El periodismo se enfrenta, en este primer cuarto del siglo XXI, con una búsqueda de su propia identidad; de su función en el “nuevo orden” de la aldea global. La corriente mayoritaria cree que este periodismo debe apoyarse en las nuevas tecnologías, en el breve mensaje de 140 caracteres y en la imagen digital como irrefutable guardián de la verdad. Frente a esta concepción —tan válida como cualquier otra— nace un periodismo de largo aliento que rescata el relato y la crónica extensa. Un periodismo de alianzas: con la literatura y con la realidad. Un periodismo de fogones y sabores frente al periodismo de gourmet de las redacciones uniformadas por la comunicación de agencias. En México encontramos el ejemplo más palpable de esta nueva manera de entender el compromiso social del escribiente, del narrador. De quien tiene por oficio hacerse incómodo. Son los narcocronistas.
Se trata de un puñado de jóvenes y avezados periodistas mexicanos. Bastantes hombres y muchas mujeres. Especializados en asuntos sociales, políticos y de derechos humanos. Formados en periodismo por diversas universidades. Estudiantes valiosos que han seguido, en los diversos medios para los que trabajan, los preceptos aprendidos en sus facultades de Comunicación; aquellos que dictaba el Manual de Periodismo de Vicente Leñero y Carlos Marín (Grijalbo, 1986. Con su nueva edición, revisada, ampliada y mejorada del 2003). El de las noticias de la pirámide invertida cien por cien informativas, neutrales, honestas. Con sus datos, con sus hechos. Una suerte de Curso general de redacción periodística de José Luís Martínez Albertos en España, pero de menor extensión, de 352 páginas solamente. Luego, son periodistas de título y con formación. Esa es una característica que les une a la mayoría.
Muchos de estos reporteros se conocieron cuando coincidieron en la redacción del diario mexicano Reforma. Ese periódico que nació en los noventa con aires renovadores, paradigma del periodismo moderno en México; que se asentaba en el periodismo informativo, el de la objetividad de los datos, el de las “opiniones son libres pero los hechos son sagrados”, o algo así. Este puñado de periodistas cubría los acontecimientos, los sucesos y cumplía con su quehacer diario, con una escritura pulcra y aséptica. Esta experiencia les aportó oficio y un adiestramiento en la elaboración de noticias. También les dotó de un conjunto de parámetros éticos que hasta 1993, cuando nació Reforma, no se aplicaban con rigor en el periodismo mexicano y que, como me comenta el cronista Luis Guillermo Hernández, les inculcaron tenazmente (esa es, seguramente, una de las grandes aportaciones de Reforma al periodismo mexicano): el reportero no recibe dinero de las fuentes; el reportero paga sus viajes de trabajo; el reportero y el funcionario no son amigos y mucho menos cómplices; el reportero solo recibe dinero de la empresa periodística que le paga por su trabajo; el reportero se basa en hechos; el reportero es un profesional del periodismo y publica aquello que ha confirmado o de lo que tiene una prueba.
Hasta aquí todo es valioso para el periodismo y fructífero para el periodista. Teoría y práctica. Formación universitaria y experiencia profesional. La mejor de las combinaciones posibles. Pero no es oro todo lo que reluce. En esa enseñanza superior existían y persisten grandes lagunas; y en esa experiencia profesional había y sigue habiendo enormes deficiencias.
Para empezar, los estudios de Comunicación en México le dan la espalda a su ingente y valiosa tradición narrativa (no nos llevemos las manos a la cabeza: eso pasa también en España, donde escasean los grados de Periodismo y de Comunicación Audiovisual que contienen una asignatura que lleve el nombre “literatura” o el apellido “literario”). Los planes de estudios universitarios mexicanos se olvidaron de las destrezas narrativas y expresivas, finalmente comunicativas, de Juan Rulfo, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, Elena Garro, Ignacio Manuel Altamirano, Federico Gamboa, Josefina Vicens, José Emilio Pacheco, Inés Arredondo, Silvia Molina, Alfonso Reyes, Cristina Pacheco, Fernando del Paso… Y no solo de los autores, digamos, de ficción: tampoco tienen que recurrir, si es que les da urticaria, a los “literatos”. Cuentan con excelentes narraciones periodísticas; con fabulosas crónicas. Pero las facultades mexicanas también le han dado la espalda a una nutrida escuela de cronistas como Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Salvador Novo, Josefina Estrada, José Agustín, José Joaquín Blanco, René Avilés, Jaime Avilés, Magalí Tercero, Oscar Lewis, Carmen Lira, Héctor de Mauleón, Vicente Leñero, Carlos Montemayor, Guillermo Sheridan, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Sergio González Rodríguez, Alma Guillermoprieto, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid… Será por nombres, será por grandes narradores y narradoras, será por buenos cronistas. El caso es que a los jóvenes periodistas mexicanos no les han enseñado en la universidad a contar con fuerza, con tensión y con verdad una historia. La mayoría ha transitado por su cuenta, como buenamente ha podido, el largo camino que va de este periodismo esquemático planteado por Leñero y Marín hasta el periodismo narrativo de la “escuela Kapuscinski”. Esto por lo que respecta a las carencias académicas, pero las deficiencias en las redacciones no son menores.
Los contadores de muertos
El abuso de la nota de agencia, de los nombres propios, de las cifras, ha convertido el periodismo convencional mexicano en una amalgama de datos y de fechas. Un periodismo sellado por el “dijismo”: el funcionario dijo, afirmó, señaló, apuntó… y todas las atribuciones que se nos ocurran. Lo que Gideon Lichfield denominó “La declarocracia en la prensa”. Un ejemplo más de desinformación por saturación en este caso de noticias violentas y desgarradoras. Reportajes que ni informan, ni forman, ni ayudan a la población a comprender los porqués. Y, desde luego, estas carencias periodísticas se ponen especialmente de relieve y saltan por los aires las doctrinas periodísticas pretéritas en el “sexenio de la muerte” (2006-2012) con la llamada “guerra contra el crimen organizado” del presidente Felipe Calderón. En ese momento los periódicos se convierten en contadores de muertos y en informadores de matanzas. El desastre de la guerra contra el narco, de la violencia extrema, acapara todas las páginas y, pasada la fase inicial del shock, el recuento de cadáveres pasa a formar parte de la rutina, y la barbarie se va sobrellevando escondida detrás de la enumeración de hechos sangrientos, de lugares alejados, de números, de muertos sin cara, sin rostro, sin oficio ni familia. La hartura de muertes y de violencias termina por naturalizar la barbarie, logrando que la población y los periodistas se habitúen a la corrupción. La guerra contra el narcotráfico ha terminado por convertirse en una crisis social brutal. Crisis que también ha calado en el periodismo. ¿Para qué sirve seguir reproduciendo las mismas noticias una y otra vez? ¿Qué estamos consiguiendo políticamente? ¿Qué estamos logrando socialmente? ¿Será este periodismo informativo, de actualidad, un formato en vías de extinción? El dato crudo ya lo tenemos en Twitter y en otros rincones de Internet, pero el dato elaborado, interpretado, contado, ¿ese dónde lo tenemos? ¿No será la interpretativa nuestra función? ¿Cómo contribuimos como reporteros a atajar este mal endémico que es el narcotráfico en México? ¿Cómo informar de esta violencia de forma útil para el ciudadano? ¿Qué periodismo queremos? ¿A quién le estamos haciendo el juego? ¿Cuál es la finalidad del periodismo? ¿Para qué escogimos ser reporteros si no fue por un sentido fuerte de denuncia y de servicio social?
Decenas de preguntas que venían rondando en la mente de estos periodistas.
La crisis social del narcotráfico y la crudeza de lo que están viviendo en México fue el disparador para que estos jóvenes decidieran apostar por otro tipo de periodismo. Un periodismo humano que muestre que no todo es rendición y que informe sobre los verdaderos líderes mexicanos. Una apuesta informativa que pueden llevar a cabo, en primer término, porque tienen otros trabajos en las redacciones y, en segundo término, porque cuentan con el apoyo de otros periodistas locales, que les facilitan el trabajo de denuncia y de localización de datos, historias y fuentes.
Estos jóvenes cronistas trabajan en el Distrito Federal, donde se concentra el núcleo de medios más poderoso e influyente del país, pero no están quietos frente al teclado. Hacen sus incursiones, su trabajo de campo y sus inmersiones periodísticas en diversos puntos del territorio nacional. La amenaza de los cárteles de la droga —y de los militares— apenas queda atenuada por estar ubicados en la capital. Solo los reporteros locales asumen riesgos mayores.
Este puñado de periodistas, cansados de este periodismo de información “neutral”, hartos del corsé de la pirámide invertida, de poner el foco en los políticos, en los nombres propios, decidieron hace ya tiempo empezar a “contar historias”. Decidieron acercarse a la ciudadanía; mostrarse como son: “gente de a pie”. Y han conseguido cambiar el foco, el punto de mira en las noticias y ponerlo en sus compatriotas; darles voz a esos otros, a las víctimas; mostrar los restos del naufragio que trajo la crisis del narcotráfico. Ellos asumen la responsabilidad de narrar las historias mínimas, las luchas diarias; las pequeñas victorias esenciales. ¿Por qué no? ¿A quién le interesa ya cómo se forran los poderosos o qué nueva mentira cuentan en quién sabe qué congreso nacional o internacional sobre la lucha contra el narcotráfico?
La asociación Periodistas de a Pie ha superado muchas barreras. La primera, personal, la de atreverse a contar, nadie se la había enseñado. La segunda, política, porque no cuentan historias fáciles, ni amables con los que gobiernan o han gobernado. Son historias directa o indirectamente vinculadas con la crisis social del narcotráfico en México. Es este un periodismo de denuncia, de compromiso, un periodismo ciudadano real. Pero, sobre todo, un periodismo que apuesta por la esperanza. Que ve luces donde solo parecía reinar la oscuridad y el miedo.
De esta esperanza surgieron talleres y grupos de capacitación, primero tentativos y posteriormente más estructurados, hasta que, a finales del 2011, tomó cuerpo la iniciativa de generar un conjunto de crónicas literarias que reuniesen historias relevantes para los mexicanos que padecen la guerra del narcotráfico. No se trataba de huir del horror ni de la violencia; más bien lo contrario: de detenerse a mirar desde un lugar distinto que diera prioridad y pusiera en valor los pequeños actos de valentía cotidianos que realizan muchos de los hombres y mujeres que conviven con la lacra del narcotráfico. Estas son las crónicas que recoge el volumen Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte (Sur Ediciones, Oaxaca, 2012). Con dos coordinadoras de lujo, alma máter de este proyecto de la Red de Periodistas de a Pie: Marcela Turati y Daniela Rea. (En este enlace se puede descargar gratuitamente).
Dos mujeres fundamentales en el panorama de la crónica mexicana actual. A las que se unen dentro del proyecto Periodistas de a Pie: Elia Baltazar, Lydiette Carrión, Thelma Gómez Durán, Vanessa Job, Daniela Pastrana y tres hombres: John Gibler, Luis Guillermo Hernández y Alberto Nájar. Probablemente la más conocida de esta pléyade sea Marcela Turati por su extenso e intenso reportaje, Fuego cruzado. Las víctimas atrapadas en la guerra del narco (Random House, 2011), y por su coautoría de La guerra por Juárez (Planeta, 2010). Por su cobertura de la guerra contra el narco Marcela ha recibido, en el año 2012, el Louis Lyons Award For Conscience and Integrity in Journalism, que otorga Harvard University. (Una muestra del buen hacer de esta cronista, aquí).
Allá donde no hay retorno
Los relatos de esperanza recopilados en el mencionado Entre las cenizas nos cuentan historias de resistencia como la del municipio indígena de Cherán, que narra la cronista Thelma Gómez Durán. Una población que año tras año mermaba por las drogas, expuesta a la dictadura de los traficantes hasta que decidieron hacer frente al narco. Han logrado, no sin dificultades y sometidos al aislamiento, autoabastecerse e incluso formar sus propios órganos de gobierno, independientes del Estado mexicano. Afirman que viven en uno de los territorios más seguros del país. El problema lo tienen cuando salen, porque son una isla, rodeada por un mar de cárteles del narcotráfico y de corrupción policial.
Otro caso singular de autonomía territorial aparece recogido en la crónica de Daniela Rea La justicia de todos. Esta vez en la comunidad indígena de la Montaña de Guerrero. Los indígenas de esta zona llevan más de 20 años organizados de manera independiente. Crearon, a raíz de padecer constantes asaltos, homicidios y violaciones, la llamada Policía Comunitaria. Un sistema al margen de la policía estatal, formado por hombres elegidos por su honestidad y que entran a trabajar voluntariamente. En vista de que no servía de nada que esta Policía Comunitaria capturase a los culpables y se los entregara a la justicia mexicana, decidieron también organizar su propio sistema judicial, con jueces consejeros y plan de reeducación. En la mayoría de los casos, la pena se cumple con servicios y trabajos a la comunidad. A partir del 2009, las circunstancias se han ido complicando, entre otros motivos porque la población ha pasado de cultivar la amapola a consumir la marihuana, asunto que está causando muchos problemas por falta de orden, robos y dejación de funciones. Lo cual está trayendo cierto descontrol entre los propios miembros de la Policía Comunitaria.
Daniela Rea no escatima detalles a la hora de presentar las soluciones y formas de actuación de la comunidad. También pone de manifiesto las dificultades de la autogestión. En ocasiones, la arbitrariedad es palpable, tanto como la corrupción del sistema judicial del Estado mexicano, en el que un delincuente puede comprar su libertad.
Alberto Nájar da cuenta en su crónica de la vida en la llamada “ruta de la muerte”. Esa que recorren tantos migrantes centroamericanos sin papeles. El tren de la muerte (“La Bestia”, le llaman), que llega hasta la frontera con Estados Unidos, se llena por completo y principalmente de salvadoreños y hondureños indocumentados. Pero no es el terrible viaje cual ganado lo peor que padecen estas gentes, sino la acción de los cárteles del narcotráfico, en especial de los Zetas.
Son estos “Zetas” un grupo criminal, creado por exsoldados de elite, que vivía, sobre todo, de la droga, pero que al romper su alianza con el cártel del Golfo se puso a buscar nuevas fuentes de ingresos. Y las encontraron con el tráfico de personas, secuestro y venta de mujeres como esclavas sexuales.
Los migrantes indocumentados son carne de cañón, víctimas fáciles que a nadie le importan. Este cártel es el responsable de la matanza de 72 personas indocumentadas en el rancho de San Fernando, en Tamaulipas.
Nájar nos cuenta las luces entre las sombras de este trayecto. Se detiene en narrar la hazaña de esas que llaman “las locas que andan corriendo atrás del tren”, la obra diaria de 14 mujeres del pueblo de Las Patronas que cada mañana se levantan y cocinan arroz y frijoles en cantidades ingentes para socorrer a las masas de migrantes que llegan en La Bestia. Es un pequeño alivio para aquellos que vienen de un viaje tan doloroso, en el que han visto o padecido atrocidades; un pequeño resuello para lo que les queda hasta la frontera: territorio de los Zetas.
Otra luz en este recorrido la aporta el sacerdote Juan Pantoja con su albergue Belén, con un área de atención psicológica, casi más importante que cualquier otra cosa, en vista de cómo llegaban de traumatizados algunos. La historia personal de Ramón, un adolescente de 14 años que llevaba tres meses en el albergue es ejemplar. Pensaban que era mudo hasta que, con una adecuada terapia, empezó a contar despacio, a trompicones, lentamente, su particular historia de sufrimiento y horror en el tren de la muerte.
Las voces de la guerra de Daniela Pastrana es, desde mi punto de vista, una de las crónicas más conseguidas del volumen. Nepomuceno Moreno Núñez es un hombre que llevaba buscando a su hijo desaparecido, Jorge Mario, 310 días. A lo largo de la crónica, nos incorporamos los lectores a una sucesión de marchas, que tuvieron su origen en la “Caminata del Silencio”, que partió desde el municipio de Cuernavaca y llegó multitudinaria hasta la plaza del Zócalo de México D. F., abanderada por el poeta Sicilia y por Le Barón, que también habían perdido a sus hijos. A la marcha se fueron sumando padres y madres que llegaban de todas partes del país, con un mismo objetivo: pedir justicia para sus hijos. Esta connivencia y movilización social originó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Y de aquí surgieron otras marchas, como la que se dirigió a uno de los lugares que más han padecido estas muertes y desapariciones, Ciudad Juárez. Y de aquí también surgieron encuentros con las instituciones del país; con el propio Felipe Calderón y acciones varias. A todos estos actos, en todas estas caminatas, está Nepomuceno Moreno. Y nosotros lectores vamos asistiendo y participando de esta onda expansiva de reivindicación silenciosa; de esta marea humana que tiene nombres y apellidos en la crónica, como los de sus muertos y sus desaparecidos. Daniela Pastrana lanza esa piedrecita, que es la historia personal de Nepomuceno Moreno, al lago de los 40.000 muertos y desaparecidos durante el sexenio de Felipe Calderón y vamos viendo ensancharse las ondas que abre en el lago. Participamos, como Nepomuceno Moreno, de la alegría de sentirse acompañado en su dolor; entendemos su tímida ilusión al verse escuchado, al poder contar su desgracia, al encontrar el apoyo y la empatía de los otros caminantes, que también llevan sus dolorosas realidades a cuestas. Vamos conociendo a los protagonistas de estos movimientos, que son tantos, y que conquistan las ciudades a las que llegan. Y también nos enteramos de las disensiones internas del Movimiento para la Paz, de ciertas desavenencias que, sin embargo, no impiden que las marchas proliferen.
Daniela Pastrana fragmenta y estructura el hilo narrativo de esta crónica con pericia y brillantez. Cada comienzo, cada cierre nos levanta, nos pone alerta, nos tumba como lectores. Nos conmovemos y nos llenamos de emociones y también de cierta frustración por la impotencia.
La cronista no abandona nunca a Nepomuceno Moreno en su lucha. Su devenir es rescatado en el transcurso de la crónica una y otra vez; es nuestro hilo conductor en cada fragmento, en cada parada en el camino. Caminamos, ingenuos y confiados, como Nepomuceno Moreno, creyendo en el entusiasmo de estas gentes, en la fuerza de sus razones y de sus sentimientos. Nos entusiasmamos en el camino pero el final de este, el final de la crónica es demoledor. Digamos que nos fustiga y nos zarandea aunque no nos tumbe. Solo podemos agarrarnos al conocido poema de Kavafis, que se cita en un momento del relato, en el que lo importante es el viaje a Ítaca; que ya llegará el futuro alentador, porque por ahora lo único que hay es un presente de lucha; de una lucha que ya es de todos porque como comentaba Nepomuceno Moreno citando a Martin Niemöller:
Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas, pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego se llevaron a los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó. Más tarde se llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. Ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde.
Lágrimas colaterales
Marcela Turati complementa, en parte, la crónica anterior de Pastrana. Es una de las virtudes de este periodismo: que se muestran todas las capas posibles que recubren un suceso, una situación. Unos discursos complementan otros para tener una visión amplia de lo sucedido. Es la forma que tiene el cronista de ser honesto con el lector y con la realidad. Tras las pistas de los desaparecidos refleja la lucha de las madres y los padres de los desaparecidos:
Esta es la tercera reunión de madres con hijos desaparecidos en el norte. En la primera, en Saltillo, se contaron cómo la tragedia les partió la vida. En la segunda, en Monterrey, intercambiaron experiencias de lucha y detectaron que por más plantones, huelgas de hambre o mesas de trabajo logradas con los distintos gobiernos estatales y federal, la respuesta común fue la burla institucionalizada. En esta tercera, en Chihuahua, compartieron el aprendizaje legal de las veteranas, comenzaron a validar sus sentimientos y crearon la Red de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos y Familias de Desaparecidos del Norte (2012: 114).
Turati se extiende en explicar los “mecanismos de impunidad” sobre los que se sustenta el gobierno mexicano. Pero también subraya la dignidad última de estas mujeres que se reúnen y organizan. Con ellas quiere terminar su crónica; con la luz tenue de esperanza y de restitución que representan.
Y para completar este mapa que ronda a los detenidos y desaparecidos de la guerra contra el narcotráfico están las dos crónicas o perfiles que cierran el libro y que se reúnen bajo el título de No nos arrancarán sus nombres. La periodista Elia Baltazar nos habla de uno de estos desaparecidos, Jethro Ramssés Sanchez Santana, y de la escuela que su padre Héctor Sánchez ha fundado en honor de su hijo, como continuación de la tarea formativa que llevaba a cabo este joven, que tenía 26 años cuando lo asesinaron. Por su parte el periodista Luis Guillermo Hernández rescata a dos de estos jóvenes asesinados, los jugadores de fútbol Rodrigo Cadena y Juan Carlos Medrano, dos víctimas más, “daños colaterales”, que, según el gobierno, “en algo estarían metidas”, “por algo les pasó”, “uno nunca sabe”. Estos perfiles recuperan sus historias y ponen rostro a estas víctimas de la guerra de Felipe Calderón.
También en Entre las cenizas, John Gibler (estadounidense arraigado en México) se ocupa, como no podía ser de otra manera, de retratar el valor de los periodistas locales mexicanos. En concreto de Cuernavaca, aunque esta realidad por desgracia la comparten en otros muchos lugares del país. Gibler nos cuenta en su crónica cómo comenzaron las bajas entre los periodistas; las muertes y desapariciones. Del peligro que corren, de la impunidad de quienes matan y de la connivencia que mantienen con la policía. De cómo el narco es el dueño de las redacciones. Cómo los periodistas, cuando escriben una noticia, no están pensando si le gustará al jefe de redacción, o al director del periódico, o al ciudadano: solo pueden pensar en si esto le molestará al narco.
Nos cuenta in situ cómo es esta particular lucha por informar. Cómo no les quedó otra a los periodistas de Cuernavaca que autoprotegerse, agruparse, estar constantemente pendientes los unos de los otros, registrar en cada momento dónde están y qué noticia están cubriendo y aprender también a emplear un lenguaje y un discurso adecuado en sus noticias, que, sin pretenderlo, hiciera propaganda del miedo a los narcos.
El ritmo vertiginoso de la escena final de esta crónica; su relato narrativo; los personajes; el periodista local Pedro Tonantzin que la protagoniza; nuestro cronista involucrado en la situación; la acción e inacción de la policía; la afluencia de periodistas al lugar; la barriada en que se encuentran; la impunidad… todos los recursos narrativos, toda la retórica puesta para subrayar la importancia y el peligro de informar, de ejercer el periodismo en estas zonas.
Las redes sociales frente a las redes del narcotráfico
“La resistencia cibernética” no podía obviarse en este libro que se ocupa de detectar los focos de reacción contra la guerra del narco y contra él. Vanessa Job relata las acciones diversas que tienen lugar en Internet por medio de blogueros, tuiteros, plataformas… Se describe la actividad del blog Menos Días Aquí, donde los ciudadanos se ofrecen como “embalsamadores cibernéticos”, comenta la cronista, porque durante siete días rastrean cadáveres de personas asesinadas en la guerra contra el narcotráfico. La propia cronista participa en el blog. Así comienza la crónica: “Que nunca los voluntarios cuenten a uno de mis padres, mis amigos, mi familia. Nunca. Yo encontré a Rubén, Javier, Juan Manuel, Carlos, Rafael, Rubén Abraham, Nole, Franshesca, Ricardo, Luis Alberto” (149). Comprendemos la dificultad, la crudeza y la importancia de este voluntariado de un modo muy directo por medio de la experiencia personal que nos cuenta la cronista:
El lunes que llegó mi turno sentí vértigo ante este duelo participativo y social. Conté los cadáveres de personas embolsadas, descuartizadas, torturadas, acribilladas, cuerpos en estado de putrefacción, personas y osamentas encontradas en fosas clandestinas en varios estados, decapitados, gente asesinada después de un secuestro y varios muertos por granadas. No era consciente de todas las personas que cada semana pierden la vida ante el poder de las esquirlas (151).
Muchos son los que ayudan como tuiteros profesionales. Se ocupan diariamente de retransmitir alarmas de seguridad. Es el caso de Chuy @MrCruzStar con casi 5000 seguidores. Los ciudadanos confían en él. Saben que el aviso de un tiroteo, enfrentamiento o disturbio emitido desde su timeline está verificado. En septiembre de 2011 en Tamaulipas, donde también trabaja Chuy, fue asesinada una tuitera conocida como NenaDLaredo. Era una periodista y administraba el sitio de noticias independientes www.nuevolaredoenvivo.es.tl, que tenía más de 400.000 visitantes. Un día desapareció. Su cuerpo se encontró finalmente con un mensaje: “Aquí estoy por mis reportes y los suyos”. Ana Rent es otra tuitera, querida y apreciada en la población. La gente la reconoce por la calle y le agradece su labor. Dice: “confían en mí porque tengo una red de contactos entre periodistas, bomberos, políticos, paramédicos, que me dan la información que ellos no pueden difundir” (155).
La red social El Grito Más Fuerte llevó adelante una campaña #enloszapatosdelotro que tuvo una importante repercusión civil. Muchos actores famosos ponían voz a esos familiares que buscaban a sus hijos y parientes desaparecidos, agrupados bajo el colectivo de Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Los anuncios daban cuenta de miles de testimonios. El dramatismo del momento se puso de manifiesto durante esos días de grabación de los anuncios, cuando fue asesinado el protagonista de la crónica de Daniela Pastrana, Nepomuceno Moreno, por pedir justicia para su hijo ilegalmente detenido y desaparecida.
Una vez más las crónicas de este volumen se complementan y nos aportan más datos, más matices que completan el mapa de pequeñas pero relevantes acciones contra esta guerra en México. Finalmente, estos puntos aislados se nos muestran como nodos que unen a ciudadanos dispuestos a cambiar las cosas. Las crónicas de estos Periodistas de a Pie nos hacen percibir la existencia de un tejido social que, aunque mermado y mutilado, sigue luchando.
Esta crónica sobre los medios de resistencia en internet también recoge el empeño de la escritora Lolita Bosch por crear una red que respondiese de algún modo a la Masacre de Tamaulipas. Canalizó sus anhelos por medio de la escritura en el blog Nuestra Aparente Rendición (NAR), que ha terminado por convertirse en plataforma. Muchos han sido los autores de toda índole que han contribuido con sus textos en la reflexión y en la muestra de perplejidad e indignación ante la guerra contra el narcotráfico.
Pulguitas a un perro
Lydiette Carrión escribe sobre las acciones realizadas en los barrios. En concreto, se adentra en los barrios que el Ejército empezó a “peinar” en busca de supuestos pandilleros cuando comenzó la guerra contra el narcotráfico. Este fue el punto álgido que disparó la avalancha de niños sicarios y de suicidios juveniles. Los cárteles aprovecharon para reclutar a chicos y jóvenes sin futuro por unos pesos y algo de droga. Solo dos opciones: el reclutamiento forzoso (de narcos o militares) o la marginación. Esto sucede en las zonas desfavorecidas de Monterrey y ahí es donde actúan organizaciones como CreerSer que emplean la música y el baile para enseñar a expresarse sin violencia. Recuperar vidas, recuperar a estos pandilleros con proyectos como Clikas por la Paz o Cauce Ciudadano. Acciones diversas que tratan de ofrecer una visión diferente del mundo a estos sectores marginales y de posibilitarles un proyecto vital alejado de la violencia y las drogas. Proyectos que se definen como “pulguitas en un perro. Y sin embargo ahí están, pequeñas iniciativas, pulguitas luchando contra un abandono colosal” (193).
El cronista Luis Guillermo Hernández retrata, en primer lugar, la falta de una asistencia médica regulada que dé solución no ya a los dolores físicos que causa esta guerra y contra-guerra, sino a los dolores del alma que trae consigo. Y, en segundo lugar, que es de lo que se ocupa esta crónica, cuenta la ingente labor de la medicina alternativa en “cementerios emocionales” como ciudad Juárez. Muchos de estos tratamientos son considerados superchería, como la terapia de las flores de Bach que implantaron Dora Dávila y las mujeres de Sabic.
La verdadera guerrilla de salvación, como apunta el cronista, la realizan en estas poblaciones las terapias de duelo y de manejo de las emociones que llevan adelante psicoterapeutas, ayudados por masajistas, acupunturistas, con mapas energéticos corporales, auriculoterapeutas, convencidos de que las orejas reflejan una imagen parecida a la de los fetos dentro del útero materno, y por lo tanto funcionan como un reflejo de todo el cuerpo humano. La plaza de la ciudad se llena de todos ellos y también acuden dibujantes y grafitteros, gente del colectivo Pacto por la Cultura, una asociación que plantea alternativas artísticas contra la violencia. Juntos recuperan el espacio público y ayudan a la población.
Sin duda estas crónicas de Entre las cenizas rescatan desde la escritura, con la palabra, con el relato de los hechos y por medio de sus protagonistas, como apunta en el prólogo Cristina Rivera Garza, la enargeia del poema homérico; esa “luminosa, insoportable realidad”. Poco a poco este grupo ha dado cuerpo a su proyecto de Periodistas de a Pie hasta convertirse en un punto de referencia y de apoyo. En la actualidad es una asociación en la que convergen muchos reporteros de distintos medios, pero que coinciden en la visión de buscar un periodismo que devuelva el rostro humano a la noticia. No se trata de un club cerrado y con credenciales de acceso, sino de un punto de reunión, un anclaje para muchos, como explican en su web.
Periodismo que narra
Otra antología recopilatoria de trabajos publicados previamente en diversos medios ha sido coordinada por el chileno Juan Pablo Meneses (siempre atento a las novedades), que ha sabido rescatar buenos textos de algunos de los miembros de la “Red de Periodistas de a Pie” y de otros cronistas mexicanos. Se trata de Generación ¡bang!: los nuevos cronistas del narco mexicano (2012). Además de crónicas de Thelma Gómez Durán, Luis Guillermo Hernández, Marcela Turati y Daniela Rea, todos ellos Periodistas de a Pie, se suman trabajos como Un narco sin suerte de Alejandro Almazán; Partes de guerra, de Daniel de la Fuente; La mujer más valiente de México tiene miedo, de Galia García Palafox; Un vaquero cruza la frontera en silencio, de Diego Enrique Osorno; Los desaparecidos de Tamaulipas, de Humberto Padgett; La voz de la tribu, de Emiliano Ruiz Parra y ¿Qué hay en el más allá de un narco? de Juan Veledíaz. Títulos bastante elocuentes que ya dan cuenta del cambio de foco, de la perspectiva diferente hacia la que apunta este tipo de periodismo, de los terrenos en los que se adentra y de las fisuras sociales que quiere retratar. Una reseña de este volumen, aquí.
Todos estos cronistas suelen coincidir en reuniones, en fiestas, en redacciones y, puede afirmarse que en muchos casos son amigos. Daniel de la Fuente, vive en Monterrey, pero los demás circulan por Distrito Federal. Juan Veledíaz, Marcela Turati, Emiliano Ruiz Parra, Daniela Rea, Humberto Padgett, Daniel de la Fuente, Luis Guillermo Hernández, Alejandro Almazán, Elia Baltazar,… la mayoría de integrantes de este grupo nació periodísticamente en Reforma. Y todos, de alguna manera, desde diferentes medios, enclaves vitales y posiciones profesionales, han ido haciendo un trabajo de “convencimiento” y de “capacitación”, a su modo, para ser cada vez más colegas en esta visión del periodismo, tanto ética como narrativa. Diego Osorno, Ruíz Parra y Almazán, por ejemplo, forman un grupo dentro de la crónica literaria, y se autodenominan “infrarrealistas”. Aquí se puede leer su manifiesto. Galia García Palafox estuvo coeditando Gatopardo, con Guillermo Osorno… Y casi todos ya han publicado más de un libro de crónicas y siguen trabajando en los medios. Hay en México un magma, un clima común y favorable hacia este periodismo que cuenta, que narra, hacia la crónica literaria.
Otros libros de crónicas vienen abordando desde diferentes frentes el asunto del narcotráfico. Un reciente caso sería el extenso reportaje de Wilbert Torre, Narcoleaks. La alianza México- Estados Unidos en la guerra contra el crimen organizado (Grijalbo, 2013). Y las antologías Sam no es mi tío: Veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano (Alfaguara, 2012), coordinada por Diego Fonseca y Aileen el-KaDi; 72 migrantes (2011), “traslado al papel” del proyecto www.72migrantes.com, coordinación por Alma Guillermoprieto, que rinde homenaje a los 72 migrantes centroamericanos que fueron asesinados impunemente en agosto de 2010 en el municipio de San Fernando, Tamaulipas. Es un libro llevado a cabo gracias a la colaboración de muchos escritores y periodistas, entre los más conocidos: Juan Villoro, Jorge Volpi, José Woldenberg, Sergio Aguayo Quezada, Roger Bartra, Elena Poniatowska y Francisco Goldman. Los 72 textos y fotografías incluidas en 72migrantes.com —coeditados por Editorial Almadía y Frontera Press— presentan la vida de estos migrantes, les ponen nombre, rostro, profesión. Son textos que transforman una cifra, una masa informe y anónima, un hecho monstruoso, en historias de vida concretas, de sueños y anhelos particulares, de dolores muy personales y únicos.
También se encuentran los dos volúmenes del Proyecto Nuestra Aparente Rendición (NAR), coordinados por Lolita Bosch y por Alejandro Sáez, que surgen de los materiales y el impulso del portal de Internet http://nuestraaparenterendicion.com/index.php. Primero fue Nuestra aparente rendición (2011, Grijalbo), con textos de periodistas y escritores sobre la violencia y la construcción de la paz en México y, en segundo lugar, surgió Tú y yo coincidimos en la noche más terrible (2012, Nuestra Aparente Rendición, NAR), que recupera las vidas de los 126 periodistas y trabajadores de la información asesinados o desaparecidos en México del 2 de julio de 2000 al 2 de julio de 2012.
Estos no son sino algunos ejemplos del nuevo periodismo latinoamericano, concretado en este trabajo en lo que podemos definir como narcocronistas en México. Un periodismo emergente que rescata a la literatura de su alianza con la ficción. Es el periodismo del “basta ya!” y del “nunca más”, pese a que huye precisamente de los eslóganes, los reclamos y los coros. Un periodismo de trinchera que ha entendido que la guerra no tiene un frente definido y puede estar en todo tiempo y en todo espacio. Un periodismo que comienza a tener voz y que huye de los votos.
Pingback: Los nuevos cronistas mexicanos, reporteros de pie y narradores de altura
Excelente artículo. Gracias por las numerosas propuestas de lectura.
Maria, el trabajo periodístico bien llevado es admirable. Aún más cuando ocurre en zona de violencia. Pasaré por MéxicoDF pronto y me aseguraré de comprar algunos de estos trabajos recomendados por ti. Estoy compartiendo esta lectura con algunos de los alumnos comunicólogos que tuve en Mexico, estoy segura de que tu artículo tocará carne. Y eso es lo que se busca.
muy buen panorama
saludos !!!…
Enorme.
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Artículo magnífico que a algunos nos abre puertas para conocer a los cronistas mexicanos.
Es una reflexión clara y comprometida.
Por cierto, a mi generación tampoco le tocó nada relacionado con la mejor escritura de la crónica. Entre las materias estaban redacción de noticia, reportaje, entrevista, y listo. Esta labor la ha hecho, en muchos sentidos, la Fundación de García Márquez y ahora nuevas escuelas como Taller Arteluz. De ahí este boom actual pienso yo.
Un placer de lectura. Llevo años pensando que parte del mejor periodismo del mundo se está haciendo ahora mismo en México de la mano de muchos de los periodistas que mencionas y algunos otros. Periodismo de investigación, de rastreo, de puro afán, comprometido con la realidad hasta el punto de poner en juego sus vidas por evitar el silencio, la impunidad, el olvido; periodismo de cuerpo a cuerpo, de morder el polvo, de sentido del deber, de creer en lo que uno hace y llevarlo hasta las últimas consecuencias. Una escuela.
Coincido contigo en que sobresale la crónica de Daniela Pastrana. Es también la más descorazonadora.
Sin palabras María! Gracias y que disfrutéis mucho el taller del sábado!
Impresionante y conmovedor, María. Más que felicitarte, necesito abrazarte. El periodismo “establishmet” por estos lares -Argentina- tampoco habla del enorme -enoooorme- y amado Rodolfo Walsh.
Te invito -sería un honor- a mi facebook
Abrazo, amiga
Norma Rossi
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