Un largo paseo por las terminales de Doha, Bangkok y Hanoi nos lleva hasta una mesa y un postre de chocolate en la terraza de un restaurante de Hoi An. El pueblo es reconocido por su gastronomía y lo merece. El pan y el croissant que dejaron los franceses y todo lo bueno —que es mucho— que se hace en Vietnam. Días de Hoi An con aperitivo y merienda. El casco antiguo se resiste a ser un parque temático, pero la zona del río y de los puentes de madera ha acabado convertida en una abigarrada postal de barcazas y lamparillas de papel. De noche cae una lluvia fina y el asfalto queda limpio y vacío. En el bar de enfrente el dueño sale a fumar, ensimismado. Hay que reconocer que, en el peliagudo asunto de tomar fotos, ciertos lugares abren un poco la puerta y dejan escapar un instante de su exacta realidad. La pulsión irresistible de hacer click. Al verla en la pantallita me acuerdo de Chris Doyle, el cinematógrafo de Wong Kar-wai. El cigarrillo incandescente, las paredes, el gesto de la mujer y el hombre que la persigue.
Oriana Fallaci estuvo aquí el 27 de febrero de 1965. Lo cuenta en su alucinante Nada y así sea. «Mientras perdía las horas y los días en el aeropuerto de Than Son Nhunt, había tenido efecto la batalla final de Hue. La epopeya había terminado. Los últimos norvietnamitas habían escapado por los subterráneos del palacio imperial y en Hue solo había francotiradores vietcong». Caminamos por los jardines del palacio imperial de Hue, construido por el emperador Gia Long a principios del siglo XIX. En muchos rincones del gigantesco complejo todavía hay tiros en las paredes y pagodas en ruinas. Algunos edificios empiezan a ser restaurados por cuadrillas de carpinteros silenciosos y ajenos. El lugar parece un campo de batalla de videojuego, con sus muretes y sus mil estancias. Una carnicería amurallada.
Tomamos una cerveza en un cruce donde la gente va a comprar y vender motos. Hemos caminado mucho hoy y estamos cerca del hotel. Un italiano está en tratos con un local y llegan a un acuerdo después de una excursión por el barrio —les hemos visto ir, volver y pasarse billetes—. Nubes de mochileros se emborrachan y gritan contra un muro de sonido MTV. Una luz roja lo invade todo. Saigón, Saigón, nunca debiste abandonar tu nombre. Decía tu calor asfixiante, tu vietcong ajusticiado en Cholon, el palacio presidencial abandonado a toda prisa, la terraza del Intercontinental con su tropa de periodistas almidonados, las cárceles llenas de gritos enloquecidos. Ahora eres Ho Chi Minh, otra ciudad, otra gente, otros edificios más altos y más modernos. Y el joven capitalino que ya no se acuerda de tu nombre.
El minibús trepa hasta las alturas junto a un río enloquecido y la aldea de Khe Sanh aparece aplastada bajo la niebla. Pasados un par de kilómetros, la verja de la base que ocuparon los marines durante la guerra se abre a nuestros faros. Bajamos y un hombre me ofrece quincalla bélica mientras camino hacia la pista de aterrizaje. La pista de aterrizaje de Khe Sanh. Por entre las cortinas de niebla intuyo el perfil de un Chinook. Hay también aviones y tanques y misiles como un hombre de grandes, todo abandonado en la retirada. Es una pena que no se puedan ver las colinas desde las que el ejército de Vietnam del Norte mortificaba a los marines. Dicen que mil tonalidades de verde. Oriana Fallaci, que nunca se atrevió a pisar Khe Sanh, cuenta la historia de unos franceses que vivían aquí antes de que los mandos americanos decidieran poner el pie para controlar la ruta de suministros y tropas Ho Chi Minh: «La plantación estaba en torno a una casa que recordaba también las de la Toscana: con su torrecita en el centro para las palomas y el patio delante. El patio estaba siempre lleno de perros, gatos y pollos. Había también dos elefantes en la colina de enfrente. Tenían doscientos años y ya no servían para nada, pero los montañeses los tenían por afecto y para contentar a papá Poilane, que decía: ¿Acaso hay que echar a la gente cuando envejece». Los elefantes murieron en un bombardeo. Llego por fin a la lengua de tierra roja, ahora desnuda, que los marines forraron de placas de acero para recibir a los C-130 con hasta 70 toneladas de fuselaje, hombres, armas, comida, medicamentos y demás. Trato de imaginar, pero es imposible. Michael Herr, que sí estuvo aquí, cuenta en Despachos de guerra la historia de un marine que llevaba semanas en Khe Sanh con el permiso para volver a casa en la mochila. Llegaban varios aviones cada día a los que podía subirse, pero el aterrizaje y el despegue, por miedo a morteros y francotiradores, debía hacerse de corrido y el joven marine rubio de Michigan nunca lograba reunir el valor suficiente para correr y rezar. Cada hoja del calendario volvía al barracón y a las bromas de sus compañeros. Cuando Herr se fue de Khe Sanh, el chico seguía allí.
Croissant y café italiano. Un tipo se acerca con una redecilla llena de cangrejos de aspecto infame. Hojeo el Viet Nam News, un diario en inglés para turistas y residentes extranjeros. «Más del 80% de los cascos vendidos son inseguros», reza el titular. Según el Ministerio de Transporte, hay 35 millones de motos en un país de 85 millones. En el 70% de los 6.160 accidentes de tráfico ocurridos en Vietnam en 2012 —con sus 5.370 muertos y 4.500 heridos— había alguna moto involucrada. Me parece un desastre, pero se confirma la frecuente inutilidad de la observación directa. En veinte días, rodeados por cientos de motos a cada instante, no veremos el más mínimo roce.
Los hermanos gemelos de Hue. Pintores los dos, con algunos cuadros colgados en las paredes de su restaurante italiano al que llegamos porque todos los demás restaurantes del barrio están cerrados. En la puerta, fotos de sus viajes. El lugar es también una residencia para artistas jóvenes de todo el mundo como el chico brasileño que nos atiende y con el que hablamos un rato. Hay una inauguración de los hermanos Thanh-Hai a la tarde siguiente. Le decimos que intentaremos ir, pero no iremos. Todas esas personas que pasan a un milímetro para luego alejarse de nuevo hacia la nada más absoluta. Todas las oportunidades perdidas de conocer a un desconocido.
Las niñas ensayan un número musical en una placita junto al lago Hoan Kiem, en el centro de Hanoi. Somos pocos los que nos paramos a ver la danza y nadie toma fotos. Al día siguiente se celebra el derribo de dieciséis aviones B-52 norteamericanos durante la operación Linebacker II —también conocida como «Los bombardeos de Navidad»— que Estados Unidos lanzó sobre Hanoi entre el 18 y el 29 de diciembre de 1972. La ciudad está llena de carteles con B-52 en llamas como el del fondo del escenario. Me resulta muy extraño haber estado en West Point y ahora en Hanoi. Qué pequeño y fácil se ha vuelto el mundo.
La chica mira hacia la calle. Trabaja en un restaurante y se toma un respiro en el balcón antes de volver a atender las mesas adentro. Belleza enjaulada y triste, diría alguien. No lo sé, quizá. Yo diría que hay algo duro y orgulloso en esa mirada y en otras muchas que nos encontramos. Un país sin miedo o con todo el miedo agotado, diría. Después de esta foto robada —como todas las demás— pasaremos por delante del Greg Norman Resort. El jugador de golf al que apodaban el tiburón, con su sombrero de alas blancas y plegadas, ha abierto negocio en Danang. La ciudad tiene su réplica deprimente del Strip de Las Vegas. El Vietnam de mis lecturas ya no existe.
Fotografía: Pablo Mediavilla Costa
Tremendo artículo, y toda una experiencia el poder leerlo y acercarse desde lejos al lugar de esas imágenes.
Muchas gracias, tocayo.
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Yo, es que en cuanto el tema trata de asiáticos o moros, desconecto de forma automática, me importa un bledo todo.
Ya te importará más cuando trabajes para ellos. Porque Asia está ya bastante más desarrollada que España.
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No solo mas desarrollada si no que esta comprando gran parte de la deuda de España y mas