Había una vez un muchacho cimentado en columnas de cristal. Un chico que corría hasta que la fibra le chasqueaba, como cuando, de niños, rompíamos las gomas de los tirachinas de tanto tensarlas. Se dijo de él que agrietó todas las cinturas y que formó con Jesús Navas un ataque de arietes de asedio en paralelo y corrientes alternas. La simetría de esas bandas le dio tanto lustre al Sevilla que el equipo se cortocircuitó cuando el campo se venció hacia la derecha y todo se volvió más previsible.
Había una vez un hijo que quiso sobrevivir a su padre, figura acanallada del Boca Juniors ochentero. Fumador con avaricia, Hugo Osmar, que así se llama el progenitor, derrochó talento y anécdotas en un equipo en el que su cometido era remachar los pases de un tal Maradona. Quién pudiera. Cuentan que «El Mono», como le decían, subió al primer plantel en una mañana de urgencias y le arreó tal mandoble al central titular en el entrenamiento, como respuesta a las provocaciones del veterano, que «El Toto» Lorenzo, prendado de ese arrojo, no pudo por menos que sacarle a jugar el domingo.
Su pequeño Diego, también flaquito, salió menos guerrero. Jugador de huir más que de encimar, de resbalársele entre las piernas a los defensas. Sin la explosividad de otros, pero con una facilidad innata para culebrear hasta la línea de fondo. “Fútbol y tango, señores, cabaret, carreras y timba”, que escribió Fontanarrosa. La fragilidad de su pierna cambiada le da tantos disgustos que ya casi ni se acuerda de aquellos tiempos en los que los rivales le rogaban, como Serrat, que dejase de joder con la pelota.
A Perotti, como a Sísifo, le toca empujar la piedra ladera arriba cada cierto tiempo. Ha pasado tantos meses viviendo en la camilla y agarrando el aceite de rosa mosqueta para impregnarse las cicatrices que estuvo a punto de romper la baraja de su fútbol. Dicen los cenizos que el esplendor de su futuro se le marchó. Que aquellos que vinieron desde Italia con maletines de cuero para montarlo en el primer avión que saliese se olvidaron ya de él.
Perotti lloró mucho siendo chico. Marginado en las inferiores por bajito y condenado a ver muchos entrenamientos desde una esquina, aguardando un peto para que alguien se la pasara. Él, acostumbrado a sufrir, lo recuerda cada día. De los buenos y de los malos. De los de vueltas al ruedo en Nervión y de los de mañanas de alaridos en la consulta del doctor. Frente al Athletic, Diego volvió. Volvió a volver, dirán algunos. Se enfundó de nuevo el diez, el número que otorga venia para hacer milagros, y recuperó la sana costumbre de tirarse contra una retaguardia a tumba abierta. Alegre y despreocupado, como el primer día. Qué difícil intentar salir ilesos de esta magia en la que nos hallamos presos, como cantó Sabina. Esa magia, imprevisible, del futbolista con las piernas de cartón.
Excelente artículo.
Perotti ha sido uno de los grandes blufs de la cantera sevillista, sólo superado por Diego Capel. Del Nido debería haberlo vendido cuando alguien daba algo por él.
Del Nido lo hubiera vendido, y bien, de haber mantenido el nivel un par de temporadas más, pero las lesiones le cortaron la trayectoria. Estaría jugando en la Premier o en el Real Madrid de no haber tenido esa maldita tendencia a lesionarse.
Futbolista de potrero, de arte y filigrana como en el himno del Sevilla. Un gusto verlo jugar de nuevo, corriendo la banda como siempre quiso y supo.
Nunca hubiese imaginado que Perotti tendría antes que Navas un artículo en Jot Down.
Las relaciones lo son todo en la vida…
¡Viviiiiiiiiiir… asíííííí… es mooooooriiiiiiir… de amoooooor…!
Y mira que se ha roto veces. Y mira que tarda en recuperarse. Y mira que aún así por Nervión le seguimos teniendo querencia, y se nos alegra el corazoncito cuando lo vemos saltar al campo, porque le queremos ver triunfar otra vez. Pero siempre se tuerce algo. Cuando lo vemos sentado en el césped, decimos «hala, ya se ha lesionado otra vez». Y lo malo es que suele ser así.
A ver si esta vez, de verdad de la buena, es la buena.
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