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El verano que Clint y yo vivimos peligrosamente

clint eastwood

El tránsito a la adolescencia para las jóvenes de mi generación no era un verano en Niza donde un atractivo amigo de tus padres te lleva de la mano por los peligrosos desfiladeros del amor carnal. Un día te vas al pueblo a pasar el verano como todos los años y te encuentras de golpe dando dos besos a desconocidos del sexo opuesto, te notas por primera vez la tierra del dobladillo y todos tus primos te quieren llevar a la playa para hacerte aguadillas. Cuando vuelves en septiembre, estás “hecha una señorita”, el vecino te mira en zig-zag y tu mejor amigo ya no te habla. Las Rosas y Sandras de la clase sujetan cigarrillos con la punta de los dedos, salen con melenudos que ya van al instituto y empiezas a vendarte las tetas antes de gimnasia. Los castigos se multiplican sin que se sepa por qué, como si empezaras a pagar las cuotas del pecado original con trece años de intereses acumulados. Pero esto nos pasaba a todas. A mí además se me empezó a aparecer Clint Eastwood.

Me gustaría aclarar, sin que perdamos el hilo de la historia, que yo ya fantaseaba con Clint Eastwood desde mucho antes de aquel verano, como el resto de los niños del planeta. En mis fantasías, Eastwood era el típico tío ladrón de bancos que aparece en la noche cargado de regalos, licor de contrabando y novias de fuera de la Schengen. Después de dos días en casa en los que mi padre le preguntaba porqué había vuelto realmente y mi madre se peleaba con la novia y la llamaba furcia, Clint se marchaba por donde había venido pero no sin antes pedirme que le guardara una bolsa hasta que volviera. Pase lo que pase —me decía con su voz rasposa y sus manos apretándome los hombros— no debes mirar lo que hay dentro.

Yo sabía no estropear el momento preguntando qué había dentro, como haría una vulgar mujerzuela. Después saltaba por la ventana de mi habitación (un tercer piso de techos altos) antes de desaparecer en la noche. A veces sufría la tortura de mis padres, que querían saber dónde guardaba el alijo del tío fugitivo y sospechaban que yo era el único miembro de la familia que gozaba de su confianza. Y yo lo resistía todo: irme a la cama sin cenar, comer espinacas a la crema. Perderme el final de V. Pero estas eran fantasías. El año que cumplí los trece años, Clint empezó a aparecerse de verdad, aunque no en los arbustos ni las tostadas, como acostumbran los ecce homo sino en la ducha, donde empecé a pasar una gran cantidad de tiempo.

A los ojos del mundo, nada había cambiado entre nosotros. Yo seguía disfrutando de las sobremesas de domingo frente al televisor, rodeada de padres que no podían mandarme a la cama porque eran solo las cuatro y cuarto y todos los desnudos estaban justificados por una herida de bala que entró y salió, o por una flecha envenenada que había que sacar con un cuchillo al rojo vivo agarrado a una botella de whiskey en la cantina. Nadie sabía que luego me visitaba en persona, o que empecé a bañarme por las noches en lugar de ducharme por las mañanas para poder alargar nuestros encuentros clandestinos. Lamentablemente, no puedo relatar lo que ocurría más allá del pestillo. Pase lo que pase —me dijo la primera noche— nadie lo debe saber.

Con tanta bala los domingos, a la sinestesia y las burbujas rosas de Avon se sumó la música de Morricone como un dardo pavloviano, un trastorno sin importancia hasta que hace siete años se declaró King of the Pops de las melodías del Nokia. Hoy es oir el dingdingdingdingding dindoding dindoding en cualquier móvil de la línea 5 y ya le veo bajar con el poncho, levantando polvo almeriense y esquivando balas con los ojos semicerrados sin perder el fruncido lateral que desplegaba para demostrar su desprecio a la muerte y para sujetar cigarrillos con los dientes, como si fueran puros habanos. Las piernas más largas del cine después de Cary Grant y las manos llenas de nudos, unos pómulos para caer despeñada y dos nalgas como dos cáscaras de nuez, bellamente enmarcadas en pantalones de chulazo ceñidos por pistolera doble y, a veces, pata de elefante.

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10 Comments

  1. J.perilla

    Lo bueno, si breve ¡qué rabia da!

  2. Ay, hija mía, qué va a pensar tu padre cuando te lea esto…

  3. No soy yo

    … pues a mí lo que me preocupa es qué va a pensar Burt Lancaster de sus cambios pasionales ;)
    http://elbutanopopular.com/la-palma-y-el-leon/161/ser-un-hombre/

  4. Brancaleone

    Sólo por curiosidad: ¿en tus masturbaciones la voz también la ponía Constantino Romero?

    • Iba a decir nodequévas y de pronto se me encendió la bombilla: ¿quién iba después de Burt Lancaster y de Clint Eastwood en mi saga «De niña a mujer»?

      Me voy corriendo al Kickstarter a ver si me dan pasta para un exorcismo.

  5. Manudo

    Conforme avanzaba el artículo y no veía referencia a mi tierra me iba poniendo nervioso…pero en el último párrafo lo has arreglado ;)

  6. Iceman

    Para ser un tema tan (a priori) poco glamouroso lo has defendido con bastante clase, tiene merito.

  7. Bigote Prusiano

    En la saga «De niña a mujer» sólo puede haber otro tipo aún peor, y por tanto mejor, que todos los anteriores. Más hombre que Lancaster y Eastwood juntos, tanto que ni las niñas pueden tener fantasías con él: ROBERT MITCHUM.

  8. Pingback: Marta Peirano: El verano que Clint y yo vivimos peligrosamente «Portal de las Culturas Portal de las Culturas

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