La película Pieds nus sur les limaces (Pies desnudos sobre babosas) retrata dos formas de vida antagónicas. Lily es puro hedonismo. Habita en su universo de fantasía, burbuja que la protege de las rigideces que contaminan su existencia. Compulsiva, se hincha a pastelitos de colores y duerme sobre la hierba húmeda. Le gusta que la brisa acaricie su vigilia de ojos cerrados. Clara madruga y cena judías verdes todas las noches. Fruta y verdura. Horario estricto y rutina funcionarial. Rostro sin licencias ni concesiones.
Lily coge babosas y juega con ellas. Fabrica objetos con las pieles de animales. Clara pasa sus días de urbanita cogiendo el teléfono en una oficina. Las hermanas son la cara y la cruz, dos maneras de vivir: una lo hace y la otra finge hacerlo. El placer y la represión, la devoción y la obligación.
Cuando muere la madre de ambas la mayor tiene que hacerse cargo del torbellino. Idealista atolondrada y disciplina férrea sentadas a la mesa, comienza el pulso entre los dulces y lo verde. Velada de platos rotos, zarandeo intenso de lágrimas con atisbo de sonrisa final. El (re)encuentro entre ambas envuelve también al espectador y acaba desatando la cuerda que asfixia a la inflexible. La lunática gana la batalla, los pastelitos a las judías, la hierba fresca a la mesa de despacho.
Esta película, que no se ha estrenado en España y que incluso en Francia es difícil encontrar en DVD, se proyectó hace tiempo en el Cinema de cineastes de París. Es una de las perlas que se pueden ver en esta sala. Escaparate de cine independiente, a menudo dispara tras su telón balas de séptimo arte que alcanzan directamente la empatía del espectador. Cintas que merecen de verdad una “gran pantalla”.
A finales del siglo XIX esta sala era un cabaret, el de Lathuille, en el que se daban cita algunos de los artistas que pululaban entonces por la ciudad. Entre ellos estaba Edouard Manet, quien incluso le dio color en un lienzo. El espacio de espectáculos fue después un café concierto hasta que en los años 30 se convirtió finalmente en cine. Entonces se programaba información de actualidad, telediario a gran escala. En 1996 se rebautizó con el nombre con el que se le conoce ahora. El cine de los cineastas es una de las muchas salas alternativas que existen en París para ver cintas de calidad. Cada dos semanas se renueva la programación, cintas de todo el mundo con un público más minoritario, siempre en versión original. Tiene un bistró canalla en el que picotear antes o después de la sesión y se organizan mesas redondas con directores y realizadores. Sufrió varios trabajos de renovación, sus estructuras metálicas tenían el sello de Gustave Eiffel y cuenta con pasillos laberínticos poblados por cámaras antiguas y set de rodaje.
En uno de sus corredores conocí a Nathalie. Austriaca, estaba en París estudiando teatro. Esa era la excusa, porque lo que en realidad la había guiado hasta la ciudad se llamaba Angelo y pintaba cuadros. Nathalie llevaba guantes de colores tejidos a mano por su abuela y gorros de titiritero. Sonrisa pícara, mirada profunda y sincera, le encantaba el bizcocho de avellana porque le recordaba a su madre viuda. Su risa era un chute de optimismo, una excepción en la colección de rostros parisinos.
En París Nathalie no se encontraba. Deambulaba por las calles de Montmartre en busca de algo que ni siquiera ella sabía. Cuidaba niños, bebía vino y comía queso. Su olfato seguía el rastro de óleo. Iba a clase, lloraba y reía, siempre con intensidad, vivía compulsivamente, se buscaba una y otra vez y preguntaba con esa mirada suya tan particular, como queriendo encontrar su sitio, una respuesta, en las pupilas de su interlocutor.
Indomable, saboreaba pastel de zanahoria con avellana con sabor a madre, hacía muecas, se disfrazaba, se rebozaba bajo la lluvia sin abrigo para poderla sentir, se cambiaba el color de pelo: morena, rubia platino, azabache otra vez. Quería ser actriz pero en su vida no interpretaba, era genuina. Nathalie era todo Lily: intensa, tierna, humana, lunática quizás, bufón para los que miran pero no ven, para los que no alcanzan la letra pequeña. A ambas las mecía la misma melodía de fantasía y reminiscencia infantil.
Nathalie también estaba en la sala la tarde de la proyección de Pieds nus sur le limaces. Aquel día en el Cinema de cineastes se bajo el telón y su alma avellana lloraba de felicidad. Permaneció un rato sentada, dejando su intensidad correr por sus mejillas, sintiendo, viviendo, saboreando el chapuzón emocional. Le dio las gracias a Lily por haberle dejado mirarse en su espejo, por haberla incluido en su cuento. Por haber llenado su mesa de pastelitos de colores y haberla liberado de una velada de judías. Ese día, en el cine de los hedonistas y bajo las luces de la escena, Nathalie se encontró por fin.
Fotografía: Raquel Villaécija
A la salud de Lily, Nathalie y de todo aquel que se sienta indentificado.
Les invitaré a algo algún día, cuando deseen.
Gracias Raquel, de verdad. Es un placer leer tus articulos, y creo que es mas apreciado por los que también estamos expatriados en Paris como tù.
(perdon por la falta de acentuacion. Escribo desde un teclado francés)