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Andrés Trapiello: Los papeles rotos de las calles

Don Quijote, grabado de Gustav Doré

Nadie ha descrito mejor la afición a la lectura que Cervantes. Lo  hizo, como es sabido, en el capítulo noveno del Quijote. No dijo por qué le gustaba tanto leer ni tampoco por qué escribía, a menudo en condiciones adversas. Tan solo nos informa de su extrema afición a leer. Debió de leer también en condiciones poco gratas, en casas modestas, pequeñas y ajetreadas, calurosas en verano y heladoras en invierno, cuando no en ventas o posadas, colonizadas por gentes de paso que son, por naturaleza, las más escandalosas, o en carro o sobre una caballería. Solo así se alcanza a comprender el entusiasmo y devoción con los que Cervantes nos habla en el Quijote de la casa del Caballero del Verde Gabán y del “maravilloso silencio” y sosiego que reinaban siempre en ella. ¿Pero si la afición a leer está bien arraigada no es cierto que puede uno abstraerse? ¿No vemos a diario a cientos de gentes que viajan en metro, abismadas en la lectura, ajenas al estrépito ensordecedor de hierros viejos, a las sacudidas violentas, al trajín de viajeros que entran y salen o a las megafonías que anuncian el nombre de las estaciones con el mismo énfasis que ponen las azafatas aviadoras para anunciarnos que estamos llegando felizmente a un remoto confín del orbe?

Claro que Internet no es un vagón de metro, ni siquiera uno de tren o un avión; se parece más a uno de esos platillos volantes que llevan a la gente en teletransportaciones súbitas sin pasos intermedios, y acaso por eso la persona que ha empezado a leer estas líneas, ahora ya está en otro lugar, por arte de magia, urgido no tanto por una tarea concreta, sino solo por la magia, al igual que esos millones de turistas a quienes nada reclama en ese remoto confín, sino solo la necesidad de comprobar que se puede llegar a él y que son ellos precisamente, gentes a menudo demasiado comunes y sedentarias, quienes pueden hacerlo.

Y como habrá constatado también quien aún siga leyendo estas líneas, uno también puede teletransportarse en este artículo donde quiera, ir y volver. Claro que no al buen tuntún, sino con un fin preciso, como verá quien continúe leyendo y llegue a su término.

Y que Cervantes leyó y escribió en condiciones penosas, decíamos, no hay que dudarlo. Él mismo confesó que había empezado su Quijote en “una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. A ella le había llevado su mala suerte, mala suya y buena nuestra, porque sin esa circunstancia acaso no habría empezado él su libro y hubiese seguido dedicándose a sus negocios, esos precisamente por los que le acusaron de malversación y apropiación indebida de fondos públicos. Únicamente cuando se vio expulsado de la Administración para la que trabajaba, Cervantes, que había llegado a la Administración tras fracasar como novelista y autor de comedias, volvió a agarrarse a la literatura como a un clavo ardiendo. Durante todos los años que estuvo alejado de la péñola (digámoslo así en honor de Cide Hamete, que colgó la suya, “matando” a don Quijote en el último capítulo, para evitar, qué ingenuo, cualquier secuela), todo el tiempo que estuvo sin coger la pluma, decía, Cervantes leyó, y leyó mucho, a su manera, sin demasiado orden y todo género de obras, tal y como haría hoy cualquiera de los lectores llamados compulsivos.

Tiempo tenía de sobra. Se pasó media vida de aquí para allá, solo, viviendo, decíamos, en ventas y posadas, sin contar los cinco pasados en el cautiverio de Argel y casi otros tantos acogido a la milicia, acuartelado o en el hospital, reparándose de las heridas que lo dejaron manco, o los meses que pasó en Esquivias, el poblachón manchego, recién casado él y soñando en la manera de salir de allí como fuese. En todos esos lugares le sobrarían ocasiones y momentos para dedicarlos a la lectura y hacer más liviana su soledad y sentir que su vida estaba un poco más viva de lo que en realidad lo estaba cuando la dedicaba a negocios que tampoco le interesaban lo más mínimo. ¿No leemos todos a veces por esa misma razón, porque nuestra vida, empleada en trabajos tediosos o irritantes, nos resulta insuficiente y tratamos de meter en ella algo de las vidas ajenas, como cuando entra una persona, una ciudad o una novela que nos iluminan de pronto?

El lector o la lectora que está leyendo estas líneas lo hace en un soporte que se parece poco a un papel, a un libro. Yo mismo las escribo en esta pantalla en la que puedo borrar y escribir, como en un viejo palimpsesto, sin dejar huella de las probaturas, y sin embargo se siente hoy uno igual que Cervantes confesó sentirse en ese capítulo nueve al que nos referíamos. Después de haber seguido los primeros pasos del Quijote, Cervantes, que seguramente no pensaba escribir una novela demasiado larga, debió de considerar que la cosa daba para mucho más, que sería una lástima dejar aquello en otra de sus novelas ejemplares, y así, sin saber muy bien cómo continuar ni por dónde tirar, nos fue contando al mismo tiempo la historia de don Quijote y la historia de su novela, cómo iba haciéndola. Quiero decir que contaba la historia de don Quijote y en cierto modo la suya propia como novelista, sin ocultarnos nada, y así el lector del Quijote asiste entre admirado y divertido a cómo Cervantes se pregunta a cada paso: ¿y cómo voy a salir yo ahora de esto, qué voy a hacer con este hombre, lo mando a Zaragoza o a Barcelona, hago que muera o le dejo vivir un poco más?

En el capítulo octavo ya había decidido que don Quijote siguiera un poco más, pero necesitaba contarnos cómo y dónde se encontró el resto de la historia. Eso lo contará en el noveno, cuando relata que se fue al zocodover o plaza principal de Toledo, donde se celebraba el mercado, buscando información sobre don Quijote, y allí quiso la casualidad que asistiera a una escena bien curiosa: vio cómo un chaval le traía a un sedero unos cuantos “cartapacios y papeles viejos”, y, añade, “como yo soy aficionado a leer aunque sea los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos”. Pero la afición a leer de Cervantes era tanta, que el que estuvieran escritos en caracteres arábigos no le desanimó, y buscó por allí cerca alguno que los conociese, cosa harto fácil, nos dice, pues en Toledo quedaban muchos que leían esa lengua, y aun la hebraica.

Miguel de Cervantes

Dejemos de lado que aquellos papeles fuesen los que Cervantes iba buscando, donde se proseguía la historia de don Quijote (si no ocurren tales hallazgos fabulosos en una novela, ¿dónde, si no, podrían ocurrir?), y centrémonos en eso de los papeles rotos (y mucho le cuesta a uno no hablar ahora de los “papeles viejos” y de la afición de Cervantes a comprarlos donde se los encontraba, colándose incluso en los tratos, como aquí, para hacerse con el objeto codiciado sin el menor escrúpulo ni respeto por las leyes tácitas que rigen los negocios del baratillo y el regateo). Hablemos, sí, solo de los papeles rotos de las calles.

¿Qué puede haber de interesante en ellos como para pararse a leerlos? ¿Cervantes detiene su camino porque acaso halló alguna vez en alguno de ellos algo que resultó primordial en su vida? ¿Le sucedió tal vez lo que solo sucede en las novelas, a saber, que uno de esos papeles rotos le condujo a un tesoro, alguno que mejoró su vida tal vez o que la amenizó, al menos? Quien como Cervantes se para a leer los papeles rotos de las calles es alguien a quien, seguramente, le gustan mucho la vida y sus gentes, aunque espere ya muy poco de ellas, como prueba el hecho de cifrar en leerlos quién sabe qué momentáneas ilusiones. No nos imaginamos a un duque ni a un comendador ni a ningún personaje principal leyendo papeles rotos en la calle, ni siquiera los imaginamos caminando por la calle (esos, diríamos, solo leen ejecutorias y papeles orlados y timbrados y actas académicas o el Boletín Oficial del Estado, y de ir por la calle, lo hacen en coche o en carroza o con un séquito apresurado), y sí en cambio veremos en la calle detenido ante uno de esos papeles al tipo curioso, sin oficio ni beneficio, como suele decirse, que mira en ellos como por una ventana abierta a lo desconocido.

Y ¿qué es lo desconocido y el deseo y el impulso de conocerlo sino la naturaleza misma del ser humano? De hecho el estar más o menos vivo se relaciona estrechamente con estar más o menos reclamado por lo que desconocemos, y, al contrario, nadie más muerto que aquel que cree conocerlo todo y estar de vuelta, aquel para quien los papeles rotos de las calles no son nada ni pueden decirnos nada que no sepamos.

Bien, ¿pero qué tiene que ver todo esto con nosotros, dónde están hoy los papeles rotos de las calles?

Creo que, en el sentido en el que habla Cervantes, están aquí, en esta pantalla en la que tú lees y en la que yo escribo. Internet, que es la calle por excelencia, los sirve a millares, más aún que nuestras sucias calles reales, infectadas de papeles rotos y sucios por todas partes. En Internet saltamos de unos a otros con una aceleración inimaginable, a la velocidad de la luz, como los ovnis. Leemos un papel roto aquí y otro allá, y a menudo ni los terminamos de leer, urgidos por lo desconocido, sí, pero acaso no tanto por el deseo de conocerlo y desvelarlo, como de curiosearlo por encima antes de seguir nuestra carrera, que no camino, hacia otro de esos destellos o lampazos de la pantalla de nuestro ordenador.

Porque, y aquí queríamos llegar, Cervantes nos confiesa que le gusta mucho leer, “aunque” sean los papeles rotos de las calles. Es decir, que lee en ellos cuando no tiene otros mejores y completos que echarse a los ojos, que esos papeles rotos no son sino aperitivos o entremeses o postres, si se quiere, de los verdaderos papeles que están esperándole siempre, aquellos en los que tratará de averiguar la razón por la que lee y por la que escribe, aquellos en los que tratará de averiguar por qué el que está roto por dentro es siempre el lector que necesita reposo, “maravilloso” silencio, tiempo dilatado y tranquilo para descubrir el sentido desconocido de la vida.

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8 Comments

  1. j.perilla

    Pardiez que me inclino a vuesa merced, por aqueste papel roto de tan maja hechura, estoy grandemente agradecido y complacido por mi ventura, pues acabo de recordar -tiene perendengues la cosa- que pendientes tengo cuarto kilo de increíbles aventuras, de ingenioso hidalgo y valiente caballero de la Triste Figura, también conocido como Don Quijote, todavía por leer.

  2. Ya sé, no aparece, pero durante la lectura de este hermoso artículo he vuelto a la Cuesta de Moyano, esa línea de casetas varadas en el tiempo y el espacio donde Trapiello ha encontrado y leído muchos ‘papeles rotos’. Hubo un tiempo en que iba a Moyano casi cada día, antes de coger el autobús que me llevaba a casa, de vuelta de mis clases de Universidad. Y, aunque nunca seré Trapiello, y pasaba por delante de tesoros que no veía (ni vería ahora), más de una vez encontré una sorpresa, un hallazgo, un libro del que aún hoy conservo el recuerdo de su lectura. Os invito a leer otro ‘papel roto’, la historia de un billete de tranvía que encontré una mañana en Moyano:
    http://despuesdelhipopotamo.com/2012/03/31/los-libros-manuseados/
    Felices lecturas

  3. F CARO

    «… al igual que esos millones de turistas a quienes nada reclama en ese remoto confín, sino solo la necesidad de comprobar que se puede llegar a él y que son ellos precisamente, gentes a menudo demasiado comunes y sedentarias, quienes pueden hacerlo.»

    … demasiado común y sedentario, que dice el «literato», elemento de la especie que desde hace ya varios años se ha arrogado el gobierno de la sociedad, es decir el manejo del dinero que voluntariamente pagamos religiosamente con nuestros impuestos.
    Su éxito salta a la vista: son gente extraordinaria…

  4. Pingback: 28/06/13 – Los papeles rotos de la calle | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real

  5. Cide Hamete

    Aqueste ingenuo le agradece a vuesa merced el uso, y no abuso, que hace de la criatura de mi imaginación.

  6. F CARO

    Esto tiene la misma emoción que pelar cebollas.

    Resulta que el chico dijo de Chaves Nogales (magnífico por cierto en «La Agonía…) que era «El mejor periodista español junto con Larra».

    Bien, el chico ignora a Plá. Puede ser porque lo desconozca; porque lo considere mucho más que periodista o porque «no sea español».

    Ninguna hipótesis es de recibo…

  7. Eduardo

    Buscando «papeles rotos» en esta revista he dado con este artículo, y aprovecho para decirle a su autor que compré su traducción y actualización del Quijote. Muchas gracias por «traer» esa obra a un castellano que he podido leer y sobre todo disfrutar.

  8. Francisco Tostón de la Calle

    Hola, amigos. También por aquí me metí siguiendo el olor del cocido cervantino y nada menos que preparado por TRAPIELLO. Leí con gran placer su novela «Al morir Don Quijote», pero su intento de «actualizar» la obra de Don Miguel lo considero un error. Explique, contextualice, amplíe, aclare, relacione, complete todo lo que haga falta, pero no CAMBIE. La palabra escrita de un clásico tiene un valor cultural sagrado.

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