Sociedad

Justicia ciega, ¿jueces anónimos?

Nuremberg

Durante los Juicios de Núremberg 16 jueces, fiscales y abogados acusados de encarnar el aparato jurídico nacionalsocialista fueron juzgados. Ellos ayudaron a la «depuración racial» de Hitler enviando a la muerte a quienes, siendo judíos, tuvieron relación con alemanes, por poner un ejemplo. La esterilización selectiva era una de las condenas más benignas de algunos de los tribunales especiales en los que trabajaron. Durante los nueve meses de aquel 1947 que duró el juicio, cuatro de los acusados fueron absueltos, otros cuatro cumplieron cadena perpetua, seis recibieron penas menores, uno se suicidó y uno estaba demasiado enfermo para ser juzgado.

Varios se defendieron aduciendo que ellos solo aplicaban la ley, que es lo que hacen los jueces, asegurarse de que se cumplan las normas fijadas. En un principio se les condenó igualmente al entender que un juez debe tener capacidad de dilucidar si la ley es justa para aplicarla o no. Por encima de la ley, según la argumentación de los magistrados estadounidenses que rigieron aquella causa, está la moral y los derechos humanos, y ningún juez puede salir impune si decide que hay gente que merece morir por causas ideológicas, étnicas o raciales.

Sin embargo, con el paso de los años cinco de los condenados fueron liberados antes de hora y cuatro, indultados.

Es el ejemplo extremo de una pregunta recurrente: ¿debe un juez ser imparcial como representante de la aplicación de la ley? O por el contrario ¿puede un juez ser un personaje público, con ideología y presencia mediática?

En una escala pequeña de la realidad existe el principio de jurisprudencia, que abre una ventana para que el magistrado en cuestión interprete la norma y, adecuándola a los hechos —más allá de agravantes y atenuantes—, fije una doctrina que más tarde otros seguirán. Pero la cuestión de la imparcialidad va más allá de eso e impregna las formas de hacer las cosas: desde la ideología hasta las filias y fobias de cada cual, desde su forma de escenificar los juicios hasta los guiños que manda a los medios de comunicación.

En un momento de crítica a las instituciones públicas la Justicia no se libra: sus demoras, las decisiones dolorosas de algunos y las declaraciones polémicas de otros han alimentado planos de televisión y páginas de diarios. Los jueces en España se han convertido en lo que son los árbitros en el fútbol: una parte del espectáculo que lo enriquece y hace imprevisible. Dicen que el efecto de sustituir el factor humano del árbitro en un partido sería semejante al de una aplicación estricta, lineal y sin matices de la ley. En fútbol quitaría espectáculo, pero ¿en Justicia?

Tomando la argumentación de los Juicios de Núremberg contra el aparato judicial nazi ¿cabría la objeción de conciencia ante una ley que no se comparta? Es más, ¿puede una ley ser considerada injusta? ¿Peligra el sistema judicial si se cuestiona la falibilidad de las normas por parte de quienes tienen que aplicarlas? ¿Pueden respetarse estas cuando dependen del criterio de un partido que, al suceder a su oponente, desmantela su entramado legal? ¿Podría un juez oponerse a aplicar una ley si la considerara injusta o inmoral? Piensa en un embargo de una vivienda a una anciana discapacitada. Y ahora piénsalo con un aborto o un matrimonio homosexual. ¿Es el juez un ejecutor o un interpretador?

En un momento en el que la normativa para elegir a los integrantes de las más altas instancias judiciales del país está en proceso de reforma cabe cuestionarse cuál es el modelo correcto. ¿Debe ser el Congreso, sede de la soberanía ciudadana, quien elija la composición de los más altos tribunales? ¿No sería eso dejar la elección en manos de partidos? ¿Debe decidirlo directamente el Ministerio? ¿Es mejor que la decisión la tomen los propios representantes de los jueces bajo riesgo de que sea un grupo con una connotación —ideológica, social o económica— muy marcada y alejada de la ciudadanía?

Muchas preguntas sobre las leyes, los hombres y mujeres que las ejecutan y los sistemas que les eligen. ¿Demasiadas como para conformar un sistema judicial fiable?

Todo eso gira en torno al componente humano del juez en cuestión. Y a ese respecto, la historia reciente española está llena de nombres que suenan al común de los ciudadanos, a pesar de pertenecer a jueces. Y el hecho de que eso sea así muestra que la personalidad particular de cada magistrado, enormemente importante en la forma de instruir una causa y en la decisión que tomará a la hora de ejecutar la sentencia, generará simpatías y rechazos entre políticos y ciudadanos a través de los medios de comunicación.

El tema no es menor: ese personalismo judicial es tan acusado que prácticamente cualquier ciudadano medianamente bien informado es capaz de recordar los nombres de, al menos, una decena de jueces. Hagamos la prueba.

El ejemplo por antonomasia siempre ha sido Baltasar Garzón, que mucho tiene que ver con la desarticulación de no pocos grupos mafiosos en el país durante las últimas décadas. Y eso por no hablar de su gran protagonismo en la lucha contra ETA.

De hecho, aunque está considerado como progresista por la amplia mayoría del país, la consideración cambia en Euskadi, donde la izquierda le señala como el responsable de innumerables «detenciones políticas» contra miembros de ETA y de izquierda abertzale.

Suyos son polémicos sumarios y casos que, bajo el paraguas de la Ley de partidos, acabaron con la ilegalización de decenas de formaciones políticas y sociales interpretadas como parte del entramado terrorista. Él inició la persecución contra la kale borroka al ilegalizar a las que consideró canteras como Jarrai, Haika o Segi de la organización terrorista y comenzar la persecución de sus militantes.

Con todo ese bagaje acabó entrando en política. No ahora, cuando como exjuez dice sentirse indignado con la situación política del país y suena como cabeza de lista por IU a las europeas, sino allá por 1993 cuando concurrió como número dos de Felipe González en las listas del PSOE. Abandonó meses después su acta de diputado y su rango de secretario de Estado y volvió a enfundarse la toga. Quizá por esa vinculación política nunca ha sido santo de la devoción del PP, a pesar de su particular cruzada contra el terrorismo.

¿Volvería a los campos de juego un árbitro que se metió en la junta directiva de un equipo de fútbol? Posiblemente no, pero ni siquiera eso fue lo que condicionó la carrera de Garzón. Al entonces magistrado de la Audiencia Nacional se le ha visto yendo con etarras detenidos por el monte buscando zulos, se han escrito ríos de tinta con su nombre y se le han dedicado innumerables horas de atención mediática. Él, definido en su día como «juez estrella» por sus detractores, marcó una escuela.

Precisamente cuando se fraguaba uno de los tres casos que le llevó a sentarse frente a un colega como acusado, el de los supuestos cobros del Santander durante su excedencia de estudios en EE. UU., se produjo el efecto contrario al que le había pasado a él.

Otro magistrado, más joven y atractivo para los medios, le sustituyó: Fernando Grande-Marlaska siguió la estela de Garzón procesando en pocos meses a numerosos miembros del entorno abertzale y, como él, paseó su fotografía por los medios. A pesar de ser homosexual, condición que desgranó en detalle en una entrevista en El País que le dedicó su portada, él sí contó con la simpatía del PP que en aquellos años se oponía al matrimonio gay.

No ha sido Marlaska el único juez en el que se han fijado los medios por su presencia, además de por su trabajo. Santiago Pedraz no pocas veces ha salido retratado con referencias a su físico o magnetismo, y también se mojó más de la cuenta al ponerse del lado de los manifestantes, lo que provocó que en el PP se le llamara «pijo ácrata».

Más recientemente, Mercedes Alaya ha sido objeto de muchos comentarios acerca de su aspecto físico, incluido uno de «maciza con mazo». Sin embargo Alaya es mucho más que un posible cuerpo bonito: es una jueza con una enorme presión mediática, calificada de distante y calculadora, es quien está llevando sobre sus hombros el mayor caso de corrupción jamás declarado en Andalucía, el de los supuestos EREs irregulares.

A pesar de haber estado varios meses de baja, y tras haber rechazado en varias ocasiones la intervención de jueces de apoyo para instruir la gigantesca causa que le compete, la jueza ha realizado maratonianos interrogatorios durante largas noches de operaciones policiales para detener a decenas de sospechosos y, sin descanso, ha alargado la jornada hasta casi el mediodía para redactar los autos y órdenes de detención. Ella, siempre seria e inaccesible a los guiños mediáticos, pasa por ser una magistrada esquiva y centrada en su trabajo. La antijueza estrella a la que los medios persiguen insaciables.

Hablando de carisma tampoco puede faltar en el listado Javier Gómez Bermúdez, que presidió el mayor juicio de la historia de este país, el del 11M. Para el recuerdo quedan aquellas escenas del magistrado retando a los acusados, interrumpiendo sus alocuciones e, incluso, inclinándose durante el juicio por desmontar con dureza las teorías conspirativas que una parte de la acusación convertida en defensa llevó hasta la sala. No mucho más cauto se mostró con los familiares de las víctimas.

De postura ideológica tan evidente como algunos de la lista hay otros como Margarita Robles, exsecretaria de Estado de Interior en tiempos de Felipe González. O, en el sentido contrario, el del juez Fernando Ferrín Calamita, cuya carrera judicial se vio truncada al retrasar la adopción de una niña por parte de una lesbiana pareja de su madre biológica.

Otros se hicieron un hueco en el salón de la fama judicial de los medios con su vehemencia frente a los acusados. Es el caso de la magistrada Ángela Murillo, cuyos enfrentamientos con miembros del entorno de ETA le valieron tantos aplausos de unos como reproches de otros por lo que interpretaban como un exceso en las formas. De hecho, le dieron un toque de atención por una pregunta a Otegi en un juicio al considerar que estaba basándose en un prejuicio para vincularle a ETA.

A la posteridad por otro motivo bien diferente pasará Carlos Dívar, expresidente del Consejo General del Poder Judicial, que tuvo que dimitir por unos supuestos pagos irregulares para un acompañante que en lugar de ser su escolta era alguien allegado en lo personal. Su tira y afloja ante la polémica y el posterior giro del caso en lo referente al cobro del pago que le correspondía por abandonar su cargo ocuparon meses de atención mediática.

En un sentido positivo otro famoso magistrado ha sido Emilio Calatayud, el más conocido de los jueces de menores del país. Sus sentencias condenatorias, de alto contenido educativo, han merecido el aplauso de muchos en lo que se entendía como una forma de hacer justicia pensando en la integración efectiva de los acusados y en su día bajaron la incidencia de la violencia juvenil en Granada.

Otro juez de menores, encargado a su vez de la vigilancia penitenciaria, ha estado en el centro del huracán durante semanas. Se trata de José Luis Castro, de vertiente progresista y uno de los ejecutores de la denominada «vía Nanclares». Sus frecuentes visitas a las cárceles de Nanclares de Oca o Zaballa, entre otras, y sus entrevistas con etarras arrepentidos han sido una constante. Pero también su trabajo con víctimas y su intento de tender puentes entre ambos extremos.

Saltó a la fama, sin embargo, cuando viajó para entrevistarse con Iosu Uribetxeberria y, finalmente decidió liberarle por su cáncer terminal, a pesar de la enorme presión política y popular que hubo sobre el caso.

Ya en el presente la historia de jueces más o menos estrella continúa. No tan expuestos por voluntad propia a los medios según los casos, pero encargados de grandes sumarios judiciales, destacan Pablo Ruz y José Castro.

El primero, encargado de la investigación del caso Gürtel y de los papeles de Bárcenas, ha intentado esquivar el foco mediático todo cuanto ha podido. Sin embargo la pugna de competencias que mantuvo con Gómez Bermúdez, que quiso pasar a controlar parte del caso, terminó por ubicarle: desde el PP, parte implicada en el caso, se hicieron denodados esfuerzos porque fuera él y no Bermúdez quien llevara la investigación. La cuestión es por qué.

El segundo, encargado de la investigación del caso Nóos, ha usado los medios como altavoz sin exponerse. Así, tras imputar a la infanta Cristina para posteriormente retirar la imputación por el recurso de la Fiscalía, hizo notorio que seguía manteniendo su opinión de que la hija del Rey debía sentarse a declarar. Finalmente, cuando prosperó el recurso, consiguió vencer las reticencias de la Casa Real y accedió a las declaraciones de la renta de la infanta, que actualmente se enfrenta a un posible delito de fraude fiscal.

Por si faltaban nombres para completar la alineación ha entrado en escena Elipidio José Silva, responsable de la encarcelación y proceso contra Miguel Blesa, expresidente de Caja Madrid. Por eso y porque, justo ahora que saca adelante un caso tan importante, su futuro es sombrío a causa de un expediente del CGPJ por un retraso en un caso y por falta de motivación en sus resoluciones.

14 ejemplos de los últimos años, pero hay muchos más: Eloy Velasco, el excargo del PP de Zaplana que acusó a Venezuela de acoger a etarras, Juan Del Olmo, el hombre tras el cierre de Egunkaria y el secuestro de El Jueves, Alfonso Guevara, que amenazó a un acusado con que le daría un culatazo si tuviera un arma, Javier Gómez de Liaño, apartado de la carrera judicial por prevaricación en su causa contra el Grupo PRISA e indultado por el gobierno de Aznar… La lista de jueces expuestos a los medios o directamente alineados con corrientes ideológicas es interminable.

¿Deberían los jueces ser parte del juego mediático o sería mejor que permanecieran alejados y lo más anónimos posibles? ¿Perjudica el gusto de algunos por conseguir presencia mediática el desempeño de sus funciones? ¿Son los jueces, en definitiva, lo que los árbitros al fútbol y que un juicio caiga en manos de uno u otro marca su resolución de forma significativa?

Porque a fin de cuentas, una de las primeras cosas que hacen los medios antes de un partido importante es fijarse en quién va a ser el árbitro, no sea que vaya a ser ciego, como la Justicia.

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5 Comentarios

  1. Pingback: Justicia ciega, ¿jueces anónimos?

  2. «… tender puentes entre ambos extremos». Sin comentarios.

    Por cierto, Garzón, como Liaño, ha sido condenado por prevaricación (por siete magistrados del Supremo). Liaño fue exculpado después por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2008, que criticó duramente el juicio en el que se le condenó.

    • Bien mirado. La omisión de estos dos datos demuestra el sesgo poco venturoso de Borja Ventura.

  3. Más que los jueces me preocupan las leyes, que como señalaba un jurista en «el país», están redactadas de tal manera que la sentencia depende exclusivamente del juez que te toque, independientemente de las pruebas o los testigos.

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