Nos estamos perdiendo mucho western. Mucho y muy bueno, y esto es así porque ya casi nadie lee. El que está escrito es el mejor western que existe, lo afirmo, y, claro, asumo que esto puede ser una idea polémica pero que está basada en la realidad incuestionable de que hubo un tiempo en el que el hombre necesitó mitificar una época, la consquista de un territorio, el establecimiento de una frontera y la creación de un nuevo mundo tras de ella… y no había cámaras de cine para conseguirlo. Se hizo, y muy bien, juntando unas palabras con otras: escribiendo. Son muchas ya las generaciones que han disfrutado del cine y que piensan que las películas constituyen, en sí mismas, obras fundacionales de las historias que cuentan y que elevan, por el simple hecho de filmarlas, a categoría de mito: poniendo un ejemplo algo chusco, pero que viene al pelo, es como si no se valorase el hecho de que la obra de Homero preexistiera a la Troya de Wolfgang Petersen. Y sí que hubo un Homero en el Lejano Oeste, más de uno con una calidad extraordinaria y que en unas ocasiones superaron con creces lo que después se hizo cinematográficamente con sus historias y, en otras, descansan tranquilos en sus tumbas al haber sido, los mitos de los que son autores, tratados con justicia y respeto por el cine. Contaré algún caso notable en torno a todo esto.
Por ejemplo se me ocurre recordar que a Liberty Valance no lo mató John Ford usando la pericia en el uso del winchester de John Wayne; al menos no fue el primero en acabar con la vida de ese bribón que usaba para castigar al prójimo un látigo corto y grueso a modo de prótesis fálica: de llevárselo al otro mundo se ocupó primero una mujer, de nombre Dorothy, utilizando el arma de su talento como una de las más grandes cuentistas universales, a la altura por ejemplo de un Maupassant. Toda una paradoja del western, de la vida misma: una de las visiones más completas, brutal y poética a la vez, del Far West, ese valhalla de los hombres duros y sin afeitar, de los hombres que beben incontinentes y sin agua el más cinematográfico y áspero de los licores, nos la ha transmitido Dorothy M. Johnson, una señora. Y no lo consiguió con una máquina de filmar, sino con una de escribir.
Lo hizo en ese relato sobre el sádico Valance, pero también en otros muchos, como ese de tanta resonancia fílmica como Un hombre llamado caballo; o en La frontera en llamas, un cuento este donde logró reflejar como nadie, con dulzura y ferocidad en grado superlativo, la esencia del territorio mítico que es el Lejano Oeste.
De la calidad de Dorothy sabía mucho John Ford. El inestable, maníaco y borrachín Ford aprovechó la ganancia, y de su relato sobre el sádico Valance extrajo toda la poesía descarnada para hacer su gran obra maestra. Bueno, Ford hizo como media docena más de obras maestras, claro, pero en cada una de ellas hay un gran (o un buen) escritor detrás. No hay que escandalizarse por ello, ni creo que nadie dude de la categoría del cineasta con ese aserto.
Pongo por ejemplo el de La diligencia, donde aspiró la esencia argumental del cuento homónimo de Ernest Haycox, y así se reconoce en los títulos de crédito del film. Pero el relato de Haycox, siendo notable, se queda corto ante el despliegue dramático que hace Ford en su película. Por ello se dice por ahí algo que yo no comparto, que se inspiró también en el relato Bola de sebo de Maupassant. Creo no obstante con rotundidad que la desesperación, el dolor, la tragedia de los personajes de La Diligencia la chupó Ford, y con ansia estética, del cuento Los expulsados de Poker Flat, historia terrible donde el sufrimiento de unos pobres diablos echados de un pueblo por la intolerancia del comité de decentes (rifle en mano), trasciende a los personajes cuando se enfrentan a la muerte colectiva en la sierra por frío y hambre, extrayendo su autor de ellos lo más noble, lo mejor, su entrega a los demás: como cuando descubren que la vieja buscona, la primera en morir por inanición, ha estado escondiendo día a día para la chica, casi una niña, su mísera ración de comida. Tal y como ocurre en La diligencia de Ford, es la generosidad la que trasciende y hace grandes a los ‘expulsados’ en una situación de acoso y peligro para sus vidas. El autor de ese cuento es uno los más notables literatos americanos y también más desconocidos: Bret Harte. Todo un Homero a la altura de nuestra querida Dorothy M. Johnson, y creador inagotable de tantos otros westerns que, al no leerlos, nos estamos perdiendo.
Dorothy se oculta entre secuencia y secuencia, silenciosa como la corriente de un río manso y caudaloso, en alguna otra película de Ford como Centauros del desierto. Esto o no se sabe o no se dice, pero está ahí. No en el argumento de esta maravillosa película, pero sí que está en su poso dramático. Está por ejemplo en la mirada de asco y de odio inmenso de Ethan hacia la pionera loca que el ejército rescata tras haber sido raptada por los indios y que, entre gritos y gemidos, atrapa desesperada una muñeca de trapo para acunarla entre sus brazos: una visión femenina de la devastación que produce la guerra de los hombres.
En Centauros del desierto está nuestra autora también en la sensación de inquietud y pérdida que la madre siente cuando ve salir a su amado Ethan en busca de la partida de comanches que han atacado un rancho. Ford era ante todo una esponja sublime de buena literatura, una afición que compartimos todos los amantes del whisky y de las aventuras peligrosas que se despliegan ante nuestros sorprendidos ojos mientras saboreamos una copa repantigados en nuestro sillón preferido.
En El hombre que mató a Liberty Valance, Ford chupa mucho del cuento original.. y aporta también bastante. Captó desde luego que la esencia de todo aquel drama estaba basada en tres pilares: el carácter sádico de Liberty Valance; la actitud desconcertante, algo insidiosa pero finalmente acertada del personaje Ramson Stoddard (James Stewart); y sobre todo ello, estaba basado en la entrega absoluta por amor de Tom Donyphon (John Wayne), un amor tan fuerte que le obliga a renunciar a su amada para que esta se case con Stoddard. Estos tres pilares están expresados con brillantez por Ford, pero sobre todo y a mi parecer destaca la contundencia con que expresa la desesperación emocional de Donyphon cuando, borracho, perdida para siempre su chica en brazos del civilizado Stoddard, incendia su propia casa: es la casa que había construido con sus manos para ella, es su ilusión, es su vida… y es la gran aportación de Ford al relato original. Sin embargo, el cuento de Dorothy M. Johnson es a mi parecer superior en uno de los otros dos pilares: en la descripción del personaje de Ramson Stoddard (Ramson Foster en el relato) al retratarlo como un irritante malcriado del Este, un «nota» algo cínico, casi un pequeño existencialista que no acabó sus estudios y que solo es capaz de sentir motivación por algo en la vida, aunque fuera un odio profundo, tras ser humillado, flagelado y abandonado en el desierto por Liberty Valance. El malvado Valance se comporta paradójicamente como un acicate positivo en el cuento de Dorothy porque hace que salga lo peor de Stoddard/Foster al mezclarlo así con su antagonista verdadero, que no es Valance, sino Tom Doniphon (Barricune en el cuento), pero también hace que finalmente fluya lo mejor de sí. Ford sin embargo lo retrata desde el principio como un luchador noble aunque poco cualificado para la vida en el salvaje oeste, una visión absolutamente ingenua que no se corresponde con la complejidad de su sosias literario y que, sin embargo, hace realmente grande el cuento de la escritora.
En algo brillan ambas obras con una intensidad casi cegadora: en las dos se capta la difícil relación entre los dos antagonistas por la complicada deuda que se establece entre ellos. «No podía dar la respuesta verdadera: él fue mi enemigo; el fue mi conciencia. El hizo de mí lo que soy» pensamiento que el ya viejo senador Foster (en el cuento) no se atreve a expresar al periodista ante el cadáver de Barricune, al que robó la ilusión por vivir arrebatándole el afecto de su amada. Y miente entonces Foster como un bellaco al asegurar voz en alto que aquel cuerpo de viejo con pelo extremadamente corto y canoso, y vestido pobremente, fue nada menos que «mi amigo durante más de treinta años». Ese extremo de cinismo no se capta en la película de Ford.
En ambas obras Hallie, la chica, ya una anciana esposa, deposita ante el cadáver de su viejo pretendiente una flor de bopal, un cactus del desierto hermoso y áspero como una metáfora de la esencia de la frontera. Esa flor de bopal está llena de significados: como la gratitud inmensa de Hallie hacia el hombre fuerte y rudo que le permitió fundar un hogar tal y como ella deseaba… con otro hombre.
No podría decir qué obra me llena más, si el cuento o la película. Las emociones rezuman en ambos casos ya que la historia es tratada con pasmosa maestría por los dos creadores: se me antojan como titiriteros que manipulan la entraña mecánica de sus personajes con una sonrisa sabia. Tanto John Ford como Dorothy M. Johnson nos elevan el espíritu cuando les prestamos atención dejándonos seducir por sus graves, delicados, complejos susurros. Entonces es una pequeña tontería quizá el intentar certificar con palabras quién es el mejor autor de los dos. Lo que sí puedo arriesgarme a afirmar es que quien no haya leído el relato original de la escritora se ha perdido algo grande. Simplemente me gustaría reivindicar la literatura ante la presión estética del cine… sobre todo en el espacio mítico del western.
¿Leer historias es por lo tanto mucho mejor que verlas plasmadas en las películas? No lo creo con rotundidad, pero seguro que es muy enriquecedor hacerlo. El planteamiento de la pregunta es sin embargo pertinente… siempre que en ambos medios de expresión se parta de cierta altura estética, claro está. Una reflexión interesante al respecto la podemos encontrar en el último estreno protagonizado por Adrien Brody, El Profesor, un film quizá irregular pero con un gran texto. Su personaje, un docente que ha de enfrentarse a la frustración insuperable de educar adolescentes conflictivos, afirma a sus alumnos algo trascendental: las fotografías, la televisión, las videoconsolas, el cine, les impiden pensar por sí mismos ya que, al ser ellos los sujetos pasivos de esa agresión estética tan ubicua y opresiva, se dejan impresionar por el mundo según es pensado (y plasmado en imágenes) por otros. Adrien Brody les conmina encarecidamente a leer, porque leyendo serán redimidos, se harán invulnerables, se salvarán.
¿Y cómo es eso? Pues porque al leer nos imaginamos todos el mundo a nuestro modo, creamos nuestra propia perspectiva de las cosas, hacemos subjetiva la historia que otro ha escrito sometiéndola a las exigencias de nuestra intimidad y pasándolas por el tamiz de nuestra reflexión. Por eso haciendo mías las palabras de El profesor, es pertinente leer las grandes historias del western: para crear de ese modo nuestro propio «lejano oeste», para generar el sueño subjetivo de aquel territorio mítico al que, en estos tiempos de zozobra y dolor, recurrimos un día sí y otro también como el fármaco magistral que nos hace soportable el cotidiano transcurrir de nuestras desconcertadas vidas. ¿Por qué extraña razón habríamos de perdernos ese tesoro?
(Los relatos de Dorothy M. Johnson han sido publicados recientemente por la editorial Valdemar bajo el título Indian Country).
Interesante artículo, una bonita forma de reivindicar las letras sin desmerecer otras formas de arte.
Abusar de la contemplación de la imagen, fija o en movimiento, nos aliena; eso nos hace más apáticos, acríticos y manipulables. Hay que leer más.
Es interesante saber que fue una mujer una de las personas que mejor escribieron sobre el western, algo considerado tan masculino. Me gusta mucho la reflexión final sobre la lectura.
También son muchos los hombres que han escrito inmejorablemente sobre un territorio a priori femenino como lo son los sentimientos, Proust, por ejemplo. Todos llevamos dentro algo de ambos géneros.
Un texto delicioso y sugerente, digno de las películas y libros de los que habla. Gracias
Gracias Jose. Es un placer contar tanto con la película de Ford como del cuento de Dorothy M. Johnson.
:)
Gracias por este artículo, que aparte de reivindicar un género tan denostado hoy en día como el western nos anima a leer y a entusiasmarnos con la lectura.
Por cierto la editorial Valdemar ha iniciado una colección llamada frontera donde se recogen obras de esta narrativa, iniciándola con relatos de Dorothy M. Johnson….por si os interesa
Precisamente aparece citada esa edición de Valdemar al pie del artículo.. Gracias por leerlo (casi) entero.
gracias por solucionarme un par de regalos para reyes!
j
Cierto que la lectura permite crear «nuestra propia perspectiva de las cosas» e «imaginar el mundo a nuestro modo», pero en el caso de la película analizada, hay alguna posibilidad de imaginarse algo mejor a partir del cuento de Johnson? Sería distinto, sería mío, pero sería peor. Y lo mismo vale para las otras grandes obras de Ford.
Eso dice mucho de tu amor por Ford, que comparto al ciento por ciento. No obstante, no sucede nada por disfrutar de esa misma historia contada con el estilo de la escritora.
Pingback: 13/12/12 – La mujer que mató a Liberty Valance « La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real
Una pequeña-gran corrección: Centauros del desierto (feliz traducción del título original de la película de Ford «The Searchers») se basa en la novela «The Searchers» de Alan Le May, no de Dorothy Johnson.
Y sí, aunque parezca imposible, la novela es mejor que la película. En la película de Ford se pierden algunos de los matices más crudos, como el día a día de los comanches o parte de las peripecias de Amos y Martin Pauley.
En ningún momento afirmo que «Centauros..» sea de Dorothy M. Johnson, sino que el espíritu de la película de Ford se encuentra en sus relatos, más concretamente en «La frontera en llamas». Un saludo.
Bueno, en el artículo atribuyes escenas (la reacción de la pionera abrazando la muñeca, etc) a la «visión femenina» de Dorothy Johnson, cuando son escenas descritas punto por punto por Alan le May en su novela «The Searchers» (1954), la cual dio nombre a la película «The Searchers» de John Ford (1956, Centauros del Desierto en su versión traducida al español). De hecho, la película de John Ford es bastante fiel a la novela.
Por otro lado, Alan Le May sin duda alguna bebe de Dorothy Johnson pero no está mal dar al césar lo que es del césar, aunque sea de pasada, y mencionar el nombre del autor de esas escenas tan preciosas y «femeninas» ¿o no?
He revisado el cuento de Le May y llevas razón en lo que comentas, pero también es cierto que ‘bebe’ de Dorothy M. Johnson tal y como muy bien reconoces. Desde luego una de las cosas por las que merece la pena esta revista es por la altura de sus lectores. Gracias Mozart.
Y tanto Alan Le May como Dorothy M. Johnson bebieron de Mary Rowlandson (1637-1711) y su breve relato autobiográfico: «A Narrative of the Captivity and Restoration of Mrs. Mary Rowlandson (Historia del cautiverio y restitución de la señora Mary Rowlandson)», o de los relatos de la amazona Hannah Dunstan o Mary Jemison, o también de los de «Abraham Panther» o James Fenimore Cooper; es decir, ambos autores bebieron de la larguísima tradición de historias de cautivos (niños y mujeres) de «Salvajes» que existe en los EEUU, en los que no es extraño ver alguna que otra vez a una mujer llorando una muñeca.
uno se asombra diariamente ante la vida,esta vez cuando reconoce en unas lineas leidas hace meses a un compañero del metal. Lineas referidas a mi pelicula favorita,ese cine negro-western de claroscuros y dolor masculino entre cactus y criados negros. Pompey libera a los caballos en el incendio,pero el se queda en un ejemplo de lealtad.who’s gonna ride your wild horses,jose angel?
¿En el chorrillo eres mas ransom o mas tom?
Abrazos!!
Siempre más Tom. Por cierto, qué significa eso de ‘compañero del metal’. Me ha desconcertado bastante.
compañero del metal. ¿Recuerdas a eugenio trias sobre mi mesa?
:D
¿Eugenio Trias? No sé, igual se ha equivocado de persona. En todo caso, gracias por su bigotudo comentario.