Ser un miserable y cosechar por ello toneladas de desprecio público; ofender al prójimo con bajezas y alentar decididamente la matanza de judíos; ofrecerse como delator a la policía del tirano, censurar al compañero de letras para truncar su carrera y comportarse como un auténtico puerco humillando en público a las mujeres. ¿Poseer todo este catálogo de lindezas puede constituir una ventaja a la hora de escribir, de escribir bien?
Afilando un poco más la pregunta, ¿ser un canalla le capacita aún más al autor a la hora de escarbar literariamente muy adentro de esa condición inseparable del hombre como lo es la ruindad? Y por esa misma razón, y de ahí puede extraerse la gran paradoja, ¿es ese miserable escarbando vilezas el que después, y gracias a su obra, se convierte (quizá sin pretenderlo) en un gran moralista al retratar en su obra sin complejos tanta bajeza?
Lo que sí podría afirmarse es que no sirve para elevar la calidad de sus escritos el que el autor se dedique a amparar a la viuda y al huérfano, criticar la caza de ballenas o pronunciarse con energía en contra de los desahucios. Hay ejemplos flagrantes de que esto no funciona así: muchos escritores en apariencia íntegros son más admirados por sus posturas políticas y sociales, reflejadas con martilleo constante en sus artículos de prensa, que por lo que de verdad valen sus libros.
Y a la inversa: la degradación ética del autor, su infame vida, no es inseparable de su genialidad literaria, incluso hasta podría pensarse que la incrementa. Esto plantea un curioso contrasentido que parece hacer saltar por los aires el principio platoniano de que la Justicia, la Bondad y la Belleza se necesitan entre sí, sin apelación posible: la realidad no se compadece con Platón, porque la virtud encuentra en ocasiones muy sucios caminos y servidores (como Cela o Céline) para aleccionarnos con viveza sobre la condición humana.
Hay que señalar que son muchos los canallas que escriben bien, hasta muy bien, se podría decir. Abundan los buenos escritores que por debilidad mental, alcoholismo, desafuero pasional o por la perentoria tiranía que impone la falta de dinero, delinquieron, fueron encarcelados, asesinaron a sus esposas. Rimbaud traficó con armas, olvidándose por completo de las letras; Dostoievski visitó el talego por deudas; Althusser estranguló a su mujer y William Burroughs se la cargó mientras se divertía disparándole como si fuese Guillermo Tell; Carroll fue apartado de una niña (ojos y manos lejos de Alicia de carne y hueso) y de Barrie se afirma que falsificó un testamento para quedarse con la custodia de cinco huerfanitos, lo que le garantizaba una proximidad afectiva por muchos años con unos menores (Peter Pan sería su proyección literaria «blanca»; Garfio, la negra); Bukowski no distinguía la botella de la pluma, y así la lista de plumas delicuenciales, calaveras o locatis de los que cuidarse es casi interminable.
Ahora bien, si tuviera que escoger a dos miserables indubitados que hayan escrito genialmente y con una paleta cromática rica en el rojo brillante de la sangre que surte del latigazo, el amarillo doliente de la humillación y el gris oscuro y viscoso de las más intolerables de las bajezas, no me cabe la menor duda de que esa final de la copa al mayor de los infames la iban a disputar Camilo José Cela y Louis Ferdinand Céline.
Vaya par de pájaros de cuidado: probablemente superen el límite de lo detestable, habiendo cosechado los dos (hay que decir que en ambos casos para su propio orgullo personal) las condenas morales más fieras; pero a la vez superan también el límite de la genialidad habiendo cosechado por ello también los más encendidos elogios. Nadie ha escrito como ellos sobre la miseria de la condición humana y, a mi juicio, tampoco hay muchos otros escritores que hayan traspasado tantos límites en su propia conducta personal. Ambos son autores de dos libros significativos al objeto de este articulo, y que podrían llamarse «viaje a lo más profundo de la infamia», pero que, por una casualidad o un capricho inexplicable, uno se titula Viaje a la Alcarria, y otro Viaje al fin de la noche. Bueno, no dejan de ser dos viajes, dos transportes a lo abyecto, o mejor, a lo «inmundo», es decir, a un lugar donde el mundo deja de regirse por los parámetros de humanidad imprescindibles para considerarlo como tal… y de esa manera absurda, retratando con pelos y señales el infierno, pasan estas dos obras a convertirse en dos monumentos de edificación moral.
Pero veamos qué currículum ciudadano atesoran los autores. Sobre Cela, pensé que, siendo el personaje brutal de todos conocido, el gran maestre provocador del pedo (merecido título) y la traca, el grosero público empedernido y tremendista, y el probado y confeso informador del aparato policial franquista (según las investigaciones del historiador Pere Ysás recogidas en su libro Disidencia y subversión publicado en el 2004 en la editorial Crítica), daba la talla sobradamente para disputar esta interesante final. ¿Es necesario recurrir a YouTube para verlo humillar con crueldad a una mujer (una periodista a la que arroja a la piscina una y otra vez), o publicar aquí su carta de puño y letra ofreciéndose como delator al bando victorioso? Sobran también sus polémicas escatológicas con otros escritores, las pruebas palmarias de que su concepto de lo humano, siempre que sea ajeno a él y a sus intereses, nunca superará lo meramente zoológico. Esa dolencia personal siempre le retrajo al reconocimiento entusiasta que su obra merece… a pesar del Nobel.
En el caso de Céline, la repugnancia personal que despierta es, si cabe, más acentuada. Su estigmatización tiene elementos objetivos de suma gravedad: para resumir se puede afirmar que es el Céline perseguido, censurado, desterrado y encarcelado, el Céline de los panfletos políticos escritos a lo largo de los años 30 (Escuela de cadáveres, Las hermosas banderas o Bagatelas para después de una masacre), el que por su feroz antisemitismo ha merecido (y merece) el más enérgico de los repudios.
Aunque mejor que reproducir aquí el contenido de esos escritos de la vergüenza, veamos qué brutalidad le soltó a bocajarro a otro escritor, Ernst Jünger, cuando este, con el uniforme de capitán del ejército nazi, se entrevistó con él en París a las pocas semanas de que las tropas alemanas desfilaran por los Champs Elysées. A Jünger, creador de estéticas que se cruzan y empatizan sin duda con el nacionalsocialismo, le sorprendió la mirada y las palabras feroces de Céline (al que llama Merline en el apunte del 7 de diciembre de 1941 de su volumen de diarios Radiaciones) cuando este invita a los alemanes a ir casa por casa, bayoneta en mano, para exterminar sistemática y concienzudamente a todos los judíos de París:
Me ha manifestado (Céline) su extrañeza por el hecho de que nosotros, los soldados, no fusilemos, no ahorquemos, no exterminemos a los judíos, su asombro por el hecho de que alguien que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado (contra los judíos) de ella.
Y, desbocado, Céline le puso un ejemplo histórico de cómo se «peina» a cuchillo un barrio: «hagan como los bolcheviques». Dos horas le tiene a Jünger escuchando sus barbaridades en las que el alemán detecta «la fuerza monstruosa del nihilismo». Así, no extraña que describe a nuestro gran miserable como «una máquina de hierro que prosigue su camino hasta que alguien la destroza».
Este encuentro es muy pertinente porque parecería ante lo leído que Jünger, que se negó a pasar por un tribunal de desnazificación tras la derrota alemana, tiene el alma de delicado cristal frente al oscuro pathos que inspiraría la bestia sanguinaria que Céline lleva dentro. Pero veamos qué nos dicen sus escritos sobre la actitud de ambos ante, por ejemplo, la guerra.
Para Jünger, la guerra no deja de ser un juego de caballeros donde lo inherentemente atroz de la lucha se sublima con el comportamiento noble del soldado. Esta experiencia total que para el escritor alemán es un conflicto armado está brillantemente expresada en Tormentas de acero, con diferencia su mejor texto, donde narra sus peripecias como joven suboficial durante la Primera Guerra Mundial. La impresión que se tiene al leer este libro es la de que la experiencia bélica se aproxima a un divertido deporte donde Jünger, que no obvia e incluso se recrea en las atrocidades, es incapaz de ocultar su emoción cinegética:
Vaya cacería… atrapados entre dos fuegos los ingleses intentaron escapar y fueron abatidos como ciervos.
O muestra con interés de entomólogo, su otra gran pasión por cierto, la extrañeza que le produce «contemplar los ojos de un inglés al que uno ha matado de un disparo hace cinco minutos».
Más aún, en sus diarios sobre la Segunda Guerra Mundial antes citados, Radiaciones, el autor no desdeña presenciar como oficial, simplemente para satisfacer de nuevo «una superior curiosidad (sic)», el fusilamiento de un desertor alemán. Este pasaje merece especial atención por la esmerada poesía con la que describe el amanecer, el silencio del bosque a las afueras de París (el Bois de Boulogne), el frescor primaveral de las últimas lluvias… y el tétrico árbol donde se ata a los que van a ser fusilados: sobre la corteza descubre y describe meticuloso dos grupos de agujeros de bala, unos a la altura de la cabeza y otros a la del corazón de los que son pasados por las armas; dentro esperan dormidas las moscas de la carne. Estremecedora poesía.
Veamos ahora sin embargo cómo enfoca nuestro Céline la guerra. Céline, el miserable, no tiene ínfulas de noble soldado como Jünger: su álter ego literario, Ferdinand, el protagonista de Viaje al fin de la noche, muy al contrario que el valeroso Jünger, es un cobarde manifiesto, un tipo ruin, un ladronzuelo oportunista, un pobre canalla arrastrado a las trincheras contra su voluntad y muy consciente del trágico destino de los que son como él: ser triturados por un conflicto que ni les va ni les viene. Sobran los pasajes de este tenor al comienzo de su Viaje al fin de la noche. Dejemos que Ferdinad nos explique lo que es el valor, eso que se pide al soldado nada más ponerle un fusil en las manos:
Te lo pedían (el valor) en cuanto llegabas y a nadie le parecía impropio. En el fondo, solo el valor es impropio. ¿Ser valiente con el propio cuerpo? Pedid al gusano también que sea valiente: es rosado y pálido y blando, como nosotros.
Este es el cuajo visceral del antibelicismo de Céline. Unas páginas más adelante, Ferdinand informa a su coronel de que un obús ha matado al sargento Barousse cuando este se dirigía con un furgón a buscar el pan del regimiento:
—¡Lo ha reventado un obús!
—¿Y qué más, hostias?
—Nada más, mi coronel.
—¿Eso es todo?
—Sí, eso es todo, mi coronel.
—¿Y el pan? —preguntó el coronel.
Ferdinand se alegra abiertamente de la muerte del sargento Barousse, otro pillo como él, con el que se disputaba el botín de sus robos. Y seguidamente se alegra también de la muerte del coronel, que ahora yace decapitado en un talud a consecuencia de otro bombazo.
Pero esta peripecia es incluso superable, arrojándonos Céline sin contemplaciones al pozo de una profunda naúsea al leer cómo recuerda Ferdinand el cuello sin cabeza de este mismo coronel unos capítulos más adelante, cuando ya ejerciendo como médico en París tiene que asistir un aborto atroz:
… quise examinar a la mujer, pero perdía tanta sangre, era tal la papilla que no se le podía ver la vagina. Cuajarones. Hacía glu-glú entre las piernas como el cuello cortado del coronel en la guerra.
En fin, nada que ver con Jünger el esteta, el cantor casi apolíneo de la muerte, el sofisticado bardo de la sangre, un gran escritor sin duda que goza de toda mi admiración (especialmente en Juegos africanos); pero entre Tormentas de acero y Viaje al fin de la noche, no me cabe duda de que es tras la lectura de este segundo libro, el de Céline, con el que uno vomita con tan solo escuchar la palabra guerra.
Lo curioso es que fue Jünger el que se espantó por «la fuerza monstruosa del nihilismo» que mostró Céline en su entrevista, pero enseguida caemos en la cuenta de que es este antisemita irredento el que eleva nuestra virtud al leer las peripecias de su Ferdinand en las trincheras… porque es él, y no Jünger, el que nos hace abominar de la guerra con pasión. ¿Quién es por lo tanto el más (in)moral de ambos, Jünger o Céline?
Hay que recordar que a pesar de las simpatías más o menos latentes de Jünger hacia una Alemania nueva, grande y nazi, este vivió en un cómodo retiro y casi ni fue molestado tras la victoria aliada de 1945. Hasta el presidente del Gobierno español, Felipe González, acudió a su entierro en 1988 junto al canciller alemán Helmut Kohl. Céline, muy al contrario, fue encarcelado, desterrado, censurado, reprobado, execrado… y no sin poderosas razones. Aquí, en España, el socialista Joaquín Leguina le reivindica con pasión: ¿Realmente le hace un favor? ¿Se siente quizás Leguina un personaje más de Céline cuando acude a tertulias de televisión que parecen extraídas de una pesadilla ultramontana?
Esto es un buen ejemplo de la esquizofrenia que acompaña a este gran miserable que es Céline, en la misma medida que a Cela: dos hombres abominables de los que se extraen enormes lecciones morales tras leer sus obras en las que uno rebaña la molla de su pan en la misma grasa de la vileza.
Una paradoja que da mucho juego. ¿Pero quién de los dos explora con mayor regodeo, o cínico desparpajo, la miseria humana? ¿Es en Viaje al fin de la noche donde encontramos un relato más abyecto de la condición humana, y por lo tanto al vencedor de esta Copa de los Miserables, o bien al contrario, es en nuestro más cercano Viaje a la Alcarria donde hallamos al campeón de la mirada ruin, nuestro Cela, haciendo de las suyas mientras holla con sus pies de Bigfoot las sufridas tierras de Guadalajara?
Pues la cosa está bien reñida. Degeneración, mala baba y oscuridad es lo que sobra en estas obras. Empezando por la descripción del medio, de la aglomeración urbana, cosa que inspira mucho a estos dos pájaros geniales.
Comprobémoslo. Al comienzo de Viaje a la Alcarria, el protagonista (el mismo Cela) camina de madrugada con la intención de coger el tren a Guadalajara. Observa un edificio, cerca de Atocha, y lo que supone que hay tras sus persianas no evoca precisamente sentimientos de fraternidad humana:
… calles enteras de un mirar siniestro, con aspecto de cobijar hombres sin conciencia, comerciantes, prestamistas, alcahuetas, turbios jaques con el alma salpicada de sangre.
Para que no se funde duda ni se ponga reparo en la intensidad poética del momento, Cela describe un rebaño de cabras que en ese instante busca la salida al campo bordeando las calles de la estación: las cabras lamen ansiosas el polvo del asfalto con las primeras luces de un amanecer que surge con recelo, «cauto y desconfiado»; mientras, los gorriones del Retiro «chillan como condenados». También observa tras la verja del parque a dos docenas de gatos «sin fortuna, sin amo, grises, malditos, sarnosos (…) que deambulan en silencio, como aburridos, presos sin esperanza o enfermos incurables, dejados de la mano de Dios».
Ya se acerca a Atocha, y otra reflexión, más negra aún si cabe que las primeras, remata su caliginosa visión de un Madrid que duerme su resaca de sangre y rencor de posguerra, la de sus animales inocentes sin alma y la del alma animal y sucia de sus hombres:
… a veces las casas de los vecinos ahogados por la desdicha, señalados con el hierro cruel del odio y la desesperación, presumen de un balcón de geranios o claveles rompedores, gordos como manzanas.
Eso lo escribe Cela por si alguien se había dejado engañar con el aspecto jovial de alguna maceta madrileña.
Ya en la estación compara las locomotoras con cadáveres de caballos «muertos en la batalla y puestos a secar al sol», y señala, emponzoñando la lectura de muerte y desesperación, la visión, dentro de un vagón solitario, de una docena de vacas negras «de largos cuernos y ubre peluda y escasa, que esperan estoicamente la hora de la puntilla y del ancho cuchillo de sangrar». Atocha era una fiesta.
Céline no se queda atrás en la descripción de un París opresivo, sucio y vil, con las heridas aún abiertas de la masacre reciente de la Primera Guerra Mundial. Entre aire viciado y mal clima, nadie logra ver la luz en sus calles en la Ciudad de la Luz. Para eso hay que subir hasta el Sacre-Coeur, se queja Ferdinand, el protagonista, pero desde allí tampoco las vistas son precisamente un canto al paisajismo clásico:
… el Sena no deja de circular por París como un moco en zigzag.
Un triste escenario, París, donde se debaten miles y miles de pobres para los que existen solo dos formas de morir: «… o por la indiferencia absoluta de tus semejantes en tiempos de paz, o por la pasión homicida de los mismos llegada la guerra (…) ¡Solo les interesas chorreando sangre a esos cabrones!».
Pero acompañemos a Ferdinand dando un paseo por los suburbios parisinos a su regreso del frente y cogido del brazo de su madre, que gimotea emocioda por tenerle junto a él:
(…) lloriquea (su madre) como una perra a la que han devuelto a su cachorro; sin duda creía ayudarme mucho también al besarme, pero en realidad permanecía a un nivel inferior al de una perra porque creía en las palabras que le decían para arrebatarme de su lado. Al menos la perra solo cree en lo que huele.
Pues con este panorama emocional tan entrañable, madre e hijo continúan con su paseo y Ferdinand no deja de asquearse ante «las largas fachadas chorreantes de ventanas abigarradas de las que cuelgan cien trapos, las camisas de los pobres, desde las que se oye el chisporroteo de la chumasquina del mediodía, borrasca de casas baratas». Siguen caminando del brazo por calles donde «la mentira del lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, allí donde la ciudad muestra a quien quiera verlo su gran culo de cubos de basura».
Y vuelve a obsesionarse con la grisura de esta Ciudad de la Luz, porque sobre ellos el cielo se cierra «como una gran charca para los humos del suburbio». Con ese estado de ánimo nuestro protagonista ya no ve fachadas en las casas sino, literalmente, «féretros».
Esto en lo que se refiere al medio, pero cuando abordamos a los individuos que son la podrida carne de sus novelas, los colmillos de ambos escritores chorrean pus y sangre. En el caso de Cela su obsesión con los mendigos y los tontos es algo digno de mención. En Viaje a la Alcarria, durante una de las paradas del tren, advierte la presencia en el andén de León, un pedigüeño barbudo recogiendo colillas:
(…) un hombre le dice: ven León, que te tengo mucho cariño. ¿Quieres un pitillo? Cuando León se le acerca, le da una bofetada que suena como un trallazo. Todos se ríen, mientras León, que no ha dicho palabra y que lleva los ojos llenos de lágrimas, como un niño, se marcha silencioso (…).
León no guarda rencor, es tonto, y sus ojos se le tornan al viajero «como los de un ciervo disecado». Va sangrando por la nariz.
Esa frase, «todos se ríen», es un retrato minucioso, preciso y brevísimo de España… ¿o quizás esté ahí retratado todo el género humano? Protagonistas que el viajero se va encontrando por los caminos de la Alcarria como el mendigo al que llaman el Mierda; los perros que hacen el amor con desesperación, al sol, «tercamente, violentamente»; el mocito raquítico «y medio chiflado» que mira a los demás niños jugar en la plaza «con un gesto de envidia, estúpido y bestial», todos esos apuntes conforman la carnadura triste de un relato sobre la infamia de un país que hiede, la España de finales de los años 40 cuyas costuras crujen aún por la sangre reseca de la matanza; un relato hecho por un autor que se recrea en esa podredumbre, sin complejos, sin asepsia alguna, gustosamente.
Aunque en principio parece difícil superar la crueldad de Cela cuando posa sus ojos de cínico inmisericorde en el pobre o en el niño lisiado, Céline, a mi juicio, le bate con claridad. Su retrato de los desposeídos estremece. En una de las peripecias de su imparable Viaje al fin de la noche, Ferdinand huye a Fort Gono, una colonia francesa en África, y nos ofrece un entretenido fresco costumbrista de lo que se va encontrando por allí. Como el comportamiento del director de la compañía comercial:
Su negra en cuclillas cerca de la mesa, se hurgaba los pies y se limpiaba las uñas con una astilla.
—¡Vete de aquí, aborto! (…) Vete a buscar al boy —le espetó su amo.
El boy solicitado llegó muy despacio. Entonces el director (de la Compañía) se levantó como un resorte, irritado, y recibió al boy con un tremendo par de bofetadas y dos patadas en el bajo vientre.
Páginas más adelante, Ferdinand explica un poco más su elevada visión de la gente de color:
La negritud hiede a miseria, a vanidades interminables, a resignaciones inmundas; en una palabra, igual que los pobres de Europa, pero con más hijos aún y menos ropa sucia y vino tinto.
Es decir, la pobreza iguala a los hombres, igual que la explotación, la enfermedad y la muerte. ¿No entonará pues Céline un canto de esperanza en la fortaleza que la unidad de los pobres les brindará frente al rico, al opresor? No: para Ferdinand no hay solidaridad posible entre los desposeídos porque ocupan todo su tiempo «en odiarse unos a otros; con eso tienen bastante».
¿Y qué remedio le queda al humilde entonces para hacer llevadera su existencia? Pues según nuestro protagonista, «contra esa abominación de ser pobre conviene, confesémoslo, es un deber, intentarlo todo, embriagarse con cualquier cosa, vino del baratito, masturbación, cine».
Y sobre el cine escribe algo interesante a este respecto. Ahora Ferdinand se encuentra en Nueva York, porque no para de huir, de viajar, ¡ah, el viaje! siempre el viaje «esa búsqueda de la nulidad, ese modesto vértigo para gilipollas», una consideración del protagonista que sonará poco agradable, supongo, al oído del turista adocenado. Pero a ver qué piensa Ferdinand sobre el séptimo arte; sentado en su butaca mullida, se dice que «no está del todo vivo lo que sucede en la pantalla, queda dentro de un gran espacio confuso para los pobres, para los sueños y para los muertos; tienes que atiborrarte de sueños para soportar las atrocidades de la vida que te aguardan a la salida del cine».
En Nueva York, además de muchos cines donde dejarse hacer unas pajillas, encuentra Ferdinand una nueva expresión del socialismo, porque allí se le revela «el alegre comunismo de la mierda». Se refiere a su escatológica experiencia al bajar a una letrina en pleno centro neoyorquino, atiborrada de alegres hacedores de orines y heces esperando su turno mientras se fuman un puro en una larga cola que se alarga calle arriba «hasta que el sonido de una cadena anunciaba una vacante… y entonces se redoblaban los clamores en torno al alvéolo libre».
En Nueva York no hay esperanza para el desheredado, porque si se pone a trabajar en una factoría de la Ford, como hace Ferdinand, será tratado como «un chimpancé (…) hasta que baje la cabeza no por vergüenza; se cede ante el ruido de la fábrica como ante el ruido de la guerra; te abandonas (…) has envejecido más que la hostia en un instante». Nadie parece querer dirigirse la palabra en la fábrica; pero no es que no haya educación, sino que allí reina una vacilación general «entre el embotamiento y el delirio». No hay redención posible para el menesteroso, no hay destino que no suponga explotación y dolor, aunque finalmente dé con sus huesos en Congo, en París o en Nueva York.
Creo sinceramente que las lecturas de Viaje a la Alcarria y Viaje al fin de la noche son experiencias únicas, terribles, que nos enseñan mucho y muy malo sobre hasta dónde es capaz de ensuciarse el hombre. No obstante, si tuviera que decidirme por un ganador en esta reñida final de la Copa de los Miserables creo que no dudaría en otorgar el premio a Céline. Empatizo con la primera persona con la que el protagonista, Ferdinand, narra unas experiencias que nos arrastran a la náusea, a la risa incrédula y al delirio, para después de todo eso, y una vez experimentada semejante conmoción estética, invitarte con la misma fuerza a una actitud misericorde con la vida y compasiva ante el sufrimiento ajeno. La catarsis es total. Es una paradoja, pero yo al menos (y subjetivamente) lo siento así. Y eso, sin duda, le hace a Céline estéticamente superior a Cela.
Pero queda la duda de por qué se aleja Ferdinand-Céline con tamaña ferocidad de sí mismo, capítulo tras capítulo, con obsesiva insistencia. ¿Por qué tiene ese culo siempre inquieto, esa incapacidad de sostener un sentimiento, siquiera una emoción que no sea innoble? No es solo la pobreza, la explotación o el abuso al que le someten los demás: eso es lo que le pone en situación, de acuerdo, pero hay algo más, como un deseo casi suicida por experimentar y saber qué existe más allá de las fachadas de las casas, de los sentimientos sanos demasiado manifiestos, de las convenciones que se ofrecen como collares que pesan como argollas al cuello, de la hipocresía que hiede y mata como el gas de una sentina, del dolor (ese no engaña) que muestran los demás. En un preciso pasaje de Viaje al fin de la noche, Ferdinand intenta aclarar el porqué de su huida imparable:
… de tanto verte expulsado así, a la noche, tienes que acabar de por fuerza en alguna parte (…) de tanto verte echado a la calle en todas partes seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!
Y no puedo resistirme a reproducir la frase de Ferdinand que, unos párrafos más adelante, nos conduce hasta el sentido último de este trayecto directo a los infiernos que, tanto en esta novela como en su propia y miserable existencia, recorrió el escritor Céline:
Tal vez sea eso lo que busquemos a través de la vida, nada más que eso: buscamos la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.
Alucinante, desesperanzador, abominable: es Céline.
No me parece justa la comparación: Viaje a La Alcarria no me parece la obra cumbre de Cela –yo elegiría entre San Camilo 1936, cuya terrible descripción del Madrid de las primeros días de la Guerra Civil no desmerece el París celiniano, La Colmena, que también se las trae, o Mazurca para dos muertos- y El viaje al fin de la noche es una de las dos mejores novelas de Celine.
Los únicos miserables que hay en este artículo son Felipe «GAL» González y Helmut «Financiación Ilegal» Khol.
Por cierto, la obra de Jünger «In Stahlgewittern» fue traducida en España como «Tempestades de acero», no como «Tormentas de acero».
Fernando, tu comentario es sublime, gracias.
No está mal escrito, pero la única razón de este articulo y de que algunos lo hayamos leído es la Genialidad de los dos autores. Conozco menos la obra de Cela pero Céline es incontestablemente uno de los más grandes de la Literatura y que jotdown se atreva a calificarlo de miserable a la ligera me entristece un poco.
Estás en serio….Vale que Cela era un tipo de mucho cuidado pero con la panda de elementos que presentas al principio, entre los que hay que han matado a su propio mujer, incluyes a Cela en esa final de miserables!!!!…
De verdad que es para hacerselo mirar. Por cierto, muy de acuerdo en la elección de Sofía sobre San Camilo 1936…
Lo dicho, creo que vas a tener a tu coro de palmeros porque escribir mal sobre Cela es lo que tiene…otra cosa no, pero palmeros…
Eduardo, míra tú el artículo por favor: no creo que se puedan decir cosas más ensalzadoras que las que escribo sobre Cela.. sobre su obra, claro está, no sobre su persona.
José Angel…miráte tú mi comentario, por favor. Empiezas el artículo hablando de paisano que matán a su mujer y luego largas que por encima de todos ellos, están Cela y Celine….
Empiezas diciendo:
«Hay que señalar que son muchos los canallas que escriben bien, hasta muy bien, se podría decir. Abundan los buenos escritores que por debilidad mental, alcoholismo, desafuero pasional o por la perentoria tiranía que impone la falta de dinero, delinquieron, fueron encarcelados, asesinaron a sus esposas. Rimbaud traficó con armas, olvidándose por completo de las letras; Dostoievski visitó el talego por deudas; Althusser estranguló a su mujer y William Burroughs se la cargó mientras se divertía disparándole como si fuese Guillermo Tell; Carroll fue apartado de una niña (ojos y manos lejos de Alicia de carne y hueso) y de Barrie se afirma que falsificó un testamento para quedarse con la custodia de cinco huerfanitos, lo que le garantizaba una proximidad afectiva por muchos años con unos menores (Peter Pan sería su proyección literaria «blanca»; Garfio, la negra); Bukowski no distinguía la botella de la pluma, y así la lista de plumas delicuenciales, calaveras o locatis de los que cuidarse es casi interminable. »
Para rematar del siguiente modo tan coherente y justo:
» no me cabe la menor duda de que esa final de la copa al mayor de los infames la iban a disputar Camilo José Cela y Louis Ferdinand Céline»
Tu mismo!
¿celine medió alguna vez para que liberasen a alguien de la cárcel? el tío parecía una rata de mucho cuidado.
con respecto a cela hay un dicho gallego: na terra de lobos
ouvear como todos.
La historia de Cela más macabra es la de la novia que un obús mato en una cita en pleno Madrid asediado y cuyo ojo guardo en formol en el cajón de los calcetines durante años.
Lo siento, no me ha gustado mucho el artículo. Creo que no hace justicia a la obra de Céline, y que se omiten pasajes claves que muestran su dimensión sociológica en tanto que retrato de una época (el ascenso del feminismo, la industrialización, el proceso colonial, etc.).
Viniendo de Bardamu (clave para celinianos), esas palabras suenan a elogio. De todas formas, creo que como estudio sociológico, prefiero la otra gran obra de Céline, «Muerte a crédito». Pero es tan solo una opinión.
En eso estamos de acuerdo.
Por cierto, si no lo conoce, la revista francesa Télérama en su especial «Hors série» de Junio de 2011 publica un especial muy ameno y al tiempo exhaustivo que puede completar muy bien este artículo (sé que hay muchos otros estudios, pero éste es ideal para quien comience a descubrir a Céline).
Tomo nota. Gracias Bardamu.
Manipulador. Querías arrearle a Celine (con razón) y te ha parecido que compararlo con Cela resultaría muy guai. En tu propio texto queda claro que ambos tienen poco que ver, que sus pecados no son comparables. Usas a Cela sólo para llamar la atención en el título y para hacer un poco de política de la señorita Pepis. Aún me estoy riendo de la comparación que haces entre los dos «Viajes». Manipulador.
¿Arrearle a Céline? Me da la ligera impresión de que no te has leído el artículo. Pero es tan solo una impresión.. muy ligera.
Creo que el sentido de este artículo es plantear la paradoja de que la miseria personal no es un obstáculo para que el mismo individuo escriba obras geniales. Más bien al contrario. No hay duda de que Cela y Céline, este par de inmensos miserables (en lo personal) son dos auténticos genios (en lo literario). Enhorabuena por el artículo.
A mí me ha gustado bastante, incluso creo que al final se entiende una especie de salvación para ambos. Una necesidad de ir a contracorriente, como bien dice el artículo, para llegar a verse uno mismo y no mediante espejos empotrados a la pared. Yo creo que a Céline le gustaba también llamar la atención. En las últimas entrevistas se le ve muy arrepentido y solo. ¿Soy el único que ve cierta ternura en Viaje al fin de la noche? Es el viaje de un hombre muerto de miedo ante la inmensidad de la vida.
Hombre, Cela era un miserable, un ser abyecto, capaz de obras magníficas como La Colmena.
Pero, claro, como era de derechas (muy de derechas), está mal decir que personalmente era detestable. Entonces eres comunista, rojo, mataste a Manolete, etc.
Es lo que tiene la doctrina del pensamiento único que nos quieren imponer ahora los neo-ultras. Estamos a punto de que se deporte de este país a todo aquel que ose pensar diferente.
Pues nada, Cela era una persona maravillosa, amable con los demás, etc.
Y Sánchez Dragó, otro ser angelical…
Saludos cordiales.
Un cero para sincero
Y sin embargo, quiere uno creer leyendo a Céline, de que en el fondo, se oculta un gran hombre. Es lo que tiene el arte, que aun sin ser edificante, le convence a uno de que la obra debe ser una extensión del propio autor. A juzgar por la cantidad de pasajes poéticos que esconde el Viaje al final de la noche, uno se niega a pensar en la conducta política del escritor. Me tuve que inventar mi propio Céline para disfrutar el texto.
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Pingback: 31/07/13 – Cela vs. Céline : reñida final en la copa de los miserables | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real
Gracias por el artículo. Creo que hay un pequeño error: Jünger no murió en 1988 sino en 1998.
Busquen entrevistas a Céline en Youtube: verán qué tipo de persona era…
Pocas veces leí una nota tan mala. No da pie con bola.
Pocas veces leí.. dejémoslo ahí.
sin leer el artículo debo decir que el autor es, ¿qué coño?, eres un manipulador, un comunista nazi y un adorador de satán. mira que decir que freddy mercury era del tottenham? todo el mundo sabe que celine y cela nunca cenaron juntos con luis maría ansón. no te enteras, chaval, has querido meter los pies en el candelabro y te has creído que todo el monte regalado no hay mal que cien años dure.
ahora en serio: el artículo estupendo, la gente que lo comenta sin leerselo, debería hacerselo mirar.
j
Tiene usted razón, de ventre, pero pongo en su conocimiento que hay una ligera confusión sobre la cena de Cela y Celine con Luis María Ansón; en realidad, fue con Luis Maria Ano, lo que pasó, es que las similitudes en nombre y apellido, condujeron a este fatal error que ha perdurado décadas por lo que he podido comprobar en su absurdo comentario.
Leido el árticulo no se bien cual es su intención.
En todo caso, el miserable Cela fundó en 1954 la revista Papeles de Son Armadans, de él, y de la labor que en ella hizo, una de sus «víctimas» dijo que en élla se apoyó a jovenes valores y a numerosos escritores del exilio.
Miserables, muchos, utilizar a Cela es fácil, lo público tapa cosas tan importantes como la anterior.
qué gran paradoja, nos muestras en esta magnifico artículo/campeonato, ….muy bueno
Muy original el artículo y,por cierto,vaya par de pájaros(el loro de la foto no)
Lo del amor a los pájaros, a los perros y al famoso gato Bebert, dice mucho de la extraña humanidad de Céline: igual podría decirse de Cela.
Es que los amantes -excesivos- de los animales acostumbran a ser lobos para sus congéneres…
Hay que tener en cuenta que en la época en que Céline escribió sus panfletos antisemitas había la conciencia general de que el comunismo era una ideología judía y que los líderes políticos e intelectuales que la llevaban a la práctica en Rusia y en otros países, realizando uno de los mayores genocidios de la historia, eran en su mayoría judíos. Esto era no solo creencia de nazis psicópatas y depravados sino por ejemplo de un gran héroe de la libertad y la democracia como Winston Churchill.* Céline odiaba la guerra (como se pone claramente de manifiesto en Viaje al fin de la noche) y consideraba que la provocaban los judíos. En Viaje… no hay ni asomo de belicismo, de nazismo, de racismo o de nacionalismo. Solo es la historia de alguien que quiere sobrevivir a la matanza general. Él dijo que escribió sus obras antisemitas (que yo no he leído) con finalidad pacifista y cuando se enteró del Holocausto quedó horrorizado. Por otro lado, creo que el rechazo que hay en Francia a la figura de Céline es más por su traición a la patria (le importaba un pepino que los alemanes invadieran Francia) que por su antisemitismo. Se puede acusar a Céline de cobarde o de ingenuo pero eso no es ser un monstruo sino ser humano, demasiado humano…
*http://www.fpp.co.uk/bookchapters/WSC/WSCwrote1920.html
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Céline era un cabronazo, Cela un simple pedorro. Ambos increíbles escritores.
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