A
Algunas cosas que me sucedieron en un estadio de fútbol: fui insultado (muchas veces), escupido (muchas veces), empujado (muchas veces), apedreado (en una o dos ocasiones), golpeado por un policía (dos veces), golpeado por un aficionado del equipo rival (dos o tres veces), golpeado por un policía y por un aficionado del equipo rival simultáneamente (una vez), robado (dos veces), apuñalado (una vez), gaseado (una vez), perseguido por una muchedumbre hostil (cientos de veces). Naturalmente, la pregunta es por qué seguí yendo al estadio (campo, cancha o como quiera llamársele), pero no es una pregunta fácil de responder. Una razón plausible para esta dificultad consiste en que lo hacía por una pasión, y que todas las pasiones son irracionales, pero el problema aquí es que la mía no es en absoluto irracional: a diferencia de la mayor parte de las personas que se interesan por el fútbol, mi pasión no surgió en la infancia y como uno de los primeros vínculos que se establecen con el padre y con sus convicciones, sino tardíamente, en una época de oscuridad amenazante.
B
Supongo que es lo que sucede cuando tus padres consideran al fútbol (también) el “opio de los pueblos” y te mantienen alejado de él durante la infancia; si esa infancia ha tenido lugar además bajo una dictadura militar dispuesta a exterminar a los que son como tus padres, es evidente que tu cabeza estará llena de otras cosas antes que de tablas de clasificación y listas de goleadores. Si además careces de experiencia con las grandes aglomeraciones de personas debido a que tu infancia ha estado ausente de ellas (las reuniones eran una amenaza para la seguridad y en mi familia fueron evitadas durante casi toda la dictadura), eres de los míos.
C
A pesar de ello, sí hubo una vez que me llevaron a un campo de juego siendo niño. Un amigo de mis padres que es aficionado al fútbol pensó que yo podría compartir esa afición y les propuso llevarme a ver un partido de su equipo siguiendo una antigua tradición que yo no conocía y que convirtió aquella excursión en una especie de emboscada. Al menos en Argentina (no sé si la práctica es frecuente en otros sitios), el niño que asiste por primera vez a un partido de fútbol se convierte de forma mecánica en aficionado del equipo que gane el encuentro, lo que obliga a los adultos a realizar cábalas y estudiar atentamente la grilla de los torneos para llevar a los menores a su cuidado a un partido en el que las posibilidades de ganar del equipo de su preferencia sean altas. Aquel amigo me llevó a ver un Newell’s Old Boys contra Chacarita Juniors (leprosos contra funebreros en el reparto de apodos a equipos argentinos que tanto daño ha hecho a estos dos). Newell’s Old Boys, que es el equipo de las clases media alta y alta de la ciudad donde nací (*osario), tenía un equipo magnífico; Chacarita, por el contrario, se arrastraba por la primera división como suele hacerlo, con la lengua afuera y pidiendo la hora, así que supongo que aquel amigo de mis padres supuso que no habría un bautismo más sencillo para mí. ¿Qué recuerdo de aquel partido? Recuerdo que el sol nos daba de lleno en el rostro y que la sensación era agradable, recuerdo que nunca había visto tanta gente junta, recuerdo que me aleccionaron de que no debía arrojar las cáscaras de las semillas de girasol al pelo de los otros espectadores, recuerdo que (contra todo pronóstico, e incluso contra las más elementales razones de este juego) ganó Chacarita.
(Me dicen que llegué a la casa de mis padres eufórico y en abierto contraste con el abatimiento de mi acompañante. Mi abuela paterna me tejió un suéter que imitaba la camiseta de Chacarita Juniors, lo que tiene que haber sido muy difícil si se piensa que a ese club se lo llama también “el mil rayitas”, y hay algunas fotos de la época que me muestran con él. Al poco tiempo, por supuesto, con una alegría y una distracción infantiles, me había olvidado de todo aquello).
D
La razón por la que comencé a interesarme por el fútbol consiste en que a los diecisiete años viví mi primer desengaño amoroso importante (aunque, retrospectivamente, esa importancia parece fundamentada tan solo en el hecho de que fue el primero) y un buen amigo mío me sugirió que debía buscar distracciones y me llevó al estadio. Aunque lo parezca, la nuestra no fue una conversación del tipo de las que el actor argentino Ricardo Darín (referencia ineludible para los lectores españoles) tiene siempre con su mejor amigo en algún momento de los filmes en los que actúa y que los guionistas escriben exclusivamente para ese actor (a sabiendas de que esos diálogos avergüenzan a los espectadores locales, pero gustan mucho a los extranjeros): de hecho, ni aquel buen amigo mío ni yo estamos a la altura del increíble talento actoral de Ricardo Darín, un actor que encarna tan bien al argentino agobiado que (como en un caso de medicina simpática), de no existir Ricardo Darín, los argentinos nos veríamos obligados a ser alegres (cosa, por supuesto, que nos pondría muy tristes).
Al fin, no importa cómo suene esta conversación a los oídos de los millones de aficionados al cine argentino que están allí afuera: lo cierto es que mi amigo me convenció de ir al estadio y allí cambió todo.
E
Aquí una formación de Rosario Central de aquel período: José María “Tati” Buljubasich, Diego “Pastilla” Ordoñez, Mario Gori, Horacio “Petaco” Carbonari, Juan Ramón Jara, Pablo “Vitamina” Sánchez, Pablo Abdala, David Carlos Nazareno Bisconti, Cristián “Kily” González, Gustavo Medina y Alex Rossi. Al afortunado lector estos nombres no le dirán nada (aunque es posible que los fanáticos “duros” de este deporte reconozcan los de Pablo Sánchez, que jugó en el Feyenoord de Holanda y en el Alavés, y el de González, que lo hizo en el Zaragoza, el Valencia y el Inter), y esto se debe a que eran los peores jugadores que uno podía echarse a los ojos en aquel momento. A sus pésimos números (Gustavo Medina marcó tres goles en 25 partidos, por ejemplo) se debe sumar el aspecto monótonamente feo e incluso abominable de muchos de estos futbolistas, por no mencionar el pésimo manejo del balón del que hacía gala la mayoría de ellos. Ver jugar a Rosario Central por entonces era una experiencia realmente terrible, equivalente a la vivisección en tiempo real de un adorable conejillo de Indias; los apodos farmacológicos de sus jugadores (“Pastilla” y “Vitamina” entre ellos) no permitían tampoco hacerse muchas ilusiones sobre los estímulos a los que estos se encontraban sometidos.
Aquel año Rosario Central (o simplemente “Central”, que es como se dice en Argentina) terminó noveno, cosa a la que en las historias del club se le llama “una notable mejoría” ya que los dos años anteriores había terminado decimocuarto. En las fotografías de la época todos los jugadores parecen necesitar un corte de cabello, una madre que les planche los uniformes, alguien que les preste dinero para arreglarse la dentadura, un abrazo y el consuelo del espectador anónimo que sabe (como ellos) que se han equivocado de profesión. De hecho, ninguno de los jugadores de aquellos años tuvo una carrera fulgurante (a excepción de Roberto Bonano, que llegó a jugar en el River Plate y en el Barcelona); la mayoría estiró sus días de futbolista en equipos provinciales o en México, ese hermoso y muy generoso país cuyos aficionados permiten a los jugadores argentinos de fútbol refugiarse precisamente del fútbol practicando un deporte ligeramente similar y abriendo una parrilla.
F
A pesar de ello, el espectáculo resultó fascinante. Revivirlo es otorgarle carta de ciudadanía, apropiarse de él para convertirlo en una de las tantas cosas sobre las que uno puede reflexionar, desmontarlo, volverlo plausible y pedestre. Aunque se han escrito libros excelentes explicando el fútbol, quizá sea mejor simplemente no hacerlo. Algo allí me pareció noble, bello, equivalente a lo que había perdido, pero (a diferencia de la pasión amorosa) compartible con otros, plausible de transformar el balbuceo individual en una voz multitudinaria que siempre estaba en lo cierto. Apropiarse de esa voz es (lo saben los aficionados) hacer un ejercicio de ventriloquía.
[Próximamente: El Rosario Central y su historial de extraordinarias derrotas épicas (y yo convertido en un hooligan de cuarenta kilogramos de peso)]
Imposible leer esto y no acordarse de la escena de El Secreto de sus Ojos (con Ricardo Darín… je) en la que Guillermo Francella suelta lo siguiente:
«El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de famila, de novia, de religión, de Dios… pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín… no puede cambiar… de pasión.»
Muy cierto. Uno cambia de profesión, puede convertirse de religión, se cambia de pareja como quien se tiñe el pelo… pero no conozco aún el primer caso de quien haya cambiado de equipo.
«recuerdo que me aleccionaron de que no debía arrojar las cáscaras de las semillas de girasol al pelo de los otros espectadores»
Es que se comienza con semillas y se termina arrojando fundas plásticas llenas de orina.
A Tati BuljuBasich lo vimos por España en el Tenerife, y en mi equipo, el Lleida.
En Tenerife siempre pensamos que Tati BuljuBasich era mejor portero que Marcelo Ojeda, sin embargo, casi siempre fue suplente de éste. Pero el día que le tocó jugar, le paró un penalti a Koeman
http://youtu.be/sPa9LKENWmA
genial artículo, el fútbol es una metáfora de todo lo que puede sucedernos en la vida
Recuerdo a «Vitamina» Sánchez en Vitoria. Llegó en el mercado de invierno junto a Julio Salinas y Belsué, y el Alavés, recién ascendido a Primera tras 42 años, consiguió salvarse en la última jornada. Nostalgia.
Sí hay gente que se ha cambiado de equipo, empezando por el mismísimo Maradona, que de pequeño era de Independiente de Avellaneda (hace poco salió un video donde lo declaraba) y después se hizo hincha de Boca Juniors.
‘Mil rayitas’ es el apodo de Los Andes, no de Chacarita.
Pingback: Jot Down Cultural Magazine | El Rosario Central y su historial de extraordinarias derrotas épicas (y yo convertido en un hooligan de 40 kilogramos de peso)
Buen artículo, pero demasiadas paréntesis. Y sí, «Mil rayitas» le dicen a Los Andes, no a Chaca.
1- Antiguamente no se elegía el partido que pudieras ganar, se elegía y se sigue eligiendo un partido con un rival chico que no traiga gente porque se supone que eso evita inconvenientes llevando a un pibe a la cancha. 2- A Chacarita no se le dice, no se le dijo, ni se le dirá nunca «milrayitas». Ese apodo es del club Los Andes. chaca sólo tiene tres colores: Rojo, negro y blanco, de ahí su otro apodo, además de funebrero: Tricolor. Es además la única hinchada amiga de la de Central desde la época de la resistencia peronista: Killy González, Vitamina Sánchez, Petaco carbonari, Palma ¿malos jugadores?…Mamita, qué poco sabés de fóbal y de Central.
Pingback: El Rosario Central y su historial de extraordinarias derrotas épicas (y yo convertido en un hooligan de 40 kilos de peso)