Cada vida es diferente, pero todas las muertes se parecen en un detalle crucial: siempre dejan preguntas sin responder. Sarah Winchester nunca escribió un diario ni concedió una entrevista e, inexplicablemente, ninguno de sus viejos sirvientes soltó palabra que arrojase luz sobre una biografía tan enigmática como fascinante. Nueve décadas después de su fallecimiento, el nombre de Sarah permanece envuelto en una bruma de leyenda.
Sarah Lockwood Pardee, la bella de New Haven, se casó en 1862 con William Wirt Winchester, heredero de la compañía Winchester, la famosa fabricante de armas de fuego. La joven y acaudalada pareja tuvo una hija, Annie, pero la pequeña falleció a las pocas semanas víctima del marasmo, un tipo de desnutrición que surge de la incapacidad de metabolizar proteínas. La tragedia sumió a Sarah en una profunda depresión, que se agravó cuando también William sufrió una muerte prematura, esta vez por culpa de la tuberculosis.
Convencida de que una maldición acechaba a su familia, Sarah buscó el consejo de Adam Coons. Este afamado vidente de Boston confirmó que la estirpe de los Winchester era perseguida por los espíritus de los indios, de los soldados de la Guerra de Secesión y de todas aquellas personas abatidas por el rifle de repetición Winchester, el arma que conquistó el Oeste. Si deseaba una tregua en esa cruel venganza, Sarah debía levantar un hogar para el reposo de los fantasmas. En cuanto detuviera la construcción de esa posada de ánimas beligerantes, ella sería la siguiente en caer, pero si las obras se prolongaban por los siglos de los siglos alcanzaría la vida eterna.
El resultado de esa profecía es una pesadilla arquitectónica en San José, California. Un complejo edificado ininterrumpidamente durante 38 años, desparramado a lo largo de dos hectáreas de un terreno bautizado en español como Llanada Villa (se desconoce la razón) y que se configura como un dédalo de 160 habitaciones con 40 dormitorios, 13 cuartos de baño, seis cocinas, 10.000 ventanas, 47 chimeneas, tres ascensores, un salón de baile donde jamás nadie bailó… Hay puertas que se abren a muros tapiados, claraboyas que no alcanzan el cielo o escalinatas con siete giros y 44 peldaños que solo suben tres metros. La Mansión Winchester semeja inspirada en las trampas visuales de Escher; su diseño carece aparentemente de otro propósito que no sea acumular ladrillos.
Una obra tan extravagante solo fue posible gracias a que Sarah disponía de unos recursos económicos virtualmente inagotables. Al morir su marido, heredó 20 millones de dólares y 777 acciones de la Compañía Winchester, que se elevaron a casi 3000 cuando falleció su suegra y ella asumió cerca del 50% del capital de la empresa. Sus ingresos se elevaban a 1000 dólares diarios, el equivalente en la actualidad a más de 20.000. Diarios.
Con ese dinero podría haberse dedicado a derrocar gobiernos caprichosamente, a comprar la producción mundial de opiáceos o a investigar las propiedades curativas del semen de centauro, pero Sarah Winchester se decantó por seguir el consejo de su médium e invertir en una cuadrilla de albañiles que trabajó enyesando, martilleando, taladrando por espacio de casi cuatro décadas, las 24 horas del día, siete días a la semana.
Si la Casa Winchester presentaba un plano caótico, plagado de filigranas rocambolescas y sin sentido en los acabados, no era desde luego porque faltara mano de obra cualificada. Simplemente eran muy disciplinados y ninguno se atrevía a cuestionar las inverosímiles órdenes de Sarah. La sumisión al absurdo era una actitud lógica si valoramos que trabajar en la Casa Winchester reportaba a los obreros el doble de lo que cobrarían en cualquier otro empleo.
Sarah era una jefa exigente. Solo contrataba a los mejores y pagaba salarios muy altos, en parte porque sin la tentación del dinero no habría sido fácil atraer a esos profesionales a Llanada Villa. El terreno estaba lejos del núcleo urbano de San José, y la mayoría de la plantilla debía mudarse a la mansión. En la Casa Winchester se criaron familias enteras. Era como una pequeña ciudad, con su propio sistema de suministro de agua y electricidad, y fue una de las primeras residencias en introducir un plato de ducha.
En un ambiente tan íntimo, la obediencia a la patrona no impedía que aflorasen murmuraciones. Algunos achacaban las excentricidades de la Casa Winchester a la impericia como arquitecta de la orgullosa Sarah, quien prefería persistir en su desvarío antes que reconocer sus clamorosos errores.
Otros, más morbosos, argumentaban que en realidad la señora pergeñaba un auténtico laberinto a propósito, con el objetivo de confundir a los espíritus que la asediaban. Esta teoría era alimentada por diferentes rumores. Se dice que los vecinos oían cada noche una campana, que sonaba a las 12 y a las dos. Según la literatura fantasmagórica, esas son las horas oficiales de llegada y marcha de las ánimas. Sarah recibía a sus visitantes del más allá en la Habitación Azul, o Cuarto de Sesiones, pero luego se marchaba a descansar a otra estancia. Nunca repetía dormitorio dos noches consecutivas, para despistar a los espíritus malignos que pudieran estar vigilándola.
Las chimeneas truncadas a escasos centímetros del techo, las columnas invertidas o la escalera que baja siete pasos para luego subir 11 se interpretaban como ardides de Sarah para dar esquinazo a los fantasmas. Por ese mismo motivo se entendía que los planes de construcción se improvisaran y se modificaran incesantemente. No era extraño que Sarah decretase el derribo de una habitación, aunque estuviese recién terminada, y ordenase reconstruirla cambiando por completo el concepto original.
No había límites presupuestarios ni por supuesto plazos de entrega, por lo que el capataz John Hansen acataba con flema los arrebatos de Sarah. Al final han subsistido 160 cuartos, pero se estima que, entre repeticiones y repeticiones, en la Casa Winchester se construyeron en total unos 500 o 600.
La mansión llegó además a alcanzar los siete pisos de altura, pero se quedó en los cuatro actuales cuando el gran terremoto de 1906 provocó derrumbes y graves daños en la estructura. Aquel seísmo de 8,3 grados mutiló la torre principal y destrozó algunas cúpulas. Durante el temblor, Sarah quedó atrapada en una de sus estancias favoritas y sus criados tardaron horas en encontrarla.
Despilfarro sin complejos
Sarah entendió la traumática experiencia como una advertencia de los espíritus de que había gastado demasiado en la parte frontal de la mansión. A los pocos días mandó sellar una treintena de habitaciones, incluyendo unas majestuosas puertas ornamentales que se habían colocado en la fachada justo antes del terremoto y cuyo umbral solo habían cruzado tres personas: la propia Sarah y los dos carpinteros que las habían instalado. El susto contribuyó además a que Sarah extremase las precauciones contra las catástrofes naturales. Supuestamente temerosa de un segundo diluvio universal, se compró un ostentoso barco que mantenía atracado en la bahía de San Francisco.
En la Casa Winchester no había miedo al derroche. En una época en la que también el automóvil era todavía un lujo al alcance de un selecto y escaso grupo de privilegiados, Sarah apoquinó sumas escandalosas para adquirir un Renault, una limusina Pierce-Arrow o un camión Buick. Para el mantenimiento de los vehículos contrató a un mecánico llamado Fred Larson, que en un principio declinó la oferta de Sarah para trabajar a tiempo completo en Llanada Villa. Ella no se arredró y le pidió que nombrara su precio. Para sorpresa de Larson, Sarah aceptó sin pestañear la desorbitada cifra que puso sobre el papel.
Una sibarita como Sarah no escatimaba en comodidades ni en lujos como los chapiteles de las torres de su mansión, con su aspecto de castillo victoriano, o como los suelos de parqué, que dibujaban impresionantes mosaicos y realizados a partir de seis tipos de madera. En el exterior, Sarah tampoco reparó en gastos para dotar a sus jardines de flores, árboles y plantas exóticas importadas de hasta 110 países. Completó ese idílico vergel con varias fuentes y estatuas como la erigida en honor del jefe indio Little Fawn, al que Sarah quiso homenajear para congraciarse con los espíritus de los nativos muertos por un disparo de Winchester.
No fue su única concesión a los difuntos. Guiada por su refinado gusto, Sarah compraba para la casa los accesorios más caros y exclusivos: candelabros de plata, cristales de Tiffany’s importados desde Austria para las vidrieras, puertas con incrustaciones de bronce alemán… Estos artículos eran fletados a San José y muchos ni siquiera llegaban a instalarse en la mansión.
Tampoco se disfrutó plenamente de la bodega. Sarah coleccionaba botellas añejas de los más exquisitos vinos, pero una noche encontró la huella negra de una mano en la pared. Se trataba con toda probabilidad de los dedos sucios de un obrero poco cuidadoso, pero Sarah, fácilmente sugestionable, vio una señal agorera y ordenó sellar ese sótano con el licor dentro. En cualquier caso, las cenas de gala que supuestamente Sarah celebraba con los fantasmas no se resintieron excesivamente, por cuanto el caviar, las trufas o el faisán relleno de paté continuaban en el menú.
Convivencia compleja en la mansión maldita
La relación de Sarah Winchester con los espíritus que la habían chantajeado para conseguir una morada era ambigua. Si por una parte les temía y les tendía trampas arquitectónicas, por otra les colmaba de oropeles y procuraba mostrarse comprensiva con sus manías. Por ejemplo, la mansión contaba con innumerables fuentes de luz —velas, candiles, bombillas eléctricas…— para que no hubiera zonas de penumbra y evitar así que los fantasmas se sintieran avergonzados por no poder proyectar su propia sombra. Más: en la enorme Casa Winchester había solo tres espejos, pues se cree que los seres de ultratumba se desvanecen al ver su reflejo.
Claro que ese desdén por los espejos era conveniente para una persona tan obsesionada por la privacidad como era Sarah. Una de las pocas imágenes que existen de Sarah fue tomada por un jardinero mientras ella pasaba distraída en su carruaje. Si hubiese sabido que la habían fotografiado, habría destruido el negativo. Celosa de su intimidad, una de sus primeras decisiones al comprar los terrenos en San José fue encargar que se plantara un seto alto y tupido alrededor de la propiedad. Más llamativa aún era su costumbre de mantener su rostro cubierto por un velo negro en casi todo momento. Se cuenta que si un sirviente veía su cara, siquiera accidental y fugazmente, era despedido en el acto.
Sarah podía permitirse despertar habladurías en torno a su reclusión vocacional. No le temblaba el pulso ni siquiera para denegarle una visita al presidente Theodore Roosevelt, que como ferviente admirador de las armas Winchester había expresado su interés en conocer a Sarah durante un viaje electoral a California.
Era una mujer independiente, sin ataduras ni compromisos, y sobre todo muy generosa. La deferencia que no tuvo con Teddy la tenía habitualmente con los niños de San José, a los que permitía jugar en sus terrenos e incluso comer helado o tocar el piano en la mansión. Además, aportaba suculentas sumas a la beneficencia y gracias a sus donativos se abrió en su Connecticut natal un centro para el tratamiento de la tuberculosis, la enfermedad que la había dejado viuda. La clínica funciona todavía como parte del Hospital Yale New Haven.
Avalada por esas credenciales, a Sarah no le importaba rodearse de un aura enigmática. A diferencia de sus empleados, ella no necesitaba un mapa para desplazarse por las entrañas de la mansión. Conocía cada rincón, cada pasadizo que la transportaba de un ala a otra como por arte de magia, a través de armarios o falsas puertas. Había dispuesto además mirillas secretas a lo largo de la casa para supervisar al personal, y no era infrecuente que apareciese sigilosa para asustar a un criado en plena travesura. Igualmente inquietante era su costumbre de tocar el órgano a horas intempestivas. Al parecer ensayaba para evitar que sus dedos se deteriorasen, como empezaba a hacer el resto de su cuerpo debido a la severa artritis que padeció en el otoño de su vida. Pero quienes oían una música tétrica en plena madrugada desconocían ese dato, y la consecuencia de todos esos detalles es que Sarah infundía una mezcla de admiración y temor reverencial.
Acaso contagiados por las inclinaciones esotéricas de Sarah, persuadidos de que la maldición de los Winchester era palpable, ninguno de sus herederos ni de sus empleados reunió el valor suficiente para hablar de ella y teorizar sobre sus auténticos motivos para construir la mansión, ni siquiera transcurrido medio siglo desde su fallecimiento.
Sarah murió mientras dormía, en septiembre de 1922, a los 83 años de edad. La construcción de la Casa Winchester se detuvo de inmediato: los carpinteros dejaron tornillos a medio clavar al enterarse del deceso. Sintiéndose de algún modo liberados, muchos no perdieron un segundo en alejarse de aquella ominosa mansión.
Los más valientes aguardaron intrigados a que se abriera la caja fuerte de Sarah. Para desencanto generalizado, en su interior no había lingotes de oro ni piedras preciosas. Solo recuerdos de su esposo y su hija fallecidos: calcetines viejos, ropa interior, un mechón de pelo de bebé en una pequeña caja de terciopelo… y un recorte de periódico con el obituario de la pequeña Annie.
La masonería como respuesta
No había ningún documento que explicara satisfactoriamente por qué diablos Sarah había encomendado su vida a la construcción de ese laberinto tan imponente como estrafalario. La leyenda sobre la maldición de los Winchester era muy sugerente, pero no resistía un análisis racional. ¿Por qué Sarah no vendió sus acciones de la compañía para apaciguar a los espíritus?
Por otra parte, era difícil entender que una mujer con el bagaje intelectual de Sarah se dejase influir por supersticiones baratas. Hija de un próspero fabricante de carruajes de New Haven, quinta de siete hermanos, Sarah hablaba cinco idiomas, leía a los clásicos y tocaba el piano con maestría. Había sido una niña prodigio que asistió a escuelas privadas de élite y que luego ingresó en Yale.
Fue precisamente en su etapa universitaria donde se marca un antes y un después en la vida de Sarah, según Richard Allan Wagner. Este peculiar personaje escribió un no menos estrambótico libro titulado El secreto perdido de William Shakespeare, en el que defiende que la autoría de las obras del poeta inglés corresponde, en realidad, a Francis Bacon.
En ese libro Wagner dedica un amplio capítulo a Sarah Winchester, y elucubra que ella, como Bacon, se interesó desde joven por la masonería de la Orden Rosacruz y, durante su etapa universitaria en Yale, colaboró estrechamente con miembros de esa logia. Sarah adquirió vastos conocimientos sobre ritos y simbología, y aprendió las técnicas de encriptación utilizadas por los masones fieles a las ideas de Bacon. Se familiarizó además con los nuevos hallazgos sobre electricidad y magnetismo de Faraday, y con las tesis evolucionistas de Darwin, teorías todas ellas que superaban la concepción de la naturaleza como una entidad estática y pasiva y pasaban a explicarla como llena de dinamismo y constante mutación.
Por esa misma época un escritor llamado Charles Dodgson, más conocido por su seudónimo, Lewis Carroll, publicaba Alicia a través del espejo. Bajo la apariencia de un cuento infantil, la secuela de Alicia en el país de las maravillas explora un tema entonces en boga en la masonería, según Wagner: las asombrosas posibilidades de un universo con una cuarta dimensión. El título era por supuesto muy revelador, por cuanto los espejos son, metafóricamente, portales de acceso a estadios más elevados de conocimiento.
Basándose en esas huellas, Wagner concluye que la leyenda de la Casa Winchester es ridícula. No se trata de una morada para espíritus construida a golpe de improvisación y torpeza, sino de un edificio cuyas excentricidades han sido calculadas con precisión artesanal para dar pistas acerca del pensamiento de Sarah.
Ella creía en las teorías de otro baconiano como Rudolph Steiner, quien concebía el universo como un gigantesco organismo vivo en eterna evolución. En eterna construcción.
La importancia de los números
Podría haber aportado su genio a esa corriente filosófica componiendo sonetos o escribiendo novelas à clef, pero Sarah se mantuvo fiel a la tradición de Vitruvio y escogió hablarnos a través de los números contenidos en la arquitectura. El interés de Sarah por este arte surgió entre 1881 y 1884, años que pasó viajando por Europa para aliviar el dolor de la viudez. Wagner juzga probable que en su periplo visitase lugares emblemáticos para la masonería como la catedral de Chartres, con su célebre laberinto, o la capilla de Rosslyn, en Escocia, que posee una escalera que no lleva a ninguna parte y en cuya cripta secreta descansa el Santo Grial, según El Código Da Vinci.
No son evidentes las razones por las que Sarah se instaló en California a su regreso a EE. UU., aunque es cierto que varios parientes suyos se habían mudado a la zona de San Francisco durante la fiebre del oro a mediados del XIX. La cuestión es que el vasto terreno que compró en San José se convirtió en el lienzo sobre el que pintó el enigmático retrato de su mente.
En su libro, Wagner arroja pantanosas explicaciones sobre cabalística y numerología. Aquí citaremos solo algunas de las más inquietantes coincidencias subrayadas por él. Por ejemplo, cuenta que en la masonería uno se inicia expresando su deseo de recibir Luz. Es decir, conocimiento y sabiduría. Con toda intención, la fachada de la Casa Winchester mira al este, fuente de luz. Eso para empezar.
El salón de baile contiene dos de los elementos más llamativos de todo el recinto: dos vidrieras con inscripciones de Shakespeare (o Bacon). La de la izquierda es un pasaje de Troilo y Crésida: “Wide unclasp the table of their thoughts”. La de la derecha, de Ricardo II: “These same thoughts people this little world”.
Ambos son fragmentos fuera de contexto, incompletos, sin sentido aparente. Eso es precisamente lo que Sarah pretendía: confeccionar un mensaje solo al alcance de unos pocos iluminados. Las vidrieras son una juguetona invitación de Sarah a explorar la realidad subyacente de su mansión, de su mente, y para que la entendamos mejor se compara a sí misma con Crésida y Ricardo II. Wagner arguye que para el vulgo de la crítica literaria Crésida es solo una zorra. Pero es una mujer que hace todo lo necesario para sobrevivir, y es en ese aspecto en el que Sarah se siente identificada con ella. En cuanto a Ricardo II, para Sarah era deliciosa la ironía de un rey caído en desgracia, solo y encarcelado. Así se sentía ella, desgarrada por la muerte de su hija y esposo, atrapada en su propia fortuna.
Por último, es muy llamativa la fascinación de Sarah con el número 13. Su flor favorita era la margarita, que en varias de sus especies presenta 13 pétalos. En la Casa Winchester hay 13 candelabros. Y 13 baños, con 13 ventanas en el decimotercero de ellos, al que se accede tras subir 13 escaleras. En el Cuarto de Sesiones hay 13 perchas, de las que colgaban las 13 batas de diferentes colores que, según la leyenda tan detestada por Wagner, Sarah utilizaba cada noche para comunicarse con los muertos.
El testamento de Sarah estaba dividido en 13 partes. Lo firmó 13 veces.
Inquietante atracción turística
Sarah Winchester legó los enseres de la mansión a una sobrina. Ocho camiones tardaron seis semanas en vaciar la casa de muebles. El complejo se vendió al mejor postor, aunque alcanzó una cifra irrisoria en la subasta. El comprador convirtió la Casa Winchester en una atracción turística, y como tal comenzó a funcionar apenas cinco meses después de la muerte de Sarah. Un ilustre huésped fue Houdini, que en 1924 se presentó en San José para tratar de comunicarse a medianoche con los espíritus de Llanada Villa.
La mansión, en cuya historia se inspiró Stephen King para Rose Red, se puede visitar actualmente por precios que oscilan entre los cinco y los 35 dólares, dependiendo del tour que se elija. El margen de beneficios no debe ser muy amplio si tenemos en cuenta que los trabajos de restauración y mantenimiento de la casa son interminables: cuando se termina de pintar, por ejemplo, ya es momento de empezar de nuevo. Pese a todo, el negocio emplea a cientos de personas, algunas descendientes directas de los antiguos sirvientes de Sarah.
Como era de esperar, los guías de la Casa Winchester han testimoniado toda clase de fenómenos paranormales a lo largo de los años: sonido de respiración en una habitación vacía, ruido de pasos en el cuarto donde murió Sarah, puertas cerradas con llave que aparecen abiertas misteriosamente, luces apagadas que se iluminan de repente, olor a sopa de pollo en una cocina inutilizada desde los años 20…
Con estos antecedentes no es de extrañar que una productora haya comprado los derechos para realizar una película sobre la historia de la Casa Winchester. Se trata de Hammer, el mítico estudio británico de filmes de terror como Drácula o Frankenstein creó a la mujer.
Hammer entró en bancarrota en los 80 y, quién sabe, quizá los espíritus de sus viejos espectadores acosaron al jefe del conglomerado yanqui que ahora ha comprado y revitalizado la marca. Quizá le amenazaron con torturas medievales si no continúa rodando para siempre jamás. Como el capitalismo con el crecimiento, como el amor con sus falsas promesas, como Sarah Winchester con su mansión, lo único que importa es no parar nunca.
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Cuántos temas interesantes concentrados en un solo artículo! Mis congratulaciones.
Desconocía por completo la existencia de esta casa. Ameno e interesante artículo. Gracias.
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Que articulo mas interesante. Me ha encantado, entretenido y muy bien escrito. Estupendo.