Uno de los puntos más visitados de la ciudad eterna es la Bocca della veritá. A los pies del Circo Massimo hordas de visitantes emulan a Audrey Hepburn en sus Vacaciones en Roma e introducen su mano en el agujero de piedra, con la certeza de que ninguna fuerza oscura va a engullirla. París esconde un rincón similar de muro carcelero, mucho más desconocido, en la coronilla de la ciudad. En la colina del pintoresco Montmartre, más arriba del Pigalle de las prostitutas y los sex shops, se encuentra la tumba de Dutilleul, alias Garou Garou. Funcionario gris de existencia anodina, quedó petrificado de amor (y ambición) en su obsesión por su bella dulcinea.
Marcel Aymé relató su desenlace trágico en Le passe-muraille. Cuarentón solitario y sin demasiadas virtudes, Dutilleul tenía un don: podía atravesar los muros y saciar su curiosidad de voyeur sin ser visto. Acomplejado por su existencia banal, usó y abusó de su talento para compensar su grisura y para verse a hurtadillas con su amada, comprometida con otro hombre. Pagó caro su adulterio y en una de sus incursiones intramuros, quedó atrapado para siempre, arropado sin piedad por las frías piedras.
En la rue Norvins, entre las laberínticas e interminables escalinatas que perfilan ese dédalo de callejuelas, vive el espíritu inmortal del personaje de Aymé. Su lápida de bronce revela las debilidades del alma humana. Los pecados, las pasiones y los excesos están atrapados en los ojos desesperados del mausoleo artístico-literario.
El relato corto de Aymé es, además de moraleja sobre la ambición, un paseo por esta trastienda del Montmartre aún virgen de pisadas y flashes de turista, por el espacio donde otra alma maldita, Edith Piaf, convenció al mundo con su trino de pájaro y feroz temblor de voz. Como en Adiós princesa del español Juan Madrid (que recorre las calles del barrio de Malasaña de Madrid), Aymé lleva en volandas al lector por las vías estrechas de empedrado bucólico, que, al menos sobre el papel, recuerdan a las del castizo madrileño.
Cuando el malogrado amante violaba paredes para ver a su querida, la colina del barrio parisino aún no era un teatro de acordeones y olor a crepe, sino un anexo de la fortaleza parisina. Esa torre aún guarda perlas como el hombre de bronce de la plaza Marcel Aymé, desapercibidas para el turista en sus muros centenarios. Este rincón aún huele a humo de otro tiempo, a suelo sin asfaltar, como si la traicionera piedra hubiera guardado también en el encierro la esencia del barrio.
Muchos de los que se paran en la plaza quizá se vean reflejados en los ojos enloquecidos de Dutileull. Aunque se produzca la empatía, pocos dejan flores en la tumba del abandonado personaje. Sus delirios quedaron olvidados y nadie acaricia su alma inerte, a diferencia del monumento romano. Aunque este francés esculpido sobre el muro no es un polígrafo de la verité, esconde otra enseñanza: el que posa la mano sobre el desdichado adivina que somos nosotros mismos los que alzamos en nuestro interior los barrotes de la cárcel, la que nos deja atrapados, como el prisionero de bronce, entre la piedra.
“Dutilleul quedó fijado en el interior de la muralla, y sigue aún hoy incorporado a la piedra. Los noctámbulos que descienden la rue Norvins a la hora en la que el rumor de París ya se ha disipado, oyen a veces una voz sorda que parece venir de ultratumba y que confunden con el silbido del viento de los cruces de la colina. Es Garou Garou, que lamenta el fin de su gloriosa carrera y los lamentos de sus amores breves”.
Fotografía: Raquel Villaécija
Una de las mejores firmas de Jot Down. Imprescindible su, en mi opinión más logrado, ‘Un refugio rojo burdel’: http://www.jotdown.es/2012/12/un-refugio-rojo-burdel/
Fantástico, enhorabuena.
Me ha encantado el texto de esta chica. Qué sensibilidad…
…y es que hay rumores, en Paris, construidos sólo para sensibilidades como la de Raquel….oh, lá, lá….merci :)))