No se lleven a engaño: como bien decía Magritte, lo que verdaderamente ama nuestra mente es lo desconocido. J. G. Ballard lo sabía. Nuestro escritor favorito venía de un mundo férreamente ordenado y viejo, el de los hijos del gran Imperio británico en misión civilizatoria en lejanas colonias de Oriente, y desde esa elegante barrera vio caer todas y cada una de las certezas hasta hacerse pedazos. Entendió que el oasis de la civilización es un frágil espejismo, y que más allá solo hay paisajes ignotos. Nació en 1930 en Shangai, y allí creció al calor de una mansión con nueve criados, donde el sentimental amor a la patria de puertas adentro colisionaba con la realidad de las viscosas aceras de esta gigantesca ciudad “brutal, enorme, dura, con muertos en las calles”, según sus palabras. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial pasó con su familia más de dos años malviviendo en un campo de prisioneros. No era más que un niño de camino a la adolescencia, pero se atrevió a mirar de frente al infortunio y al horror. Su ojo implacable de entonces, lúcido hasta la náusea, es el que atenaza y, a su vez, acompaña cálidamente al lector. Para siempre.
Desde que vivió ese encontronazo con la más áspera realidad, J. G. Ballard albergó un plan secreto: iluminar esos paisajes inciertos a partir de la destrucción, por la vía del arte, de todas las creencias y sueños de la clase media. Decidió que su primer asalto sería contra la novela realista, prototipo de artefacto burgués por excelencia. Luego vendrían el trabajo, el consumismo, el ahorro, la seguridad, el entretenimiento y la corrección política. Ballard sabía bien que la mayoría de las personas prefieren la seguridad a la revolución permanente pero, como verdadero artista, eso nunca le desanimó. Sin aspavientos, su tesón era imperturbable. No era una pose; era su ideario. Ballard rechazó la Medalla de Caballero del Imperio Británico, tachándola de indignante. “Si por mí fuera derrocaría todo el sistema», dijo a quien quisiera escucharlo. No en vano, para muchos es uno de los más originales escritores políticos del siglo pasado, aunque él asegurara que esa lectura de su obra era eminentemente europea, y se quejara de la visión algo chata y literal de sus escritos en Estados Unidos, donde, por regla general, se le tenía por uno de los más temerarios autores de ciencia ficción.
Para Ballard todo debía saltar por los aires. La Bomba, así, con mayúsculas, junto con su oscura inteligencia y su salvaje imaginación, define su obra. Las explosiones de Hiroshima y Nagasaki le salvaron, literalmente, la vida y la de los suyos, y gracias a ellas pudieron abandonar aquel sucio campo de prisioneros. Y, claro, nadie puede desprenderse jamás de una paradoja así. Los títulos exactos de sus obras nos permiten entrever el rastro de sus entrañas. La novela autobiográfica sobre su infancia El Imperio del Sol se refiere al astro que reina en la cultura japonesa y también al ciego sol nuclear que anuncia una nueva era, completamente revolucionaria frente a cualquiera vivida no importa cuántos siglos o millones de años atrás: por vez primera, el ser humano tiene capacidad para destruir todo rastro de vida en el planeta Tierra y acabar con su propia especie. En Love & Napalm: Export U. S. A. —la versión americana de La exhibición de atrocidades— define a la perfección la pesadilla de la implacable realidad frente al único recurso genuino del ser humano: el afecto y el calor del otro. Todo ello, a su vez, frente al sueño de una vida inventada, paralela, hecha relato a través de la implacable maquinaria de los medios de comunicación, simbolizada por Estados Unidos. Otros títulos hermosos como soles son Noches de cocaína, Hola, América, Super-Cannes o La isla de cemento. Crítico consigo mismo, el autor decía detestar el título de su novela The Unlimited Dream Company por “sonar como una marca de jeans para jóvenes”. En sus biografías noveladas La bondad de las mujeres o Milagros de vida deja de lado el frío y la oscuridad de los paisajes distópicos y habla de la calidez que, a veces, uno encuentra por el camino de la existencia.
Dos de los mejores cineastas vivos, Steven Spielberg y David Cronenberg —los únicos que se atrevieron a llevar a la gran pantalla el atribulado mundo de Ballard—, se enfrentaron, respectivamente, al lado luminoso y el lado oscuro que define la obra de autor. Spielberg estrenó El imperio del sol en 1987 —con guión de Tom Stoppard—, y Cronenberg, Crash, en 1996.
Como solo ocurre con los escritores verdaderamente extraordinarios, las infinitas caras de Ballard se corresponden en hermandad exacta con su número de lectores. Hay ballardianos que releen las páginas de su gurú como dogma de fe y prueba irrevocable de que es el mesías postatómico por excelencia. Otros ven en su escritura la hipnótica estela de otros grandísimos hijos del Imperio británico como Orwell, H. G. Wells, Aldous Huxley o Joseph Conrad. Algunos más, simplemente, se mueren de risa con sus historias psicopatológicas de mundos paralelos. “La carcajada no es mala respuesta”, apuntó una vez Ballard al ser preguntado por este tipo de reacción ante su obra, “al fin y al cabo”, continuó, “la vida es un chiste verdaderamente muy, muy especial”.
Para quien no sepa y se pregunte qué irradia la mirada ballardiana, decirle que es hipnótica y eterna, sin vuelta atrás. Quizás el que más se acerca a describir la impronta de la obra de Ballard es Martin Amis, quien afirma que el efecto de su lectura “inocula un virus que parece ir a una parte diferente del cerebro”. Para hacernos una idea, probablemente no hay nada más ballardiano que una serie de explosiones en un parque de atracciones: eso es exactamente lo que ocurrió en el World Amusement Park de Shangai, cuando en 1937 fue bombardeado por los japoneses y murieron 800 niños, mujeres y hombres. Y ese es el tipo de episodios a los que se enfrentó —y jamás olvidó— el autor a edades muy tempranas.
El credo de nuestro hombre, en la exposición J. B. Ballard. Autopsia del nuevo milenio, del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), en 2008. En palabras de su comisario, Jordi Costa, “Ballard es un poeta que escribe como un forense”.
Ballard entendió muy pronto que las herramientas de la escritura tradicional no servían para desentrañar la infinita incógnita de lo real, y optó por recurrir a las técnicas del surrealismo y, a su vez, del superrealismo. «Mi ambición es romper las estructuras metafísicas que nos ordena y encierra a todos en categorías, en cubículos, en habitaciones mentales”, decía. Una vez confesó que en ocasiones usaba algo parecido a la técnica de collage para su escritura: “hay una escena en La isla de cemento donde el personaje de Jane Shepard está regañando a otro personaje, Maitland. Pues bien, todo lo que dice es la transcripción exacta de una grabación secreta que hice a una novia que tenía hace tiempo”. En otra ocasión, la inspiración le cogió en bañador, de vacaciones en la playa de Roses, en la Costa Brava de Gerona: la paranoica actitud de un vecino obsesionado con las colillas que le tiraban los inquilinos de otros apartamentos lo inspiró para High Rise, novela que narra el enfrentamiento a muerte entre ricos ejecutivos que viven en los pisos superiores de un ultramoderno y lujoso edificio, y los trabajadores de clase media que ocupan las plantas inferiores.
Para Ballard, el deber de todo escritor es profundizar en la verdad, “y está claro que no se puede combatir la realidad con sus mismas armas descriptivas, porque así es imbatible. Hay que adaptar una estrategia radical”. En cierta manera, quizás todo su trabajo se concentra en recuperar los ojos del niño del campo de prisioneros. Tal vez, como su amado Salvador Dalí, estaba convencido de que la existencia de la realidad es la cosa más misteriosa, sublime y surrealista que se dé.
Es un pensamiento luminoso. Albert Camus decía que llevaba dentro, para siempre, el sol mediterráneo de su infancia. En una burda comparación, podemos afirmar que Ballard arrastró, en su caso, el peso colosal del sol nuclear entrevisto en sus años más jóvenes. Pareja harto improbable, extrañamente hay algo en su actitud que les hermana: una muy civilizada desesperación. Al final, Ballard nos parece un revolucionario, extraño y silencioso, que nos da a entender que la imaginación y el espíritu humano pueden triunfar por encima de nuestra propia disolución y, así, transgredir la muerte.
Como un Julio Verne atormentado, Ballard hace ya muchas décadas que profetizó el mundo en el que vivimos, y cada uno de sus textos se presenta como un libro de las revelaciones: la realidad paralela de los medios de comunicación y las redes sociales, la política-espectáculo, el cerebro como órgano supremo, la sexualización extrema, la idea de que vivimos en varias dimensiones a la vez, el consumismo como última forma de religión. Antes de acabar la década de los 60 escribió un texto que se titulaba «Why I want to fuck Ronald Reagan” en el que ya advertía sobre las imbatibles dotes mediáticas del actor para la política; a principios de los años 70 apuntó que “estamos siempre hambrientos de información”, y vaticinó que “en poco tiempo la tecnología creará la posibilidad de saber todo lo que pasa en todo momento, y nos permitirá vivir experiencias alternativas a la realidad”; poco después añadió que “las casas que la gente compra, los muebles con los que las decora, la forma de hablar y los amigos que uno escoge, todo son decisiones derivadas de la influencia de la ficción; ya no percibimos la realidad a través de nuestros ojos, si no bajo la mirada artificial de los medios de comunicación”. En muchas de sus obras de ficción ya adelantó un hondo rastro de paranoia, soledad y desesperación en la vida cotidiana. Aquí y ahora, Ballard diría que ya nos advirtió de que la pantalla —la tele, el móvil, el ordenador, la tableta, qué más da— sería nuestra única y verdadera patria.
Otra de las hermosas paradojas que habitan en Ballard es que él solía catalogarse como lo que es en verdad: un tipo normal. Como todos, vamos. Al leer sus libros, algunos piensan que son fruto de viajes lisérgicos. Ballard afirmó más de una vez que podía beber alcohol desde las nueve de la mañana, pero que no era amigo de participar en la cultura de la droga de la década de los 60. En una ocasión explicó que tomó LSD una sola vez, y que le dio tan mal viaje que le llevó años librarse de ello, hasta el punto de que le aterrorizaba la sola idea de tomar aspirinas. La experiencia le convenció para arrojarse —»aún más, si cabe» según él— en brazos de su bebida favorita: el whisky Teacher´s con soda.
En una charla ante lectores contaba que, contra lo que muchos creen, él vivía de forma convencional y confortable en una zona neutral del mundo: “si tienes una imaginación tan poderosa como la mía, para bien o para mal, no hace falta disfrazarte con extravagancias”, apuntó. Explicó la anécdota de que Crash, una de sus novelas más polémicas, tuvo un impacto muy importante en Francia y que, durante un tiempo, le venían a visitar, en peregrinación, grupos de franceses. Según él, estos “no salían de su asombro al ver que lejos de ser un drogadicto al que le gustan los niños —la imagen que esperaban de alguien capaz de escribir algo así—, yo era un señor (aparentemente) normal, un padre de tres chiquillos felices con un gato gordo en casa”.
Uno de los aspectos más sugestivos en la obra de Ballard es, precisamente, su mirada sobre la infancia. La pérdida de la inocencia y la muerte del afecto son dos de los ejes centrales de su obra pero, a su manera, sus biografías noveladas dejan entrever la posibilidad de volver a un paisaje olvidado y pisar un territorio amado en los ojos de tus propios hijos. Una cierta luminosidad de la experiencia compartida transita entre sus páginas; al contrario de lo que apuntaba Sartre, probablemente el cielo —no el infierno— son los otros.
Si no es la infancia, Ballard es inmisericorde con el resto de las patrias, y especialmente con la suya: en muchas ocasiones recuerda el trauma que le supuso aterrizar en 1946 en esa Inglaterra tan idolatrada en la distancia y encontrarse con un país desolado, deprimente y pobre. Decidió estudiar psiquiatría “para psicoanalizar a mi país”, decía a veces, o “para psicoanalizarme a mí mismo”, decía otras. En todo caso, se quedó en primero de Medicina, donde se entregó a la disección de cadáveres. Trabajó de editor de una revista científica hasta pasados los 30 años, cuando decidió que solo iba a dedicarse a escribir. Eran tiempos de extraordinarios avances en la ciencia y la tecnología: las autopistas, la televisión, los primeros ordenadores. En definitiva, el germen del mundo de ahora. “Todo iba a cambiar para siempre, pero eso no se veía reflejado en las novelas realistas del momento», decía, y eso le llevó a elegir la ciencia ficción como su propio campo de pruebas.
El resto de su vida vivió en Shepperton, no lejos de Heathrow, y allí falleció en 2009. Preguntado una vez sobre su sueño más recurrente, Ballard contestó: “a veces fantaseo con la idea de acabar mis días bebiendo hasta morir en algún lugar perdido de México. Ahora que lo pienso, es curioso, pero fui al mismo colegio que Malcolm Lowry”.
Un hombre normal como Ballard merecía este excelente artículo. Gracias por transmitirnos el virus.
Pues sí, y parte de su biografía, «La bondad de las mujeres»… un maravilloso canto a la vida desde el dolor.
Gran artículo. He leído pocas cosas de Ballard pero tengo un buen recuerdo de una narración llamada «Arenas rojizas», o algo así, que te transportaba a un mundo alucinante de pilotos que hacían esculturas aéreas en medio del desierto…
Cuán cierta es la reflexión de P. J. O’Rourke de que cuanto más interesante seas y más rico tu «mundo interior», más normal y sencilla ha de ser tu apariencia.
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¡Excelente artículo!
Magnífica visión de Ballard y su mundo creativo.
Sólo recordar que Weis realizó en 2000 una versión cinematográfica La exhibición de atrocidades, que ni de lejos logra captar las esencias ballardianas como lo logra Cronenberg.
Los materiales de la exposición del CCCB serían el perfecto complemento a este magnífico artículo.
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¿Hubiera escrito Ballard sus novelas si no se hubiera perdido en el Shanghai conquistado por los japoneses? Él mismo contesta a la pregunta en su autobiografía, ‘Milagros de vida’: “Aquella experiencia adquirió un significado más profundo para mí: la sensación de que la realidad era un decorado que se podía desmontar en cualquier momento, y de que, por muy espléndido que algo pareciera, podía ser barrido con los restos del pasado (…) las piscinas vacías, los hoteles y clubes nocturnos abandonados, las pistas de aterrizaje desiertas y los ríos desbordados – se remontaban al Shanghai de la guerra”. Enhorabuena, Mar, un gran artículo.
muy buen acercamiento al gran ballard. enhorabuena mar padilla