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El ahorcamiento de Mary, la Elefanta Asesina

Grua
Erwin, Tennessee, es una pequeña población de poco más de 5000 habitantes erigida en mitad de un entorno privilegiado: el Parque Nacional Cherokee, una verde encrucijada que se extiende entre la frontera del estado con los vecinos Carolina del Norte, Virginia y Kentucky. En sus alrededores se despliegan paisajes de una inmemorial belleza, como las boscosas riberas del río Nolichucky, que podrían dar la impresión de no haber sido nunca pisadas por el hombre. Pero, la verdad, los atractivos del paisaje no hubiesen servido nunca para que el pueblo se hubiese labrado un pequeño hueco en la posteridad. Tampoco el que en su día viviese un modesto periodo de esplendor albergando los trabajos de mantenimiento de la red ferroviaria de la región; queda su estación de tren, pequeña, coqueta, construida al estilo europeo y coronada con teja roja, que está inscrita en un registro de edificios históricos de la nación. Como muchos otros; no es que nadie se vaya a tomar la molestia de viajar allí únicamente para visitar una terminal de pueblo. Así que, aun con sus encantos, Erwin parecería destinado a ser uno de tantos pueblos desconocidos cuyas gentes viven sus vidas en el anonimato del rural ciclo de la existencia, sin esperar dejar un rastro en la posteridad.

Y sin embargo Erwin ocupa su pequeño lugar en la historia. Quizá no en la gran historia, esa hecha de batallas, tratados, monumentos y descubrimientos que cambian la historia de la humanidad; no. Pero sí goza de su rinconcito en el penumbroso y fascinante cuarto trastero donde se registran sucesos disparatados que quizá no sean tan importantes como la batalla de Waterloo, pero que a su modo forman parte de la crónica de la civilización humana, aunque sea de su faceta más esperpéntica. Porque Erwin será siempre conocido por ser el lugar donde tuvo lugar el ahorcamiento de Mary, la Elefanta Asesina.

Sí, tal como suena: en Erwin ahorcaron a un elefante. Una pequeña historia quizá, pero una historia que incluye circos itinerantes, sherriffs, electrocuciones, filmaciones truculentas y, de un modo indirecto, la participación estelar del mismísimo Thomas Alva Edison.

Addie y Charles Sparks, el matrimonio propietario de "Murderous Mary".
Addie y Charles Sparks, el matrimonio propietario de «Murderous Mary».

Retrocedamos a 1916: Charles Sparks y su mujer Addie eran los orgullosos propietarios de un circo ambulante, Sparks World Famous Shows, que llevaba funcionando desde finales del siglo XIX. Se movían por las poblaciones rurales del sudeste de los Estados Unidos, ofreciendo un espectáculo para toda la familia que era recibido con ansia en aquellas pequeñas ciudades y pueblos donde abundaban las ocasiones para disfrutar aquel tipo de entretenimiento. En aquellos lugares, la visita del circo constituía un acontecimiento al que acudía prácticamente todo el mundo. El circo Sparks se desplazaba en tren: en algo más de dos décadas, su modesto éxito les había permitido progresar desde viajar apretados en un pequeño vagón auxiliar hasta contar con una caravana ferroviaria formada por 15 vagones propios. Aunque eso sí, tenían que conformarse con audiencias pequeñas, las que no eran visitadas por el Circo de Cuatro Pistas y Casa de Fieras de su rival John Robinson: los Sparks solamente podían contemplar con admiración y envidia la impresionante caravana ferroviaria de Robinson, compuesta nada menos que por 45 vagones. Pero a su manera les iba bien. Tenían sus números circenses y sus animales, incluidos cinco robustos elefantes.

Mary era una hembra de elefante asiático, de unas cinco toneladas de peso, y llevaba con los Sparks casi desde los inicios. De hecho había sido el primer elefante que habían comprado, allá por 1896. Después de 20 años viajando con aquel circo, Mary nunca había causado el más mínimo problema. Sus dueños sentían un enorme cariño por ella. De hecho, los Sparks se caracterizaban por ofrecer un trato muy benévolo a sus animales y exigían ese mismo proceder a los cuidadores que contrataban. Podría parecernos lógico, pero la gentileza con los animales no estaba necesariamente generalizada en aquellos tiempos, donde las muestras de sadismo innecesario por parte de algunos cuidadores no constituían un fenómeno aislado. Los Sparks respetaban a sus animales, muy especialmente a la querida y pacífica Mary. A finales del verano de 1916 todo parecía marchar bien, nunca hubiesen imaginado lo que estaba a punto de suceder.

Mientras llegaban a Tennessee tras girar por Kentucky y Virginia, se produjeron algunos cambios. El cuidador habitual de la elefanta Mary dejó súbitamente su empleo, así que tuvieron que ponerse a buscar un sustituto a toda prisa. Por aquella zona, lógicamente, resultaba imposible encontrar un cuidador de elefantes con experiencia… pero tampoco se necesitaba mucho, ya que las tarea se limitaba a llevar al animal de aquí para allá y ocuparse de que comiese y bebiese. Sin muchas más opciones, contrataron al trabajador de un hotel, un tipo llamado Walter Eldridge, aunque todos lo apodaban “Red”. Así, con el nuevo cuidador recién contratado, el circo se presentó en la localidad de Kingston un 11 de septiembre… Eldridge no viviría para ver atardecer el día 12.

Entre función y función, mientras unos espectadores se marchaban y otros llegaban caminando por el acceso al circo, los cuidadores sacaban a los elefantes y los conducían por aquel mismo camino hacia su bebedero. A ambos lados de la carretera había puestos con bebida y comida, donde se arremolinaba la gente, que contemplaba a los paquidermos con comprensible fascinación. Los tranquilos elefantes, acompañados de sus respectivos cuidadores, no asustaban a nadie.

Pero aquel infausto día las cosas iban a cambiar. Walter Eldridge acompañó a Mary hacia el lugar donde estaba su agua: la elefanta bebió con los demás elefantes como cualquier otro día, pero mientras volvían a la carpa se fijó en una sandía partida por la mitad que había en uno de los puestos de comida. A Mary le gustaba mucho la sandía, así que comenzó a acercarse al tenderete con la intención de comérsela. Su nuevo cuidador, Walter “Red” Eldridge, quiso impedírselo, ya que entraba dentro de sus atribuciones procurar que la elefanta no se apropiara de alimentos ajenos. Por costumbre, los cuidadores llevaban consigo un gancho metálico que servía para castigar al animal si hacía algo impropio o si se desviaba de su camino. Azuzar al animal con aquel gancho no era demasiado cruel: dado que la piel de los elefantes es muy gruesa y resistente, el punzón apenas les hacía daño y servía de pequeña advertencia, pero poco más.

¿El problema? Eldridge no tenía la suficiente experiencia como para saber que no toda la piel del elefante es igualmente invulnerable. De hecho, las amplias orejas de un elefante son una zona muy vascularizada y sensible, donde el animal nota muchísimo más dolor que en otros lugares de su robusto cuerpo. Así que cuando Mary empezó a caminar hacia la sandía prohibida, su nuevo cuidador cometió el tremendo error de golpearla con el gancho precisamente en la oreja. Aquello fue lo último que hizo en su vida.

Anuncio del Sparks Circus con mención estelar para Mary, "el animal vivo más grande sobre la Tierra".
Anuncio del Sparks Circus con mención estelar para Mary, «el animal vivo más grande sobre la Tierra».

Mary, muy probablemente, nunca había experimentado un dolor semejante, y desde luego nunca por causa de la agresión de un ser humano. Sin pensárselo dos veces, ante las miradas horrorizadas de la multitud, agarró a Eldridge con la trompa y lo lanzó por los aires; el pobre individuo cayó sobre un puesto de bebidas y quedó tendido en el suelo. Ni siquiera tuvo ocasión de levantarse. La elefanta ya se había apresurado a completar su venganza, dirigiéndose hacia él y aplastándole la cabeza con una de sus poderosas patas. Eldridge murió en el acto.

El pánico se apoderó de todos los presentes, niños y adultos; la gente huía y gritaba. Muchos exclamaban “¡matad al elefante!”. Un vecino de la localidad, que iba armado, sacó su revólver y disparó sobre Mary, pero las balas apenas hicieron mella en el animal: se necesitaba un arma mucho más potente que una pistola de 1916 para atravesar aquella correosa piel. Además había que conocer en qué puntos exactos se ha de disparar a un elefante para tener oportunidad de derribarlo. Los disparos, pues, no le hicieron prácticamente nada. Finalmente, en mitad de todo aquel caos, apareció corriendo el dueño del circo, Charles Sparks, que fue el único que pudo calmar al animal.

Mary se acababa de convertir en La Elefanta Asesina.

Pronto llegó a la “escena del crimen” el sheriff del pueblo, dispuesto a “arrestar” a la elefanta. Aquel animal se acababa de convertir en una amenaza pública y no podía seguir en el circo, sino que había que ponerla bajo custodia. Pero, ¿cómo se encarcela a un elefante en un pueblo de Tennessee? Lógicamente, no existía en toda la región una jaula capaz de albergar a un elefante asiático. Finalmente, el sheriff optó por encadenarla al exterior de la comisaría. Allí, amarrada y desconociendo lo que se le venía encima, la pobre Mary se limitaba a mirar indiferente a los curiosos que  a todas horas se acercaban para contemplar —desde una prudente distancia, eso sí— a la aterradora nueva sensación de la comarca, la Elefanta Asesina. Probablemente ella misma no dejaba de preguntarse qué demonios estaba haciendo allí.

El matrimonio Sparks estaba consternado. No podían llevarse a Mary con ellos. Primero, porque el alcalde y el sheriff de Kingston no parecían dispuestos a permitirlo. Segundo, porque la noticia de que en su circo había una Elefanta Asesina espantaría al público de toda la región; de hecho no tardaron en circular falsas habladurías que decían que, cuando los Sparks compraron a Mary a los cuatro años de edad, la elefanta contaba con su particular historial delictivo porque ya había matado a un antiguo cuidador. Aquello no era cierto, pero poco importaba: todo el mundo había podido ver con sus propios ojos cómo Mary acababa con la vida de su cuidador. Por más que la gente de Kingston sintiese ahora un morboso interés por aquel paquidermo, su presencia no convenía nada a un circo que llevaba dos décadas vendiendo un espectáculo “educativo” y apto para todos los públicos. ¿Qué podían hacer con Mary? Por entonces no existían asociaciones o refugios que se hicieran cargo de animales jubilados del espectáculo. La única opción parecía la de entregar su elefanta a la ciudad de Kingston, donde desde luego no tenían intención alguna de hacerse cargo de ella. El alcalde insistía en que había que matar al elefante. Bastante a su pesar, los dueños del circo tuvieron que acceder.

Pero fue entonces cuando surgió un pequeño problema táctico: ¿Cómo matar a un elefante de cinco toneladas en mitad de Tennesee? ¡Buena pregunta!

La primera opción que el sheriff consideró fue la de matar a Mary con un rifle potente —ya habían podido comprobar que un revólver resultaba inútil— pero los Sparks le explicaron que para matar a un elefante a tiros se necesita hacer un disparo muy preciso en alguno de los pocos puntos vulnerables que hay en su cabeza. Y había que hacerlo bien a la primera, porque si la bala la hería en cualquier otra parte de la cabeza o del cuerpo, lo único que conseguirían sería causarle dolor y provocar una reacción violenta. Era de temer que, en mitad de su furia, Mary pudiese incluso soltarse de su amarre, arremetiendo contra el tirador y ya de paso contra cualquiera que anduviese por allí. Como el sheriff sabía que no habría forma de evitar que una multitud de curiosos se reuniese para contemplar la ejecución, decidió que la opción de las armas de fuego quedaba descartada. La escena de un elefante herido, suelto por las calles de la ciudad y buscando venganza entre los aterrorizados vecinos no se le antojaba demasiado deseable.

"Elefante electrocutado por homicidio", porque Edison hacía algo más aparte de fabricar bombillas.
«Elefante electrocutado por homicidio», porque Edison hacía algo más aparte de fabricar bombillas.

El sheriff se plantó la posibilidad de envenenarla, pero los Sparks le explicaron que tampoco esta opción parecía factible: los venenos que podían conseguirse en aquella zona —no olvidemos que Mary requería una buena cantidad, porque su dosis era equivalente a la necesaria para matar a 80 seres humanos—, serían fácilmente detectadas por el fino olfato de la elefanta. Los paquidermos son animales extremadamente inteligentes y muy precavidos, así que Mary no iba a comerse nada que pareciese  contener una sustancia extraña, y desde luego resultaba absurdo plantearse el obligar a un animal de cinco toneladas a comerse algo contra su voluntad.

Entonces alguien apareció con otra sugerencia: la electrocución. Resultaba que Mary no era el primer elefante que había causado muertes en el país: 13 años atrás ya se había ejecutado a un paquidermo en Nueva York, donde otro elefante llamado Topsy había sido considerado demasiado peligroso después de su tercer homicidio, cuando había respondido a los maltratos de su cuidador con inusitada violencia. En aquel caso, las autoridades neoyorquinas también decretaron que había que quitárselo de en medio. Las asociaciones que luchaban contra la crueldad sobre los animales no le habían podido salvar la vida a Topsy, pero al menos habían conseguido que se lo sometiera a una muerte relativamente “clemente”: la electrocución como pena de muerte llevaba algo más de una década aplicándose sobre seres humanos. Las autoridades, pues, se pusieron en contacto con uno de los gurús de la electricidad: nada menos que Thomas Alva Edison. El celebérrimo Edison se encargó de preparar el mecanismo con el que habían de matar al elefante, una plancha electrificada, y de supervisar todo el proceso de electrocución. El simpático inventor no pareció demasiado afectado por tener que matar a Topsy, y no solamente se hizo cargo del asunto sino que además decidió registrar su muerte con una cámara cinematográfica. El elefante, ignorante de lo que estaba a punto de pasarle, fue conducido sobre la plancha metálica. Allí en pie, recibió la descarga eléctrica. Al comenzar la electrocución, el animal se estiró sobre sus patas, para terminar desplomándose después de unos segundos (según los testigos, “sin emitir el menor sonido”). El siempre sensible Edison utilizó después la filmación del momento en una campaña publicitaria en la que daba a entender al público que el material eléctrico sus mayores competidores —la compañía Westinghouse— era tan defectuoso que podría terminar Electrocutando a un elefante, que así se llamaba su pequeña película “snuff” (no incluyo el enlace a la misma porque para algunos lectores resultará ciertamente desagradable, pero la filmación puede encontrarse fácilmente en Youtube). La “solución Edison” había funcionado con Topsy, así que en la remota Kingston también se la plantearon. Pero existía otro problema: ni en Kingston ni en ninguna localidad de las cercanías se producía potencia eléctrica suficiente. Evidentemente, eso no había constituido un problema en una enorme metrópolis como Nueva York y aún menos contando con la intervención directa de un brillante ingeniero como Thomas Edison, pero en mitad de las boscosas montañas de Tennessee apenas se generaba energía suficiente como para encender las bombillas, no digamos para electrocutar a un elefante de 5000 kilogramos de peso.

Las autoridades de Kingston miraron a su alrededor: ¿qué podían usar para matar al elefante? Y de lo que sí disponían en algunas localidades cercanas era de grúas para el mantenimiento de la red ferroviaria: aquellas grúas se desplazaban directamente sobre las vías y además eran capaces de levantar varias toneladas de peso. Ahí tenían su respuesta… podían ahorcar a la Elefanta Asesina.

La descorazonadora imagen por la que, a su pesar, Erwin pasó a la historia.
La descorazonadora imagen por la que, a su pesar, Erwin pasó a la historia.

La ciudad de Kingston se puso en contacto con la compañía ferroviaria que poseía la mayor grúa de la región, pero la empresa no quería arriesgar su material y aludieron como excusa a que las recientes lluvias habían embarrado las vías, así que si usaban la grúa, sus ruedas podrían quedar cubiertas de fango, lo cual estropearía sus engranajes. Así, al menos, aquella compañía se evitó tener que pasar a la historia universal de la cretinez. Por desgracia para los ciudadanos de Erwin, localidad situada a unos kilómetros de Kingston y centro del mantenimiento ferroviario local, su pueblo no se libró de tan insigne mención. Los talleres de Erwin disponían de una grúa similar, la cual pusieron a disposición de Kingston. Mary fue llevada hasta Erwin, que así Erwin se convirtió en escenario de las últimas horas de Murderous Mary y se ganó el dudoso honor de inscribir su nombre en la más delirante posteridad.

El ahorcamiento se iba a efectuar de una manera bien simple: rodearían el cuello de Mary con una cadena; después la grúa levantaría al animal, y dado su enorme peso corporal esperaban que muriese rápidamente. Así, Mary fue conducida hacia las vías, donde encadenaron una de sus patas con una gruesa cadena ferroviaria para evitar que, si se ponía nerviosa, arremetiera contra la multitud de curiosos que —cómo no— se había congregado para contemplar tan alucinante escena. Mary estaba tranquila, porque obviamente no tenía la menor idea de por qué la habían llevado allí: debió de parecerle que estaba representando un número circense más. Pero no, aquello era su propia ejecución.

Pusieron la cadena en torno a su cuello y la grúa empezó a levantarla en el aire.

Lo que podía salir mal, salió mal: nadie cayó en la cuenta de que la cadena que unía su pata con las vías era demasiado corta, así que conforme empezaron el ahorcamiento, la cadena impidió que pudiesen seguir levantándola a partir de una determinada altura. La pata, unida a la cada vez más tensa cadena, crujió cuando los tendones se desgarraron. Justo entonces, también la cadena de la grúa cedió y se partió en dos. La elefanta, con sus cinco toneladas, volvió a caer al suelo.

Mary quedó aturdida e inmóvil tras la caída: obviamente, los elefantes no son capaces de saltar y aquel desplome debió de resultar tremebundo para su organismo. Incluso los más morbosos espectadores empezaron a sentirse horrorizados ante el espectáculo. El ahorcamiento de por sí ya era cruel, pero la estrepitosa chapuza estaba convirtiéndolo en un trágico esperpento. Con Mary todavía en estado de shock, a toda prisa hubo que buscar otra cadena para la grúa y así poder finalizar lo empezado. Tras sustituirla, y con la elefanta todavía estupefacta en el suelo, volvieron a proceder al ahorcamiento. Esta vez sí, la elevaron del todo y el pobre animal murió al poco tiempo. Hubo quien tomó alguna fotografía —bastante desagradable— del momento… imagen que, para disgusto de la ciudad de Erwin, hoy es como un tétrico emblema del más bochornoso suceso de su pasado.

Tras morir, Mary fue enterrada junto al lugar de su ahorcamiento, y nunca desde entonces se permitió excavar para extraer su esqueleto y exhibirlo como curiosidad.

Porque hoy en día, comprensiblemente, la historia no es un gran motivo de orgullo para los habitantes de Erwin (por más que a algunos no les importe hacer negocio vendiendo souvenirs alusivos al asunto). La web de su ayuntamiento, por ejemplo, proclama con orgullo que Erwin es una localidad “histórica”… pero no hay en su página rastro alguno del relato de la Elefanta Asesina. Relato que, mal que les pese, es lo que hizo famoso su pueblo. El alucinógeno ahorcamiento de Mary se ha convertido en toda una referencia cultural, llegando incluso a ensombrecer aquella electrocución del elefante Topsy que fue ejecutada y filmada por el insigne Edison. Tal vez es que los estadounidenses encuentran más tolerable reírse de la estupidez de los paletos sureños de Tennessee que mezclar a su más famoso inventor en este tipo de carnicerías. Aunque tampoco en España somos quienes para censurar el hecho, desde luego; aquí quizá no ahorcamos elefantes, pero lanzamos cabras desde campanarios, entre otras muchas cosas. En general, el homo sapiens no ha tratado con demasiada consideración a otras especies animales increíblemente valiosas. Quién sabe, quizá en el futuro los elefantes se hayan extinguido y nuestros descendientes se preguntarán con asombro cómo fuimos capaces de colgar de una grúa a semejante tótem de la naturaleza… aunque no sé si nuestra especie llegará a evolucionar tanto como para que alguna vez les parezca tan inverosímil semejante historia que lleguen a considerarla imposible de creer.

Pero si alguna vez hubiese que escribir una Crónica del planeta Tierra para dejarles una descripción de nuestra extinta civilización a arqueólogos alienígenas, deberíamos ser honestos con ellos e incluir sucesos como el ahorcamiento de Mary, la Elefanta Asesina. Sí, amigos extraterrestres, nuestra relación con otras formas de vida es… peculiar.

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7 Comments

  1. Fulgencio Barrado

    Esta historia ya la había leído en Amazings (actualmente Naukas), y siempre me pareció sorprendente e indicativa de hasta donde llega la estupidez humana ya desde hace siglos.
    Lo del Alva Edison, como que ya vamos sabiendo quien fue de verdad.

  2. La historia es impactante. Cuando la escuché por primera, el suceso se me quedó grabado en la mente durante meses.

    Para aquellos que quieran ponerle música, hace unas semanas la banda finlandesa Them Bird Things publicó un disco cuyo título está basado en esta historia, Pachyderm Nightmares. Blues, country y rock tradicional americano, con canciones con otras historias tan sorprendentes como esta.

    Este es el enlace a la canción sobre Mary:

    https://soundcloud.com/thembirdthings/pachyderm-nightmare

    Y aquí una entrevista con la banda, donde explican más sobre esa canción:

    http://issuu.com/gluefi/docs/encore2-them-bird-things

  3. Galahat

    Desconocía la historia y me ha dejado muy mal cuerpo, el mismo que siempre me ha producido cualquier tipo de maltrato o tortura a un ser vivo. A quienes tienden a quitar hierro a estos asuntos suelo invitarles a ver el documental «Earthlings» enterito, con un par, y venir a contarme lo que sea a posteriori. A partir de ahí, ya podemos hablar.

  4. Señor Cachopo

    País!!

  5. Pingback: Anónimo

  6. Mar A Costa

    Maldito ser humano!

  7. Pingback: PARA INTENTAR COMPRENDERNOS A NOSOTROS MISMOS | La linterna de Diógenes

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