Cezanne huía despavorido de sus homenajes. En cierta ocasión, unos amigos quisieron hacerle un homenaje sorpresa. Cezanne les miró horrorizado y echó a correr, literalmente, salió de la casa donde vivía y dejó un cuadro inacabado. Huyó con lo puesto. ¿Sus amigos? Otros pintores. Grandes pintores impresionistas, artistas con los que había compartido varias exposiciones, personas que realmente lo apreciaban y lo valoraban. Pero él los tachó de la lista, inmediatamente pensó que le estaban tomando el pelo, que le gastaban una broma pesada. Les puso una cruz y ya no quiso saber nada más de ellos. Les retiró la palabra. También huyó de París. Volvió a su ciudad natal, a una pequeña ciudad de provincias donde fue ignorado y después, cuando la fama de su éxito llegó, fue atacado, fue rechazado, pues sus habitantes desconfiaban de su éxito tanto como él mismo. Cezanne y sus vecinos de Aix en Provence solo se ponían de acuerdo en una cosa: en la desconfianza.
Es muy interesante el caso de Cezanne, que se volvía cada vez más huraño y antisocial cuando más éxito obtenía (hasta el punto de desviar la mirada y acelerar el paso cada vez que se tropezaba por la calle con un viejo amigo). Para Cezanne no se puede decir que el éxito le trajera problemas, sino más bien que el éxito era el problema en sí mismo. Pero también es curiosa la actitud de sus vecinos de Aix en Provence, que se libraban de sus cuadros o los escondían y negaban tener un cuadro suyo justo cuando el pintor de su ciudad empezó a triunfar en Paris. ¿No debería haber sido al revés? ¿No es cuando más orgullosos de su pintor y contentos de tener un cuadro suyo deberían haber estado?
A otros el éxito les sentó bastante mejor (al menos aparentemente). Andy Warhol cuenta en sus diarios que Basquiat podía llegar a uno de esos restaurantes carísimos de Nueva York y pedir directamente la botella de vino más cara que tuvieran, sin molestarse en mirar ni el precio. Y aunque no lo diga Andy Warhol, podemos suponer cómo le gustaba comprobar el efecto que causaba en los camareros, que no sabían cómo actuar frente a ese “negro alto y de pelo en erupción” que, en palabras de Antonio Muñoz Molina, “viste con una mezcla inaceptable de elegancia y abandono”. Basquiat pasó en muy poco tiempo de mendigar en el metro a tener montones de billetes en los bolsillos y eso siempre tiene un precio. Un precio que se pacta a la ligera, con el entusiasmo desbordante del momento, y que luego nunca se puede revisar a la baja y ya te condena de por vida.
¿Y el amor, qué decir del desastre del amor? El amor y el arte nunca se han llevado bien. Modigliani no pintó al principio los ojos de su amante. Para cuando los pintó, sus vidas ya estaban fatalmente perdidas. Sí. Hay mucho mito en ello, mucha literatura dolorosa, mucha voluntad de rebeldía y de malditismo. Pero también hay una terrible verdad que subyace a toda la fachada, a todas esas capas de pintura, alcohol y lágrimas que los propios artistas crean para ocultarse a sí mismos la propia verdad. Esa verdad es muy simple, el arte, cuando se vive como un sacerdocio, como una consagración absoluta hacia su desarrollo artístico (podríamos decir carrera, pero no es necesario: un artista puede desarrollar toda su obra en solitario, sin ningún reconocimiento, y pese a todo vivir solo para su arte: el caso de Van Gogh, por poner un ejemplo muy conocido), el arte, decíamos, cuando se vive como algo absoluto y excluyente, no casa muy bien con el amor. Y así tenemos la inmensa lista de grandes artistas que han sido malos maridos, malos amantes y malos padres. Y algunos lo llevan mejor que otros. Algunos lo llevan aparentemente bien, como Picasso, que lo solucionaba todo comprando una casa a la amante o la mujer abandonada, y otros lo llevan francamente mal, como Pollock que perdió a la mujer de su vida por ser incapaz aceptar la posibilidad de ser padre, y que se hundió irreversiblemente en la depresión, el alcoholismo y la muerte cuando perdió, de ese modo, su único asidero firme con la vida, con la vida cotidiana, con la vida en sociedad. Y ahí llegamos a la triste paradoja, al “te necesito pero no puedo vivir contigo, me alimento de ti pero no puedo darte a cambio nada de lo que me pides”. Porque lo intentan. Todos, casi todos, lo intentan. Modigliani, por ejemplo, trató de ser un buen padre. Se dijo que no iba a beber más. Que no iba a salir de juerga, que iba a quedarse en casa con su mujer y su hijo recién nacido. ¿Y cuánto aguantó? Tres días. Tres días y volvió a las andadas, a las viejas costumbres, a los “vicios trascendentales”, a esa vida de artista bohemio que se oponía radicalmente a la vida ordenada y burguesa que le exigía la sociedad (y que, en el fondo de su ser, se exigía él también a sí mismo). Ante el terrible dilema de elegir entre una vida y otra, Modigliani se quedó bloqueado, sin saber bien qué hacer. Y su respuesta fue la huida, la huida suicida, la huida que arrastró a los que amaba con él. ¿Es pues culpable? ¿Es lícito hablar de culpa en este caso, en todos los casos semejantes?
Y si un artista o un escritor ya tiene problemas con la vida, ¿qué decir cuándo se juntan dos escritores o dos artistas, cuando hay una relación sentimental e incluso hijos por medio? El caso de los poetas Sylvia Plath y Ted Hughes es de manual. Pero a menudo se olvida que Ted Hughes luego fue a vivir con Assia Wevill, con la que tuvo una niña y quien, en el momento de conocer a Ted, también aspiraba a ser una poeta reconocida (aunque trabajaba en una agencia de publicidad, era licenciada en Literatura). Y que la historia se repitió pocos años después, sin bien de un modo mucho más trágico. Pues si Sylvia salvó a sus hijos (que estaban en su misma casa, durmiendo plácidamente en otra habitación, cuando ella se quitó la vida) Assia Wevill no hizo lo mismo, y antes de matarse abriendo la llave del gas (exactamente como Sylvia había hecho), le suministró un somnífero a su hija de cuatro años, que murió con ella. Pese a todo, Ted Hughes se sobrepuso a esta nueva tragedia, rehízo su vida, se volvió a casar en 1970, esta vez con una enfermera, y siguió escribiendo y publicando, hasta el punto que hoy está considerado uno de los mejores poetas ingleses del siglo XX.
El escritor tiene una vida paralela. Una segunda patria en la literatura. Es una vida que no siempre encaja con la vida real. Al contrario. La relación entre vida y literatura es conflictiva. No hay idilio, sino casi una guerra oculta entre ambas.
La cita es de el escritor albanés Ismail Kadaré. Aquí hemos hablado de pintores y de escritores. Podríamos hablar de escultores, músicos, bailarines, diseñadores, etc. Todos los oficios creativos se ven sometidos a la tiranía del talento (o al pavor de su ausencia). Entre los artistas en general y los finales trágicos hay una relación tan estrecha que es muy fácil caer en los tópicos. No se puede generalizar. Algunos escritores sobreviven a un campo de concentración, escriben un libro y acaban con su vida. Y otros escritores sobreviven a un gulag, escriben un libro y siguen con su vida. Mismas experiencias provocan reacciones distintas. Pero a pesar de todo el morbo que generan estas historias (las de final trágico, me refiero, y, cómo no, con celos, delirio y pasión por medio) y por debajo de este morbo tan impúdico y tan humano, siempre subyace una gran verdad: si escarbas un poco, debajo del amor, el desamor, las drogas, le alcohol, los arrebatos de locura transitoria y todo los demás, siempre te encuentras con la presión del talento, de la obligación de la creatividad continua, del miedo a perder sus capacidades artísticas, de la autoexigencia y la disciplina atroz con la que se flagelan, siempre por el bien de su arte, siempre con la vista puesta en su obra. De este modo tenemos, por citar algunos, los casos de la fotógrafa Francesca Woodman (cuyo documental sobre su vida y la de su familia, The Woodmans, dirigido por C. Scott Willis y estrenado muy recientemente, resulta muy revelador) o de los músicos Adrian Borland y, por supuesto (imposible no mencionarlo en un artículo que se ocupe del talento, el amor, el éxito y el cóctel fatal que a veces produce) Ian Curtis. (De Ian Curtis se ha escrito mucho, pero no puedo dejar de recomendar tampoco la película Control, dirigida por Anton Corbjin en el 2007. No obstante, para los que no la conozcan, también es muy recomendable 24 hour party people, la película que Michael Winterbotton dirigió en el año 2002).
Pero mejor continuemos con los escritores. Suelen ser muy lúcidos y muy incisivos (lacerantes, podríamos decir) a la hora de examinar su situación. Los escritores también suelen ser presa fácil de la angustia, de cierto particular tipo de angustia existencial (esa que les hace saltar por una ventana o dejarse caer por el hueco de una escalera en los momentos más imprevisibles, como, por ejemplo, justo cuando por fin han alcanzado el éxito o el reconocimiento que tanto anhelaban, o cuando ya son autores consagrados, cuando “ya no tienen nada que demostrar” y podrían dedicarse a vivir tranquilamente de “las rentas” de su trabajo). No todos sufren de ese mal, por supuesto, algunos no tienen ningún problema entre la vida real y la vida literaria. Pero no hablamos de esos. Este artículo trata de los que sí tienen problemas. Como Marina Tsvetaieva, cuando se pregunta y se responde a sí misma: «¿Unas condiciones favorables a la escritora? La vida misma es una condición desfavorable. Y por cruel que sea decirlo, las peores condiciones tal vez sean las mejores».
Para añadir a continuación, con una resignación terrible y lúcida:
La vida es un lugar donde no se puede vivir.
Pero quizá la mejor respuesta sea una cita de un escritor tan aparentemente “poco maldito” como Sándor Márai:
La escritura no es una tarea para una persona sana, un persona sana es una persona que trabaja para acercarse a la vida, mientras que un escritor trabaja para acercarse a las profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos, incendios. (…) Acabé por comprender que no tenía escapatoria (…) que debía entregar mi vida a mi obra por entero y sin condiciones, que debía vivir así, bajo la presión de esa idea fija, de esa manía, atravesando desesperadas épocas de huida y volviendo siempre a la otra vida, a la del papel.
Sandor Márai tuvo éxito, se casó, fue padre, vivió una existencia ordenada y rutinaria, escribió y publicó sin grandes problemas (excepto en algunos momentos puntuales, como cuando sus obras fueron prohibidas por el régimen comunista húngaro), se permitió rememorar su existencia en una autobiografía meditada y sensata y acabó suicidándose en San Diego, cuando tenía 89 años.
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Gran artículo que ensucian dos errores de bulto: es (juraría) Ismail Kadaré -no Karadé- y Marina -no María- Tsvetaeva.
Pues sí. Tienes toda la razón. No sé en qué estaría pensando. Mira que he citado veces a esta tía. Y al albanés, bueno, a ese lo cito menos, pero Albania también existe. Ahora en serio, lo siento mucho. Se me ha pasado…
Gracias por leerme y por la corrección.
Lo peor del artículo es la primera frase: «Cezanne huía despavorido de sus homenajes.»
Gran artículo, por lo demás.
«La vida es un lugar donde no se puede vivir».
Pues va a ser que tiene razón esta mujer.
muy inspirador
(y qué vivan las erratas, sólo el que escribe se equivoca)
perdón porla errata
perdón por la errata (jaj)