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A menudo imaginamos el final de los tiempos como una catástrofe de proporciones planetarias, y así es como lo imaginó también Kurt Vonnegut.
Kurt Vonnegut Jr. Nació en Indianápolis el 11 de noviembre de 1922 y murió en Nueva York el 11 de abril de 2007. Aunque en 1941 había iniciado estudios de química en la universidad de Cornell, los abandonó dos años después para alistarse en el ejército de su país, con el que combatió en las Ardenas antes de ser capturado por los alemanes; presenció como prisionero de guerra la matanza de miles de ciudadanos indefensos en la ciudad de Dresde durante los bombardeos del 13 y el 15 de febrero de 1945, cuando el país estaba cercado y era evidente que la guerra terminaría pronto. A los alemanes, la devastación de Dresde les provocó un trauma que solo pudieron poner en palabras unos cincuenta años después, cuando W. G. Sebald publicó Luftkrieg und Literatur (1999), conocida en español como Sobre la historia natural de la destrucción (Trad. Miguel Sáenz. Barcelona: Anagrama, 2005), donde el autor de Austerlitz denunció y puso fin al silencio alemán sobre las víctimas alemanas de los bombardeos aliados, arrebatando su reivindicación (de paso y finalmente) a las minorías de extrema derecha de su país. A Vonnegut, en cambio, la experiencia de Dresde lo llevó a convertirse en escritor y le dio el tema de una de sus mejores novelas, Matadero cinco (1969), pero también lo dotó de una visión pesimista del mundo que lo acompañaría hasta el final de sus días.
Gilbert K. Chesterton recuerda en su magnífica Autobiografía (Trad. Olivia de Miguel. Barcelona: Acantilado, 2003) cómo aprendió la diferencia entre la risa sardónica y el sarcasmo gracias a un profesor que le dio el siguiente ejemplo: “Si yo fuera por la calle y me cayera en el barro, me reiría con una risa sardónica; pero, si, yendo por la calle, viera yo al director de esta escuela caerse al barro, entonces reiría con una risa sarcástica”. Vonnegut, que puede ser increíblemente sarcástico en sus novelas, nunca olvidó, sin embargo, que toda risa es sardónica, ya que siempre es uno mismo el que cae en el barro; mejor aún, que es toda la humanidad la que cae en el barro cada vez que un director de colegio trastabilla. El autor de Matadero cinco fue una excepción en ello, pero también en el hecho de que fue un escritor de ciencia ficción que, a diferencia de buena parte de sus colegas, no creía que la ciencia fuese a aportar a la humanidad nada de relevancia a excepción de los medios para que esta se destruyera a sí misma. Vonnegut presenció lo más parecido al fin del mundo que haya conocido el siglo XX y, sin embargo (y en esto también fue una excepción), decidió escribir para hacer feliz a una humanidad que sabe que solo espera la próxima oportunidad para destruirse y que no merece otra cosa que ese fin al que tanto contribuye; es decir, una humanidad que no le inspiraba al autor ni respeto ni afecto.
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Kurt Vonnegut imaginó ese fin en varias de sus obras, pero nunca de forma tan explícita como en Cuna de gato (1963), una de sus novelas más pesimistas (lo que explica que solo vendiera quinientos ejemplares de su primera edición, que vio la luz en pleno auge de la visión optimista del vínculo entre tecnología y sociedad que acabaría llevando a varios hombres a la Luna y al resto de nosotros a la ilusión de que necesitamos un programa informático para tener amigos). Cuna de gato narra la historia de la investigación acerca de Felix Hoennikker que realiza el narrador, y cómo esta pesquisa acerca de uno de los creadores de la bomba atómica lo lleva a una isla caribeña, de la que se convierte en visitante ilustre, etnólogo, máxima autoridad, sobreviviente. Naturalmente (esta es una novela de Kurt Vonnegut) ese trayecto no carece de encuentros singulares, y así, Jonás, el narrador, tropieza a lo largo de él con un científico desinteresado por las implicaciones morales de su trabajo, una secretaria que se dedica a la decoración de oficinas, una prostituta parlanchina, un vendedor de lápidas que sabe exactamente qué funciona mal en este mundo, un hombre que atesora una ciudad en miniatura, el presidente de una asociación de poetas y pintores a favor de una guerra nuclear inmediata, un embajador estadounidense despedido de su cargo anterior por admitir que sus connacionales no son muy queridos en el extranjero, una mujer obsesionada con los nacidos en el estado de Indiana, un fabricante de bicicletas, un dictadorzuelo caribeño, la mujer más bella de una isla del Caribe, un médico que pretende salvar en esa isla todas las vidas que no salvó en Auschwitz, el inventor de una religión desesperanzadora que transmite sus enseñanzas mediante calipsos, un enano y una giganta. Ninguno de ellos tiene demasiado que ver con Felix Hoennikker (a excepción del enano y la giganta, que son dos de sus tres hijos, así como los depositarios de su última invención, el “hielo nueve”), pero las vidas de todos ellos penden de la imaginación de Hoennikker y de científicos como él para los cuales la invención de una sustancia capaz de acabar con la vida en la Tierra es tan solo una oportunidad para demostrar su talento.
Por supuesto, ese invento (el “hielo nueve”) acaba con la vida en la Tierra, lo cual es inevitable sencillamente por el hecho de que, habiendo sido inventado, se le debe dar uso. (Lo que recuerda, por cierto las declaraciones del brigadier Frederick L. Anderson de la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, quien, interpelado acerca de por qué hacia el final de la guerra la aviación aliada se ensañó con la población civil alemana, respondió que las bombas son “mercancías costosas” que no se pueden arrojar en campo abierto “después de todo el trabajo que ha costado fabricarlas”.)
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Kurt Vonnegut llamó a su novela “cuna de gato” en referencia al popular juego de habilidad con hilos; se supone que, manipulando uno, el jugador puede crear una “cuna de gato”, pero el observador no ve la cuna ni ve al gato, sino solo un juego de prestidigitación, un enredo de hilos y dedos que no tiene ningún sentido y que, por consiguiente, se parece mucho al mundo. Si este artículo es publicado (y alguien lo lee) es porque ese mundo no ha terminado ayer, como supuestamente indica la profecía de una civilización que parece haberlo previsto todo menos su desaparición. Más sorprendente que el hecho de que los medios de prensa se hayan hecho eco de estas tonterías (ya que las tonterías venden) me parece el hecho de que se olvide con tanta frecuencia que ese fin del mundo se produce a cada momento y para más y más personas en nuestra sociedad en nuestros días: cada vez que alguien pierde su trabajo, en cada ocasión en que un enfermo es rechazado en un hospital por una razón o por otra, una y otra vez cuando se cierra una tienda, el mundo termina para alguien, y esa es también la situación, amigos.
“Mi padre”, le dice un personaje de esta obra a su narrador, “necesita un libro que pueda leerle a la gente que agoniza o sufre mucho dolor” (130). Cuna de gato se parece a ese libro y es mucho mejor que la obra cuyas páginas leemos una y otra vez en estos días.
[Nota: Cuna de gato fue publicada por primera vez en español por Anagrama en 1988 y por Plaza & Janés en 1994, en ambos casos en traducción de Ángel Luis Hernández Francés; su edición más reciente es la de la editorial argentina La Bestia Equilátera, que acaba de publicar la novela en traducción del escritor Carlos Gardini.]
Magnífico, Vonnegut. Que nadie se piense que es un libro deprimente, está escrito con un grandísimo sentido del humor y cariño, como casi todo lo que escribía Vonnegut. Hace no mucho me esforzada por recordar el nombre en español de ese juego con hilos. ¿Acaso tenía nombre?
Otra novela en la que Vonnegut describe el fin del mundo, y de manera todavía más sarcástica, es «Galápagos». Además es la única novela de ciencia ficción en la que se entiende la evolución por selección natural.
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En mi opinión, la mejor y más maravillosa novela de Kurt Vonnegut. Y lo digo después de haberlas leído todas.