“Su testimonio ha consistido en una chocante y repugnante demostración de santurronería y perjurio. Al terminar la cual estoy seguro de que ninguno de ustedes albergaba duda alguna sobre que no estamos ante un vulgar jugador, ni ante un vulgar apostador, sino ante el mayor gangster de América” (Fiscal Thomas E. Dewey, en el alegato final del juicio contra Charlie Luciano)
El 3 de enero de 1946, Thomas E. Dewey tenía un considerable sapo que tragar. Sobre la mesa de su despacho había un papel que requería su firma. Sin duda debió de contemplar aquel documento con sumo disgusto mientras sostenía una estilográfica; quizá vaciló de estampar su rúbrica. Diez años atrás, ejerciendo como fiscal especial, había conseguido encerrar al criminal más importante de la nación, Charlie “Lucky” Luciano. Con astucia, mediante una acusación por proxenetismo. Había desprestigiado a Luciano ante el tribunal, haciéndolo incurrir en contradicciones, sacando trapos sucios de su pasado e incluso avergonzándolo ante los demás mafiosos al insinuar que durante sus años más jóvenes había colaborado con la policía para evitar una larga condena por narcotráfico. Había conseguido que Luciano diera con sus huesos en la cárcel. Después se preocupó por aclarar ante la prensa que no pensaba que la acusación de proxenetismo fuese la única de la que “Lucky” era merecedor, afirmando que su recién capturada presa era el mayor criminal del país, alguien cuyos tentáculos alcanzaban los más lucrativos rincones de la actividad ilícita, como dejó patente en declaraciones a diarios como el New York Times:
“El control de toda la prostitución organizada de Nueva York era uno de sus menores tinglados y los cuatro proxenetas que se declararon culpables eran simples subordinados. Así que el asunto de la prostitución ha sido sencillamente el vehículo mediante el cual poder encerrar a estos hombres. Pero opino que cierto acusado de primer nivel, junto con otros criminales bajo sus órdenes, ha absorbido gradualmente el control del tráfico de narcóticos, de las apuestas, de la usura, de la lotería ilegal, de la adquisición de bienes robados y de diversos chanchullos industriales”.
Ahora, una década más tarde, en 1946, Thomas Dewey ya no era fiscal. Su carrera había seguido progresando hasta convertirse gobernador del estado de Nueva York. El papel que tenía sobre la mesa de su despacho y que tanto esfuerzo le debió de suponer firmar era la conmutación de la sentencia de Luciano, la misma sentencia que había sido el producto de su anterior trabajo. Si firmaba, el gangster más importante del país saldría de la cárcel. Cierto era que Al Capone también estaba en libertad, pero por otros motivos; la sífilis había reducido a Capone a un penoso estado de incapacidad y ya no constituía un peligro para nadie. Luciano, sin embargo, seguía estando en plena forma. Todavía manejaba los hilos de su organización criminal desde detrás de los barrotes y contaba con el respeto del resto de jefes de la Cosa Nostra. Volver a ponerlo en las calles era como deshacer todo lo conseguido durante su periodo como fiscal especial. Sin embargo, el gobernador Dewey no tenía muchas más opciones. Luciano había llegado a un acuerdo con las autoridades militares: obtener la libertad a cambio de reforzar la seguridad en los muelles neoyorquinos, evitando sabotajes en los buques estadounidenses y garantizando que no habría huelgas durante el conflicto bélico, además de ayudar a establecer vínculos entre las tropas norteamericanas que invadían Italia y la Mafia siciliana, que estaba deseosa de contribuir a la caída de Benito Mussolini. Ese era un acuerdo firmado a unos niveles muy por encima de lo que el gobernador Dewey podía aspirar a discutir. El pacto tenía la aquiescencia de Washington. Había otros motivos para que Dewey sintiera que tenía que firmar. Estaba enfrascado en una ascendente carrera política; de hecho fue candidato a la presidencia por el partido republicano en dos ocasiones, aunque perdería ambas, frente a Roosevelt y Truman. No podía hacerse el rebelde. Firmó el papel. Un mes después, las puertas de la cárcel de Sing Sing se abrían: caminando, sonriente, el rey del crimen en los Estados Unidos volvía a respirar aire libre.
La deportación
Muchos años atrás, el pequeño Salvatore Lucania había llegado a la Isla de Ellis de la mano de su padre, un modesto albañil que huía de la pobreza y el oscurantismo de la remota isla de Sicilia. Como cualquier otro inmigrante, aquel niño que no hablaba una palabra de inglés tuvo que hacer largas colas y someterse a unos controles médicos que decidirían si podría o no entrar en el país. Durante aquel reconocimiento fue diagnosticado de viruela y forzado a pasar un tiempo de cuarentena encerrado en una celda sanitaria (una de tantas escenas rememoradas en El Padrino II) hasta que el día en que recibió el alta y pudo poner pie en territorio continental para reunirse con su familia en un pobre apartamento de Brooklyn. Pues bien, ahora, a punto de cumplir los cincuenta, con nombre y apellido legalmente americanizados, Charles “Lucky” Luciano era conducido de nuevo a la isla de Ellis, lugar por donde había entrado a la que ahora era su nación.
Estaba en libertad, sí, pero no todo había salido como esperaba. Las autoridades fueron más duras de lo previsto y la pactada liberación se produjo a cambio de que aceptara su extradición a Italia. Él había protestado ante la medida: era un ciudadano americano, naturalizado a todos los efectos desde hacía mucho tiempo, y por ello no se consideraba sujeto a un tratado de extradición con su país natal, Italia, al que ya no consideraba el suyo. Lógicamente, la resistencia de Luciano a la deportación tenía buenos motivos, ya que para seguir controlando sus inmensos negocios le convenía permanecer en el territorio estadounidense. Pero también había razones sentimentales: llevaba desde los diez años en EEUU y se sentía ante todo estadounidense. El tener que abandonar lo que consideraba su patria, aunque fuese de manera transitoria, era un duro golpe para su orgullo. Pero Washington estaba mostrándose inflexible y Luciano tenía que asumir esa extradición, o seguir en prisión.
La noche del 9 de febrero de aquel mismo 1946, un carguero anclado en el puerto de Brooklyn reposaba tranquilamente sobre las aguas, con la miríada de luces de la metrópolis neoyorquina como telón de fondo. Estaba preparado para levar anclas rumbo a Italia el día siguiente. A bordo, Charles “Lucky” Luciano” ofrecía una cena de despedida a los socios y amigos que habían acudido a visitarlo en el buque. Estaba seguro de que aquella iba a ser una despedida transitoria. Tarde o temprano, pensaba, encontraría la manera de regresar a los Estados Unidos. Cuando a la mañana siguiente el barco puso rumbo a mar abierto, Luciano poco podía sospechar que ya nunca iba a volver a ver la ciudad donde había crecido, donde había pasado la mayor parte de su vida y donde había dejado atrás la pobreza para convertirse en un hombre rico, poderoso y temido. Nunca volvería a poner pie sobre suelo estadounidense. Él no podía saberlo, así que se sentía alegre y confiado. Dos semanas después el carguero anclaba en el puerto de Nápoles y Luciano era recibido por un nutrido y ansioso grupo de reporteros. Se limitó a decir que su intención era la de establecerse en Sicilia, donde había nacido, aunque en su fuero interno contaba ya los días para encontrar una solución y propiciar un regreso a territorio estadounidense.
Mientras tanto, los negocios no iban a detenerse sin él. Entendió que, si todavía no podía volver, al menos necesitaba establecerse cerca de los Estados Unidos, así que no permaneció demasiado tiempo en Europa. Aquel mismo año, en secreto y despistando la vigilancia de las autoridades, volvió a subir a un carguero con rumbo a Venezuela. Desde el país sudamericano encadenó un par de vuelos con dirección norte. Su objetivo: Cuba.
Su socio y mejor amigo desde hacía tantos años, Meyer Lansky, era uno de los inversores mafiosos mejor establecidos en la isla caribeña; poseía importantes participaciones en hoteles y casinos de la capital, además de mantener muy buenas relaciones con las autoridades cubanas. La organización criminal judía liderada por Lansky seguía trabajando en una virtual simbiosis con la organización de Luciano, que ahora era conducida por Frank Costello en el puesto de jefe, aunque las últimas decisiones seguían siendo consultadas a Luciano. Quince años después del ascenso de “Lucky”, la Cosa Nostra continuaba unida y las principales familias del país trabajaban codo con codo, valiéndose de la Comisión, el valiosísimo instrumento de gobierno interno ideado por él. El viaje clandestino hacia el Caribe era, pues, un paso lógico. Pensaba que Cuba podría ser el territorio de expansión natural de las actividades criminales estadounidenses, y tenía toda la razón. En territorio cubano, el FBI y el Departamento de Estado estadounidenses no tenían jurisdicción: estando a solamente 150 kilómetros de la costa de EEUU, los jefes mafiosos podían ir y venir a voluntad, operando casi sin límites en La Habana y el resto de Cuba. Edificando nuevos negocios en el patio trasero de su propia casa.
Nuestro futuro está en Cuba
“¿Te das cuenta? Nuestro futuro está en Cuba. A ciento cuarenta kilómetros de la costa. Sin el FBI, sin el maldito departamento de justicia…” (El Padrino II, Francis Ford Coppola)
Diciembre de 1946: un avión llega al aeropuerto de La Habana. Del aparato desciende una gran estrella, figura universalmente reconocible, un individuo escuálido y de rostro enjuto con cuya voz está familiarizado cualquier poseedor de aparatos radiofónicos en América. Hablamos, cómo no, de Frank Sinatra, que acaba de aterrizar en Cuba con el único propósito actuar en una lujosa fiesta privada. El cantante no llega a La Habana solo, sino que trae buena compañía. Junto a él descienden del avión los hermanos Fischetti, a quienes algunos despistados podrían confundir con los guardaespaldas de Sinatra… aunque la realidad es bien distinta. En realidad es el sumiso cantante quien está al servicio de sus acompañantes. Aquellos individuos son bien conocidos en el mundillo criminal de Chicago por su parentesco con el que muchos años atrás fue el amo y señor de los bajos fondos, Al Capone. Ahora los hermanos ocupan importantes puestos en la cúpula del “Chicago Outfit”, la organización que un día dirigió Capone a su manera, pero que ahora forma parte de la estructura de la Cosa Nostra. Charlie Fischetti es el consigliere del nuevo jefe de Chicago, Tony Accardo. El otro hermano, Joe Fischetti, lleva consigo una maleta de la que no se separa nunca. En ella hay dos millones de dólares en efectivo: la parte proporcional de los beneficios de sus negocios que ha de entregar al todavía rey, Charlie Luciano, en concepto de tributo. Perto estos detalles pasan desapercibidos para cualquier observador frente al relumbrón de Frank Sinatra. Para la prensa, Sinatra es como un emperador. Dentro de la Cosa Nostra, sin embargo, a nadie se le escapa el papel de Sinatra como mayordomo de lujo y perrito faldero de los mafiosos.
La Voz va a cantar en un evento organizado por Meyer Lansky, y los dos aliados más fieles de Luciano en su propia organización, Frank Costello y Joe Adonis. Será una cena de gala en la que la plana mayor de la Cosa Nostra dará la bienvenida a “Lucky”, que acaba de llegar a Cuba. Allí están prácticamente todos los que cuentan, desde el omnipresente Albert Anastasia, subjefe de la familia Mangano, hasta los jefes de las demás “Cico Familias” de Nueva York: Joe Bonanno, Joe Profaci y Tommy Lucchese. También están presentes importantes nombres de Chicago como el mencionado Tony Accardo y Sam Giancana, futuro amo de la ciudad y futuro gestor de los trapos sucios de John F. Kennedy. También han venido jefes de otras ciudades como el correoso Stefano Magaddino, jefe de Buffalo cuya influencia se extiende hasta Canadá, o Santos Trafficante, que domina el crimen en Florida y que junto a Lansky ya es uno de los mayores inversores mafiosos en Cuba. Así pues, la presencia de Frank Sinatra en Cuba es decorativa, accesoria. Lo importante es la serie de reuniones que está a punto de tener lugar; la hoy llamada Conferencia de La Habana, el más importante cónclave en la historia de la Cosa Nostra.
La conferencia tuvo lugar en el Hotel Nacional y como decíamos comenzó en forma de reconocimiento al poder y la influencia que Luciano todavía mantenía sobre la Cosa Nostra, pese a sus diez años en prisión y su reciente extradición. En la fiesta de bienvenida, todos los invitados saludaron a Luciano entregándole un sobre en señal de respeto y amistad; la suma de aquellos regalos de bienvenida rondaba el cuarto de millón de dólares de la época. Hoy serían más de tres millones de euros. En sobres. Por su parte, Luciano respondió a aquellos gestos de lealtad hablando de aquello que el resto de los líderes criminales esperaban sin duda escuchar: las posibilidades para los nuevos negocios. Durante su breve estancia en Italia Luciano había establecido contactos con la Mafia siciliana y ahora ofrecía a sus socios las ventajas de una red de importación de heroína que, desde el norte de África, pasaría por Sicilia, después por Cuba y de ahí llevaría los narcóticos hasta Estados Unidos. El tráfico de drogas era la nueva gran fuente de dinero de la Cosa Nostra, algo que podría incluso superar los beneficios del tráfico de alcohol durante la Prohibición. Así pues, “Lucky” Luciano ofrecía un canal franco y seguro de llegada de la heroína al país, canal que estaba dispuesto a compartir en beneficio de todos los presentes. Cómo no, los demás jefes se mostraron muy satisfechos. A cambio del ofrecimiento, Luciano quiso reafirmarse en su poder mediante una distinción que antes había rehusado recibir: el título honorífico de Capo di tutti Capi, jefe de todos los jefes, ese mismo título que no quiso heredar en 1931 después de haber ordenado asesinar al anterior poseedor, Salvatore Maranzano. A Maranzano se le había subido el cargo a la cabeza, dando buenos motivos a Luciano para quitárselo de en medio. Pero ahora, en aquel hotel de La Habana, Luciano se postulaba como tal (aunque en apariencia de trataba de una iniciativa de Frank Costello y Albert Anastasia) para asegurarse de que nadie le hacía de menos por estar exiliado. Sometida a votación entre los jefes presentes, la propuesta fue aprobada por más que previsible unanimidad. Ese fue, quizá, el último gran momento de gloria en la carrera de “Lucky” Luciano. Por su parte, mientras la conferencia avanzaba, el anfitrión Meyer Lansky ofreció un suculento postre —quizá los lectores recuerden la tarta que Hyman Roth ofrece a sus invitados en El Padrino II— consistente en el reparto de las enormes posibilidades de Cuba como destino turístico, ya que la isla era por entonces el gran parque de atracciones de los Estados Unidos. No solamente el juego y la industria turística podían resultar muy lucrativos, sino que Cuba era una base poco vigilada desde la que coordinar muchos otros negocios, especialmente aquellos que requerían enlaces con Europa o con Sudamérica. Cuba era el portal de entrada a los Estados Unidospara cualquier actividad mafiosa exterior. Lansky estaba tendiendo un felpudo para que todos se aprovechasen de esas ventgajas. El anfitrión de la conferencia, al igual que Luciano, sabía cómo contentar a sus amigos.
Pero no todo en la Conferencia de Cuba fueron cenas, actuaciones de Sinatra y buenas noticias. Hubo asuntos desagradables que tratar. En su momento no parecieron minar la autoridad de Luciano dentro de su organización o en la propia Cosa Nostra, pero anunciaban que la coyuntura estaba cambiando… algunas las viejas lealtades no podían mantenerse para siempre.
Aparecen las primeras grietas
El aguerrido y apuesto Benjamin “Bugsy” Siegel había formado parte de aquella pandilla de chavales que durante los años veinte se había abierto paso en las calles de Brooklyn, bajo el liderazgo de un Luciano adolescente. Era amigo íntimo de Meyer Lansky desde la infancia y su principal protegido en la estructura mafiosa judía, y también íntimo amigo del propio Luciano. “Bugsy” había sido una de las piezas clave en los comienzos, gracias a su irreflexiva afición por la violencia: no había misión, por peligrosa que fuese, que Siegel se hubiera negado a cumplir, incluyendo el comandar personalmente el escuadrón que abatió a tiros al hasta entonces rey del crimen en Manhattan, Joe Masseria. Siegel fue muy útil como mano ejecutora, aunque no pocas veces tuvieron Lansky y Luciano que refrenar sus impulsos, que lo conducían a meterse en problemas. Con los años se convirtió en un dandy: elegante, bien parecido y con un carisma más propio de una estrella del celuloide. Terminó convirtiéndose en el perfecto enlace entre la Cosa Nostra y Hollywood, donde “Bugsy” se hizo amigo y amante de diversas estrellas de cine. Era uno de los invitados más cotizados para cualquier gran fiesta que se preciase, ya que la gente del mundo del cine se moría por tener un verdadero gangster en sus recepciones. “Bugsy” aportaba a aquellas fiestas un plus de peligro y de morbo difícil de obtener por otros medios. Era el gancho con el que los jefes mafiosos podían aprovecharse de nuevos contactos en la industria del espectáculo. Pero el ambicioso “Bugsy” había querido más y se había empeñado en finalizar la construcción de un gran casino de lujo con hotel incorporado —el Flamingo— en mitad del desierto de Nevada. Estaba convencido de que el polvoriento pueblo de Las Vegas podía terminar transformándose en la gran capital nacional del juego. Para “Bugsy” Su visión era profética… aunque no vivió para verla hecha realidad.
El proyecto del Flamingo había resultado atractivo para los principales jefes mafiosos y habían invertido mucho dinero en la construcción. El propio Meyer Lansky, considerado por todos como un genio de las finanzas y un hombre de fiar a la hora de plantear nuevas inversiones, había defendido las posibilidades de futuro del Flamingo. Sin embargo, las cosas se habían torcido. “Bugsy” no era un buen estratega comercial y mucho menos un buen constructor: delegar en sus manos la terminación del casino constituyó un grueso error. Había tenido la visión, sí, pero no era el hombre indicado para llevarla a cabo de manera eficiente. Por muy atildado que se le viera en las fotos y por mucho que se codease con la realeza de Hollywood, no dejaba de ser un matón con escasa experiencia en los negocios.
Bajo la torpe batuta de Siegel, en un continuo despliegue de despropósitos, despilfarros y negligencias —amén de los millonarios robos de su manipuladora novia Virginia Hill— el presupuesto de construcción del Flamingo se terminó disparando en varios millones de dólares por encima de lo previsto, multiplicando por cuatro la inversión inicial. Un enorme agujero que lógicamente enfurecía a los jefes mafiosos. En diciembre, mientras todos ellos se reunían en La Habana, el enorme casino-hotel todavía estaba sin terminar y se había convertido en un pozo negro por donde desaparecían cantidades ingentes de dinero. La única razón por la que Siegel no había muerto todavía era su estrecha amistad con Lansky y Luciano, pero a finales de 1946 la situación resultaba prácticamente insostenible.
Los jefes mafiosos presentes en Cuba estaban de acuerdo en que las cosas habían llegado a su límite y que Siegel debía ser asesinado. Luciano sabía que la medida resultaba inevitable y, según se cuenta, asintió a la decisión en silencio. Por su parte, Meyer Lansky era lo bastante inteligente para entender que tampoco podía oponerse a la ejecución, que no podía intentar proteger a su amigo a toda costa. Sin embargo, como la inauguración del lujoso e inacabado hotel-casino era inminente (el 26 de diciembre, mientras todos los grandes jefes seguirían reunidos en Cuba) propuso esperar para comprobar sobre la marcha el resultado de la inauguración. Quizá el Flamingo demostraría ser rentable. Todos los jefes aceptaron y celebraron el día de Navidad posponiendo la Conferencia. Un par de días después las noticias no eran buenas: la inauguración del primer gran casino de Las Vegas había sido un desastre. No parecía que el Flamingo, que para colmo estaba inacabado, tuviese futuro. Aquello suponía la sentencia de muerte para “Bugsy”, que había convertido su gran sueño en una debacle financiera. El protegido de Lansky y Luciano estaba condenado. Aunque posteriormente Lansky todavía fue lo bastante hábil para conseguir algunas prórrogas, ni él ni el propio Luciano podían detener un proceso que ya no tenía marcha atrás: Siegel fue asesinado a tiros seis meses después, en lo que fue la crónica de una muerte anunciada. La Cosa Nostra no culpó a Luciano y Lansky de lo sucedido, pero nadie ignoraba que “Bugsy” había sido su protegido, un protegido ruinoso que les había costado muchísimo dinero. Solo cuando tiempo después de muerto “Bugsy” el Flamingo empezó a dar dinero —desencadenando de paso una fiebre de inversiones en la por entonces insignificante Las Vegas— pudo quedar el asunto enterrado.
El embarazoso desastre del Flamingo no fue el único asunto desagradable que Luciano tuvo que afrontar durante aquella conferencia. Aún más peliagudo resultó su reencuentro con su antiguo lugarteniente, Vito Genovese. Cuando en 1936 Luciano había entrado en la cárcel, Genovese había ocupado el puesto de jefe nominal de la “familia” para trasladar las órdenes de “Lucky” a las calles. Pero en 1937 había recaído sobre él una acusación de asesinato, así que para evitar el juicio huyó a Italia. Con Luciano entre rejas y Genovese en fuga, Frank Costello se convirtió en el nuevo “jefe en la calle” y en adelante se encargó de poner en práctica las directrices que Luciano le enviaba desde la prisión.
Mientras estuvo como prófugo en Italia, Genovese no se quedó de brazos cruzados. Se las arregló para establecer estrechos contactos con el régimen fascista, incluso cultivando amistad con el propio Benito Mussolini y convirtiéndose en “camello” personal de Galeazzo Ciano. Para complacer al dictador, llegó a ordenar el asesinato de opositores de izquierda exiliados en Estados Unidos y fue condecorado por el gobierno italiano, al mismo tiempo que prosperaba haciendo negocios con la misma Mafia de Sicilia a la que Mussolini quería eliminar porque era un núcleo de poder dentro de Italia que él no podía controlar. El sinuoso Genovese no tenía problemas para jugar a dos bandas con dos bandos enfrentados: la corrupta Mafia y el no menos corrupto régimen fascista. Pero eso no terminaba ahí: cuando la II Guerra Mundial llegó a las costas italianas y los norteamericanos comenzaron la invasión de Sicilia, Genovese —que se había naturalizado como ciudadano estadounidense poco antes de huir de la justicia— tardó apenas horas en cambiar de bando, dándole la espalda a su camarada Mussolini y ofreciéndose a los generales ocupantes para facilitarles sus operaciones en Italia, ayudándoles a tratar con la Mafia local, que podía convertirse en un importante aliado en territorio siciliano. Ejerciendo oficialmente como intérprete y enlace entre los mando estadounidenses y las fuerzas vivas locales, Vito Genovese se ganó la confianza de la cúpula militar americana hasta el punto de que casi todos los mandos se desentendían ante lo que era un secreto a voces: que Genovese estaba vendiendo en el mercado negro bienes del ejército —provisiones, suministros, etc.— con un considerable provecho personal. Mientras los generales se debatían frente al ejército nazi todavía presente en Italia, Genovese salió adelante con sus negocios gracias a sobornos o bien porque aquellos mandos a quienes no sobornaba tenían cosas más importantes en qué pensar.
En 1945, terminada la guerra, Vito Genovese regresó a EEUU. En 1946 la acusación por asesinato que todavía pendía contra él se vino abajo cuando el testigo clave de la acusación apareció muerto en una celda donde la policía, se suponía, debía haberlo mantenido protegido. Así pues, una década más tarde de haber tenido que huir, Genovese estaba en la calle. Había sobrevivido a toda circunstancia, jugando a placer con unos y con otros: había sido amigo de Mussolini y de los enemigos de Mussolini, después se había hecho amigo de las fuerzas invasoras que derrocaron al propio Mussolini… todo aquello no había hecho más que disparar su ambición, pues se consideraba el hombre indicado para ejercer influencia en todos los rincones.
Quien ya no confiaba en él, sin embargo, era “Lucky” Luciano. Vito Genovese era el vicejefe de la “familia”, ocupando en la práctica el tercer puesto de la organización por detrás del propio Luciano, que gobernaba sin cargo, y de Frank Costello. Genovese acudió a la Conferencia de La Habana con esperanzas de recuperar su antiguo lugar. Habló en privado con Luciano, diciendo que todavía se consideraba el legítimo número dos y confiando en que una vez libre de la acusación por asesinato, podría convertirse de nuevo en jefe nominal. Pero había un problema: Luciano se sentía mucho más cómodo con Costello, quien llevaba una década ejerciendo lealmente como su enlace con la calle. Además, consideraba a Genovese demasiado retorcido y ambicioso: pensaba que don Vito no aspiraba a una jefatura puramente nominal y que una vez con el cargo a cuestas intentaría apoderarse de la organización. Luciano rechazó la petición, lo cual enfureció a Genovese: habladurías de la época afirmaban que Genovese se puso más chulito de la cuenta y Luciano —cosa rara en él por aquellos tiempos— reaccionó con violencia, dándole una buena tunda. Pero, anécdotas aparte, Genovese no tuvo más remedio que fastidiarse y tragarse sus aspiraciones tras contemplar el soporte que Luciano recibía en Cuba por parte de todos los jefes. Se resignó a que Costello seguiría ocupando el puesto que consideraba suyo, pero eso no hizo que su rencor hacia Costello y hacia el propio Luciano se desvaneciese. Más bien al contrario: durante los años siguientes esperó con paciencia la de desembarazarse de ellos y hacerse cargo de la organización. Quizá no eran todavía visibles, pero habían aparecido las primeras grietas en la “familia”.
La Conferencia de La Habana terminó de dar forma a la Cosa Nostra y fue la última ocasión en que “Lucky” Luciano ejerció su poder para modelar el mundo del crimen según sus ideas. Porque al final se produjo una mala noticia: a raíz del encuentro en el Hotel Nacional el gobierno estadounidense tuvo conocimiento de la presencia de “Lucky” Luciano en Cuba. Washington comenzó a ejercer fortísimas presiones sobre el gobierno de La Habana para que el mafioso fuese de nuevo deportado a Europa. Varios meses después, Luciano tuvo que embarcar hacia Italia por segunda vez. Pese a sus vanas esperanzas, ya no saldría nunca de Italia.
Exilio y rebelión
Ahora estaba a mucha distancia de los Estados Unidos, en otra franja horaria, vigilado a todas horas, con su pasaporte estadounidense requisado por las autoridades italianas y con el teléfono como única forma de comunicación con sus subordinados. Una situación delicada. Sin embargo, durante la siguiente década Luciano aún pudo mantenerse como cabeza visible de la organización. Aunque estaba sometido a una agobiante vigilancia policial, fue capaz de poner en marcha aquella red de tráfico de narcóticos que había prometido a sus amigos en América. Su poder ya no era tan grande a nivel de funcionamiento diario, pero la lealtad de Frank Costello —que seguía actuando como jefe nominal de la organización— permitió que su voz continuase siendo escuchada. Costello permaneció fiel a Luciano y no aprovechó la distancia para intentar apoderarse de la organización. Siguió ejecutand las directrices de su antiguo amigo con lealtad. Meyer Lansky también continuó fiel a Luciano, ofreciéndole su apoyo incondicional, informándole y aconsejándole como de costumbre, además de garantizando que la mafia judía seguía colaborando estrechamente con su organización. Gracias a eso, “Lucky” Luciano consiguió ser el jefe en la sombra hasta 1957, dentro de su organización al menos, si bien es cierto que dadas las circunstancias geográficas su influencia ya no era tan omnipresente en el resto de la mafia estadounidense, cuyos jefes aún se consideraban amigos, pero ya no súbditos.
Vito Genovese se había pasado los últimos diez años rumiando con rabia la negativa de Luciano a destituir a Costello para nombrarlo jefe a él. Pero no había encontrado la manera de dar salida a sus ambiciones. Luciano seguía contando con su más importante aliado fuera de la “familia”, Albert Anastasia. Y el poder de Anastasia había crecido, ya que desde 1951 se había convertido en jefe de una de las Cinco Familias de Nueva York. Genovese no podía intentar camelarse a Anastasia porque ambos habían tenido roces en el pasado a causa de la superposición de diversos intereses, como por ejemplo el control de las zonas portuarias. Anastasia no era un hombre que dejase fácilmente atrás aquel tipo de conflictos; al contrario, podía ser muy rencoroso. Genovese no era de su agrado. Así que durante años Genovese consideró que una rebelión resultaba inviable y siguió bien quietecito bajo la disciplina de Luciano, haciendo de tripas corazón y esperando su momento… momento que quizá no llegaría nunca. Sin embargo, en 1957 se dieron las circunstancias propicias.
En primer lugar, Joe Adonis, el capitán de la “familia” más leal a Costello y Luciano, tuvo que salir de los Estados Unidos para evitar una condena carcelaria. Importante apoyo para Luciano, su presencia había sido otro de los factores que había prevenido a Genovese de intentar ningún golpe de mano. Pero ahora que Adonis se veía forzado a huir, el ambicioso Vito se frotaba las manos. Todavía se le pusieron las cosas más de cara cuando estableció contactos con una figura ascendente de otra “familia”: Carlo Gambino, uno de los principales lugartenientes de Albert Anastasia, que también ambicionaba deshacerse de su propio jefe. Gambino era algo así como la versión en carne y hueso de Vito Corleone; siempre hablaba en voz baja, no decía tacos, tenía unas maneras tranquilas, vestía con modestia y no gustaba de hacer alardes de riqueza. Le gustaba proyectar un perfil bajo. Pero escondía grandes apiraciones; sabía que su temible jefe, Anastasia, se había ganado muchas antipatías debido a la tendencia a utilizar métodos violentos con mayor frecuencia de la deseable, además de por su carácter explosivo. Gambino entendió que pocos se sentirían molestos si quitaba a Anastasia de en medio. Además, por lo que se contaba, el asunto estaba teñido incluso motivos personales. Durante su escalada en la “familia”, al parecer, había llegado a ser abofeteado por Anastasia delante de otros capitanes de la organización. En ese instante, Carlo Gambino no había reaccionado ante la ofensa y se había limitado a guardar un impertérrito silencio —sobre todo porque no quería terminar troceado dentro de un tonel— pero no era la clase de individuo que olvidase un incidente semejante.
En 1957, pues, Gambino y Genovese estaban de acuerdo en una cosa: querían deshacerse de sus respectivos superiores, Albert Anastasia y Frank Costello, quienes a su vez eran aliados entre sí. La consecuencia, casi inevitable, era que se estaba gestando una rebelión en las dos familias más importantes de la Cosa Nostra.
En un día primaveral de este mismo año se produce el inicio de la rebelión. Una limousine permanece aparcada junto a un lujoso edificio de apartamentos de Manhattan; en su interior, oculto tras los cristales tintados, un hombre espera. No es ningún banquero; ni siquiera es (todavía) un jefe mafioso. Se trata de Vincent Gigante, antiguo boxeador y ahora matón al servicio de Vito Genovese. El edificio frente al que hace guardia es donde tiene su residencia habitual Frank Costello, el jefe de la misma organización para la que Gigante trabaja. Tras una larga espera, Costello aparece caminando por una esquina y entra en el portal. Se dirige hacia el ascensor. Gigante sale de la limousine y entra caminando a sus espaldas, con sigilo. Saca una pistola, apunta a la cabeza y dice: “esto es para ti, Frank”. Tan pronto Costello oye una voz a sus espaldas, empieza a darse la vuelta… pero es tarde. Suena un disparo. El “Primer Ministro” de la Cosa Nostra cae al suelo. Abundante sangre mana de su cabeza. Vicent Gigante abandona el lugar.
Costello, de manera increible, sobrevivió al atentado. Su último giro de cabeza, aquel que hizo al oír la voz de su agresor, hizo que la bala no atravesara su cráneo, sino que golpease oblicuamente en su cuero cabelludo, rebotando en el hueso. Una zona que sangra abundantemente, hasta el punto de que Gigante creyó que Costello estaba muerto… por lo que no se molestó en dar el tiro de gracia. En realidad había sido una herida importante, pero superficial, de la que Costello se recuperó con rapidez. Sin embargo, había captado el mensaje. Se estaba iniciando una guerra y él tenía dos opciones:; podía librarla, o podía retirarse a vivir tranquilamente de rentas. Sabía que la segunda vez que le disparasen no tendría tanta suerte. Decidió apartarse, renunciando a la jefatura nominal de la “familia” y haciendo, al menos de cara a la galería, las paces con Vito Genovese, a quien cedía el puesto.
Desde Italia, “Lucky” Luciano asistíar impotente a los acontecimientos, sabiendo que la victoria de Genovese sobre Costello significaba el final de su propio reinado en la sombra. Tampoco Meyer Lansky podía hacer nada excepto contemplar con desazón el ascenso de Genovese, el mismo que en su juventud se había mostrado despectivo hacia las amistades hebreas de Luciano. Lansky sabía que sin la intermediación de Luciano, un judío como él tendría ya poca mano en los asuntos internos de los gangsters italoamericanos. Los últimos pilares de la influencia de “Lucky” Luciano acababan de desmoronarse, desbaratando la estructura con la que había dominado el mundo del crimen prácticamente durante veinte años, ya fuese desde la calle, desde una celda o desde el exilio.
Los últimos clavos en la tapa del ataúd de su extinto reinado fueron martilleados unos pocos meses después: Albert Anastasia, el último aliado poderoso de Luciano en la Cosa Nostra, fue tiroteado mientras se sentaba en el sillón de la barbería de su hotel. El asesinato de Anastasia no fue muy lamentado por los otros jefes de la Cosa Nostra, tal como había previsto el hombre que había ordenado su ejecución, el que ahora se convertía en su sucesor: Carlo Gambino. El mismo a quien Anastasia había abofeteado años atrás. El cambio de guardia se había completado. Luciano había perdido la jefatura de su organización y también al único aliado que podría haberle ayudado a recuperarla.
El canto del cisne
Luciano no se hizo ilusiones. Casi cualquier rastro de su antiguo poder se acababa de esfumar para siempre. Sabía muy bien que ya no tendría oportunidad de recuperarlo. De camino a cumplir los sesenta años, también se había desengañado ante la evidente imposibilidad de que pudiera regresar alguna vez a los Estados Unidos. Aún le quedaban sus amigos: Frank Costello y Meyer Lansky, que no lo abandonaron. No podrían ya retomar el control de la “familia”, pero sí podían conspirar para intentar una venganza contra Vito Genovese. La idea de una venganza violenta resultaba inviable; ya no tenían armas con las que meterse en una guerra y mucho menos ahora que Carlo Gambino se había convertido en un poderoso aliado de Genovese. Pero al menos podían soñar con aprovechar cualquier circunstancia favorable para contribuir a meter a don Vito en problemas. Y esa circunstancia no tardó en producirse.
Genovese, deseoso de ratificar el poder recién adquirido, organizó una cumbre de jefes mafiosos cerca de la pintoresca población de Apalachin. El encuentro tendría lugar en una mansión rural propiedad del gangster Joseph Barbara. Acudió una nutrida selección de grandes nombres de la Cosa Nostra. La reunión, sin embargo, tuvo un desarrollo inesperado.
Cuando un policía local vio una enorme cantidad de automóviles de lujo aparcados en torno a aquella casa de campo en una región donde tal escena era una rareza, sintió una lógica curiosidad. Varios agentes locales comenzaron a anotar las matrículas y una rápida comprobación telefónica les permitió averiguar que muchos de aquellos coches estaban registrados a nombre de conocidos mafiosos. Se hallaban no ante una merienda campestre cualquiera, sino ante la probable escena de una conspiración criminal en curso. Tras solicitar el refuerzo de la policía estatal, se bloquearon las carreteras de salida y se procedió a efectuar una redada en la casa. El más completo caos se apoderó de la reunión cuando los mafiosos se supieron descubiertos. Se produjo una estampida entre los jefes presentes: algunos subieron a sus coches y condujeron tratando de escapar… hasta caer en el bloqueo policial. Otros intentaron salir corriendo campo a través, forcejeando con sus carísimos trajes entre la vegetación, aunque para ser finalmente capturados. En total fueron detenidos más de cincuenta líderes mafiosos, entre ellos Joe Profaci, Joe Bonanno, Santo Trafficante, Carlo Gambino… la plana mayor. El propio Vito Genovese fue identificado por los agentes, aunque no detenido. La cumbre de Apalachin había terminado en el más absoluto desastre.
Las autoridades tenían ahora evidencia de los estrechos contactos entre todos aquellos mafiosos, así que la construcción de casos basados en la acusación de conspiración para cometer crímenes, que antes era un objetivo difícil, se volvió casi automática. Solo unos meses después de la redada de Apalachin, Vito Genovese fue acusado de conspiración para la importación y el tráfico de estupefacientes. Como por arte de magia, apareció de la nada un camello portorriqueño de poca monta llamado Néstor Cantellops, que cumplía condena por tráfico de drogas y que ofreció un trato a las autoridades: su testimonio contra Genovese a cambio de la libertad. Cantellops proporcionó información de una calidad sorprendente, teniendo en cuenta que era un don nadie, así que se produjo el acuerdo. A raíz del testimonio, Genovese fue condenado a quince años de cárcel: aunque siguió dirigiendo la “familia” desde su encierro, ya nunca saldría vivo de su celda y murió en prisión por causas naturales doce años después. ¿El trasfondo del asunto? Néstor Cantellops no había aparecido de la nada como todos pensaban. Había sido comprado por Frank Costello y Meyer Lansky para que testificase en contra de Genovese. Ellos le proporcionaron la información necesaria para declarar ante las autoridades y meter a don Vito entre rejas. Así, Frank Costello había obtenido su venganza.
Luciano asistió al encarcelamiento de Genovese con regocijo sin duda, pero consciente de que ya no era nadie, o casi nadie, en la Cosa Nostra estadounidense. Desde Italia siguió participando en el tráfico de drogas e intentando expandir sus negocios, aunque las autoridades italianas comenzaron a ejercer una renovada presión sobre él, llegando a veces a ponerlo bajo arresto domiciliario. Conforme pasaba el tiempo se daba cuenta de que no quería volver a la cárcel, así que tendría que moderar su participación en los negocios ilícitos. Al saberse definitivamente confinado en Italia, Luciano había sentado cabeza junto a una mujer veinte años más joven que él, la bailarina de vodevil Igea Lissoni, a quien había conocido en 1948. Según cuentan quienes le conocían, Igea fue la única mujer de quien Luciano estuvo de verdad enamorado durante toda su vida. Sin embargo fue diagnosticada de cáncer de mama y murió en 1958 a los treinta y siete años de edad. En aquel momento, gente del entorno del mafioso aseguraban que “Lucky” Luciano era un hombre “destrozado”. Él mismo había empezado a sufrir problemas cardíacos… así que llegó el día en que empezó a preocuparse más por cómo sería recordado que por unos negocios que ya no le importaban y que prefería dejar atrás.
La posteridad
Mientras había sido el líder del mundo del crimen, “Lucky” Luciano había intentado no repetir el error de Al Capone: dejarse arrastrar por la tentación de la fama. Una de los principales causas de que las autoridades estadounidenses se hubiesen empeñado en encarcelar a Capone había sido su descomunal popularidad, que lo había convertido en una figura reconocible a nivel mundial: el mítico “Scarface”, mientras aún reinaba en las calles, llegó ver cómo se rodaban películas inspiradas en él, y no solo en Hollywood, sino también en Europa. Luciano había salido en la prensa, claro, pero incluso tratándose del criminal más famoso de la nación había evitado llamar la atención más de lo necesario. Sin embargo, ahora que ya no gobernaba la Cosa Nostra, que su novia había muerto y que era consciente de que también sus años se acortaban, empezó a desear que su historia fuese conocida por todo el mundo, porque se daba cuenta de que el difunto Capone era una leyenda per él, que en la realidad había tenido un papel todavía más importante, no ocupaba el mismo lugar en el imaginario popular.
Se puso en contacto con gente del negocio del cine, particularmente con el productor Martin Gosch, para conversar sobre la posibilidad de filmar una película biográfica. Anteriormente el mafioso había sido tentado en diversas ocasiones por Hollywood con el jugoso proyecto de un biopic que lo inmortalizara en pantalla y le confiriese una popularidad mundial semejante a la de Capone. Pero sabiendo que accediendo a algo semejante podría enemistarse con los demás jefes mafiosos, había declinado las ofertas. Sin embargo, tras la muerte de Igea Lissoni ya no tenía nada que perder, así que ¿por qué no dejar una última marca en la Historia? En diversas conversaciones y entrevistas con Gosch, Luciano empezó a narrar sus recuerdos y su versión de los hechos de su vida. Mientras, desde América, los jefes de la Cosa Nostra discutían soliviantados sobre el posible alcance de las confidencias de Luciano. No es que esperasen que el antiguo líder desvelase datos demasiado peliagudos sobre los negocios de la Mafia en los que, aunque a una escala menor, el propio Luciano seguía involucrado. Pero la idea de verlo confesarse ante un tipo de Hollywood que tomaba nota de todo y que llevaría todas aquellas confesiones a la gran pantalla, resultaba cuanto menos inquietante. Así pues, el repentino giro de Luciano hacia el cine originó un considerable malestar en la cúpula de la Cosa Nostra. Pero eso a él, con sesenta y cuatro años de edad, poco le importaba ya. Su nombre era todo lo que iba a quedar detrás de sí, y quería asegurarse de que espectadores de todo el mundo se enterasen bien de quién había sido. Sin embargo, no llegaría a ver ese último proyecto hecho realidad.
El 26 de enero de 1962 Martin Gosch se había citado con “Lucky” Luciano en el aeropuerto de Nápoles. El productor americano bajó del avión y entró en las instalaciones del aeropuerto, donde vio a un Luciano desmejorado y más avejentado que nunca. Iba acompañado por un hombre, aunque solo después supo Gosch que aquel individuo era en realidad un policía italiano que tenía al antiguo rey del crimen bajo vigilancia. De hecho, Luciano quiso evitar que el productor se sintiera incómodo y ocultó la identidad del agente, presentándolo como “un amigo” que lo había acompañado porque no se encontraba bien. Esto ultimo sí era verdad. Gosch se dio cuenta de que el legendario gangster parecía sentirse enfermo. Apenas conversaron de trivialidades durante dos o tres minutos antes de que Luciano entornase los ojos y pareciese etar ausente. Luciano le agarró los brazos al productor, con la mirada perdida en el infinito. Preocupado, Gosch le preguntó: “¿Estás enfermo, Charlie? ¿Qué te ocurre?”. Luciano respondió simplemente: “Nada”. A continuación, se desplomó. Estaba sufriendo un ataque al corazón. Murió allí mismo, sobre el suelo de mármol del aeropuerto, antes de que llegase la asistencia médica.
Tres días más tarde un barroco carruaje negro, repleto de recargados adornos y tirado por ocho caballos también negros, atravesaba la ciudad de Nápoles. Conducía los restos de “Lucky” Luciano hacia su supuesto último descanso. Mientras tanto, su familia en Estados Unidos conseguía permiso legal para enterrarlo en Estados Unidos, así que al final su cuerpo fue trasladado a América. Solo después de muerto pudo regresar a Nueva York, donde tuvo lugar un segundo y concurrido entierro en el cementerio de Queens. Allí, pronunció unas palabras de elogio Carlo Gambino, el mismo que se había aliado con Vito Genovese contra él. Gambino era ahora el hombre más poderoso de la Cosa Nostra y su panegírico era una mera formalidad diplomática. Los restos de “Lucky” Luciano fueron depositados en un mausoleo privado de estética neoclásica, presidido por una única palabra: “Lucania”, su apellido original. Conforme se cerraba la cripta, un periodista pudo vislumbrar que en el interior había una figura dorada representando a algún santo. El reportero se acercó a Bartolo Lucania, el hermano de “Lucky, y le preguntó qué santo era aquél; “no sé nada sobre santos”, fue toda la respuesta que obtuvo.
Epílogo
Tras su muerte, los periodistas empezaron a preguntarse por qué a Luciano se lo conocía como “Charlie Lucky” y no como “Lucky Charlie”, que sería el orden normal en inglés, donde el adjetivo suele ir delante del nombre. Teniendo en cuenta que se suponía que había ganado aquel apelativo de “afortunado” en la edad adulta, cuando había sobrevivido a un brutal atentado, resultaba extraña esa construcción verbal.
Pero quizá había que remontarse a principios del siglo XX, cuando el pequeño Salvatore Lucania intentaba hacerse entender en aquella inmensa, caótica y caleidoscópica mezcla de culturas e idiomas llamada Brooklyn, una ciudad dentro de otra ciudad, un hervidero de trabajadores que cada día recibía a nuevos inmigrantes procedentes de diversos rincones del mundo, especialmente desde Europa. Determinado, expansivo, agresivo incluso, pero también inteligente y sociable, Salvatore empezó a relacionarse sin problemas con niños de cualquier procedencia: irlandeses, alemanes, polacos, rusos… él no era la clase de joven inmigrante que se refugiaba escondiéndose en un grupo de paisanos. Podía mezclarse con chavales de cualquier grupo étnico… solo que la mayoría de ellos era incapaz de pronunciar bien su nombre. La palabra “Salvatore” era un galimatías para casi cualquiera que no fuese italiano o de origen latino. Aquello hizo que optase por terminar haciéndose llamar “Charlie”. Algo similar sucedía con su apellido, Lucania, que muchos de sus amigos y conocidos tampoco sabían cómo pronunciar: la mayor parte de ellos optaron por reducirlo a un escueto “Lucky”, que además sonaba bien. “Charlie Lucky”. Con el tiempo, el apodo adquiriría un significado propio.
Pero la suerte poco o nada tuvo que ver con su ascenso. Fue precisamente su capacidad para asimilar el espíritu de aquellas calles lo que desde su más tierna edad le permitió destacarse en ellas. Salvatore Lucania no necesitaba encerrarse en un ghetto dentro del ghetto. Eligió a sus compinches por su carácter o su inteligencia, no solamente por su procedencia étnica. Sus mejores amigos desde la infancia hasta su muerte fueron un calabrés de quien solían burlarse los sicilianos y un judío ruso, aunque casi todos los matones italianos tenían por costumbre menospreciar a los judíos. Al Capone, que procedía de aquel mismo barrio De Brooklyn, también escogía a sus colaboradores por su valía y no por su apellido o por su nacionalidad. También fue uno de los factores decisivos de su éxito. Luciano siguió la misma senda. En aquel enorme receptáculo de obreros, comerciantes de poca monta, criminales y aventureros, no tardó en buscarse la vida por sí mismo, rechazado por su padre a causa de sus tropiezos con la ley pero acogido por una Mafia cuyos líderes veían en aquel espabilado y resuelto jovenzuelo una útil herramienta. Poco podían sospechar aquellos líderes mafiosos de la vieja generación que Luciano terminaría pasando por encima de ellos, apoderándose del trono y reconvirtiendo aquella Mafia reimplantada en Nueva York, aquella versión bastarda de una secta pueblerina de valores feudales, en un nuevo negocio marcado por nuevos valores.
Luciano murió en 1964, pero al menos hasta los años setenta, la Cosa Nostra remodelada por él tuvo un papel importante en el desarrollo de la sociedad estadounidense, hasta el punto de que a finales de los noventa la revista Time reconoció a Luciano como uno de los veinte personajes más influyentes de la nación durante el siglo XX. Era un sonoro reconocimiento para un personaje siniestro, pero cuya influencia ya no se podía negar. Los tentáculos de la Cosa Nostra llegaron incluso a modificar el mapa, cuando uno de los protegidos de Luciano propició que emergiese toda una nueva gran ciudad, Las Vegas, donde antes había habido un pequeño pueblo. El poder del que había gozado Luciano se multiplicó en manos de posteriores jefes como Carlo Gambino o Sam Giancana, nombres que veremos inmiscuidos en los más inesperados sucesos, mezclados con los más inesperados personajes de la política, la sociedad y la cultura de aquellos tiempos. Más tarde, la enorme influencia de la Cosa Nostra se evaporó. Pero su rastro en el legado cultural norteamericano es más que notable: cuando vemos The Godfather vemos en buena parte la historia de Charles “Lucky” Luciano. Incluso en The Sopranos contemplamos el tipo de organización que él creó, tal y como él la remodeló. Charlie “Lucky” Luciano era un criminal, pero su huella en el siglo XX es imborrable. Personificó el alcance de la corrupción en un sistema al que él mismo —como Capone— consideraba accesible por lo corrupto, y pensó que su talento, el mismo que había empleado para ascender en el mundo de los bajos fondos, le hubiese servido para prosperar en otros ámbitos. Quién sabe cómo hubiese sido el Luciano político o el Luciano magnate de negocios legales… incluso cabe preguntarse si hubiese sido muy distinto. En cierta ocasión un periodista le preguntó qué hubiese hecho de tener oportunidad de volver a vivir su vida desde el principio. Su respuesta habla por sí sola:
“De volver a vivir, lo haría por lo legal. Aprendí demasiado tarde que necesitas exactamente el mismo cerebro para ganar un millón con el crimen que para ganar un millón honradamente. En estos días, te postulas para un puesto y obtienes una licencia con la que robarle al público. Si pudiera vivir de nuevo, me aseguraría de conseguir esa licencia antes que ninguna otra cosa”.
Genial trabajo y relato. He disfrutado muchísimo leyendo todas y cada una de sus partes. De lo más interesante y adictivo (¡lo que nos has hecho esperar!) que he podido leer por aquí.
Gracias.
Impresionante y fascinante historia. Enhorabuena.
Una maldad: Hacia la mitad del artículo, cuando se habla de «Bugsy» Siegel, se le describe como «bien parecido», es una expresión poco usual en castellano y parece que deriva de la traducción del inglés «well looking», no?
¿Sí? Qué curioso. Yo he pensado lo mismo de la expresión «perfil bajo», pero lo de «bien parecido» lo encuentro de una prefecta castellaneza.
Millones de «bien parecido» en Google, senyor comisario.
Yo también seré un poco malo. Hay alguna otra construcción «extraña» en castellano a lo largo de las 5 partes. Y algún pedacito se puede encontrar tal cual en wikipedia: (Before taking the shot, Gigante called out, «This is for you Frank!» On hearing this, Costello turned his head. Gigante fled the scene thinking the fallen Costello was dead. However, Gigante’s unintentional warning had saved Costello and left him with only a scalp wound. After the abortive hit, Gigante went into hiding. However, Gigante finally turned himself in to face mob trial. Costello refused to identify Gigante as the shooter, resulting in his acquittal.)
Hola Edge,
«Bien parecido» es una expresión tradicional en castellano, de hecho pensaba que cualquier persona leída estaría familiarizada con ella, aunque sólo fuera por libros antiguos.
Un cordial saludo.
Buenas otra vez y disculpa la tardanza en contestar. No digo que no sea una palabra tradicional, pero creo que en la actualidad es muy poco usada. No me considero ningún erudito pero me sonaba más a una traducción del inglés que a un uso normal del castellano, pero agradezco tu respuesta y la acepto, faltaría más.
Un saludo,
No es una palabra tradicional. En todo caso serian dos. En fin, correctrices ultras desocupados hay.
Enhorabuena y gracias por el rato.
Magnífica saga, cuyo epílogo resulta la auténtica guinda del pastel, la reflexión sobre el triunfo indivudual independientemente del marco circunstancial. Grandiosa respuesta de Luciano que puede dar para todo otro artículo!
Barbaro. He disfrutado como un enano.
¿Ese como veremos en el epílogo indica que vas a continuar es escribiendo sobre el tema?
Fantástico trabajo, te has ganado un seguidor atento a tus articulos, gracias por el esfuerzo
Fantástica serie, los cinco capítulos han sido muy buenos la verdad. La cita final de este quinto capítulo mete miedo por lo descriptiva que es de la situación actual: » En estos días, te postulas para un puesto y obtienes una licencia con la que robarle al público.»
Es un tema muy interesante y Sicilia es un mundo en si mismo. Una isla para recorrer de punta a punta.
Buenísimo, un placer leer toda esta serie.
Muy instructiva y amena, como suelen ser todos tus artículos.
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Qué cosas…el autor quiere escribir sobre USA, y resulta que se le ocurre traducir información en inglés. Quién lo iba a decir! En fin, he leído la serie entera y merece mucho la pena. Muchas gracias por trasladárnosla de manera tan simple y amena para que los profanos sigamos el hilo sin tener que releer constantemente.
Y personalmente en ningún momento he tenido la sensación de estar leyendo algo traducido del inglés.
Muchas gracias por todo!
Tengo una gran admiracion por Luciano, principalmente por su inteligencia, se corrobora mi admiracion en lo que el responde en la entrevista que se hae mencion de Que haria si viviera de nuevo…. Como el, Meyer Lansky, Frank Costello, eran tipos que sabian mas de management que cualquier gerente o Presidente en el mindo legal. Felicitaciones por su articilo… Muy bueno