“Es un viaje de ida y vuelta. Llegar a la cima es opcional; descender es obligatorio”. Ed Viesturs (1959), montañista e himalayista
“En esta orgullosa y preciosa montaña hemos vivido horas de fraternal, cálida y exaltada nobleza. Durante unos días, aquí hemos dejado de ser esclavos y hemos sido realmente hombres. Es duro volver a la servidumbre”. Lionel Terray
“Como no sabían que era imposible, lo hicieron”. Anónimo
Herzog quiso disfrutar de su momento en la cumbre y saborear el éxito, mientras que Lachenal, más profesional y pragmático, quiso iniciar el descenso de inmediato. El frío era intensísimo y estaba empezando a nevar. No obstante, Herzog echó unas cuantas fotografías, y posó con la bandera francesa para que fuera Louis el que se las hiciera, además de posar con la insignia de su empresa. De Lachenal solo hay una fotografía, sentado en el suelo, impaciente, que además quedó borrosa. Herzog se puso entonces a cambiar el carrete de blanco y negro por uno de color. Lachenal estalló: “¿Estás loco? No tenemos tiempo que perder; debemos descender enseguida”. Estaba muy preocupado por las congelaciones en sus pies. Era un guía de Chamonix: no podía permitirse una amputación. Eso acabaría con su carrera, y solo tenía 28 años. Herzog también notaba sus pies helándose, pero en ese momento de euforia ni siquiera le importaba. Estaba completamente ido.
El horizonte, además, traía malas noticias. Unas nubes grises, mucho más amenazadoras que las que ahora los cubrían, se acercaban. Quizá se tratara del monzón, la implacable fuerza de la naturaleza que engulliría la montaña entre sus nubes, inundándola con nieve y fuertes vientos. El peor enemigo que uno puede tener en el Himalaya.
Aunque para Herzog, en ese momento, el enemigo era él mismo. Presa fácil de la exultación, su cabeza daba vueltas a lo que habían conseguido, sin terminar de creérselo. Recordó los nombres de los alpinistas ilustres que no lograron poner un pie en la cima, su infancia en los Alpes, saboreó la gloria futura, el gran recibimiento que les esperaría en Francia…
Los gritos de Lachenal lo sacaron de su ensimismamiento y finalmente accedió a descender. Una última mirada a la cima, el fin de todos sus sacrificios. Se quitó los guantes para abrir la mochila, aunque luego no recordaría porqué lo hizo. Fundido y drogado, con los dedos rígidos por el frío, un movimiento torpe hizo que sus guantes cayeran a la nieve, se deslizaran ladera abajo y su dueño nada pudo hacer más que mirarlos desaparecer. Un mundo los separaba del campamento base y, sin guantes, era solo cuestión de tiempo que sus manos se congelaran. Estaba tan aturdido que ni siquiera se le ocurrió usar como guantes el juego de calcetines de recambio que llevaba en la mochila, así que inició el descenso sin guantes, condenando sus manos al gélido clima del Annapurna.
Apretó el ritmo para conectar con Lachenal, que le estaba sacando distancia en su descenso. El tiempo estaba empeorando por momentos, el frío se intensificaba y el viento arreciaba. Las oscuras nubes los alcanzaron, y perdió de vista a su compañero entre la niebla. Pasado un tiempo indeterminado, de algún modo consiguió llegar al Campo 5 y descubrió que había una tienda más. Terray y Rébuffat habían ascendido ya hasta ahí, dispuestos a lanzar su propio asalto al día siguiente, tras haber recuperado fuerzas. Recibieron a Herzog con gran alegría, y Terray se lanzó hacia él y lo cogió de las manos para felicitarlo. Entonces se estremeció: sus manos parecían de mármol, duras, heladas y con un tono violeta. Herzog estaba tan ido que se había olvidado incluso de que había perdido los guantes. Los otros dos comprendieron el penoso estado mental y físico de su líder. “¿Dónde está Lachenal?”. Nadie sabía nada. Se les congeló el corazón.
Al cabo de un rato, mientras masajeaban pies y manos frenéticamente a Herzog dentro de una de las tiendas, tratando de restablecer el flujo sanguíneo, oyeron un grito afuera y Terray salió disparado. Volvió a los quince minutos con Lachenal, que se había caído rodando por la ladera durante casi 100 metros, logrando parar su caída milagrosamente con los crampones. Posteriormente diría que no recordaba por qué cayó; quizá perdiera el conocimiento. Físicamente estaba muy mermado, había perdido su piolet, sus guantes y su gorro. Sus pies estaban muy afectados por el frío, pero lo peor era su estado mental: estaba obsesionado con la idea de la amputación y quería bajar de inmediato hasta el Campo 2 para ser tratado por Oudot. Sin embargo, faltaba solo media hora para la puesta del sol, había más de 1.600 metros de desnivel, varios kilómetros de distancia, e intentar tal barbaridad le habría costado la vida. Tras calmar a su amigo, Terray logró convencerlo para que hiciera noche con ellos.
Los héroes de la expedición habían vuelto de la cima al límite de sus fuerzas y completamente enajenados. Terray y Rébuffat supieron que eso suponía el fin de sus aspiraciones de hacer cumbre: tendrían que quedarse con sus compañeros para atenderlos, puesto que era evidente que no podían valerse por sí mismos. Esa segunda noche a 7.500 metros de altura sería incluso peor que la primera: la ventisca era más fuerte que la noche anterior y la nieve se acumulaba sobre la tienda de nuevo aplastando a Herzog, que tuvo que poner los brazos sobre su pecho creándose un pequeño hueco que le permitiera respirar. Terray con Lachenal, y Rébuffat con Herzog, estuvieron toda la noche masajeándoles las extremidades congeladas. Esa tarea ingrata y sacrificada podía significar la diferencia entre una amputación y la salvación del tejido. Por fin, Lachenal recuperó algo de movilidad en los pies. Herzog, sin embargo, no mostraba mejoría alguna. En cuanto amaneció se pusieron en marcha. Pese a que el viento era una tortura y la niebla espesa, debían descender lo más rápido posible, o los dos más débiles quizá no lo contarían. Terray, el más fuerte y fresco de los cuatro, lideró el camino de vuelta. Sin referencias que tomar, era prácticamente imposible orientarse, y se quitó las gafas de sol para poder ver mejor el terreno en búsqueda de posibles peligros que pusieran en peligro a sus compañeros. Cualquier precaución era poca: Herzog y Lachenal llevaban más de 48 horas sin dormir, sin apenas comer, y parecían a punto de desfallecer a cada paso.
El Campo 4b debía estar cerca, en alguna de las grietas del glaciar, pero no daban con él; la pared de hielo que tan bien protegía al campamento ahora les impedía verlo. Además, la niebla había espesado hasta el punto de hacer imposible ver a más de diez metros de distancia, y la nieve recién caída les entorpecía cada paso. Buscaron sobre el serac exasperadamente, pero no había modo de saber si estaban demasiado abajo o demasiado arriba; demasiado a la derecha o a la izquierda. Cayó la noche y aún no había rastro de las tiendas. Empezaron a gritar pidiendo auxilio: Couzy y Schatz estaban en el Campo 4b y tenían la esperanza de que estuvieran lo suficientemente cerca como para oírlos. Pero no fue así: de hecho sus compañeros daban por sentado que, ante un clima tan adverso, se habrían quedado en el Campo 5 y no se habrían aventurado a la montaña. Sin recibir respuesta a sus gritos ni encontrar las tiendas, no les quedó otra opción al grupo de cuatro franceses que dormir al raso, aunque los cuatro sabían que eso les traería horribles consecuencias. Encontraron una grieta en el glaciar de unos cinco metros de profundidad que los resguardaría por lo menos del viento, así que descendieron por ella y se dispusieron a hacer noche. Sin agua, helados, incapaces de tragar comida y con la nieve cayéndoles encima, esa grieta podría convertirse en su tumba. Su única esperanza estaba en que el tiempo mejorara al día siguiente. Los masajes continuaron también toda esa noche, aunque las lesiones habían empeorado y lo que necesitaban era atención médica real. Herzog escribiría:
«Aún había un ápice de vida en mí, pero menguó constantemente con el paso de las horas. Los masajes de Terray ya no me hacían efecto. Pensé que todo había terminado. ¿Acaso no era esa caverna helada la más bella tumba que podría esperar? La muerte no me asustaba, ni me arrepentía de nada. Sonreí a ese pensamiento».
Con los cuatro hombres sumergidos en sí mismos, sin mediar palabra, la noche más larga de sus vidas llegaba a su fin: apareció el primer rayo de sol. Junto a él, un siseo lejano, que subió progresivamente de volumen hasta convertirse en un estruendo, y una avalancha de nieve los sepultó dentro de la grieta. Tuvieron que luchar para deshacerse de la nieve, jadeando. Entonces Terray y Rébuffat se dieron cuenta de que se habían quedado ciegos: al quitarse las gafas de sol el día anterior para tratar de averiguar el camino hasta el Campo 4b, se habían sobreexpuesto a los rayos ultravioleta, contrayendo lo que se conoce como ceguera de las nieves, una lesión ocular temporal pero muy dolorosa. Peor aún: sus pertenencias habían quedado sepultadas por el alud en la grieta, entre ellas las botas, los piolets, las cuerdas y las cámaras fotográficas. Entre todos las buscaron removiendo la nieve desesperadamente durante una infernal hora, con manos y pies desnudos, hasta que dieron con lo esencial: las botas y los piolets. El resto tenían que dejarlo; necesitaban descender cuanto antes. Incluso la cámara con las fotografías se quedó ahí. El día era bueno: parecía que les iba a dar un último respiro antes del monzón. Pero ahí se acababan las buenas noticias, con dos alpinistas ciegos y otros dos congelados y mentalmente desquiciados, el descenso prometía ser un infierno.
Herzog y Lachenal tenían los pies abotargados, pero con gran esfuerzo Terray logró calzarles las botas, a ciegas. Sin embargo, era imposible para Herzog ascender por la grieta hasta la superficie del glaciar, con los pies y las manos pétreos. Así que tuvo que ser de nuevo Terray, usando hasta el último resquicio de su tremenda fortaleza, el que logró tirar de él hasta la superficie. Por fin, estaban todos arriba, calzados y dispuestos para descender, pero qué maldita pandilla: dos ciegos y dos tullidos, perdidos en la inmensidad de una montaña mortal, gimiendo y resollando, avanzando a un ritmo deprimente camino a una muerte segura.
Pero entonces apareció una figura que rompía el paisaje blanco del Annapurna: era Schatz, que había salido en su búsqueda. Avanzó hacia ellos lo más rápido que pudo y, sin pronunciar una sola palabra, abrazó a Herzog con fuerza. Su presencia les dio fuerzas renovadas, un cálido soplo de esperanza. Aunque seguían tan lejos como antes, de repente parecían estar mucho más cerca de casa.
Pero aún quedaba mucho camino hasta el Campo 2 y la presencia del médico, y el terreno era peligroso: el día caluroso sumado a las nevadas del día anterior se conjuntaban para disparar el riesgo de avalanchas. Couzy se les unió en el Campo 4b y dos sherpas lo harían en el 4a, con lo cual había ya un escalador fresco por cada escalador mermado. Pero Herzog estaba en un estado quizá demasiado crítico: extremadamente débil y con los pies y manos como si fueran de madera helada, su avance era un espectáculo deplorable, y dos sherpas se ataron a él con una cuerda para evitar que un paso en falso le provocara mayores daños. Mientras los demás descendían, Couzy volvió a la grieta en la que sus compañeros habían pasado la noche y logró recuperar la cámara, cuyas instantáneas darían posteriormente la vuelta al mundo.
Al mediodía, bajo un sol de justicia, y con la nieve derritiéndose a ojos vista, un gran crujido se desató bajo los pies de los dos sherpas que escoltaban a Herzog. Enseguida rompió una gran avalancha que se llevó primero a los dos nepalíes y, junto a ellos, tirado de la cuerda, al francés. Rébuffat seguiría después. La tremenda fuerza de la nieve los vapuleó, los golpeó contra el hielo del suelo, los zarandeó como muñecos. Se creyeron muertos.
A Herzog la nieve lo arrastró hasta una grieta en el glaciar, lanzándolo al vacío, donde quedó colgando boca abajo de la cuerda que lo sujetaba a los sherpas, que se habían quedado en la superficie del glaciar. Enseguida apareció por el borde de la grieta la cabeza de uno de los sherpas, y rápidamente lo subieron. La nieve los había arrastrado violentamente durante 150 metros, hasta que la cuerda que los unía se quedó atrapada en una cresta de hielo, lo cual los salvó de una caída 450 metros mayor. Rébuffat, ciego, había tenido la suerte de que el alud lo alcanzara de refilón, con lo cual lo arrastró solo 50 metros. Se llevó sin embargo varios golpes, el más fuerte en la mandíbula, y sangraba por la boca.
Siguieron con el espeluznante descenso, y llegaron a una pared de hielo en la que debían descender usando una cuerda fija. Pero para Herzog, que no podía usar las manos, esto era una tarea imposible. Enrolló la cuerda alrededor de sus manos como pudo y se dejó deslizar. La cuerda empezó a arrancarle la piel de las manos, que se desprendía a tiras dejando a la vista la carne. Apretó los dientes, gimiendo, no había elección: tenía que descender o de lo contrario moriría en esa montaña. No creía poder aguantar mucho más. Cuando por fin llegó abajo sus manos tenían un aspecto tan horrible que no podía siquiera mirarlas. Al tenerlas congeladas no notaba aún dolor, pero se las tapó con una bufanda para evitar verlas. Lo peor había pasado. Siguieron descendiendo, un grupo de muertos vivientes pagando las consecuencias de su osadía. Unas figuras se acercaban desde abajo: eran los sherpas del Campo 2, que acudían para ayudarlos en el descenso. Uno de ellos cargó con Herzog a cuestas, pese a ser mucho más pequeño que el francés, y descendieron hasta el campamento. Todos habían logrado salir de la montaña. Ahora, sus vidas pasaban a estar en manos de Oudot.
El médico empezó por examinar a Herzog, el que estaba en peor estado. Tenía los miembros insensibles hasta más allá de los tobillos y las muñecas. Sus manos eran una visión espantosa: estaban hinchadas, apenas tenían piel y la poca que había era negra o colgaba en jirones. Las plantas de sus pies eran de color marrón y violeta, y no sentía nada.
En cuanto a Lachenal, estaba algo mejor. Sus manos no sufrían daños graves, pero tenía los dedos de los pies, así como los talones, de color negro.
Rébuffat y Terray padecían congelaciones menores que no tendrían consecuencias. En cuanto a la ceguera de las nieves, les dolería horrores durante dos o tres días, pero luego se recuperarían.
Oudot volvió con Herzog para darle el único tratamiento efectivo contra las congelaciones, que había usado en la guerra. Le inyectaría novocaína en las arterias femoral y braquial. El proceso era horriblemente doloroso. Su sangre era negra, incluso Oudot estaba sorprendido; había espesado brutalmente al sobreproducir glóbulos rojos y hemoglobina para transportar el oxígeno más eficientemente, una reacción desesperada del cuerpo tratando de adaptarse a la altura. Sin embargo, esto no ayudaba de cara a inyectarle nada en sangre, y menos aún para restablecer el flujo sanguíneo en sus heladas extremidades.
Al día siguiente, Herzog preguntó al médico qué le quedaría. “No puedo decirlo con exactitud”, contestó, “aún no se ha asentado y espero ganar una pulgada o dos. Creo que serás capaz de usar las manos. Por supuesto, perderás una o dos falanges en cada dedo, pero si conseguimos salvar bastante de los pulgares podrás agarrar cosas, lo cual es de vital importancia”.
Maurice agradeció la brutal honestidad de Oudot, aunque pronto siguió el desconsuelo. Llamó desesperadamente a Terray para confesarse: «Lionel, no puedo soportar más lo que me están haciendo». Su amigo trató de consolarlo: «La vida no termina aquí. Verás Francia de nuevo, y Chamonix». Herzog no pudo contener más el llanto: «Nunca podré volver a escalar. Ya no podré hacer el Eiger, Lionel, y sabes que lo deseaba con todas mis fuerzas». Herzog sollozaba inconsolable, apretando su cabeza contra la de Terray, y notó las lágrimas de su amigo también. Se consoló pensando que quizá podría hacer rutas más asequibles, ascensos más relajados. Las montañas significaban demasiado para él como para dejarlas de lado. Terray trató de inyectarle fuerzas, pero era un caso perdido.
Las sesiones de pinchazos se prolongaron durante días y días, y fueron peores aún. Duraban varias horas, con Herzog aullando y llorando. Terray lo sujetaba mientras Oudot trataba de encontrar las arterias y luchaba por inyectar algo en la espesísima sangre. Pero poco a poco fueron surtiendo efecto, y Herzog empezó a notar de nuevo calor en sus extremidades. Pero el fantasma de las amputaciones planeaba sobre él y, principalmente, sobre Lachenal. No podría volver a ser instructor sin los dedos de los pies. Como definiría Terray, sería “un águila con las plumas cortadas”.
Pasaron cinco semanas así, con toda la expedición pausada a la espera de que sus dos compañeros mejoraran. Cuando por fin los enfermos estuvieron ya estabilizados, emprendieron el camino de vuelta a casa, con el monzón descargando lluvia sobre ellos sin apenas pausa. Los sherpas demostraron nuevamente su legendaria fortaleza al llevar a Herzog y Lachenal a cuestas cruzando grietas, ríos, sobre el resbaladizo barro mojado por la lluvia, desde el frío y las nieves del Annapurna hasta la sofocante selva tropical del sur del Nepal, a través de pasos precarios al borde del abismo… una ruta capaz de poner en serios aprietos a cualquiera, no digamos ya a alguien que lleva a sus espaldas un peso mayor que el propio.
Llegaron por fin a Lete, el primer poblado que pisaban desde que dejaron Tukuche dos meses atrás. Las temperaturas, que llegaban a superar los 40ºC, sumadas a la extrema humedad, presentaban las peores condiciones posibles para la gangrena que carcomía las extremidades de Herzog y Lachenal. Oudot estaba preocupado. Ambos estaban muy debilitados y doloridos. Herzog, un hombre de complexión atlética, era ahora un espectro escuálido: había perdido 20 kilos de peso desde que llegó al Himalaya, y su fiebre alcanzaba los 40’5 grados. “Una dosis alta de penicilina”, ordenó Oudot. Herzog perdió el sentido entre alucinaciones.
Unos días después, estaban ya en Dana, en las llanuras del sur del Nepal. El paisaje, inundado por campos de maíz y bananos, nada tenía que ver con el del Himalaya, y a la expedición se le hacía raro no sentir el acoso constante de las enormes montañas alrededor. La penicilina empezó a hacer efecto y la fiebre remitió para Lachenal y Herzog.
Empezaron las amputaciones.
Primero el meñique, luego los demás. No necesariamente el mismo día. Poco a poco, fueron perdiendo dedos y falanges, hasta que Lachenal perdió todos los dedos de los pies y Herzog, además, dos falanges en todos los dedos de las manos excepto los pulgares, en los que perdió una. Era tan irreal, tan absurdo… ¿no es acaso un juego estúpido, el montañismo? ¿Merece la pena pagar un precio tan tangible por un premio tan intangible?
Cuando llegaron a Tansen, volvieron a subir a la colina desde la cual, de nuevo, pudieron ver la cordillera del Himalaya. Volvían así al punto de partida, pero eran personas distintas a las que, el ocho de abril, habían quedado encandiladas por el espectáculo que ofrecía el colosal Himalaya erigiéndose sobre el mar blanco. Ahora todo tenía un tinte melancólico, quizá por la luz del ocaso. ¿Por qué deberían echar de menos esas malditas montañas? Les habían proporcionado los peores sufrimientos de sus vidas. Aunque también, en esas tremendas laderas cubiertas de hielo y nieve, se habían sentido libres; pletóricos pero humildes. Fue en ese desierto helado en que descubrieron la inquebrantable esencia de su propia humanidad. Una parte de esas montañas les pertenecía, pero, sobre todo, una parte de ellos pertenecía a las montañas, y lo seguiría haciendo el resto de sus vidas. Sí, quizá fuera por eso que todo tenía un tinte melancólico.
«El Annapurna, al que habíamos llegado con las manos vacías, es un tesoro con el que viviremos el resto de nuestras vidas. Con esto en mente, pasamos página: una nueva vida empieza.
Hay otros Annapurnas en las vidas de los hombres». Maurice Herzog
Al llegar a Francia, Maurice Herzog monopolizaría el mérito de la ascensión. Pronto se convirtió en un héroe nacional, a expensas de los demás. Su libro, Annapurna, es el libro de montañismo más vendido de la historia. Durante muchos años se han vendido más copias de ese libro en Francia que de la mismísima Biblia. Frecuentemente envuelto en polémicas, Herzog se metió en política de la mano de De Gaulle, siendo entre otros cargos ministro de juventud y deporte y alcalde de Chamonix. Murió el pasado 14 de diciembre a los 93 años de edad.
Louis Lachenal fue quizá la cara más triste de la expedición. Nunca consideró que mereciera la pena pagar el costoso peaje de las amputaciones por la cumbre del Annapurna. Con todo, nunca le guardó rencor a Herzog por el famoso “asunto de cordada”. Siguió escalando en la medida de lo posible, aunque ya nunca disfrutaría la montaña como antes. El 25 de noviembre de 1955, mientras descendía esquiando por el Valle Blanco, se precipitó por una grieta de 30 metros de profundidad, muriendo al romperse el cuello. Tenía solo 33 años. Su obra póstuma, Cuadernos del vértigo, fue editada por Gérard Herzog (el hermano de Maurice) y Lucien Devies (su principal valedor), que censuraron las partes sobre el Annapurna en las que contradecía la versión de Herzog. No sería hasta 1996 que se publicarían los Cuadernos del Annapurna de Lachenal al completo.
Lionel Terray se consagró como uno de los mejores montañistas de todos los tiempos. Inquieto e insaciable, parecía tener fantasmas dentro que solo se calmaban en las laderas de una montaña. Siguió escalando incesablemente, en los Alpes y los Andes principalmente, e incluso volvería una vez al Himalaya, en 1955, donde consiguió coronar la cima del Makalu, la quinta montaña más alta del mundo con 8.463 metros de altura, junto a Couzy. En 1961 publicó uno de los clásicos de la literatura de montaña: Les Conquérants de l’inutile (Los conquistadores de lo inútil), un libro mayormente autobiográfico. Fue un escalador espectacular y físicamente portentoso. Sin embargo, durante un ascenso sencillo al Gerbier, una montaña de poco más de 2.000 metros, se precipitó por un abismo de 400 metros. Era el 16 de septiembre de 1965.
Gaston Rébuffat destacó siempre por su poética interpretación del montañismo, que plasmaría en varios libros. Al contrario que muchos de sus coetáneos, no veía el montañismo como una lucha contra la montaña, sino como una comunión con la misma. Amante de los Alpes, abriría multitud de rutas en los años siguientes, con su elegante y vistosa técnica. En 1983 fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, la más prestigiosa de las distinciones francesas. Un año más tarde fallecería, víctima de un cáncer, con 64 años de edad.
Jean Couzy siguió siendo un alpinista muy activo y se confirmó como uno de los grandes de su época. Además de coronar el Makalu junto a Terray, logró otros muchos ascensos meritorios, hasta que en 1958 un desprendimiento de piedras lo sorprendió en el macizo del Dévoluy, en los Alpes, poniendo fin a su vida a los 35 años.
Marcel Schatz abandonó el montañismo a los meses de volver del Nepal para dedicarse enteramente a la física. Como nota curiosa, colaboraría en la puesta a punto de la primera bomba atómica francesa.
El médico Jacques Oudot murió solo tres años después de la expedición, en un desafortunado accidente de coche.
Marcel Ichac revolucionó el mundo del documental. Contribuyó a ello su reportaje Victoire sur l’Annapurna, en el que retrató la expedición de 1950. También dedicó un reportaje a su compañero y amigo Lionel Terray tras su muerte: Le Conquérant de l’inutile, basado en el libro de Terray. Gran innovador, fue reconocido y premiado en multitud de escenarios, desde los Oscars de Hollywood hasta la Muestra de Venecia. Falleció en el 1994, con 87 años.
_____________________________________________________________________
Bibliografía
Annapurna, de Maurice Herzog
To the Third Pole, de G. O. Dyhrenfurth
Fallen Giants, de Maurice Isserman
True Summit, de David Roberts
Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (II)
Pingback: Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (y III)
¡Grande, David!
Impresionante.
Mi padre, alpinista, guardaba como oro en paño uno de los libros de Rebuffat, Entre la tierra y el cielo, en su edición francesa. Fue él el primero en hablarme de la hazaña de estos franceses y quien me hizo leer la historia de aquel ascenso mítico y el posterior descenso infernal. Es una de las lecturas que marcaron mi infancia. Muchos años después tuve la suerte de coincidir con Maurice Herzog y me emocioné al estrechar aquella mano amputada. Gracias por esta crónica.
Bravo! bravo! y bravo!
Angustiosamente emocionante, así de simple.
Precioso relato, felicidades, David.
Fantástico. Impresionantemente narrado, lo he vivido.
Felicidades
¡¡¡ENORME!!!
Os recomiendo el documental PURA VIDA
Eso es la montaña
Espectacular. Esta gente tenía unos huevos tan grandes que no les cabían en los calzoncillos. Terriblemente emocionante.
Aquellos locos gabachos… Magnifica historia, David
Inspirador hasta la medula…
Cautivador sin limites…
Fantástico!
excelso, gracias
Sencillamente espectacular!
Lástima que haya terminado el relato!
Espero leerte mas David.
Un saludo!
Menuda historia! Gracias Jot Down y gracias al autor!
PD: Falta enlazar la parte 3 en la parte 2.
Enorme historia y magnifica narración. ¡Gracias!
Notable acercamiento del mundo del montañismo a los profanos en la materia.
Felicidades.
En mi opinión, el autor de esta serie de artículos incurre en una falta de ética enorme. En vez de anunciar en la primera parte del artículo que iba a fusilar el libro de Herzog, «Annapurna», escribe el relato como si fuera suyo. Resulta una desfachatez cuando cualquiera que se haya leído el libro sabe que el 100% de estos artículos está extraído de él, y ni siquiera se diga en admitirlo y en anunciarlo lo que le hubiera salvado al menos éticamente. Me parece genial hacer un buen resumen del libro, pero al menos ten la decencia de anunciarlo, si no se hace así es una falta de ética enorme en un periodista o escritor, y para el medio que lo permite.
¿Te has leído la parte de la bibliografía? Es más: ¿has leido el Annapurna de Herzog y no ves las discrepancias con el artículo? ¿No ves como se ponen en entrejuicio las teorías de Herzog?
Gracias, Ana Purna. Como dices, cualquiera que haya leído el libro de Herzog habrá visto discrepancias, y es evidente que rhalva no lo ha hecho, ni siquiera se ha tomado la molestia de leer la bibliografía antes de soltar su exabrupto.
Este artículo se construyó a partir de docenas de fuentes y el Annapurna de Herzog fue una de las menos creíbles.
Un saludo y, de nuevo, gracias por tu comentario.
Pingback: South face Annapurna | La Nube de Oort
Pingback: El mortal desafío del Ogro – El Sol Revista de Prensa
Un muy buen resumen de todo lo que aconteció en la conquista del Annapurna para todo aquel que no haya leido el libro de Herzog aunque si lees el libro libro tanto de Lachenal ( Cuadernos de Vertigo) como el de David Roberts ( Annapurna la otra verdad) se tiene una idea más real de los hechos Era una expedición que tenía que volver con el éxito de una cumbre de 8000 metros En mi opinión era una expedición que no podía fracasar pués en ella estaba puesta todo el orgullo y el prestigio de Francia