Llamemos a la hora punta de Cais de Sodré o Saldanha la prisa rencorosa, porque Lisboa es una ciudad insubordinada que no acepta la terquedad del paso del tiempo. La hora punta de las hormigas —de las hormigas próvidas como escribió Umberto Saba— es la escena discordante de una ciudad que filtra el bombeo de los segundos a cuentagotas. Llamemos, pues, a la hora punta de Lisboa la prisa rencorosa. Los tornos del metro se colapsan, la gente camina con un rumbo meditado y en los muelles los estibadores tienen miedo a perder su empleo. ¿Y si el tiempo discurriera en Lisboa de otra manera, como si estuviera huyendo del mismo paso del tiempo? Porque tal vez en eso consiste el catálogo de libertades invisibles que es capaz de ofrecer la ciudad: la acracia que parte de ese colapso tectónico entre presente y futuro, el único pasado probable a fin de cuentas. La ciudad blanca de Tanner está repleta de memorias, porque tiene todos los relojes confundidos. Esta anarquía temporal lo explica el hecho de que el segundero del reloj del British Bar gire en sentido contrario, aunque el reloj nunca pierda su puntualidad. Y esto es sin duda la revolución, tal vez una revolución sencilla, pero indudablemente definitiva.
La radio mal sintonizada del tranvía 18
El tranvía número 18 termina en el Palacio de Ajuda, antigua residencia monárquica y actual Museo de Historia, cuya esquina suroeste del patio muestra la pared del ala occidental incompleta. El trayecto del 18 siempre tiene la radio mal sintonizada: la radio que nunca se apaga tiene un sonido quebrado. Las interferencias perpetuas de esa radio son la muestra de que ya nadie se fía de nada. El tranvía 18 enfila la plaza de Calvario surcando —en paralelo el Tajo— el barrio de Santos, donde es imposible que no prevalezca la bandera francesa de su embajada, que ondea con cierto aire colonialista, porque Santos es el barrio más parisino de toda Lisboa. El barrio de Santos lleva implícita la cita de Fradique Mendes, una suerte de heterónimo de Eça de Queiroz: “Lisboa es una ciudad traducida al francés en caló». El tranvía se adentra, portando sus interferencias, en los barrios de Alcántara y Ajuda. El Puente del 25 de Abril sirve como frontera. Desde las ventanas del eléctrico 18 se aprecia la estructura inquieta, sólida y roja de esta versión europea del Golden Gate que une Almada y Lisboa. La barriada de Ajuda, antiguo foro de pescadores —por decirlo de alguna manera— y territorio de escuelas tranquilas, es un barrio donde los niños son los reyes del mambo y las madres siempre tienen el aire sufrido de las madres antiguas, seres que han aprendido que en las esquelas de las farmacias se encuentran los mejores temas de conversación en el mercado de Boa Hora. El eléctrico siempre se desliza por los raíles de Ajuda frenando continuamente y suena como si alguien estuviera rayando un plato de porcelana con un tenedor; las catenarias se balancean como lo hacen las catenarias de las atracciones de feria y asemejan pitones descolgadas en los árboles de las selvas. La radio mal sintonizada del 18 —téngalo en cuenta— es un somnífero, acaso un rito. Una oración. ¿Acaso anuncia que el colapso será placentero como una muerte dulce? En el barrio de Ajuda, siempre hay alguien corriendo, calle abajo, para alcanzar el tranvía en su próxima parada. Y lo hace desbocado, como si le fuera la vida en ello.
El azulejo de Santa Camarão
Jose Soares Santa, Santa Camarão, apenas entraba por los quicios estrechos de las puertas de la Alfama. Paseaba por las callejuelas que se enredan debajo de la Igreja de Santo Estevao y parecía un ser perdido en una ilustración de Escher. Ahora en su casa, en la casa donde vivió en la Alfama (en el Beco na Cardosa número 12), hay una composición de 63 azulejos realizados por el artista de Ovar (de la misma ciudad que el boxeador) Marcos Muge. Santa Camarão visitó ringues de todo el mundo y en todos eso cuadriláteros se movió como un púgil cachazudo y bonachón, como si tuviera sueño, como si a la vigilia solo se pudiera llegar a base de puñetazos. Entendió la lucha como si fuera una forma amable de ganarse la vida, algo así como un patrimonio de hombres rurales. Desde jovencito vivió en Lisboa y se ganó la vida entibando las embarcaciones que surcaban el río Tajo. Ya en 1925 ya convirtió en el campeón portugués de los pesos pesados y no se aflojó el cinturón hasta 1932; sin embargo nunca consiguió el cinturón de campeón mundial pese a ser el boxeador de los pesos pesados más alto (2,02 metros) hasta que apareció en escena Nicolay Valuev, el púgil con más altura de todos los tiempos, cuatro centímetros más alto que Santa Camarao. El portugués era un boxeador técnico en el ring, tal y como recuerda José Tavares en el gimnasio de Cruz Vermelha. Cuando pegaba tenía el mismo gesto que un granjero empeñado en la siega. Formó parte del elenco de la primera película donde se escuchó la lengua portuguesa en el cine, Liebe im Ring, realizado por Reinhold Schüntzel en 1930, cuyo protagonista sería el campeón del Mundo e ídolo de Hitler: Max Schmeling. Santa Camarão fue la autoestima de muchos inmigrantes portugueses, en otra de las épocas donde había que salir a encontrar una oportunidad. Todos hablaban de él y en las crónicas de sus peleas cabían todas las fronteras de un país. En la Alfama no era extraño oír esta coplilla: “José Santa ‘Camarão’/ No mundo foi campeão/ Por ter uns pés delicados. / Também a Ilda Fernandes/ Por ter umas mamas grandes/ Foi rainha dos mercados.” En la Alfama todo envejece rápido, es verdad, todo, menos los naranjos escondidos de los callejones y el azulejo que muestra el rostro de Santa Camarão.
Lobo Antunes escribe cansado
Ya hace unos años que António Lobo Antunes se ha mudado de Benfica a un apartamento muy moderno en la Rua Conde de Redondo, a dos pasos del burdel más selecto de la ciudad: O Elefante Branco. Lobo Antunes ha explorado la escritura a fuerza de agotarse. Admira a Conrad y a Tolstoi, sobre a todos. Les llama “mineros”, porque considera que son escritores que se han arriesgado a bajar a las profundidades de la condición humana. El maestro ha aprendido que en ese viaje uno arriesga su condición de ser descansado. Pero no hay otra manera para que brote algo así como una literatura descubridora. El único camino es el cansancio. El cansancio inspira la memoria: el motor de la escritura. Algo así le dijo Lobo Antunes a Alexandra Lucas Coelho en una entrevista que publicó Ípsilon, el cultural del diario Publico portugués, en el año 2009. Y esa revelación parecía una despedida; no un epitafio, pero sí un último secreto. El apartamento de Lobo Antunes está muy cerca de la Rua Rodrigo da Fonseca, que era donde Antonio Tabucchi situó la redacción del diario Lisboa en Sostiene Pereira. Ojalá suceda. Ojalá un día Pereira se cruce con António Lobo Antunes cuando este vaya al quiosco habitual a comprar el diario. Ojalá se cruce con él y lo siga haciéndose el despistado. Ojalá un día aparezca una nota en el diario Lisboa hablando de la nueva o antigua vida António Lobo Antunes en el barrio de Estefania, de la memoria y de las despedidas. Ojalá esa crónica la acabe firmando Monteiro Rossi o el mismísimo Pereira.
El Café Imperio
El Café Imperio está siempre lleno de seres precarios, de hombres que vuelven a liar cigarrillos ya fumados. Se sitúa entre la estación de Arroios y Alameda, apurando la Avenida Almirante Reis. En la televisión siempre se juega un partido de la liga portuguesa sobre un campo embarrado. Los comercios de alrededor cada vez ofrecen menos productos. Los escaparates de Lisboa se despueblan. Sin embargo, uno de sus camareros, Mauricio Fernandes, sigue llenando las imperiales casi igual que cuando los tiempos no estaban tan duros. Él sabe que muchas pensiones se queman en esas rondas. Pero algo tiene que prender, algo tiene que prender: esas cervezas frías en los vasos con pegatinas de Sagres, la Loto pesimista de la semana, el partido del Benfica de Jorge Jesus contra la Académica. De algo hay que hablar. Y eso es lo que ocurre en la parte de arriba del Café Imperio, ese pasar de los años delante de la liga portuguesa, delante de un cigarro enrollado de una forma artesanal, delante de la Loto pesimista. Esas mesas de mármol siempre están frías. En la parte de abajo es otra cosa: hay un restaurante decimonónico y un pianista que se conoce el nombre de todo el mundo. No se cena caro para ser un salón tan pretencioso. Mauricio vive en un apartamento alquilado de la luminosa Avenida Morais Soares, pero está casi todo su tiempo en el Café Imperio, subiendo y bajando escaleras. Escuchando las notas del pianista y las conversaciones tranquilas de las parejas asentadas en el salón de abajo. Escuchando los gruñidos futboleros y las quejas de los asiduos al bar en la parte de arriba. Él tiene muy claro qué es la crisis: esa escalera entre la parte de arriba y la parte de abajo cada vez le parece más larga, más difícil de subir. Aunque siempre acabe justificando esa conjetura con el hecho de que acaba de cumplir 49 años y todo va costando más. Para nada es ya ningún chaval.
Tasca do Chico
Cuando se retoca el bigote suena un fado en el casete. Cuando recoge la lavadora tararea un fado. Cuando se dispara la alarma de incendios de su apartamento, todo parece un fado. Cuando aparca el coche en la Rua do Combro y ve las ropas secándose en las fachadas, evidentemente recuerda algún fado. Cuando se va a manifestar al Palacio de Sao Bento pone ejemplos de la letra de algún fado diferente, de alguno menos doliente y más reivindicativo. Cuando discute con su mujer les envuelve un fado. Cuando hacen las paces, también. Cuando cocina también está cerca el casete con sus fados. Cuando pasea por la Plaza de las Flores en la cabeza le revolotea un fado. Cuando habla de las podas de los árboles de Príncipe Real no suena un fado, pero casi. Sin embargo, cuando abre la Tasca do Chico en Bairro Alto —o algunos días en Alfama— y todos los fadistas llegan a cantar y él les da paso con dignidad, muy hierático y digno, no escucha fado: escucha el vibrar de la maquinilla eléctrica, el centrifugado de la lavadora, la alarma de incendios, el motor de su coche, las proclamas de los manifestantes, los reproches de su mujer, el agua hirviendo en las ollas, el sonido de sus pisadas en la Plaza de las Flores y las motosierras podando las ramas de los árboles de Príncipe Real.
Erasmus corner
Han seguido al pie de la letra todo el manual del enamoramiento juvenil, todo ese énfasis que tiene como destino la caducidad o el hastío. Por ejemplo: se han perdido muchas veces adrede por la ciudad… Cogían el primer autobús que llegaba a la parada y se montaban para decidir bajarse doce o trece paradas después, fuese dónde fuese. Tal vez en Xábregas, en Casalinho, en Benfica, en Areeiro. Así, han convertido a la ciudad en un puzle. Una vez se bajaron en la curva de la rua Maria Pia, a la espalda del cementerio de Prazeres, y el papel de aluminio corría como la pólvora. No les robaron de milagro, pero tuvieron que acabar comprando cocaína y dejando como fianza para otra compra (como excusa para una vuelta) un paraguas púrpura, porque ese día no dejaba de llover. No han dejado de moverse: han ido a conciertos en Bacalhoeiro, en Lux, en Incógnito. Han compartido conocidos en Alcântara y en Bairro Alto. Se han hecho amigos de los limpiadores de la Bica que bajaban con mangueras regando las calles después de la madrugada de un viernes o de un sábado. Han terminado comiendo bifanas con ellos en la panadería de Cais de Sodré. Han comprado marihuana en Intendente; la han fumado tumbados en la plaza de Martim Moniz y han sentido que era imposible que esa primavera pudiera implicar más gratitud. Se han prometido cosas y se han hecho regalos. Él la ha llevado a ver la ascensión del pez luna en el Acuario de Lisboa en Oriente y ella no se ha cansado de hacerle fotos en las playas de Caparica, cualquier martes o miércoles, a cualquier hora, ya que no existía rutina posible que armara la vida. Han esquivado los aspersores ebrios en el Jardim de Estrela y parecía que habían terminado de leer Rayuela esa misma tarde y estaban imitando todo ese desorden. Han vivido el auténtico invierno del descontento en el frío de las habitaciones de la casa Marvão, la casona comunal de la Moreria, donde todas sus habitaciones tienen un bidet porque se dice que la casa Marvão era un antiguo burdel. Han orinado durante las noches en ese bidet porque salir al baño compartido era un viaje demasiado misterioso. No hay fiesta Erasmus que no hayan frecuentado. Se han comunicado con no más de cien palabras en portugués durante todo el año. Fotos en Laranjeiras, cursos en la escuela de Penha de França, conversaciones en el Sou Café. Se han agotado en el sexo tanto que no ha habido ni espacio para cinco minutos de celos. Han sido fijos en todos los newsletter de los garitos con encanto. Han preparado los exámenes juntos en quince días en el Pois Café. Se han ido despidiendo poco a poco, a base de promesas y resignación. No compartían lengua, solo esas cien palabras mal pronunciadas en portugués. Cada uno gemía en su idioma y a eso le llamaron “la verdadera globalización”. Cuatro meses después de su separación, con Lisboa lejana, cada uno en su país y el olvido latente, convienen que sí, que era verdad, que eran ellos los verdaderos promotores, actores y espectadores de esta crisis económica que se dice que comenzó con la quiebra de Lehman Brothers.
La señora del Chiado
La profesora Renata Rolo es también parte del mobiliario del Chiado. Tiene casi 90 años, pero oye y ve y razona perfectamente. Vive sola en una habitación del hotel Borges, al lado de A Brasileira. Aún va al Teatro Sao Luiz los días de función y, aunque no ha olvidado tocar el piano, ya hace años que no se sienta a tocarlo. Dice que está tan desafinado como ella y que a estas alturas ya no merece la pena que ninguno de los dos moleste al otro. Hasta hace poco subía las escaleras do Duque todos los días y se cronometraba. Sí, la profesora Renata Rolo acepta que la vejez es un inventario de recuerdos que no cesa. Pero pasa de despedidas, nunca tuvo hijos ni marido ni nada por el estilo. La lectura la hizo una viajera. A estas alturas, solo se lamenta de no poder volver a saborear un dulce de la Pastelería Ferrari. Poco más. Eso sí, todos los 25 de abril pasea despacio por Rafael Bordalo Pinheiro y los adoquines de la plaza le siguen pareciendo los mismos adoquines de su infancia. En esos paseos intenta tararear Grândola Vila Morena, la canción que sirvió de himno en la Revolución de los Claveles, y ya no le sale de corrido. Sin embargo, por mucho que se concentre en recordar las estrofas borrosas, ya no es capaz de atraparlas.
Miradores
“Yo lavo mis ropas un día sí y otro no. Están siempre recién lavadas al segundo día”. Lo dice para él mismo y esta sentencia parece el descubrimiento de América. Luego se recuesta en la valla del mirador de Santa Caterina y escucha a los rastafari reír y sabe que se están riendo de él. Pero le puede el sueño. Se le mezcla la realidad con la duermevela y siente vértigo. Siente que está cayendo por el borde del mirador y que su cuerpo está rodando por los tejados amontonados de la Bica. Se despierta mascando algo, tal vez mascando su mala suerte, y es cuando le viene a la cabeza aquella sinfonía de maullidos insolentes. Rejuvenece y ve de nuevo a su vecina saliendo a medianoche, cuando aún era su vecina en la calle Arrochela, donde todos los contenedores de reciclaje están hasta arriba de tetra briks y botellas de plástico. La luna violenta de esas noches atlánticas no era ninguna postal, era la mismísima luna de Paita a punto de estallar. Y debajo la vecina, con su chándal verde, rodeada de gatos, de todos sus gatos y de todo el resto de gatos callejeros del barrio. Y era cuando ella los alistaba, como si fuera un coronel, una profesora de gimnasia perversa, haciendo estiramientos en un modo didáctico. Lo peor de todo es que los malditos gatos la seguían. No ejercitaban sus extremidades, pero ejercitaban su mirada, una mirada terrible que él no podía soportar cuando todas las noches veía esa estampa desde su ventana. 10, 15, 20 gatos delante de esa vieja cabrona en la Rua Arrochela haciendo gimnasia. ¿Cómo es posible que al que digan loco sea a él? Que lava sus ropas un día sí y otro no en la lavandería Castinho-Rosita. Cuando lo poco que hace es fotografiar con una polaroid a las palomas en Santa Caterina o irse a Nossa Senhora do Monte a ver la ciudad, la naturaleza de la ciudad que diría Pessoa, mientras acumula recuerdos o imagina historias. A él le dicen loco. ¿Y a los viejos que orinan en las paredes de la capilla de Nossa Senhora do Monte antes de bajar por esa escalera infinita hacia Anjos? ¿Y a las chicas que hacen footing en las rampas con las venas del cuello dilatadas como mangueras? Ve todas las escaleras de Lisboa y todas le parecen el camino de baldosas doradas de El Mago de Oz. Siente que su destino es que su cuerpo acabe rodando por esos peldaños ajados. Porque ya está cansado de vagar de mirador en mirador, pidiendo alguna moneda, hablando solo, bebiendo cerveza caliente. Que todos lo miren mal. Siente tristeza. Añora su vida de antes. Desde el Mirador de Sao Pedro otea la Praça Alegria y recuerda que de joven los viejos se pasaban las noches de verano hablando en el canto de las puertas. Siempre esa melancolía de mierda es la que le hace mal. Ha comprendido que todo es provisional, y que lo provisional no deja de ser una manera de aprender a convivir con la idea innegociable de la muerte. Antes tenía un hijo e iba a jugar con él a Estufa Fria; antes iba a Da Luz y era amigo de Rui Costa; antes cenaba en Papa Çorda y opinaba, como todos, que el dueño era un homosexual reprimido. Ahora la vida es distinta; vagando por los miradores, maldiciendo a todos los muertos de la vieja de Arrochela y su diabólico ejército de gatos en celo. El único lugar donde acaso le respetan (tal vez solo le escuchen y eso sea suficiente) es la lavandería Cestinho Rosita, donde va un día sí y otro no, a lavar sus ropas. Y ese olor a detergente es lo único que le recuerda que cualquier rutina nos va acercando con algo parecido a la eternidad.
Una despedida. Gulbenkian
C.S. Gulbenkian fue un armenio que se hizo muy rico, sobre todo gracias a los negocios petroleros. Vivió en Lisboa y amó la ciudad. Su legado fue la Fundación Gulbenkian, uno de los polos culturales de la ciudad. En la pared principal de la entrada del edificio, Gulbenkian describe su amor por las obras de arte que fue acumulando y se exponen ahora en la Fundación. El texto está escrito en portugués y fechado el 10 de febrero de 1953. Es un texto escrito en portugués que se entiende perfectamente. Una despedida: “Tenho plena consciénia de que é tempo de tomar uma decisao sobre o futuro das minhas obras de arte. Posso dizer sem receio de exagero que as considero como “filhas” e que o seu bem estar é uma das preocupaçóes que me dominam. Representam cinquenta ou sessenta anos da minha vida. Ao longo dos quais as reuni, por vezes com inumeras dificuldades, mas sempre e exclusivamente guiado pelo meu gosto pessoal. É certo que, como todos os coleccionadores, procurei aconsélhar-me, mas sinto que elas sao minhas de alma e coraçao”.
Ahora entiendo por qué siempre quiero volver a Lisboa: para reencontrarme con todos estos personajes que describe el texto.
Estupendo artículo, viví un curso en Casa Marvao, con su respectivo invierno (y sus fiestas). Inolvidable e irrepetible. Lisboa es una maravilla.
Algunas historias me han emocionado, otras me han hecho recordar y otras me han dejado más indiferente. Pero todas me han hecho pasear por Lisboa, y eso ya merece la pena. Me faltan las estaciones de la ciudad: Santa Apolonia, Rossio… Tránsitos todos ellos.
Enorme. Viví el año pasado en Ajuda, correr calle abajo hasta el río. No he podido evitar reprimir dos lagrimones mientras leía el artículo. Cuánta saudade. Yo también he soñado un encuentro, pero en Alfama, entre Lobo Antunes y Gardel.
Enhorabuena, Eugenio. Un artículo excelente sobre una ciudad inolvidable. Me gustaría invitar a tus lectores a leer ‘Lisboa, diario de a bordo’, de José Cardoso Pires, un libro tan breve como fascinante
http://despuesdelhipopotamo.com/2012/11/09/lisboa-diario-de-abordo/
Un cordial saludo
Pingback: ‘Lisboa, diario de abordo’ | Después del hipopótamo
…de un antiguo Erasmus en Lisboa, en 1995, ciudad y tiempo que me quedó tatuado en el corazón… este es posiblemente el mejor artículo que he leído (y lo leo todo!!) sobre Lisboa, o debo decir, desde Lisboa, o dentro de Lisboa, o para Lisboa y sus amantes desperdigados por todo el Mundo… abrazos al escritor
Tive o privilégio de conhecer Eugenio no Serviço Voluntário Europeu. A sua sensibilidade, o seu gosto pela leitura , a sua escrita (premiada) ao serviço de crianças distantes da cultura letrada!
Conhece pormenores da vida nos recantos de Lisboa que eu, que sempre aqui vivi, apenas identifico na generalidade! Pelos seus olhos e com as suas palavras, medidas sílaba a sílaba, descubro «a minha» cidade! Obrigada, Eugenio!
Muy interesante artículo, que me ha retrotraído a los tiempos en los que viví en esa maravillosa ciudad (al lado del Império, por cierto). Sólo quería resaltar algunos errores ortográficos que me han llamado la atención: Maurício, Império, São Bento, Alcântara, Xabregas. También quiero aclarar que la Rua do Combro, si no me equivoco, se llama realmente Calçada do Combro. Que ese señor fadista tan pintoresco que se mesa los bigotes se llama João. Y que el restaurante mencionado se llama realmente Pap´Açorda, y no Papa Çorda: realmente se trata de un juego de palabras entre las palabras «açorda», el plato portugués, y «papa-açorda», que quiere significar «pessoa indolente, mole, bonacheirona». Eso es todo, muchas gracias por el artículo.
Felicidades por la descripción. Me parece muy acertada y me siento muy identificado 12 años después de mi paso por Lisboa.
Durante mi experiencia de un año, quedaron marcados, además de lo listado, la feria da ladrã en Alfama, el mirador de Sta. Catarina en el Barrio Alto y el Cachupa (….secret spot nocturno de comida cabo verdiana).
Cada vez que vuelvo a Lisboa se me ponen los pelos de punta!!!!
Gracias!!!
Muchas veces me pregunto qué será lo que tenemos en común quienes amamos tanto a esta ciudad.
¿Tal vez un desarrollado sentido de la paciencia?
Rua Conde de Redondo es Saldanha, no Benfica
Pingback: Nueve historias en el mapa de Lisboa
Lindas palabras. Justo lo que necesitaba antes de partir para la que será mi nueva ciudad, Lisboa. Gracias por compartir todo ese baúl de conexiones mágicas entre personajes, lugares e historias!! lo llevaré conmigo para releerlo en mi viaje.