Hay crisis en el periodismo, ¿acaso alguien no se ha enterado? ¿Tanto nos tenemos que rascar los bolsillos que ya nadie pisa los bares por las mañanas, se tenga un empleo remunerado o no, siempre muy temprano, cuando las conversaciones son más sensatas y profundas porque a esas horas tenemos el puente de Varolio y otras partes de los hemisferios cerebrales —de cuya existencia dudan algunas sectas creacionistas de Arkansas y del Barrio de Salamanca— en estado de semiparálisis, actuando por instinto, o intuición, o mandato divino, un puro acto reflejo de cordura antes de que nuestra alma empiece a tomar posesión sobre la Naturaleza? ¿Nadie ha tomado el pulso a la calle como si fuera un concejal que aún no sabe que esa expresión mueve a risa e incita a la violencia entendida como un acto festivo? ¿Nadie se ha molestado en aguzar el oído y captar los entresijos de las conversaciones de barra de bar que entre carajillo y sol y sombra debaten sobre el futuro de la prensa en papel, la decadencia de las exclusivas —¡ya no hay exclusivas!—, los nuevos modelos de pago y un ente ontológicamente inextricable llamado Periodismo en la Era Digital, que según no pocos teóricos del asunto presenta más de una característica que lo podría definir como orgánico; y otras discusiones sobre códigos éticos mucho más maleables de lo que aconsejaría la decencia y un fiscal misericordioso, si es que existe alguno? ¿Ningún ciudadano ha sido testigo de las airadas disputas que ocasiona la remilgada “filosofía de lo lento”, de las discordias que tratan de resolver, mediante la coacción, una cuestión que de otro modo no presenta solución posible, problemas tanto de carácter teórico como práctico, relacionados estos últimos con la tendencia a consumir horas leyendo artículos glosando el toque de clarín de algún afeminado general prusiano, y que por tanto dificultan de un modo desesperante la maniobra destinada a encontrar un hueco en la barra lo suficientemente holgado como para permitir maniobrar los churros y porras con naturalidad y desparpajo, según mandan largos años de tradición no consensuada pero más innata en el ser humano que ciertos picores y otros reflejos que igualmente incitan a esos procesos placenteros que son el más glorioso fruto de la evolución? ¿Tres mil palabras frente a 140 caracteres y entonces varios heridos por arma blanca, algunas de ellas simples utensilios caseros ingeniosamente modificados, furgones policiales panza arriba y ardiendo en mitad de la vía pública, compañeros y alborotadores mezclados sin orden ni concierto, suplicando, la cara empapada de sangre y lágrimas de frustración, las hembras con el pecho a los cuatro vientos en honor a Isis y los varones sin atreverse a corresponder del todo, salvo los más degenerados, que ya habían tenido episodios de precognición y han estado esperando este Armagedón toda una vida, cada uno de ellos desquiciado, todos voceando, delirando, dirigiendo al unísono su pregunta a un ente superior, que podría ser un redactor de Jot Down pero nunca se estará seguro del todo: “¿PERO QUÉ COÑO ES ORBYT?” ¿En serio que nadie ha visto nunca esto?
Para imponer la paz social, el periodismo moderno debe ocuparse de los temas que realmente preocupan a la comunidad, pero los medios de comunicación siguen ciegos. No es la prima de riesgo, no es Obama, no es la voluntat d’un poble. Hace años, cuando la tracción animal aún reinaba en las calles de nuestras ciudades formando un paraíso ecológico de mierda de caballo y orines, los periodistas se acicalaban con sus mejores galas, entre las que no faltaba una derringer o un bastón de punta afilada y en muchos casos retráctil, se daban un homenaje ya fuera en una tasca o en una casa de putas, los mejor pagados en ambas, y se dirigían en busca de noticias de interés que se vendieran como rosquillas en las ediciones de la tarde. Como la hombría en aquellos años se cotizaba bastante más cara que hoy en día, podían acudir a una sesión del Congreso de los Diputados con la fundada esperanza de que un anarquista arrojara en medio del hemiciclo una bomba, que podía estallar o no. ¿Qué noticia podemos cubrir hoy en día que se pueda equiparar a semejantes primicias? (“¡el encierro de Animalario al completo en el Teatro de España durante una jornada de huelga general!”, gritan al unísono las últimas filas, y después se carcajean y lanzan con notable puntería toda clase de hortalizas en avanzado estado de descomposición).
Una cata de gintonics. Eso es lo que le interesa al pueblo. La sociedad, en su perpetua lucha por cumplir con el devenir de la historia, necesita saber cómo comportarse ante una tónica que presente un diámetro de burbuja incorrecto, desmesurado o insignificante según sea el caso, pues al divino Carlos Marx, con tanto materialismo por aquí y por allá, se le olvidó, ja ja, entrar en materia, y no tuvo ocasión de centrarse en lo verdaderamente importante. Un liberal nos diría que cada uno se hace los gintonics como le sale del higo, pero para eso se creó la prensa, para cercenar libertades absurdas y guiar a los descarriados por la senda más conveniente a los poderes fácticos. Para lograrlo, unos periódicos regalan baratijas, y muchas veces resulta difícil distinguir si la bagatela es el regalo o el mismo diario; otros publican con una periodicidad nunca abusiva portadas a todo color del Cristo Legionario; y las revistas culturales como esta, dado que su redacción rebosa de doctorados de todo tipo y por tanto sus redactores gozan de una percepción especial de las tendencias sociales, asisten a una cata de gintonics a ver qué se puede ofrecer allí. Y ya de paso, para comprobar si es verdad que en semejantes reuniones puede hacer acto de presencia el mismísimo Diablo, representando una especie de ratificación del absurdo que sería apropiadísima en muchas otras ocasiones, como por ejemplo al finalizar un consejo de ministros. Como podrán apreciar los más pacientes, los que mantienen esa creencia no andan muy desencaminados.
Brockmans es una pequeña empresa familiar que, según más tarde nos hace saber su director en España, es el fruto de la afición de los miembros de una familia británica hacia la ginebra que en otras épocas se podría haber considerado adicción, pero que hoy en día no hace sino elevar la condición social de sus practicantes. En cualquier caso, la popularidad de la ginebra no es algo nuevo; ya en el siglo XVIII, la Edad de la Razón —apuntémoslo para los admiradores de la mente humana entendida como una máquina perfecta— en Gran Bretaña se desató una fiebre de la ginebra como consecuencia del rechazo que generó el afrancesado y por tanto católico (es decir, satánico y jesuítico) coñac. En una guerra contra el francés no solo militar sino también comercial que no estamos seguros de que haya finalizado hoy en día, el gobierno de Su Majestad, mediante las malas artes habituales, apoyó con entusiasmo el consumo de la ginebra, entonces trasegada a palo seco o ligeramente rebajada con agua, abocando a la práctica totalidad sus súbditos en un estado de embriaguez permanente que estuvo muy cerca de destruir las sólidas bases morales del imperio y cambiar la historia para siempre. Pero si nos fiamos de lo que por aquel entonces declamaban las autoridades que se decidieron a tomar cartas en el asunto para restablecer el orden, y que se referían a la ginebra como “the principal cause of all the vice & debauchery committed among the inferior sort of people”, el público objetivo de Brockmans es muy distinto del que en aquel entonces se bañaba en galones de ginebra, y esta nueva Gin Craze que parece no tener fin presenta unas características en nada semejantes a las de aquel entonces, excepción hecha de los oscuros intereses económicos que dejaremos sin investigar para dejar el campo libre a los amantes de las conspiraciones.
Los directivos de Brockmans —ya sean miembros de una familia bien o mal avenida, ya profesionales contratados para lograr el mejor retorno posible para el accionista—, no necesitaban de una educación especial para darse cuenta de que actualmente en España el derecho a consumir gintonics premium está muy cerca de ser considerado un derecho básico, por encima de otras necesidades prescindibles como la sanidad, la educación o la justicia, y que fácilmente se puede establecer una correlación entre el derecho a ser felices y la práctica de agarrarse una moña de cuya resaca uno pueda estar orgulloso, y por lo tanto sería de locos dejar pasar la oportunidad de mostrar su producto del mejor modo posible y empezar a competir en la carrera por ser la ginebra subvencionada por el Estado. Para ello, para lograr una diferenciación con sus competidores que vaya más allá de aumentar el diámetro de la botella hasta llegar a extremos absurdos, y que además es una práctica que presenta un límite físico que todavía no se ha conseguido vencer —y no es descabellado pensar que lograr la botella de ginebra de radio infinito sea el verdadero propósito del gran colisionador de hadrones suizo— nada mejor que exhibir las propiedades excelsas de la ginebra Brockmans en un exclusivo curso de olfatismo que solo los genios del marketing y algún teórico loco de alguna perdida rama del menchevismo podrían haber ideado.
Si existe un manual que detalle cómo preparar con éxito una cata de ginebras, sin duda en Brockmans tienen la única copia guardada bajo las más modernas medidas de seguridad. Apuntaremos aquí que es cierta la historia que asegura que el directivo que propuso protegerlo siguiendo el absurdo método de dejarlo donde nadie se esperaría encontrarlo —es decir, en el lugar más conspicuo de la sede de Brockmans en Lutidine House, Ripley, Surrey GU23 6BS—, fue despedido sin indemnización y ahora suspira por un voluntariado en el sótano más oscuro de las oficinas de Larios. En dicho manual, dado que todo el mundo conoce de un modo u otro que la ginebra por sí misma es un licor de sabor repugnante, los primeros capítulos están enteramente dedicados a la creación de una ciencia olfativa que sirva de apoyo a “una experiencia aromática, única y original”. El golpe de genialidad que experimentamos aquí lo personifica Alexander Schmitt, creador de perfumes y experto en aromas vinícolas según reza su tarjeta de visita, que cualquier coleccionista guardará entre sus trofeos más preciados, quien se encargará de manejar la sesión como una suerte de médium entre nuestras narices y el fascinante mundo de los olores exóticos. Para ello, Alexander, que viste de un modo tan impoluto que nuestros cornetes y meatos ya pueden apreciar su acento francés antes de que comience a hablar, se sitúa en un extremo de una mesa en U a la que los asistentes se sientan no sin antes haber luchado por los asientos más alejados de la cabecera, pues hay miedos atávicos que nunca se lograrán vencer, y el pavor a la exposición en primera línea de una aula es uno de los más potentes. Allí situado, bajo el apropiadísimo techo versallesco de la sala de juntas del Hotel Catalonia en el que nos encontramos, y en el que los asistentes díscolos, ya imbuidos en el espíritu escolar que le invade a uno siempre que se le entrega un folleto en el que figura la palabra “seminario” en el título y se le sienta a esperar las órdenes de un tutor, empiezan a buscar referencias eróticas que se puedan compartir con el compañero de al lado, Monsieur Schmitt pone orden entre las decenas de frasquitos monodosis que se agrupan desordenadamente a su alcance, y que si bien nadie duda de que contienen aromas destilados desconocidos para cualquier persona normal, no dejan de dar la impresión de formar un ingrediente esencial de un consejo de administración consagrado a la difusión del mal y presidido por un mandatario politoxicómano. En este caso Alexander, que además, para reforzar esa impresión, y vista la laxitud que en cuanto a etiqueta van demostrando los asistentes al curso según van llegando, cada uno más vulgar que el anterior, se quita la chaqueta y se remanga el brazo izquierdo hasta la altura del codo.
Antes de entrar en materia, estalla la habitual batalla de hashtags de la que toda reunión de adultos con ínfulas 2.0 es testigo, y que en este caso alcanza niveles post-apocalípticos cuando Ken, una especie de muñeco de Mattel hipertrofiado que ya desde los primeros instantes se ha dedicado a repartir tarjetas y a declamar en un tono innecesariamente alto que él mismo organiza unas catas de ginebras que podrían lograr sin mucho esfuerzo la resurrección de la mismísima Reina Madre, ve que su propuesta de #brockmansgintonics puede verse amenazada por la más oficial #encuentrosbybrockmans. No podemos dar testimonio del desenlace, pues los redactores de esta publicación, haciendo gala de una ausencia de valor con pocas equivalencias en la historia del periodismo moderno, se dedicaron a intercambiar entre ellos notitas sin sentido, atarse los zapatos aunque no tuvieran cordones, buscar pañuelos kleenex usados en bolsillos de complicadísimo acceso, y otra serie de maniobras más o menos disimuladas que tenían como único propósito el no verse obligados a tomar partido al respecto. Pero ya desde el principio quedan definidos dos bandos, uno de ellos liderado por Ken y su mano derecha, en este caso sentado a su izquierda, de cuyas virtudes morales da fe el nudo de su corbata, que resulta ser notablemente más grande que su cabeza. Llegará un momento de la conferencia en el que quedará claro que Ken y el Doctor Maligno forman parte de una intriga muy bien definida, y no tardarán en derrocar al señor Schmitt como guía de la sesión de olfatismo y pasar a presentar ellos mismos su propio Plan de Negocio, muy detallado, incluso con sus respectivas diapositivas de Misión y Visión, destinado a desarrollar una aplicación nativa para el iPhone que reproduzca fielmente toda esta experiencia olfativa. Pero todo eso ocurrirá más tarde. Mientras tanto Alexander Schmitt extiende los brazos hacia todos nosotros, levanta la cabeza con algo que parece ser dignidad, pero que sin duda es algo más que escapa a nuestra percepción, abre un poquito la boca, al modo francés, y exclama, casi recitando: “¡vamos a oler juntos!”.
Una sesión de olfatismo consiste en distribuir una serie de palotes planos humedecidos en los aromas destilados contenidos en los frasquitos que anteriormente hemos mencionado —y que siguen formando un caos intencionado, de modo que nadie pueda adivinar por su disposición sobre la mesa qué olor nos van pasar a continuación—, bastoncillos que los aspirantes a connoisseurs huelen siguiendo una técnica al parecer innata, pues afortunadamente aún resta algo de sentido común en la sala y nadie se ha molestado en indicarnos cómo se debe oler un palo. La mayoría opta por situarlo debajo de la nariz y juguetear con él mientras se fantasea con poseer un bigote del que la sociedad no le haga a uno avergonzarse, mientras que Ken, que en sí mismo es una idiosincrasia y no ceja en su empeño de demostrar su excepcionalidad, se lo introduce por uno de los orificios nasales, indistintamente el izquierdo o el derecho, hasta alcanzar en unas ocasiones la epiglotis y en otras provocar daños irreversibles en el cerebelo que podrían explicar muchas cosas de las que estamos siendo testigos.
Después los más atrevidos dan su opinión al respecto, generalmente definiendo vagamente las sensaciones que experimentan. Si bien es verdad que la mayoría de los asistentes —entre los que una Cleopatra que ha llegado con algo de retraso y que se ha sentado en el extremo más alejado de la mesa demuestra una habilidad asombrosa para clasificar los olores, y que por tanto podría dar lugar a más de una tesis doctoral que estudiara la relación entre la perfección morfológica de las narices con su agudeza olfativa— se conforman con hacer descripciones bastante vagas de lo que perciben (un trastero húmedo, un estuche de lápices, un cuadro al óleo), el bando kensiano va un paso más allá y da lugar a que se comiencen a apreciar movimientos inquietos entre el resto de la audiencia. Si alguien dice que el palo huele a madera, Ken dirá que a él le recuerda a la madera de cedro. Si uno confiesa percibir el olor a pimienta, Ken afirmará reconocer sin lugar a dudas el aroma a pimienta de Sichuán. Si se trata del limón, especificará que es limón verde. Y si a un determinado cronista se le ocurre decir, y a ver qué pasa, que él lo que tiene clarísimo es que el palo le huele a pis de gato, Ken llegará un poco más lejos y sostendrá, mientras lucha por sacarse el palo de las narices, que el gato es siamés.
Así, olfateando palitroques y debatiendo sobre las diferencias entre la menta y el mentol (no tienen nada que ver), solventando las diferencias que pueda haber entre la resina y la savia (finalmente no queda claro); contemplando padres y madres de familia que afirman saber a qué huele el coriandro y que se refieren a “la vodka” una y otra vez, de modo que no puede tratarse de un accidente o de un error; fingiendo sentir interés en seguir una disertación sobre la verticalidad del limón y el carácter más redondeado de la lima que deriva en una lección de química orgánica de la que sacamos en claro que la molécula trans-2 cis-6 nonadienal es la responsable de la nota vegetal a pepino; haciendo todas estas cosas y además siendo testigos de cómo personas con una estado mental aparentemente sano preguntan sobre la influencia de la copa en el sabor de la ginebra, se preocupan sobre las maldades de amargor (“el amargor es muy peligroso”) y toman fotos de un vaso de ginebra, es decir de un vaso sin ninguna característica destacable que contiene un líquido incoloro que podría ser agua y tendría el mismo interés fotográfico, llegamos a la conclusión, en un instante que más tarde reconoceremos como una epifanía, de que se dan muy pocas ocasiones en la vida de un hombre recto y de principios católicos en las que sea apropiado ponerse en pie, sacarse la chorra y golpear fuertemente con ella la mesa de juntas, aun a riesgo de sufrir daños irreversibles, al tiempo que se exclama mirando fijamente a la nada y mordiéndose el labio superior: “¡a bergamota!”. Hay un momento de complicidad entre los redactores de Jot Down que no hace falta expresar con palabras, sino mediante miradas rápidas, guiños sincopados y otras manifestaciones de nerviosismo extremo que hacen evidente que cada uno sabe lo que piensa el otro. Somos conscientes de estar muy cerca de dar un paso irreversible. Es entonces cuando Ken, que a estas alturas ya presenta claros síntomas de necesitar una rinoplastia que no está al alcance de cualquier especialista, pregunta con entusiasmo:
—¿Vamos a oler el enebro?
Y, zas, ya está.
Y ahora, ¿quién va a salvar al periodismo?¿Eh?¿Quién? ¿Quién?
El otro día, aproximadamente a los cuatro minutos de espera a que el camarero «elaborara» el gin-tonic que le había pedido, rememoré esta cita de Alber Einstein:
«Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana, y del Universo no estoy seguro»
Después me acodé en la barra a observar como le echaba la tónica a través de una cuchara con surcos en espiral en el mango (minuto y medio), le pagué los 8 pavos correspondientes y retorné zigzagueando elegantemente a la pista de baile, a menearme con el reguetón.
Me merecía esa resaca.
LLevo mas de 20 años consumiendo ginebra (Tom Collins, la versión del gintonic pero con limonada). Desde hace una década, es una bebida que se ha puesto «de moda», y han proliferado infinidad de marcas «premium». Brockmans es un buen producto. Me quedo antes con Gvine, Citadelle o Hendricks, pero es buena ginebra. Lo de la cuchara rizada… una estupidez. Parafernalia. Quitar el gas a una tónica es un sinsentido, pero alla cada cual.
jajajajajajaja genial!
Ignatius, te recomiendo probar el Tom Collins con Brockmans. A mí personalmente me sorprendió casi tanto como la propia ginebra.
Por cierto: asistí al Encuentro con Schmitt, sólo que en Barcelona. No había Ken -mucho menos entretenido, sin duda- pero confieso que me sorprendió mucho el tipo. No sé si lo habéis leído, pero por si os interesa: http://www.brockmansginblog.es/blog/espacio-brockmans/alexandre-schmitt-el-don-de-la-nariz
Ya probé el Tom Collins con Brockmans. Me gustó, claro. Y que diga que es buena es porque es buena ginebra. Por gracia, o desgracia, soy bastante aficionado a este elixir. Como decía en mi antigua reseña, tiempo atrás, cuando no había el boom actual con la ginebra, encontrar marcas premium, o locales donde tuviesen ginebras con triple o mas destilación, era muy complejo. La moda actual, a beneficiado a los frikis de la ginebra, como es mi caso, dando a conocer ginebras que no se importaban por el «en teoria» poco mercado que había. También han proliferado nuevas marcas y ginebras nuevas, muchas de ellas premium, algunas muy buenas, pero otras… Hasta clásicas como Larios, se han visto obligadas a salir de su inmovilismo clásico y han sacado un producto «medio» con Larios 12 (12 ingredientes, no años), de buena calidad. Sin embargo, como decía, amparados en la «modernidad», han salido productos…. Recientemente compré una botella de ginebra elaborada en Barcelona, llamada Port of Dragons, que entre sus reclamos incluye el regaliz entre sus ingredientes…. Hacía tiempo que no probaba algo tan malo. Al menos combinada con limón. Tuve (para mi eso es un sacrilegio) que tirar la copa porque era imposible de digerir. Voy a darle una última oportunidad probándola con tónica, aunque tengo poca fe al resultado, la verdad. De todos modos, no tiraré la botella. A veces viene mi suegro a casa, se empeña en que le haga un gin tonic… y la verdad, con él, paso de gastar de las buenas. ;)
Por último, del mismo modo que critico, alabo. Y hay una ginebra catalana, llamada Mare que es EXTRAORDINARIA
Escuchas a la gente hablar de gintonics y parece que hablan de queimadas de todas las porquerías que les echan.
Lo mejor de toda la sesión fue que nos sentíamos como nobles rusos en la Revolución tomando su último té mientras las hordas llegaban corriendo y golpeaban la puerta de palacio. Mientras olisqueábamos un papel impregnado en cardamomo escuchando a un pánfilo con acento francés disertar sobre el aroma de la resina de abedul eslovaco los perroflautas a cien metros de nosotros rodeaban muy cursimente el Congreso intentando acabar con nosotros (bueno, sustituirnos).
BRAVO.
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