“Por el amor de Dios, Richard, ¿no te das cuenta de que el único motivo de que ocurra todo eso es que piensan que somos unos pecadores y unos monstruos?”
Elizabeth Taylor, en Retratos de Truman Capote
Cleopatra (1963) ha pasado a la historia por ser un suntuoso juguete que casi se lleva por delante a los estudios 20th Century Fox. Superproducción espectacular que tenía como objetivo demostrar que el gran formato cinematográfico no tenía rival con la pequeña pantalla hogareña, significó el inicio del fin del esplendor del Hollywood clásico. Sin embargo, paradójicamente, también supuso el comienzo de uno de los grandes amores vividos como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente. Como la película Cleopatra, la relación de Elizabeth Taylor y Richard Burton estuvo marcada por el exceso y el despilfarro. Nada hubo de medias tintas en aquella superproducción de la pasión cinéfaga.
Como a menudo suele ocurrir en estos trances, cuando se conocieron no se cayeron bien. La primera vez que se vieron fue en la casa de Bel-Air del matrimonio Jean Simmons y Stewart Granger. Burton había rodado La túnica sagrada (1952) con Simmons y estaba descubriendo el mundanal ruido de la industria del cine. Salido de la más absoluta miseria de Pontrhydyfen, pueblo minero de Gales, Burton descubrió de muy pequeño la poesía inglesa y con ella el arte de la recitación. Bien es cierto que, pese a considerarse por entonces el heredero natural de los dos grandes shakespeareanos ingleses, Sir John Gielgud y Laurence Olivier, siempre le interesó más la escritura que la interpretación. De hecho, consideraba que el arte dramático tenía un punto de entretenimiento poco viril. Cosas de las mallas y el maquillaje, es de suponer. Y encontraba más noble el arte de la escritura. A lo largo de su vida llevó dietarios que pretendían ser esbozos de una novela autobiográfica que nunca llegó a materializar. Se sabía de memoria todo Joyce, buena parte de Shakespeare y cultivó amistad con Dylan Thomas, otro galés excesivo. En cualquier caso, el chico pobre salido de las minas se encontraba encantado en la fiesta de estrellas. Repasaba a toda la concurrencia femenina con una ansiedad solo comparable a su compulsión dipsomaníaca. Bien podría decirse que en Pontrhydyfen amamantaban a los recién nacidos con whisky. Y allí estaba Elizabeth Taylor tumbada al borde de la piscina, tomando el sol mientras leía alguna novela. No fue, como podría anticipar un mal guión, un flechazo a primera vista. Para Burton, fue una más de las cópulas mentales que estaba realizando en aquella fiesta mientras se bebía todo el mueble bar. A Taylor le pareció un tipo “demasiado pagado de sí mismo”.
Después de un año mareando la perdiz en Londres, el rodaje de Cleopatra se trasladó a Roma y se escogió el equipo definitivo de rodaje. Nada hacía presagiar lo que ocurriría en pocas semanas. Elizabeth Taylor, junto al actor y amigo de los tiempos infantiles en la Metro Goldwyn Mayer Roddy McDowall, se dedicaba a rajar de aquel teatrero con ínfulas que, además, cumplía la fama galesa de tener poco apego a la higiene. Pronto descubrió Taylor que aquella actitud era pura resaca. En el monumental y espléndido El amor y la furia, de Sam Kashner y Nancy Schoenberger, libro de no ficción que algún cursi promocional podría afirmar que se lee como una novela, queda detallado el instante de no retorno. Esta biografía de la relación, a la que Taylor contribuyó con material y a la que no puso ninguna condición más allá de pedir la promesa de que se respetaría la memoria de Burton, describe el momento antes del rodaje de una escena cuando la actriz tuvo que aguantarle la taza de café al actor, ya que este era incapaz de hacerlo debido a los temblores. Y ahí la ganó para siempre. La niña pija de los ponies, la que recogía perros abandonados de la calle, quedó fascinada por el desvalimiento total de aquel a quien creía un arrogante insufrible. Como comentó Taylor: “Si hubiera sido una campaña estratégica planificada, ni el propio César habría podido plantearla mejor”. Y así empezó la batalla.
Aquí, ahora, conmigo
“Todo lo que deseo amar o abrazar, o tener, está aquí, ahora, conmigo”
Marco Antonio, Cleopatra
“Sus piernas son demasiado cortas en comparación con el torso, la cabeza demasiado voluminosa respecto al cuerpo. Pero su rostro, con esos ojos malvas, es el sueño de todo preso, el ideal de cualquier secretaria: irreal, inalcanzable y, al mismo tiempo, tímida, excesivamente vulnerable, con una leve expresión de recelo en sus preciosos ojos malvas que la hace muy humana”
Truman Capote
Empezó como una historia de jodienda sin pausa. Una aventura más, creía Richard. Las cartas eróticas que el actor escribía a Taylor muestran un encegamiento considerable. Una muestra simpática: “Tengo hambre de tu olor y de tus pezones, y de tu divina hucha y de tu barriga redonda, y de la deliciosa suavidad del interior de tus muslos y de tu culito de bebé, y de tus labios abiertos y de tu mirada medio hostil cuando estás en celo con tu pequeño semental galés…”. La actriz, haciendo gala de la concreción femenina, resumió aquel alboroto hormonal en prosa: “Si te excitas jugando al Scrabble, es que es amor”. De esta manera, entre partidas de Scrabble y polvos furtivos fue fraguándose “un escándalo” que marcaría el papel couché de la década de los sesenta. La pareja Elizabeth y Richard poseía todos los ingredientes para la admiración ajena y la envidia soterrada. Aparte de guapos, sus atractivos desprendían un gran magnetismo sensual, tenían dinero, popularidad y no escondían lo increíblemente bien que se lo pasaban en la cama y fuera de ella. Les separaba, en cualquier caso, el origen social y el hecho de que la actriz fuera una de las más bien pagadas del momento mientras que él no dejaba de ser un actor de teatro metido en péplums alimenticios (“películas de tetas y desierto”, decía Burton con desprecio). Ya desde el inicio de la relación, la ficción del cine reflejó la realidad de sus biografías y viceversa. El director Joseph L. Mankiewicz, uno de los más conspicuos diseccionadores de la piscología femenina, parece ser que fue adaptando el guión según el nuevo rumbo de los acontecimientos sentimentales de los protagonistas. Así pues, Elizabeth y Richard fueron convirtiéndose a los ojos de los demás en Cleopatra y Marco Antonio. En Roma alimentaron el objetivo de los paparazzi y ya nunca más las vicisitudes de sus vidas en común dejaron de ser de dominio público. Tal vez, si no hubiera sido tan evidente el alto voltaje sexual de su aventura, la severa opinión pública no hubiese cargado las tintas en la circunstancia de que ambos estaban casados. Para Eddie Fischer, cantante melódico sin nervio y a la sazón esposo de Taylor, la partida estaba perdida frente al galés: “Aquella voz maravillosa, su conocimiento de la interpretación y su capacidad de enseñarla. Además, me parecía que Elizabeth confundía las debilidades de Burton, su alcoholismo, su amargura y una rabia que desembocaba en la violencia, con independencia y seguridad en sí mismo. Lo consideraba un héroe”. Por su parte, Sybil Burton estaba convencida de que su marido volvería al calor familiar después de su particular escaramuza con Cleopatra. Siempre había sido así. Mujer listísima y, por lo tanto, muy pragmática, Sybil era consciente de la fascinación que Richard producía en las mujeres y lo mucho que a este le gustaba estar con ellas. Sin embargo, por educación tradicionalista, perdonaba las infidelidades siempre y cuando no fueran más que ardores fugaces. Esta vez se equivocó. Siguiendo con el paralelismo entre Cleopatra/Taylor y Marco Antonio/Burton, Sam Kashner y Nancy Schoenberger escriben:
“En un momento dado, después de que Marco Antonio cometa la imprudencia de despedir a sus más estrechos colaboradores y se embarque en una batalla naval desastrosa, Cleopatra se da cuenta de que acaba de ocurrir algo de fatales consecuencias.
‘Antonio, ¿qué ha pasado?’, pregunta.
Y él contesta: ‘Tú. Eso ha pasado’.
Tras tomar la decisión de quedarse con Elizabeth, Burton tardó dos años en volver a ver a sus hijas, Kate y Jessica. Sybil, por quien tanto cariño había sentido, no volvería a dirigirle la palabra durante el resto de su vida”.
Señor Cleopatra
“Deberías tener más cuidado, cariño. Algún día harás daño a alguien más que a ti mismo”
Elizabeth Taylor
A partir de ese momento, Elizabeth y Richard pasaron a vivir una vida de escaparate. Una vida nómada. Plantas de hoteles, animales exóticos, un yate, joyas caras para ella, una biblioteca espectacular con primeras ediciones para él y bebida para ambos. Fue fatal para el alcoholismo de Burton que Taylor le siguiera el ritmo a muerte en la bebida. Si el hijo del minero galés, merced a la poesía de Shakespeare, se creía poseedor de un espíritu noble que no se correspondía con su linaje, a la niña prodigio le gustaba comportarse como un camionero. Además, pese a las cantidades ingentes de vodka, whisky, cerveza y vino que el actor trasegaba a diario, solo tuvo problemas de erección con ella durante los meses que se impuso el dique seco. El exceso festivo era su clima perfecto. Una fatalidad. A ello se añadían las broncas y las discusiones. Unas cuantas copas despertaban la violencia verbal de un tipo por norma gentil y tranquilo. A ella, parece ser, le ponía esa parte brutal. Pero no todo fue volcánico y abrasivo. A Richard no le costó que los hijos de Elizabeth le trataran como a un padre y ejerció siempre de tal. Transmitió la confianza suficiente a Elizabeth para considerarse, más que una gran estrella, una actriz sólida con una vis cómica excelente (y tenía razón). Por su parte, Elizabeth trató de que el actor quitara hierro a sus complejos y traumas que tanto lo torturaban. Entre ellos se contaba alguna relación homosexual que había tenido en la juventud. La actriz, como es bien sabido, tenía buenos amigos homosexuales y sabía bien de la amargura que suponía tener que esconder la orientación sexual y que te juzgaran por ella. De ahí que no sea tan sorprendente que Burton reconociera públicamente haber mantenido relaciones sexuales con otros hombres. Pese a la valentía, no pudo reprimir la pueril coletilla adversativa: “pero no me gustó”. Con su amigo Rex Harrison se rieron de prejuicios en La escalera (1969), filme de Stanley Donen que relata la cotidianidad de una pareja de maduros homosexuales.
La pareja retroalimentaba su vida en el cine. Castillos en la arena, La mujer indomable fueron algunos títulos que pretendieron aprovechar el escándalo para acrecentar su tirón comercial. Se convirtieron en el matrimonio del millón de dólares por cabeza. Esta codicia por darle al público carnaza mediante el cine llevó a Laurence Olivier a escribirle una carta a Burton donde le espetaba: “Decídete. ¿Quieres ser un gran actor o estar en boca de todos?”. A lo que este último respondió: “Las dos cosas”. Pese a todo, crecía la idea de que el intérprete que debía convertirse en el nuevo Gielgud estaba tirando su talento por la borda. En parte por ello se decidió a representar un Hamlet sin mallas que fue un éxito de Broadway. Pero a Burton la interpretación acababa cansándole. Se refugiaba en la lectura, la buena/mala vida y en Elizabeth: “embriagado por su coño y por su astucia”, escribió en sus diarios. Para la prensa pasó a ser el eslabón débil de la pareja Liz y Dick, una contracción que el actor odiaba. También le llamaban señor Cleopatra, apelativo satírico que le sacaba literalmente de sus casillas. Le costaba horrores lidiar con el escaparate mediático.
A propósito del rodaje de El espía que surgió del frío, el autor de la novela, John Le Carré, trató a Burton: “Me dio la impresión de que para él ya no tenía mucha gracia abrirse camino hasta la cima con esfuerzo y follando; la había tenido pero ya no”. El escándalo, pues, no estaba exento de la interpretación sesgada del braguetazo. Así también lo pensaba Montgomery Clift, cuya homosexualidad le había impedido tener algo más que una amistad férrea con Taylor. De hecho, Clift despreciaba a Burton, a quien consideraba un actor de cartón piedra. También es cierto que Burton, formado en el clasicismo inglés, aborrecía a los actores del método. Sea como fuera, superando maledicencias, en 1966 Elizabeth y Richard se convirtieron en los Martha y George de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, dirigida por Mike Nichols. Era la faz amarga de su relación. La histérica hortera y el débil calzonazos. Las broncas, las discusiones y la violencia psicológica.
Fue su último gran éxito juntos. Y un punto de inflexión en sus vidas. Durante el rodaje de El hombre que surgió del frío Burton recibió una paliza cuyas consecuencias físicas arrastró toda su vida. Le gustaba beber solo en tugurios de mala muerte. Una elección peligrosa, teniendo en cuenta su carácter. Después de varios intentos de dejar la bebida, se dio cuenta de que el alcohol y Elizabeth iban en el mismo paquete. En 1974 se produjo la ruptura matrimonial después de más de diez años juntos: “Debes saber, por supuesto, lo mal que te trato. Pero lo fundamental y más vicioso, canallesco, criminal y hecho indiscutible es que no nos entendemos en absoluto”. Pese a la supuesta falta de entendimiento volvieron a probarlo un año más tarde. Se casaron en Botswana y la convivencia reanudada duró unos pocos meses.
Burton decidió alejarse de la mala vida con esposas/enfermeras y trabajo. Por su parte, la actriz reconoció públicamente su adicción al alcohol y a los fármacos e ingresó en el famoso centro de desintoxicación Betty Ford Center. Los últimos diez años fueron de calma y paz (y probablemente aburrimiento), lejos de la superproducción pasional en la que habían convertido sus vidas a lo largo de casi quince años. Hablaban, eso sí, horas largas por teléfono y se carteaban.
La última carta de Richard llegó dos días después de su muerte. Es la carta que Elizabeth conservó en su cama durante el resto de su vida. En ella, Richard le pedía una última oportunidad.
En los últimos años, Elizabeth coleccionó tantos maridos como joyas le gustaba lucir. Algunos de ellos ciertamente inverosímiles. Aun así, a mi parecer, parió una de las mejores sentencias que pueden dedicársele a un hombre:
“Después de Richard, todos los hombres de mi vida solo estuvieron ahí para abrir la puerta y aguantarme el abrigo”.
Alguien ha visto recientemente cierta pelicula de Lindsay Lohan…
No la he visto aún, pero creo que el guión sigue bastante de cerca «El amor y la furia», que es el libro que mejor ha abordado la relación de Elisabeth/Richard. Abrazos.
Sin duda alguna, la Lohan es todo a lo que hubiera llegado la Taylor de nacer años más tarde. En talento, en derrapar y sobre todo, en hortera. Para muestra, el señor y el tipo de relación que acompaña.
En otro orden de cosas, muy fan del autor y sobre todo del anuncio de Facua inserto al pie de artículo.
Debo decir que, pese a que me ha parecido un artículo magnífico (tanto en el aspecto redaccional como en la disección minuciosa de la intimidad cáustica de la pareja) se comete un error a mi parecer imperdonable en un analista de la farándula áurea del Hollywood glorioso, y es llamarle Montgomery Cliff, cuando su apellido es Clift. Corríjalo, por favor, y disculpe las molestias.
Disculpe el desliz. Espero que lo corrijan desde edición. Abrazos.
Envidio a Sinatra, la tuvo en los cincuentas su mejor época en cuanto a belleza, y malamente, le provocó un legrado.