Nada más entrar, tres policías nos siguen con la mirada. Nos hacemos un hueco entre el arrabal humano y seguimos hacia los andenes. Parte en ese momento un tren de la estación entre toses de locomotora enferma. Huele a humo de tabaco, a verduras cocidas, a sobaco. Intento imaginarme la escena: noviembre de 1922. Un joven británico educado en Eton pero harto de la vida académica llega a esta misma estación de Mandalay con su uniforme blanco de policía imperial. Lleva un libro de poemas de su admirado Kipling bajo el brazo y una sencilla maleta de cartón. Hay más caballeros ingleses en Mandalay en 1922. Uno de ellos es William Somerset Maugham. Sabemos que después se conocerán. Poco más.
Un chico sin camiseta, adornado por tatuajes tribales, nos observa desde la distancia y habla con la policía. Monjes budistas esperan bajo el crepúsculo a que llegue su tren. Una mujer fuma a nuestro lado. Alguien ha puesto una telenovela en la única televisión de la estación y decenas de personas rodean la pantalla. Quizá esa tele es lo único que cambia en la escena, lo que ha evolucionado este lugar de 1922 hasta ahora. Eric Blair todavía no sabía que aquella experiencia en el lejano oriente le iba a abrir una cicatriz por la que supuraría como escritor y periodista años después, no intuía que sería el autor de las dos mejores fábulas contra el totalitarismo escritas jamas: 1984 y Rebelión en la granja, ni se imaginaba que acabaría cambiando su nombre por el de George Orwell y que ese nombre daría pie a un adjetivo que definiría el asfixiante control dictatorial de la sociedad: «orwelliano».
La Birmania de hoy, bautizada por la antigua junta militar como Myanmar, es un país bisagra, un estado dictatorial que se desmorona a la vez que nace otro democrático que intenta imponerse. Pero ni los generales acaban de morirse ni la primavera birmana de Mama Suu, como todo el mundo conoce a Aung San Suu Kyi, termina de hacerse mayor. Y así, esperando el cambio que nunca llega pero que parece que llegará de un momento a otro, vive una población harta de una de las dictaduras más sutiles y a la vez más terribles del mundo.
Hace un año, dos periodistas andando por esta ciudad con cámaras de fotos hubieran sido objeto de seguimiento, interrogatorio y confiscación de tarjetas entre un control asfixiante de los servicios secretos. Hoy a nosotros nos han revuelto un poco el equipaje en el hotel cuando no estábamos, un tipo nos ha interrogado de manera grosera en un bar del gobierno y los policías solo se limitan a observarnos. El chico de los tatuajes habla con dos adolescentes. Al rato estas dos chicas llegan a nuestro lado, sacan una cámara y dicen, amables, que quieren hacerse una foto con nosotros, los dos turistas blancos. Accedemos. Esa cámara acaba llegando en segundos a la policía, que se espanta las moscas a lo lejos. Ya tienen nuestra foto. Así de fácil.
Llega en ese momento el tren procedente de Rangún. Cae el sol, desaparece el calor y va apeteciendo una cerveza Myanmar, destilada por el gobierno, como todo lo demás. Estamos en Mandalay, la antigua capital colonial, la ciudad cuyo edificio más grande es la prisión, no será difícil encontrar algún viejo bar inglés donde sirvan ginebra. Quizás cerca de la vieja academia de policía donde vivió Eric, en cuyas pareces aún están grabados los nombres de los chicos que pasaron por allí. «Eric Blair estuvo aquí», me digo a mí mismo. El chico de los tatuajes pasa a nuestro lado y le agarro por el brazo. Un tipo me ha contado que la enorme red de informantes del régimen lleva el reloj en la mano izquierda para que sus miembros se identifiquen. Pero este tipo no lleva ni reloj. Hey, tío, deja que te haga una foto. Ahora me toca a mí. Ponte ahí. Sí, ahí mismo, junto al vagón de tren, ese tren del Imperio Británico que nadie se ha molestado en renovar en los últimos 50 años. Quizá el mismo del que bajó George Orwell. Click.
Me parece que los artículos de Alberto Rojas son de lo mejorcito que se está publicando últimamente, lo cual no es moco de pavo. Enormérrimo!