En 1979, Steve Tesich ganó el Oscar de Hollywood al mejor guión original por la película Breaking Away. Estas fueron algunas de sus palabras de agradecimiento:
Oh Dios. ¿Dónde está Sam? Necesito a Sam aquí. Dios. No hay absolutamente nada que me guste tanto como escribir. Obtener un premio por hacer algo que amas es un lujo que nunca pensé que llegaría a conseguir. Había preparado algo original para esta ocasión, porque es… Parece que hay una tradición de agradecérselo a la gente y creo que es lo que voy a hacer. Sam Cohn. Sin él, por supuesto, yo no estaría aquí. Peter Yates. El guión no se hubiera escrito sin él, no hubiera sido escrito de este modo.
(…)
La última cosa que quiero decir es que mucho antes de que yo realmente pudiera ver América con mis ojos, las primeras imágenes de ella las obtuve en una sala de cine, en Yugoslavia. Era un western, La diligencia (John Ford), y me enamoré de aquel maravilloso y lejano oeste sin fin; de una tierra donde aquellos personajes buenos y malos luchaban por el alma de América. Y después de todos estos años de estar aquí, estoy muy agradecido por la oportunidad que se me ha concedido para mandar de vuelta (a los yugoslavos) una película y para decirles que esto se parece mucho al lugar que había visto en aquella sala: el bueno y el malo todavía combaten, y el bueno suele ganar al final. Muchas gracias.
El “Sam” al que invoca en el comienzo es ni más ni menos que Sam Cohn, el agente de actores y escritores más influyente de los Estados Unidos durante los años 70 y 80.
Aquel año la película triunfadora en los Oscars fue Kramer contra Kramer (con Dustin Hoffman y Meryl Streep). Woody Allen —que dos años antes se había llevado más estatuillas que nadie con Annie Hall (ganando los premios a la mejor dirección, a la mejor película, al mejor guión original y a la mejor actriz)— estaba también nominado al galardón al mejor guión original por su película Manhattan. Pero, contra pronóstico, ganó Tesich. A partir de ese momento, sin embargo, la carrera de Woody Allen siguió una trayectoria ascendente y llegó a tener el prestigio que hoy tiene. Steve Tesich, salvo un par de éxitos comerciales, no consiguió consolidarse y su nombre terminó siendo olvidado. Los dos intentaron reflejar en sus obras la ansiedad del hombre moderno a la hora de enfrentarse él solo —sin la ayuda de ideologías y religiones— a los grandes temas: el amor, Dios, la muerte… Allen consiguió su propósito, Tesich no. O al menos no mientras se mantuvo con vida.
La vida de Steve Tesich no tendría la menor relevancia si no fuera por Karoo, su gran novela publicada dos años después de su muerte. La historia del emigrante que lucha duro durante su juventud por hacerse un sitio en la sociedad norteamericana, que consigue triunfar y que luego, cuando ha llegado a la cima, se da cuenta de que aquello por lo que peleó no valía la pena y, vencido por el desencanto, se deja caer en el abatimiento y la tristeza, es demasiado parecida al guión de muchas películas de Hollywood o al argumento de algunos libros aspirantes a ser considerados La Gran Novela Americana. Si no fuera por Karoo, el desgarrador e impactante libro que escribió al final de sus días y que no consiguió ver publicado, nadie se acordaría hoy de Steve Tesich.
Cuando Tesich, Oscar en mano, pronunció aquellas palabras delante de los miembros de la academia, tenía 37 años y había comprobado –eso pensó entonces— que el sueño americano era real. 15 años después —cuando escribió Karoo— su fe en que «América», como él llamaba siempre a su país de adopción, era la tierra de las oportunidades, la libertad y la justicia, ya no se mantenía en pie.
Un contador de historias
Steve Tesich (que antes de cruzar el atlántico por primera vez se llamaba Stojan Tešić) había nacido el 29 de septiembre de 1942 en Titovo Uzice, un pueblo de la antigua Yugoslavia, situado en lo que hoy se conoce como Serbia. Su padre, soldado profesional, desapareció durante la Segunda Guerra Mundial pero Steve, que gozó de una imaginación fértil ya desde su infancia, contaba historias a los ancianos de su pueblo —no quedaban hombres jóvenes después de la guerra— que siempre terminaban con que su padre vivía en los Estados Unidos y que un día toda la familia se reuniría allí con él. Los viejos le daban unas monedas en pago por el relato y bromeando, incrédulos, le pedían un regalo para cuando volviera de su viaje al continente americano. Pero la vida comenzó siendo amable con el pequeño Tešić. Cuando cumplió 13 años, su madre recibió una carta de su marido, del que no sabía nada desde hacía casi una década, y un año después toda la familia se reunió en Chicago. Los sueños comenzaban a hacerse realidad.
El padre de Steve, que trabajaba en una fábrica de acero, falleció de cáncer pocos años después de la llegada de su familia, lo que obligó a la madre a trabajar como mujer de la limpieza para sacar adelante a sus dos hijos. Steve fue a la universidad gracias a una beca de lucha libre y se graduó en Literatura Rusa. En 1968 conoció a Becky, una compañera de trabajo que ya estaba casada. En un principio Steve no le prestó mucha atención, ya había decidido que quería ser escritor y necesitaba todo el tiempo disponible. Becky se ofreció a ayudarle —cogiendo sus llamadas telefónicas y haciendo parte de su trabajo administrativo— para que pudiera dedicar más tiempo a escribir. La relación no comenzó con un flechazo, “no hubo amor a primera vista”, reconoció Becky. “Pensé que era el tío más raro que había conocido en mi vida, pero era divertido estar con él”. Así que dejó a su marido y se casaron.
Durante los años 70 vivieron de lo que ella ganaba. Tesich escribía obras de teatro que no tenían mucha repercusión. El gran éxito y el dinero llegaron de la mano de Breaking Away, que en España se tituló El relevo, y que tuvo como reclamo publicitario en castellano la siguiente frase: “Los llaman Los Picapedreros y son dinamita pura”. La película contaba la transición de la adolescencia a la madurez de cuatro chicos norteamericanos. Fue dirigido por Peter Yates y entre sus jóvenes actores se encontraba un entonces desconocido Dennis Quaid.
En un reportaje que la revista norteamericana People publicó en mayo de 1980, Becky contaba cómo el Oscar y todo el dinero que había comenzado a llegar habían cambiado sus vidas: “Es maravilloso que se rompa tu coche y poder llamar para que te lo arreglen sin preocuparte por el coste”. En aquella época el banco les concedió sus dos primeras tarjetas de crédito. Becky y Steve ya estaban dentro.
Tesich continuó produciendo guiones de cine. En 1982 adaptó para la pantalla la novela de John Irving, El mundo según Garp, que fue protagonizada por Robin Williams. Esta y Cuatro Amigos (Arthur Penn, 1981) fueron, junto con la oscarizada El relevo, sus mayores éxitos. Pero no dejó de escribir teatro —Chejov era su dios— aunque sus obras cada vez recibían peores comentarios. En 1992, en una crítica en el Chicago Tribune de una de esas obras, On the Open Road, se acusó a Tesich de estar demasiado en deuda con el teatro de Samuel Beckett y las películas de Ingmar Bergman. La obra fue calificada de intelectualoide y de recordar demasiado las comedias existencialistas de Woody Allen.
Tesich ya había comenzado a comprobar que el sueño americano estaba construido sobre cimientos poco sólidos. Su desencanto —aparte de los asuntos personales y profesionales— comenzó con la muerte de su mejor amigo en Vietnam. Luego con la primera guerra del golfo de 1990, contra la que se pronunció con energía. Y lo que más amargó sus últimos días fue la guerra de los Balcanes de los años 90, durante la cual sintió que sus compatriotas, los serbios, fueron injustamente acusados de masacrar a bosnios y croatas. Tesich, a este respecto, publicó numerosos artículos en el periódico intentando infructuosamente hacer ver a la opinión pública que los serbios habían sido atacados primero por los croatas y que sus acciones bélicas eran fruto de la legítima defensa.
Woody Allen, a diferencia de Tesich, conservó la cabeza fría en los momentos de éxito y, sobre todo, consiguió mantener ese ritmo frenético de trabajo —película por año— que le permitió protegerse de sus propias neurosis y obsesiones. El director de Zelig también comprobó que la vida normalmente no cumple sus promesas, pero no se dejó llevar por el abatimiento, siguió luchando. Steve Tesich, para su desgracia, no consiguió tener ese control sobre su vida y sobre su obra. Quizá le faltó carácter. Ninguna de sus obras de teatro o sus guiones tiene una calidad equiparable a las mejores películas de Allen. Tesich no pasó a la historia del cine o del teatro, Allen sí. Sería fácil concluir que no fue un autor de talento. Pero Karoo, su novela póstuma, demuestra lo contrario. Esta novela lo salvó, después de muerto, de ser uno más de los numerosos don nadie de la meca del cine.
Steve Tesich murió en 1996, de un ataque al corazón, mientras se encontraba de vacaciones en Canadá.
Karoo (Seix Barral, 2013)
Karoo es la segunda novela de Steve Tesich. En 1982, aprovechando su reciente éxito en el cine, publicó Summer Crossing (que curiosamente fue el mismo nombre con que se editó la primera novela que en los años 40 fue escrita por Truman Capote y que estuvo perdida durante más de 50 años para ser finalmente publicada por primera vez en 2005). Summer Crossing, la primera novela de Tesich, obtuvo éxito de crítica y ventas y fue traducida a 14 idiomas. Pero Tesich prefirió concentrarse en el cine y en el teatro.
No fue hasta 1998, dos años después de su muerte, que esta novela fue publicada en los Estados Unidos por primera vez. En 2004 fue reeditada, esta vez en formato de bolsillo, con una breve pero afilada introducción del novelista americano E. L. Doctorow. Y ha sido ahora —gracias a que Monsieur Toussaint Louverture, una pequeña editorial francesa, la sacó a la venta en 2012 con notable éxito de ventas y a que los libreros franceses decidieron otorgarle el Premio Mémorable que se concede a libros injustamente olvidados— cuando ha visto la luz en castellano. Analizar los motivos por los que libros maravillosos no llegan a ser ampliamente conocidos hasta muchos años después de ser escritos, daría para un artículo muy largo que requeriría varios meses de trabajo. Pero lo importante es que hoy, en las mejores librerías, todos podemos adquirir la traducción que Javier Calvo ha realizado de esta magnífica novela.
En la nueva introducción que E.L. Doctorow escribió para la reedición de Karoo que en 2004 sacó a la venta Open City Books se dice:
En la novela de Steve Tesich sólo hay un personaje. Los otros están ahí para probar que Saul Karoo ha fracasado como hombre, como marido, como padre y como escritor. Son testigos de cargo que él llama a su propio juicio. (…) Karoo, el personaje, se niega a racionalizar sus actos porque sabe mejor que cualquiera de aquellos a los que ha traicionado o defraudado qué clase de ser despreciable es en realidad. Ese conocimiento profundo que Karoo tiene de su naturaleza es lo que nos hace seguir leyendo sin pausa, no se trata de la típica novela de antihéroe. (…) La conducta de Karoo es una ilustración de la teoría de Edgar Allan Poe acerca del componente perverso que hay en la mente humana (The Imp of perverse) que nos obliga a realizar precisamente aquellos actos que traerán nuestra destrucción.
Saul Karoo es un reescritor de guiones para películas de Hollywood. Ya en la cincuentena, divorciado, con un hijo adoptado de 20 años, mentiroso patológico y alcohólico, se ha hecho millonario rehaciendo los argumentos originales de otros escritores. Nunca ha escrito nada de su propia cosecha, pero ha conseguido hacerse un nombre entre los productores de la meca del cine, pues según estos los guiones retocados por él consiguen con seguridad un gran éxito en taquilla. Las cosas comienzan a torcerse cuando en el estreno de una película el escritor del guión original, al asistir en la pantalla a la bazofia en que Karoo ha convertido su obra, desesperado y en medio de un ataque de histeria insulta a gritos al director, al productor y al propio Karoo. Unas semanas después ese joven escritor se suicida. Ese hecho, aunque en principio no parece importante para la vida del protagonista, ha removido algo en su interior que poco a poco le va a llevar a pensar cada vez más en las consecuencias de sus actos y omisiones.
En la novela, se pone en relación los argumentos de los guiones que arregla el personaje principal con lo que ocurre en su propia vida. Karoo recorta de los guiones originales aquellas escenas que él sabe que no van a permitir que la película sea un éxito comercial. Elimina lo que él llama la grasa de esas historias, pero:
A veces me da la impresión de que toda esa supuesta grasa que les corto a los guiones y las películas está empezando a vengarse de mí. Cada vez hay más pruebas de que mi vida personal solamente se compone de esa misma grasa, de las escenas infladas e innecesarias que yo elimino con tanta pericia de las películas y guiones de los demás. (Pág. 54)
Saul Karoo, alcoholizado, no para de beber. Pero según dice —la novela está escrita, salvo el final, en primera persona— no consigue emborracharse. El alcohol es el combustible que lo mantiene vivo y que le permite aceptarse/perdonarse a pesar de saber que en el fondo es una malísima persona. Su principal preocupación al comienzo de la historia es “evadirse de la intimidad”. Se siente muy incómodo a solas con alguno de sus seres queridos, por eso procura tratar sus asuntos personales cuando tiene público. Las mayores discusiones con su mujer se producirán en un restaurante, y tendrán a los ocupantes de la mesa contigua de espectadores, o en una fiesta, rodeados de otras personas. Saul Karoo es un tremendo egoísta pero gracias a su inteligencia y a una alta capacidad de empatía (que sufre más que disfruta) es capaz de calibrar con exactitud la dimensión del daño que causa a su hijo y al resto de los seres humanos con que interacciona. Esta consciencia de las consecuencias que generan su comportamiento consigue que el personaje —en especial su sabia construcción psicológica— adquiera un alto valor desde un punto de vista literario. Pero no siempre es tan consciente de todo. Aunque él no lo sepa, el alcohol sí le hace efecto: le permite apagar o mitigar esa capacidad de percibir el sufrimiento cuando se hace insoportable, cuando el dolor ajeno le duele a él aún más.
El amor y la familia
Cuando Karoo está comenzando a tocar fondo, uno de los productores más influyentes de Hollywood va a poner a su alcance la oportunidad de renacer, de arreglar su vida ayudando a los otros a resolver la suya. El productor le pide que retoque una película de uno de los más respetados directores de Hollywood. Este director ya es muy mayor y posiblemente se trate de su última obra. Al asistir en la sala de proyección de los estudios a lo que el gran director ha terminado montando —lo que según el productor, que solo piensa en la taquilla, no es de calidad— se encuentra con lo que él llama una «pequeña obra de arte», un guión que si fuera honesto no debería tocar. Se trata de una película cuyo mensaje principal es que el Amor —con mayúscula— existe (adquiriendo en el film casi categoría de personaje) y que si no triunfa en la vida de los amantes es porque los hombres y las mujeres, en su imperfección innata, no son capaces de estar a la altura de tan importante sentimiento.
Influido por esta película que debe rehacer para convertirla en un éxito de taquilla y llevando a las últimas consecuencias esa idea de que el escritor en su obra juega a ser Dios cuando crea personajes y los hace evolucionar en unas vidas, en principio, ficticias, Karoo tiene una gran idea. Va a utilizar la película para traer felicidad a dos personas cercanas. Karoo, inteligente, sospecha que la felicidad que le ha sido esquiva durante tantos años solo se obtiene ayudando a los demás a resolver sus vidas. No lo dice, pero sabe que el amor y el egoísmo son excluyentes: donde hay egoísmo no hay amor y donde hay amor no hay egoísmo. Ha sido egoísta y no le ha ido bien. Ahora va a probar a ser bueno.
Karoo sabe que el amor y, en particular, una familia como Dios manda son el camino de salida del laberinto autodestructivo en que se encuentra. Pero sus actos —como si nadara hacia el fondo— lo llevan a hundirse aún más en su desastrosa vida personal. Es de destacar en relación con este asunto la conversación que en plena borrachera tiene con Guido, su agente, —al que considera su último amigo—. Guido también está separado y es alcohólico como él. Cuando beben juntos terminan invariablemente ensalzando la familia y el amor como valores supremos, como cimientos de la sociedad y fundamento de la felicidad (esa que no tienen).
¿Qué más da que Guido y yo estemos viviendo solos, que él vea a su hija Francesca tan poco como yo veo a mi hijo, y encima, igual que yo, nunca la vea a solas? Eso son meros detalles y la fe (en la familia) no se sustenta en detalles.
—La otra noche me llamó por teléfono mi hija Francesca —me cuenta Guido. Estira el brazo por encima de la mesa y pone todo el peso de su mano izquierda encima de la mía—. Ya era tarde cuando llamó. Yo estaba en la cama pero no dormía. ¿Y sabes qué me dijo?
—Pues no.
—Papá —me dijo—. Solamente llamo para ver cómo estás y para decirte que te quiero.
Le empieza a temblar el enorme mentón. Se le llenan los ojos borrachos de lágrimas. Se le escapa un sollozo.
—¿Qué te parece, Saul? Menuda chica, ¿verdad? Mi ángel. Mi dulce ángel. Mi Franny. —me aprieta la mano, llorando.
Yo sé, porque conozco a Guido, que esa llamada no ha tenido lugar, pero el hecho de saberlo no impide que me conmueva su mentira. Su necesidad de inventarse esa llamada telefónica seguramente me conmueve mucho más que si hubiera sucedido realmente lo que me ha explicado. Me vuelve a dar la impresión de que la verdad ha perdido su poder, o el poder que tuvo alguna vez, para describir la condición humana. Lo único capaz de revelar lo que somos son las mentiras que contamos.
—Oh, Saul —exclama Guido—. Qué suerte tenemos de tener los hijos que tenemos. Qué suerte tenemos de ser lo bastante listos como para saber qué es lo que importa realmente en la vida.
—Sí, amigo mío. —Cojo el testigo de la cantinela—. ¡Qué suerte! No hay palabras para contar lo afortunados que somos de querer a esos hijos que nos quieren. Porque en el fondo, ¿qué es la vida sin amor? ¿Y qué es el amor sin hijos y familia? ¿Qué sentido tendría levantarse por la mañana si no fuera por…?
Estoy lanzado.
Pero Karoo, acostumbrado a no decir la verdad y a manipular a los demás, va a hacer las cosas a su manera. Y las consecuencias de su buena acción van a ser terribles. La última parte de la novela está escrita en tercera persona. Es comprensible —al lector no le costará entender este cambio— que el autor haya sido incapaz de seguir utilizando la primera persona para ese desenlace. ¿Es Karoo un alter ego del autor?
Se ha dicho en numerosas reseñas que se trata de una novela «hilarante». Si lo que se pretende es reír a carcajadas es mejor procurarse otro libro. No es una comedia graciosa, todo lo contrario. Es fácil que el lector —si es honesto en su lectura— se vea reflejado en uno o varios de los defectos con que el personaje central ha sido construido, y eso genera más inquietud que risa. Recomiendo la lectura a todo aquel que quiera conocer hasta dónde puede llevar a un hombre la neurosis y el egoísmo, pero no a quien quiera pasar un buen rato con una comedia amable y divertida.
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Pues nada, ya no compraré la novela, ahora que Claudia ha explicado la historia enterita, con pelos y señales. Es un defecto muy grande de esta revista.
La novela es extraordinaria (y estremecedora).
Su progresiva lectura hace que se te vaya cambiando el rictus desde una sonrisa cómoda inicial a un gesto crispado de desolación en la parte final.
El que la editorial haya tratado de «engañar» a algunos posibles lectores vendiéndola como «hilarante» o como otra «Conjura de los Necios» me parece patético y un insulto a esta gran novela.