final de su vida, está escrita con tiniebla, adornada con grandes manchas de grafito en polvo y tiene lugar en un laberinto de espejos donde no es fácil moverse sin golpearse contra el propio reflejo. Solución: buscar ayuda en los amigos.
Allí estábamos tratando de averiguar si es un relato de inmoralidad comparable a Les liaissons dangereuses o un modelo de filosofía moral, como pretende Martha Nussbaum. ¿Cuál es la relación sexual real, la de Maggie con su padre, la del Príncipe con la bella Charlotte, la del millonario impotente con la posible buscona…? ¿Y acaso podemos considerar algunas novelas como verdaderos tratados morales, algo que Putnam niega categóricamente? Muy entretenido.
Así pasábamos las tardes, destripando una de las novelas más fascinantes de la historia literaria moderna, mientras sobre nuestras cabezas una cigüeña iba y venía dibujando augustas sinusoides en un cielo de cerámica azul para criar a su cigüeño, aún de pico negro. Cuando llegaba al nido comenzaba a batir las largas aspas con su inconfundible tac-tac-tac-tac, al que respondía el macho, vigilante sobre otro más alto abeto. Desde la habitación del hotel veíamos salir del largo pico de la cigüeña los caracoles, saltamontes, renacuajos, babosas y pececillos que traía para alimentar a la cría, con gran contento de la niña, o de las niñas.
Yo no podía quitarme de la cabeza la torturada sexualidad de Henry James y la transparente escenografía sexual de las cigüeñas, el camino recorrido desde la cópula de nuestros primeros padres hasta el altísimo arte de la degeneración. Pero aún me faltaba una figura intermedia entre los brutos celestes, los habitantes del Edén generalmente pobres y agrícolas, y los retorcidos mortales, inquilinos de un palacio florentino.
Una de las tardes nos acercamos a la fortaleza de la ciudad, imponente conjunto de castillo, palacio y residencia que compró Zuloaga a comienzos del siglo XX para restaurarlo e instalar allí su último refugio. Se conserva muy bien y su nieta (o quizás biznieta) ha dispuesto un breve pero excelente depósito de pinturas y dibujos del abuelo.
Entre las piezas mayores figura el sobrecogedor retrato de Belmonte, pieza heroica y rotunda que yo desconocía. También el de Falla, pero me parece a mí que no es el original sino una copia del propio Zuloaga al final de su vida. Finalmente, un sorprendente desnudo. La modelo, tocada con peineta y mantilla, nos observa sentada en un sillón de brazos con asiento de terciopelo para su desbordante trasero. La mirada es tan descarada, la desnudez tan agresiva y la media sonrisa tan provocativa que es imposible no entenderlo como el homenaje a una amante excepcional por parte de un pintor ufano de tener aquella fiera al alcance de la mano. La retrata en su más inmediata condición animal, pero con una simpatía contagiosa y la chufla de la mantilla. Digamos que es la negación de la Olympia de Manet, a pesar de la evidencia del recuerdo, gato incluido que aquí es perro, pero todo lo que en Manet es intelecto, es aquí rijo.
Me pregunto yo si entre la plácida naturalidad de las cigüeñas, tan habitual entre gentes sencillas, y los escalofríos voluptuosos de James no habría que colocar el arquetipo Zuloaga. Cercano a la cigüeña, sí, en su inalterado instinto, pero sin el exceso de preciosismo que empuja hacia la depravación gentil. Acaso fue esa la utopía que los burgueses de la revolución francesa soñaron como modelo universal: mantenerse adecuadamente animales para lo básico, sin renunciar al prurito civilizatorio. Brutos cuando es necesario, pero artistas. En todo caso, otra utopía rápidamente desmentida y arrasada.
Hoy, aunque se quisiera sería del todo imposible: el prurito civilizatorio de nuestra época aniquila cualquier semilla cultural de cierta profundidad, arrojándonos de vuelta al lugar del que, precisamente, el conocimiento se encarga de sacarnos de paseo.
Una obra ante cuya contemplación, pese a quien pese, sigue siendo oportuna la reclamación de genialidad: Zuloaga se reconocible en sus obras, su genio no necesita de una firma para garantizar su autenticidad. La contundencia más absoluta, tanto en el dibujo como en el color, son su seña de identidad. Ahora bien, ¿cómo cuadra esta evidencia con la de su admirador, en tanto en cuanto éste reniega de la valía del genio en general? ¿Será que, ahora que brilla como una mariposa enardecida y otoñal, le convence la conveniencia, le vale el juego de reclamarse en una imagen de excelencia vital?
Por insistir un poco en lo apuntado, parece que algunos términos, como el de “genio”, periclitan por el sólo hecho de que se renuncia a usarlos habida cuenta la repugnancia que provoca la idea que trasmiten; y hay otros que por análogo motivo, es decir, por la conveniencia de su uso, se revalidan, como es el de “esclavo”, en la medida en que le aprovecha a cierto tipo de discurso vindicativo para cargarse de razón y engalanarse a la vez. Se dijo hace mucho, a mi modo de ver disparatadamente, que la filosofía es el discurso del esclavo. En un contexto especulativo como el aludido pase, pero que se eche mano de tal anacronismo par juzgar situaciones de actualidad es denigrante además de falso. Es lícito hablar de trabajadores, de empleados, explotados o no, pero llamarlos esclavos sólo cabe en la cabeza ultraenvanecida del filósofo sacamuelas de turno, de alguien cuya idiosincrasia de señorito le lustra la calvicie con más brillo que brillantez. Y tiene hígados el gran falsario.
Yo dice algo que a mí, Otro, me conmueve. Yo creo que posiciones tan recalcitrantes como la que denuncia no se producen a no ser que tengan un respaldo poderoso. Si alguien dice luchar contra la esclavitud en pleno siglo XXI, es que alguna mala conciencia le empuja a reivindicarse a sí mismo como alguien santurrón. Porque hay santurrias como hay canturrias.
Entre tantas sombras las luminarias de Pin destacan por contraste: evidentemente, el único problema que le ha afectado a él en su vida es “ese problema total de la existencia”, y pocos hay que de su propia vida pueden hacer su propia mercancía. Éste parece ser el caso de los filósofos de esta última ornada. Algún día habrá que proceder a hacer su biografía, sin concesiones y sin ocultamientos; todo bien a las claras. Mientras tanto, despejemos las figuras de su discurso para ver lo que resulta: una persona en situación de explotación requiere de otra en situación de explotador. Si no me equivoco, Marx afirmaba, grosso modo, que en esa relación también al 2º le llegaba a afectar la negatividad, de modo que de ahí colegía el necesario advenimiento del Comunismo. Pero dejando aparte la ortodoxia ideológica, retornando a la clarificación de las figuras discernidas, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿en qué lado se sitúa el filósofo en función del papel que la generación mentada le asigna? Es evidente que, puestos en perspectiva histórica, tanto se ha dado la figura del filósofo explotado como la del filósofo explotador, de modo que no hay una relación de consecuencia directa entre esas posiciones: no es una condición ontológica sino histórica la que se nos avecina. No obstante, atentos a la posición que se les asigna últimamente, la figura del filósofo sería aquella que ni explota ni es explotada, la cual, vista así, en contraste con las que históricamente se nos certifican, no deja de conformar una figura ideal. De acuerdo con la imagen que nos propone Pin, el filósofo sería aquel que, sin ser ni explotador ni explotado, pugna con el primero a fin de liberar al segundo. Sabido es que, frente a tales generalizaciones, las contradicciones despuntan desde el polo contrario de la relación, y que donde se dice “todo” basta con demostrar “algo” para contradecirlas.
Al Pin le iba la cosa de sentirse admirado para sentirse inspirado y motivado. Por fin lo confesó: se sintió como un Proust que amaba cruelmente a sus jovencitos para que le sirviesen como materia de recreación literaria… y redención por la palabra. El Pin sufría de amol, sus cachorros olían su dolor… y mordían, como diría Meo Tsu Tung. Y sufría y gosaba el Pin mirando al espejito mientras le llegaban las ideas filosóficas sin espanto: ¿Quién es el más sabio (o sea, el mejor pedagogo, o maestro pa los demás) de los filósofos? ―le preguntaba insistentemente.
La exposición a estas conductas de hostigamiento reales y observables no es algo casual sino plenamente causal o intencional puesto que quien acosa intenta, con mayor o menor consciencia de ello, un daño o perjuicio para quien resulta ser el blanco de esos ataques, muy especialmente el amilanamiento y la quiebra de su resistencia psicológica a medio plazo. Todo proceso de acoso psicológico tiene como objetivo intimidar, reducir, aplanar, apocar, amedrentar y consumir emocional e intelectualmente a la víctima, con vistas a anularla, someterla o eliminarla de la vida ordinaria, que es el medio a través del cual el acosador canaliza y satisface una serie de impulsos y tendencias justicieras de halcón del pueblo.
¡Quién nos iba a decir que en Víctor Gómez Pin acabaría encarnando la rijosa desfachatez autocomplacida del vejestorio mimado, amanerado y políticamente correctísimo de la Transición Española!
Pero, ¿qué otra cosa cabía esperar de una Cuadrilla de negociantes caraduras al pormejor y porjetas de sinvergüenzas?
e usté un mostruo…
Vamos, que te has ido un finde a Pedraza. :)