Que el niño es el padre del hombre está claro. Y que el niño es el padre del futbolista, aún más. El trazo del juego de un chiquillo permanece en el tiempo. Ese es uno de los secretos de Leo Messi, con hambre infinita de gol desde que tiene uso de razón. Este misterio infantil está directamente relacionado con sus tres mejores armas: su vertiginosa velocidad, su furiosa determinación a zafarse de todos los que quieren robarle la pelota, y una acerada y pasmosa serenidad ante todo y contra todos. Esta última virtud dicen que es herencia directa de su padre.
Como casi la mayoría de argentinos, Jorge Messi también soñó con ser futbolista. Quería convertirse en uno de esos jugadores que regalan instantes de alegría en estado puro. Una vez dijo que oír corear tu nombre —“Messi, Messi, Messi”— es lo mejor que le puede pasar a cualquier ser humano. Jugó en el Newell´s Old Boys de Rosario desde los 13 años hasta que tuvo que dejar el equipo para enrolarse en el servicio militar. Dicen que era un centrocampista con visión de juego, más defensivo que ofensivo. Cuando nació Leo, Jorge tenía 29 años. Cuentan que el pequeño, en cada cumpleaños, de forma obsesiva, pedía una pelota nueva y que, si le regalaban otra cosa, su enfado era feroz.
El primer entrenador que tuvo Leo fue su propio padre. Fue en el Club Grandioli de Rosario, a unas manzanas de su casa, cuando el niño apenas tenía cinco años. Jorge fue el primero en enarcar las cejas al verle correr y driblar con la pelota imantada al pie, el que empezó a analizar sus movimientos, el que vislumbró su asombroso potencial y le alentó a superarse con su crítica implacable. “En ese equipo no digo todo, pero prácticamente todo lo bueno lo hacía él: los goles, las situaciones peligrosas. Quien marcaba la diferencia fue él, quien sobresalía también fue él. Bueno, soy el padre, es mi hijo, pero no lo digo por eso, sino porque fue así”, explicó Jorge en una entrevista en Kicker.
Cuando con siete años saltó a las categorías infantiles del equipo donde había jugado su padre, el Newell´s, este, en cuanto podía, le acompañaba a los entrenamientos. Es lo que hacen muchos progenitores, pero Jorge era diferente en una cosa: nunca se juntaba con los demás padres. Iba por libre, se sentaba solo y tranquilo, lejos de los demás.
En su primera entrevista a un medio de comunicación, en el diario La Capital, de su ciudad, Leo sentenció que la humildad es lo último que debe perder una persona. La respuesta es, obviamente, un dictado de adulto. Y cuando le preguntaron por su único ídolo, respondió: “tengo dos: mi padre y mi padrino Claudio”. El sueño del héroe es ser grande en todas partes y pequeño al lado de su padre, según Victor Hugo.
Jorge se ganaba la vida como supervisor de Acindar, una de las siderurgias más importantes en Argentina. Debió de ser un trabajador bien considerado: cuando Leo empezó a tener problemas de crecimiento, la obra social de la empresa accedió a pagar el tratamiento hormonal durante dos años. Y no era una cuestión menor: se trataba de una inyección diaria en cada una de las piernas, y su coste era de unos 900 dólares al mes. Después, el Newell´s apoquinó algo de dinero, pero no dio para más. El River Plate se interesó, pero todo quedó en nada. De repente, de un mazazo, la realidad: Leo, como futbolista, no tenía futuro alguno en Argentina, el país del fútbol.
Jorge y su mujer, Celia, no sabían qué hacer. Durante semanas, hablaron y reflexionaron sobre el porvenir de los suyos. En aquel momento, según Jorge, “había varias ilusiones dando vueltas: ayudar a Lionel y, también, mejorar nuestra vida”. Al final, la decisión unánime, tomada por toda la familia alrededor de una mesa, fue apostar por un futuro común ligado al asombroso juego del chico. Optaron por ofrecer el talento de Leo a quien accediera a pagar el tratamiento que necesitaba y lo cuidara como jugador. Primero consideraron la posibilidad de ir a Italia pero, al final, Leo comentó que le gustaba mucho el F.C. Barcelona.
En un domingo de septiembre de 2000 salen de Buenos Aires y vuelan a Europa Jorge y el pequeño Leo. Llegan a Barcelona y se hospedan en el hotel Plaza, en la plaza de España de la ciudad. Allí estuvieron varias semanas, viviendo en una habitación viendo la tele, pendientes de tener una reunión con Carles Rexach, entonces director deportivo del club, que debía volver de los Juegos Olímpicos de Sydney. Estuvieron a punto de irse antes, cansados de esperar. Cuando casi tiran la toalla aterrizó Rexach y consiguieron encontrarse. Finalmente vio jugar al chico y “flipó”, según sus propias palabras. La descripción de José María Minguella, agente de futbolistas, resultó exacta: era “un enano maravilloso”.
El problema ahora era que en el Fútbol Club Barcelona muchos no estaban seguros de que valiera la pena fichar al chaval. Calculaban que, si todo iba bien y nada se torcía, podían pasar hasta ochos años hasta que Leo llegase a la primera plantilla, lo que era una inversión muy importante de tiempo y dinero. Al chico le quedaba demasiado camino por recorrer y, sobre todo, había reticencias ante la escasísima estatura de Leo: “¡pero si es un jugador de futbolín!”, le decían a Rexach.
Los nervios de acero de Jorge empezaron a flaquear: aún sin respuesta definitiva por parte del club, debía dar cuenta de su reincorporación a la siderurgia, porque no podía aplazar más su vuelta al trabajo. Además, su hijo no podía faltar más a clase, agotado ya el permiso escolar temporal. El futuro de toda la familia pendía de un hilo. Se plantó y exigió al F.C. Barcelona que le dijesen algo claro y definitivo, “porque de lo contrario se cortaba todo”. Algunos hablan de que, ante las dudas blaugranas, hubo coqueteos con el Real Madrid, pero que Jorge Valdano, entonces director deportivo del equipo y todo un caballero, descartó cualquier aproximación para no abrir un posible nuevo frente con el Barça, ahora que empezaba a cicatrizar el asunto Figo.
En estas, Rexach siguió insistiendo hasta ponerse pesado: el Barça debía fichar al pequeño argentino de 13 años. El club finalmente accedió. Cuidó de Leo, lo alimentó, le ayudó a crecer. Fue una doble apuesta que resultó providencial: la familia Messi se jugó su futuro a una carta y ganó, y el Barça también. A diferencia de la mayoría de futbolistas, parece imposible imaginar a Leo con otra camiseta —aparte de la albiceleste, claro está— que no sea la azulgrana. De alguna manera, cada una de las acciones de Messi expresa, sin palabras, un firme compromiso con el equipo que le permitió seguir haciendo lo único que quiere hacer: jugar a fútbol a muerte.
Dicen que un buen padre debe proteger de las funestas adversidades de la vida, y que este es un papel desagradecido. Al fin y al cabo, tradicionalmente la imagen del progenitor es la del hacedor de todo y, a la vez, el enemigo a batir en todo, como decía August Strindberg. Jorge confió en su instinto, pero no podía evitar dudar sobre la decisión tomada. Con la llegada de toda la familia Messi a Barcelona, la sensación de oportunidad se tornó en adversidad. Vivieron momentos muy duros. “Te miraban como bicho de otro pozo”, según explicó Jorge en varias entrevistas. Hubo problemas de adaptación: otra cultura, otra comida, sin amigos.
Más de una vez estuvieron a punto de volver todos, atrapados en una pegajosa melancolía, con el vértigo de haber elegido un futuro demasiado aventurado. No mucho tiempo después de llegar a Barcelona, Celia, los mayores y la pequeña Maria Sol decidieron regresar a Rosario. Leo y su padre optaron por quedarse. Otra nueva y arriesgada apuesta, dado que Leo ni siquiera podía jugar aún, en su condición de extranjero. Un hombre y un hijo adolescente, solos, en un apartamento en Gran Vía Carlos III, a dos pasos del Camp Nou, viviendo cada uno su miedo. Un día, desesperado, Jorge le preguntó a su hijo: “¿qué hacemos vos y yo? ¿nos volvemos también?” “Yo me quiero quedar, papá”, le respondió Leo. El ansia de vencer, también de una patada, a las dificultades, pudo más que la aflicción. Por si acaso, por tenerla siempre cerca, el chico lleva un tatuaje de su madre en la espalda.
Finalmente, el 16 de noviembre de 2003 , con 16 años, Leo debutó con el primer equipo en un amistoso con el Oporto, entonces entrenado por un juvenil Mourinho. Esa noche, cuando Celia y Jorge vieron con sus propios ojos que Frank Rijkaard lo ponía a jugar, rompieron a llorar.
Hace años que el futuro con el que fantaseaban los Messi ha llegado, y ha resultado infinitamente más asombroso de lo esperado. No obstante, Jorge ha dejado dicho que hoy no se sentiría capaz de volver a vivir otra vez una decisión como aquella. Esa machacona incertidumbre en la cabeza: ¿hemos decidido bien? Esa sensación de vértigo: ¿estoy obrando bien como padre?
Hay quién habla de la “suerte” de que Leo sufriera ese retraso óseo, por los fabulosos resultados del final de esta historia. A esto Jorge respondió a Kicker: “la verdadera suerte fue en el momento cuando se cambió la política del ‘uno a uno’ entre el peso y el dólar. Porque en 2002 volvieron mi esposa y los otros hijos a Argentina y yo me quedé con Leo en Barcelona. Con una mitad del sueldo español vivimos nosotros en Barcelona, y la otra mitad la mandábamos a Argentina. Pero recién después de la devaluación, mi señora y los otros hijos podían vivir bien de esa mitad que le mandamos. Eso sí fue la suerte”.
La suerte de Leo fue, también, toparse con tres personas de una serenidad pasmosa. En tiempos de prisas desesperadas, de carreras enloquecidas y de demanda de resultados inmediatos, Leo es el resultado de un recorrido pausado, de una cocción lenta. Es fruto de la interacción de tres hombres tranquilos. Uno es su propio padre. Otro es Rexach. El tercero es, obviamente, Frank Rijkaard quien, con calma, supo administrar sabiamente el talento innato del chico con dosificadas apariciones en el primer equipo. El resultado de esta labor, en cambio, ha sido insultantemente veloz: los números de Leo —en goles, en partidos ganados, en Balones de Oro— son un baile enloquecido y feliz.
Se dice que Jorge Messi tuvo mucho que ver con el trazo final del Barça más brillante. Y que eso, también, fue el resultado de una preocupación prototípicamente paterna. Parece que Jorge estaba inquieto por la influencia negativa de Ronaldinho y Deco fuera del campo: a su hijo, normalmente tranquilo y casero, le empezaba a gustar demasiado salir de juerga. Habló con Txiki Beguiristain, entonces secretario técnico del F. C. Barcelona, para decirle que su hijo no iba con buenas compañías, y se tomaron cartas en el asunto. En estas, Pep Guardiola ya sabía que el dibujo de un equipo lo es todo. Como advirtió Menotti —también oriundo de Rosario—, la labor fundamental a desarrollar en el Barça era “organizar la alegría” de Messi.
La grandeza de Leo es extraña. Hay algo indescifrable en él. Tiene la compostura de un ser anónimo, pero prácticamente no hay nadie en el planeta tan conocido como él. Parece invisible, pero es omnipresente. Su firma, grabada a fuego en la retina de millones de personas, es su movimiento, el juego de su silueta. En tiempos de cháchara y ruido infinito, él responde con silencio y, como dijo Valdano, solo hace titulares con los pies. Quizás no hay que darle más vueltas y aprender a convivir con el enigma de los tipos inexplicables.
Si el futbol es un negocio colosal, Leo representa el negocio del asombro, en palabras del periodista Leonardo Faccio. Ahora, el hijo de Jorge gana millones de euros al año pero, asombrosamente también, la marca Messi se lleva como una empresa familiar: el padre lleva los números y la representación de su hijo; la madre, Celia, lleva la fundación a nombre de la familia, y el hermano mayor lleva la agenda de Leo.
Con su físico pasmosamente exacto a Ron Wood, de los Rolling Stones, Jorge parece, a la vez, un héroe temerario y un villano gentil, pero tal vez es solo un padre que intenta hacer lo mejor para los suyos. En todo caso, afirma algo que nos resulta imposible de creer: que, en el fondo, todo sigue igual. “Quizá nos fuimos del barrio aunque ni siquiera tanto. Mi hija María Sol va siempre a nuestra vieja casa, vive prácticamente ahí, está ahí con sus amigos de siempre”. De alguna forma, lo que sí nos creemos es que las raíces, las viejas lealtades parecen tener su peso en el clan Messi.
De cara al futuro, cuando, irremediablemente Leo pierda velocidad, Jorge dice que lo ve jugando desde atrás en la cancha, como un armador de juego, algo que empieza a hacer cada vez más. Además, el hijo ha tenido un hijo. Ahora es, a su vez, padre, una opción de diálogo alternativo a ser uno solo.
“¿Se imagina a Leo colgando las botas?”, le preguntaron hace poco a Jorge. “De casualidad justo estaba hablando de eso el otro día con mi señora. Le dije que el día que Leo no juegue más, creo que se me va a caer una ilusión y no voy a ver más fútbol. Yo amo mucho todo lo del fútbol e imaginarme que Leo algún día no juegue más me impacta. Ni me lo quiero imaginar”, respondió. Aún hoy, a Jorge le gusta ver los partidos de su hijo solo. Leo, en cambio, nunca los ve. “No, no miro el futbol. Yo no soy de mirar”, argumentó un día.
Una matización: siendo tan argentinos como lo son ambos, es imposible que el padre le haya dicho a Leo «¿qué hacemos tú y yo?». Chirría mucho, mejor ponerle «vos y yo». Y, de paso, ponerle acento a «papa» (papá), que uno no sabe si se refiere al de Roma o es que habla como gitano.
Pues tienes toda la razón del mundo, Peter, gracias. Lo cambio en cuanto pueda. Saludos
De nada. Por cierto, me gustó mucho el texto, sobre todo por recordar anécdotas y detalles de la vida de Messi y por conocer algunos nuevos. Y, ya que estamos, ¿no les parece que el padre de Messi es el clon de ese actor que hacía de yerno de Pepe Sancho en Crematorio? (Lo acabo de googlear. Se llama Chisco Amado. En la serie llevaba un corte de pelo similar, lo que realza el parecido. Como siempre, aportando información relevante para la marcha del mundo. Tengo que me hacerme ver).
a veces, la emoción como lubricante de una buena historia, llega por caminos insospechados… sin gustarme apenas el fútbol por culpa de su contexto, en este caso se trata de un relato que rebosa humanidad y que me ha sabido a poco… enhorabuena
¡Lo de Ron Wood me ha matao!
Estupendo y muy interesante.
No, yo no soy de mirar.
Que grande.
Tranquilo, podrá ver siempre jugar a su hijo y no colgar las botas. En mi equipo de colegas, si quiere, no se retirará nunca y le dejamos elegir número en la camiseta y todo. Nos encanta cumplir los sueños de la gente.
Se podría hacer una segunda parte del artículo mencionando los 13 Kilos que ha defraudado a Hacienda.
Se ve que entendieron otra cosa con eso de la posesión y lo de «no hacer declaraciones»…
– Sí, la verdad es que el tal Jorge es un tío muy humilde y campechano, todo un dechado de virtudes y un espejo en el que todo el mundo ha de mirarse…
– Oiga, ¿y lo de defraudarle a Hacienda cuatro milloncejos de euros?
Uy, 4 millones sólo?! Pasan los meses y los «hombres favoritos» acaban por mostrar su verdadero rostro. Es lo que tiene de peligroso escribir una hagiografía previa a la defunción del susodicho.