Cuando recibí el libro me asaltó un vértigo helador: han pasado ya dos años, pensé. Dos años tan inasibles y silenciosos como si fueran en realidad fantasmas de año. Así que decidí tomar, a la manera de Andrés Trapiello, una escrupulosa nota del tiempo fugitivo antes de que se evapore. Con este fin, una vez leído el libro, le di una cita en el Hispano a su autor. Voy a imitarle de un modo rudimentario.
En este volumen, titulado Miseria y compañía, vivimos con él sus habituales rutinas y sorpresas, descubrimientos y disgustos, olmos mojados de lluvia y secos alcornoques. Hay, sin embargo, una diferencia de peso, un viaje por Italia que ocupa un espacio o quizás un tiempo formidable, cosa infrecuente. Como sabemos que a pesar de todo estamos leyendo una novela, sospechamos que tras la apabullante felicidad del viaje va a caer una desdicha. Es una treta típica de muchos directores de cine que anuncian la llegada del drama mediante la lluvia. Si empieza a llover a cántaros sin venir a cuento, es que la chica va a descubrir el cadáver de su novio, o la van a secuestrar, o su marido se ha suicidado. Así es, en efecto, tras el viaje a Italia el protagonista de Trapiello, o sea el propio Trapiello, sufre un doloroso percance que no desvelo.
No hay, sin embargo, equilibrio entre la mucha felicidad del viaje y el soportable dolor del accidente. Por eso le he dado cita, para comentar tal detalle de la novela, o del río de novelas, van 18, que solo concluirán con la muerte de Trapiello, Dios le conceda conocer a las novias de sus bisnietos. Quizás deberíamos empezar a pensar a quién le dejará en herencia la conclusión del volumen sobre el que esté trabajando en la hora fatal. “Aquella tarde, con afilada cuchilla la Parca etcétera”.
Llega Trapiello al Hispano, lugar sereno que invita a conversaciones de boisserie, pedimos unos cafés o refrescos, y se lo suelto de un trabucazo. Lo estaba esperando. Es lo que me gusta de los escritores de raza, que son como los buenos mecánicos, tú les dices que hay un ruidito inquietante, un chis chas al arrancar, y sin mirar el motor te dice el mecánico: eso es de la juntaculata.
Lo sé, afirma Trapiello, hay una desproporción entre una cosa y la otra, entre la felicidad avasalladora de la familia visitando villas palladianas por el Brenta y la desgracia que luego me retiene inválido durante meses, pero es que mi ambición es describir los momentos de gozo, de placer, con la misma intensidad que los de dolor y desdicha. La maldad y la desgracia siempre son atractivas, su contrario no tiene cartel. “Todas las familias felices son iguales”, como recordarás. Muy pocos se atreven a combatir el monopolio de la maldad, a dar espacio a la jovialidad y al lado luminoso de sus vidas.
Nos liamos luego a recordar escritores que hayan permitido que la felicidad contamine sus páginas. Todos los que se nos ocurren usan el mismo recurso que Trapiello, si hay varias páginas de felicidad ofuscante agárrate porque viene el infortunio supremo, como en Scott Fitzgerald. O bien, si aparece el momento venturoso ha de ser porque ya ha desaparecido, se ha esfumado en la nada para no volver, que es la gracia de Esplendor en la hierba, pero el recuerdo de la dicha generalmente se debe a que estamos en plena desdicha.
Este es un asunto peliagudo. Podríamos incluso asegurar que los antiguos no vivían esta escisión. La Iliada solo relata tajos, decapitaciones, aplastamientos, heridas y matanzas, pero es un libro inmensamente gozoso. Lo mismo podría decirse de los trovadores que cantan a la guerra en el Medievo provenzal. Y a pesar de todos los horrores de las tragedias de Shakespeare hay en ellas un indudable frenesí vital contagioso. ¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle interés literario a la dicha, al júbilo, al furor de vivir? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos la afirmación y el homenaje? Todavía Diderot y Lawrence Sterne podían expresar con toda naturalidad y gran belleza el puro gozo sin sombra de horror que lo compense.
Nos quedamos durante un rato cabizbajos y contrariados. Me arrepentí de haber llevado el tema a un encuentro de media tarde, sin copas, en una atmósfera silenciosa, de velatorio. Ambos, repentinamente, dimos con una solución transitoria, esto es, una nueva cita para seguir royendo el asunto, pero esta vez de noche y con copas. Llega el verano, hay terrazas, los cielos se cubren de estrellas, los vodkas con tónica sudan un forro de perlas resbaladizas, pasea la gente cogida del brazo.
He aquí que, tras el momento sombrío, volvía a aparecer la célebre promesa de felicidad, que es como se suele definir a la obra de arte. La burda imitación de Trapiello podía concluir.
Fotografía: Guadalupe de la Vallina
Siempre, siempre, es de la juntaculata.
Los momentos dichosos -que al fin y al cabo es a lo que se reduce la felicidad- son el envés de las desgracias, una hoja al viento dando vueltas hasta alcanzar el suelo.
Mola la frase!
Félix de Azúa cada vez mejor. Y Trapiello, reconozco que me cae muy bien. Me gusta sobre todo su poesía. Y me encanta que le hayáis tenido en JotDown tan de seguido dos veces.
¡Que sean más!