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El trino negro del ruiseñor

su casa en pigalle

Hace medio siglo que dejó de cantar, aunque antes de volar el ruiseñor dejó su testamento de gritos desgarrados en el panteón de los ilustres. No me arrepiento de nada. Sabía cuando lo escribió que sus alas daban ya para pocos viajes. Cuando expiró el pajarillo Francia no enmudeció. Su acorde melódico de metro 40, visceral y comprometido, de vida breve y turbulenta, nunca dejó de tronar.

Decía Jean Cocteau que fue en París donde el pequeño gorrión se convirtió en el ruiseñor de Francia. En el cuarto piso del número cinco de la rue Crespin du Gast, en el barrio de Ménilmontant, aún susurra entre gemidos el alma itinerante de Edith Piaf. Su llanto es la banda sonora del mausoleo dedicado a la miserable de infancia calamitosa que escribió una de las páginas más bonitas y tristes a la vez del pentagrama patrio.

Es en este pequeño espacio de apenas 40 metros cuadrados, íntimo e intenso como ella, donde se concentran todos sus recuerdos, su esencia mayúscula. No es el Louvre, ni el D’Orsay, pero es un rincón que merece la pena visitar, uno de los museos más sinceros de la capital. Nada más entrar a uno le recibe la propia Piaf a tamaño natural. Un metro 46 centímetros de soberbio negro (el oscuro siempre coloreaba sus soirées de canción triste) y nervio entregado.

Bernard Marchois, el hombre que se encarga de enseñar su legado, tuvo la fortuna de escucharla cantar cuando era un niño. Como muchos de los artistas franceses más reconocidos de la época, confiesa que le conmocionó oír aquel terremoto grave saliendo del minúsculo y frágil cuerpo. Su voz magnánima rompía esquemas y daba una bofetada en la cara a los que al principio solo veían en ella a una mujer pequeña y quebradiza.

Edith nació en la calle, en un esquinazo de la rue Belleville, pero Piaf se engendró en las calles de Montmartre. Cuando empezó a tararear en las aceras apenas se sabía La Marsellesa. Fue más que suficiente para enredar a la noche del gamberro Pigalle. Le puso banda sonora a los portales oscuros del barrio rojo, a los cabaret escarlata en los que cantó y se convirtió en icono de Francia. En Au clair de lune, ya desaparecido, inició el prólogo de su relato de versos callejeros. Piaf hizo suya la oscuridad ruidosa del Pigalle más canalla. Fue en los vivos bajos fondos de Pigalle, y no en París como decía Cocteau, donde la môme construyó su mito.

Pierre Hiegel, uno de los amigos que hizo en sus años de voz errante, decía que después de una letra que te partía el corazón entonaba unas cuantas canciones más sutiles, como para calentar al público y golpearle en las entrañas con la siguiente partitura.

elpigalle de piaf

Antes de cantar, se calentaba con coñac. Entraba en algún bar y hacía sus gárgaras preparatorias. En la calle Veron está la casa en la que vivió cuando se trasladó a Montmartre. Hoy un hotel. En el bar situado en los bajos rondan a la antigua inquilina. Escuchando sus melodías de voz talismán casi se la puede ver en la barra, tragándose el último sorbo de felicidad desgraciada, de carrera brillante y existencia amarga.

Porque Piaf bailó a dos parejas, éxito y fracaso, amor y desvelo. Como en un binomio fatal de destino señalado. Cuenta Bernard Marchois, el entregado gerente del museo, que al gorrión nunca le gustó la vie en rose pues su canto fue otro muy distinto. Su primera versión vislumbraba más bien les choses en rosa, pero una amiga le aconsejó que modificará esas banales “cosas” por una vie mucho más acorde con el glamour de la escena.

En la biografía que le dedica Carolyn Burke, la autora asegura que Piaf era una mezcla entre Juana de Arco y Santa Teresa de Lisieux. Testaruda y luchadora, era también una mujer de fe. Representó a los marginados, a los nómadas que, como ella, coloreaban las calles de aquel París pobre y vivo. Piaf escribió 100 canciones de amor y llanto, escondió a judíos durante la segunda guerra mundial, amó y odio, ganó y perdió. Vivió su breve acorde de risas y lágrimas con intensidad, sin concesiones ni treguas. No había tiempo. Hasta cuando no podía sostenerse en el escenario, su voz enmudecía al auditorio. En sus 48 años Piaf no se arrepintió de nada. Lo dejó escrito en su melodía fetiche.

Aún se puede oler su rastro cuando el sol cae en Pigalle. Para entrar en su mausoleo de Ménilmontant hay que pedir cita previa, no se pueden hacer fotos, apenas hablar. Solo observar, deleitarse con su colección de vasos y de platos, enternecerse con sus peluches (más grandes, literalmente, que la propia Piaf), ver los guantes de boxeo de su malogrado Marcel, leer su prosa más íntima, admirar sus zapatos talla 34, casi de muñeca, incluso tocar sus vestidos de noche luto, los de actuación. Todo su universo intenso está defendido con recelo en la rue Crespin du Gast, un homenaje a la canción y a la vida. Allí se puede se puede llorar con o por Edith, bailar con ella su canción triste. O simplemente escuchar su trino del ruiseñor.

elmuseo de piaf en menilmontant

Fotografía: Raquel Villaécija

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2 Comments

  1. Cristina Hernández

    Estuve años viviendo en París y su música me acompañço a diario, ya que era reclamo turístico en la tienda de abajo. Hoy me evoca aquella época mágica en la que fui joven y libre en esas mismas calles. Escuchar su voz me pone los pelos de punta.

  2. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Jazz y nazismo en el París ocupado

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