Supongamos un escenario hipotético. Imaginemos que un ambicioso Bob Woodward (pongámosle la cara de Robert Redford, siempre será más agradable) es reclutado por Doc y su perro Einstein para viajar en el Delorean hasta el Siglo XXI. Supongamos que nuestro recién estrenado periodista del Washington Post es colocado en medio de cualquier redacción de cualquier medio contemporáneo de cualquier ciudad del mundo. Nada más llegar, le dan una tablet, una contraseña para Twitter, su usuario y el programa para acceder a todos los teletipos de las muchas agencias que el medio en cuestión tiene contratadas. Procede a encender un cigarro para digerir mejor el salto temporal pero, ¡ah! no se puede fumar. Su primer pensamiento probablemente sería «¿Dónde cojones me han traído, que ni se puede fumar?»
Sin duda alguna, nuestra «cobaya» no tardaría mucho en darse cuenta de que las reglas del juego han cambiado. Que un tal Cluetrain dice aquello de «los mercados son conversaciones», estableciendo así las nuevas pautas revolucionarias de la comunicación empresarial y que el mapa conceptual del periodismo de la década de los 40-50, los años de aquel crepúsculo de dioses periodísticos, de ese cuarto poder al que le tenían acostumbrado, había llegado a su fin. De esa época donde la corresponsalía era la cúspide de la pirámide, admirada y respetada y no un complemento que pasar a tercera página, suplantado por un escándalo político de índole sexual. El papel del periodista clásico que sacaba a la luz las informaciones peligrosas, atrevidas, controvertidas se ve ahora coartado por el interés mediático. Y los directores se tirarán de los pelos, no por destapar el escándalo del Watergate, sino por contarlo los primeros. Quizá hasta veríamos en este futuro paralelo al propio McLuhan en la cola de algún cine, esperando entrar a una reposición de Annie Hall y escribiendo en algún tweet aquello de «el medio es el mensaje». Y es que ya lo declaraba Quim Gil en su estudio sobre periodismo digital: «crearán nuevas rutinas propias de un proceso multimedia, multilineal e interactivo en el cual se deberán relacionar con profesionales de otros medios».
La industria comunicativa se había acostumbrado a administrar un monopolio manejado por magnates como Murdoch, al margen de crisis políticas y económicas. Era la voz de la influencia, del filtrado publicitario y la fijación de la Agenda Setting. Y blindados por la erudición y la certeza de que el gran público era incapaz de transmitir a gran escala. Pero de pronto David venció a Goliat, Tim Beners Lee emergió y permitió a páginas como esta existir. Eran los primeros años de los 90 y como ingenuos, los grandes plumas del momento le dieron la importancia que le correspondía sin saber que ese descubrimiento cambiaría su rutina laboral para siempre. Por primera vez en la historia, emisores y receptores se fusionaban y compartían sus inquietudes. Las audiencias tomaron el poder, la publicidad cambió de dueños y tanto los blogs, como las redes sociales, cambiaron el paradigma del ejercicio periodístico.
Este será el panorama que nuestro Woodward 2.0 se encontará en esta era del periodismo digital del Chicago Tribune o del moderno de Aaron Sorkin y su Newsroom, donde el proceso y la perspectiva informativa se ha metamorfoseado completamente. Comprobará que hay un cambio de tendencia en el periodismo, un punto de inflexión donde el editor ya no es el que selecciona el contenido a publicar, sino que es el lector el que, indirectamente, le dice a la industria sobre qué quiere estar informado. Y no solo eso, nuestro particular Marty McFly se dará cuenta en seguida de que hay unos entes, a veces anónimos, que no pertenecen a ningún otro periódico ni medio, pero que sin embargo dan noticias, informan sobre acontecimientos y publican sus opiniones leídas por multitud de usuarios. Lo decía Dana Priest, periodista del Washington Post y ganadora de dos premios Pulizter, «ya nadie sabe quién es periodista».
Como periodista perspicaz y capaz de olfatear la exclusiva o la innovación, “Woody 2.0” no tardará en ponerse al tanto con las redes sociales y los agregadores de noticias, porque si hay algo positivo en toda esta degradación de la calidad informativa y el sistemático salto a portada de las últimas horas sin confirmar, es que hay mucha más variedad de información y elementos que vuelven la búsqueda una actividad más intuitiva.
Sin embargo, los agregadores de noticias como Menéame mantienen una lucha constante entre su funcionalidad y la veracidad de su contenido, ya que procede de cualquier tipo de fuente. Guillermo Valls, responsable de la parte de SEO y analítica del diario Marca cree que este tipo de herramientas “no aportan ningún valor extra al usuario, el único trabajo que tiene un agregador es extraer noticias de otras fuentes para abastecer su portal de contenido”. Sin embargo, quienes se suscriben a agregadores de otros pueden disfrutar de una selección de información actualizada sobre temas específico de su interés que les ayude a sobrellevar los efectos nocivos de la intoxicación de la sobreinformación digital, entre otros los propios medios. Precisamente, esa es la injusticia que salpica a estos soportes que, sin duda sirven de ayuda a los profesionales de la información para saber qué temas son los que prevalecen y cobran importancia en los foros, pero a la hora de citar las fuentes, los grillos suenan y las plantas rodadoras corren por el desierto, porque “si bien los periodistas se aprovechan de fuentes como Menéame, no las citan porque no es información propia, aunque sean de los primeros en destapar escándalos sociales, por ejemplo, por eso nos resultan muy útiles”, afirma José Antonio Navas, responsable de Economía de elmundo.es.
Otro handicap y a la vez ventaja de estas herramientas es que tienen “mucha carga de conocimiento técnico, que no está al alcance de un usuario común”, afirma José Manuel Rodríguez, editor de Medios Sociales en El Confidencial y consultor especializado en redes sociales.
Juan Carlos Cabrera Ruiz, director técnico en Dixired, cree que los medios consideran a estos como “competencia más de sus productos, competencia que además se beneficia de lo que ellos producen, y eso está en contra de la lógica de cualquier empresa que se dedique a producir información. El tema cambia cuando el medio, que anteriormente veía de forma negativa el uso de su contenido por el agregador, empieza a beneficiarse de las visitas que recibe desde ese ‘intermediario’, pues consigue tráfico que posiblemente no le llegaría de otro modo. En ese momento el modelo se comprende: respalda e incluso llega a enriquecer más a los medios (como es el caso concreto de Google News o Menéame). En definitiva, el modelo que antes resultaba perjudicial pasó a convertirse en un beneficio mutuo, pero el problema surge (como con Google News) cuando el agregador acaba fagocitando el tráfico y haciendo uso de una posición dominante, tecnológicamente hablando, para llevarse gran parte del pastel publicitario y generando de nuevo esa negativa visión del modelo de agregación. Hoy en día, existen periodistas en España que consultan con frecuencia agregadores como Reddit, BoingBoing o Digg para enterarse de qué historias están funcionando en EE. UU. y transcribirlas para España. Es una práctica barata y poco interesante, pero a veces aporta mucho tráfico a cambio de escasa dedicación”.
Y, paradojas de la vida, volvemos al principio de esta historia, encontrándonos que son los usuarios, los lectores, los bloggers, etc. quienes dirigen el contenido informativo del medio en cuestión. Estas idiosincrasias del periodismo digital no tendrían por qué ser algo negativo siempre que sepamos delimitar el terreno de cada herramienta que utilizamos.
No nos engañemos, el afán por la primicia ha existido desde el nacimiento del periodismo y ya lo plasmó Howard Hawks en la película Luna Nueva, donde el director del Morning Post, estelarmente interpretado por Cary Grant, sobrepasa la barrera de la ética profesional ocultando en el buró de la sala de prensa de la Audiencia a un asesino, para poder dar la exclusiva de que fue su tabloide quien lo capturó. Es legítimo asumir que cuanto más evoluciona la tecnología, más facilidades tendremos en todos los ámbitos. Pero la responsabilidad de saber utilizar las nuevas herramientas que, siendo útiles, no podemos olvidar cuál es su verdadera competencia, es nuestra.
Ante todo este panorama, nuestro Woodward 2.0 podría reformular la frase por antonomasia del señor Groucho Marx y volver al Delorean para activar el condensador de fluzo mientras piensa “estas son mis noticias, si no le gustan, propóngame otras”.
Tal vez al bueno de Bob Woodward le jorobaría mucho que nadie supiera escribir bien su apellido. Al fin y al cabo, a esos viejos periodistas «detalles» como la ortografía y la gramática les parecían, sorprendentemente, importantes…
Mira qué bien: el «periodismo 2.0» no necesita eso tan antiguo de la «fe de erratas». Se cambia sin decir nada, y si te he visto no me acuerdo.
estoy seguro de que Wodward tiene twitter y ya se ha acostumbrado a las leyes antitabaco