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El conseguidor

Bashir - Fotografía de Alberto Rojas

Mi maleta está perdida en algún punto del aeropuerto. Yo mismo la he olvidado al bajarme de la avioneta de la ONU. No hay cinta portaequipajes, así que alguien se la ha llevado a algún sitio. Pregunto a los soldados del Gobierno Nacional de Transición que pelan la pava a la sombra. No tienen ni idea. Pasa un ministro de algo escoltado por tropas ugandesas. Ni idea. Un funcionario me indica un rincón al final de la pista, junto a unos barracones. Si, allí está, con dos militares mirándola a cierta distancia, a punto de abrirla para ver si contiene explosivos. Les digo que no, que es mía… Uno me pide dinero, por las molestias, dice.

En el interior de la terminal de llegadas, tan solo un cajón de ladrillo, mis dos acompañantes de la ONG esperan a que alguien les selle el pasaporte de entrada. Me divierte comprobar que existe la opción «vacaciones» en el formulario de entrada. Bashir localiza a un funcionario, le da órdenes en somalí, un idioma con sonido de serrucho, nos saltamos toda la cola y salimos al exterior, donde nos sorprende una emboscada de luz blanca. Soldados, milicianos, vendedores ambulantes… Si hay algún lugar en la Tierra con vocación de Moss Eisley, aquel puerto espacial polvoriento de contrabandistas que salía en Star Wars, aquel del antro en el que se emborracha Han Solo, es este aeropuerto, uno de los más tiroteados y bombardeados del mundo.

Intento adivinar quién es el tipo de Al Shabab que informará a la franquicia de Al Qaeda de nuestra presencia y de con quién nos vamos. Siempre lo hacen. Varios somalíes nos miran sentados bajo un árbol. Pueden ser ellos, pero puede ser cualquiera. «¿Es la primera vez que vienes a Mogadiscio?». Sí, Bashir, ya sabes que sí. «Pues bienvenido al infierno», dice con una sonrisa. Te pasa un chaleco antibalas demasiado pequeño, un casco y un pequeño kit de primeros auxilios. Venga, todos al coche.

Entonces una grúa levanta una barrera de hormigón para evitar atentados suicidas, una pick up con la escolta armada se coloca delante de nosotros y ya estás en el parque temático de la guerra. No hay un edificio que no sufra la lacerante lepra de la batalla.

Más de dos décadas de conflictos superpuestos lo han convertido todo en una suerte de Stalingrado del Índico. Pero la ciudad vive entre las ruinas. La calle se llena de mujeres de atuendos de colores que se mueven a velocidad de hormiguero. Y hay gente haciendo negocios. Uno de ellos va sentado al volante con nosotros.

Cuando llegamos a su hotel-fortaleza, el hotel Peace (que lo haya bautizado así en este lugar denota su sentido del humor), nos dirá que esa escolta será nuestra escolta durante todo el viaje, que hagamos todo lo que nos digan, que ellos ven cosas que nosotros no vemos y que ese será nuestro vehículo y él nuestro conductor. «Aquí son las reglas. Nunca he perdido a un periodista y no vas a ser el primero». Director de hotel, chófer en la ciudad más peligrosa del mundo, productor de entrevistas… Conseguidor, en una palabra, el mejor conseguidor de Mogadiscio.

Tiene a toda su familia trabajando en el hotel. Sus primas hacen la colada, sus tíos cocinan, su sobrina atiende en la recepción. Sus hombres armados son también de su clan. Así se asegura una confianza absoluta. Con sus ingresos puede permitirse mandar a sus hijas al mejor colegio de Nairobi… o de Londres.

En la habitación escucho con nitidez el primer tiroteo mientras deshago la maleta. Cerca, a dos o tres calles. Ratatatata. En pocos segundos desaparece. En ese momento llega «la sensación». Dónde estoy, qué se me ha perdido a mí en este sitio. Ya me había pasado otras veces, pero el gran «qué cojones hago yo aquí» lo viví en ese momento en Mogadiscio. Es algo efímero pero intenso, como un orgasmo. Y luego ya te toca salir y se va. El Mogadisney Tour del recién llegado incluye el mercado de Bakara, feudo de Al Qaeda y tumba de los Blackhawk estadounidenses, el esqueleto de la catedral, lo que queda del edificio del parlamento, la playa del lido, con chalets de colonos italianos reventados a balazos… Cinco minutos aquí, Cinco allá. Me demoro unos segundos en el puerto con una foto de unos críos jugando al fútbol. Click, click. «Cuando diga que ‘nos vamos’, significa ‘nos vamos’, ¿ok?», me abronca.

Bashir te cobra 800 euros por noche en su establecimiento de cuatro metros de muro exterior y torretas artilladas. En España no llegaría a la categoría de pensión, pero aquí es lo único que te separa de un secuestro o un ataque suicida. Incluye wifi, chaleco, casco, un pequeño ejército privado de ocho flacuchos armados y una excelente carne de camello al medio día. «¿Quieres ir a los campos de refugiados? ¿Quieres ir al frente? ¿Quieres hablar con el presidente? ¿Quieres entrevistar a Al Shabab? ¿Quieres conocer a los piratas?». Todo depende del dinero que dejes, de los días que estés allí. Cuanto más dólares, más puertas de abren. Hasta las del infierno.

Todos los viajes están unidos a algún conseguidor. Kinshasa es Sam, República Centroafricana es François, Níger es Bisou, Sudán del Sur es Mario y Mogadiscio es Bashir y, sobre todo, el teléfono móvil de Bashir. Durante todo el trayecto llama a gente sin parar. «Getting information«, dice cuando le pregunto con quién habla. Si quiero ir al faro, llama al señor de la guerra que manda en la zona, si quiero ir a la catedral, hará lo mismo con los milicianos que cortan la calle. Todo el mundo conoce su coche y lo respeta. Me pregunto cuánto dinero de lo que le pagamos los blancos sirve para mantener esa neutralidad con todas las partes en conflicto, la cuantía del impuesto revolucionario porque nadie te toque.

En él y sus hombres depositas tu vida. Tienes que entrevistar a ese niño que llegó del desierto para buscar a su padre entre las ruinas de la ciudad. O a la mujer que acaba de parir en una tienda de plásticos de dos metros cuadrados, así que no puedes estar pendiente de lo que pasa alrededor. Para eso ya están ellos. Bajas del coche sólo cuando se despliegan. Caminan a tu alrededor, tranquilos, profesionales, a unos diez metros de distancia. Como dice Bashir, ellos ven cosas que tú no ves, porque cuando quieres darte cuenta los tienes cerrados sobre ti, a dos metros. Miras en círculo y entonces ya sabes qué pasa. Un tipo en un tejado frente a la catedral, armado, mirándonos. «Let’s go«, dice Bashir desde el coche con el walkie. «Let’s go«, repite uno de los escoltas.

Te preguntas si todo este teatrillo es real, si no es una dramatización para atemorizar a los periodistas y preservar el negocio. Como me dijeron otros dos clientes del hotel Peace, Hernan Zin y Jon Sistiaga, el auténtico documental sobre Mogadiscio lo tiene Bashir. Estoy de acuerdo con ellos.

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6 Comments

  1. granjefeindio

    Como siempre, de lo mejor de JotDown. Gracias.

  2. Hola Alberto,

    Por estos lares, Finlandia, hay mucha inmigración somalí. Refugiados, gente que viene a reunirse con familiares ya asentados, jóvenes que vienen a estudiar.

    Como en todas partes, algunos energúmenos locales se quejan y pretenden resolver posibles problemas mediante la muy manida frase «que se vayan a su país».

    Dan ganas de meterlos a ellos en un avión, darles este texto -entre otros- durante el vuelo y dejarles buscarse la vida aunque sea por un par de días, a ver qué tal les va.

    Gracias por tu relato y suerte en futuros viajes.

    Un saludo,

    S. C.

  3. Pingback: El teléfono móvil de Bashir. El Conseguidor

  4. Siempre es un gustazo leerte, gracias por contarnos.

  5. Pingback: Articulando la semana | Cuerdos De Atar

  6. Pingback: Anónimo

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