Fue uno de esos antojos del destino. El último de todos los que habían desfilado sorprendentemente por aquel torneo disputado en la primera semana del mes de noviembre. David Ferrer se arrodilló sobre la pista cubierta de París-Bercy y se llevó las manos a la cara. No lo podía creer. Se levantó, miró al cielo y sus ojos encontraron la bóveda encargada de proteger a los jugadores de los fenómenos climatológicos; de los rayos del sol y los bamboleos del viento que tanto incomodan a los jugadores predicadores del juego ofensivo. Caminó hacia la red para dar la mano a Janowicz mientras una retahíla de pensamientos le martilleaba apresuradamente la cabeza. Acababa de ganar un Masters 1000 y lo había hecho bajo techo. Acababa de añadir a su currículo el cetro que tanto buscó y persiguió en una superficie que recompensa el juego de ataque, una pista idónea para discutir los intercambios en dos o tres tiros que premia a los valientes capaces de subir a matar el punto en la red. Una pista que indiscutiblemente ayuda a los sacadores y castiga a los conservadores. Acababa de abrir, en definitiva, la puerta que tantas veces le habían cerrado en la cara Federer, Djokovic, Nadal y Murray. Había ganado el título más importante de su carrera individual en un entorno prohibido durante muchos años para el tenis español. Era una realidad: no se marcharía de la élite sin una recompensa a más de doce encomiables años de trabajo, esfuerzo y sacrificio.
Los días previos a la victoria fueron tan insólitos como especiales. El último Masters 1000 del año solía ser territorio prolífico para coronar nuevos campeones. Que las nueve últimas ediciones del torneo hubiesen terminado con un ganador distinto en la foto final así lo reflejaba. Pero ni por asomo podía pensar que esta vez le tocaría a él. Era una confidencia callada, inconfesable incluso para su entorno más cercano, pero pensaba firmemente que nunca ganaría un título de esa magnitud. Creía que la oportunidad ya había pasado. Consideraba tras muchas horas de reflexión que las finales perdidas en Roma y Monte Carlo ante Nadal y en Shanghái frente a Murray habían sido su último tren hacia ese pequeño lugar en la historia. Y la realidad era aplastante: en ninguno de esos partidos en los que había batallado por una corona mayor fue capaz de ganar un set. Real y desilusionador a la vez. La distancia con los cuatro primeros era demasiado grande y eran ellos los que se repartían la mayor parte del pastel año tras año. Lo tenía asumido y así había quedado demostrado en los partidos frente a todos ellos. Él era el primero de los otros. El líder de ese ránking que empezaba tras la cuarta posición y tras el que se agazapaban decenas de tenistas hambrientos por algo que morder, como una pelea de leones en mitad de la jungla. Claro que tenía mérito permanecer durante tanto tiempo seguido en ese quinto escalón, pero le entristecía no haber ganado nunca un Masters 1000, quedando el Grand Slam como una meta tan deseada como utópica.
Por eso se preguntaba muchas veces qué habría pasado en otra época. Qué habría sido David Ferrer en un período de años alejados de este oligopolio donde un reducido grupo de elegidos ejercen un absoluto dominio sobre todos los demás. Quizá habría podido ganar mucho más, superar esas rondas finales de los torneos del Grand Slam o besar los trofeos prohibidos que le habían arrebatado despiadadamente. O quizá la falta de rivalidad le habría impedido crecer tanto y romper sus limitaciones gracias a la exigencia presente entre todos los jugadores actuales, desarrollando al máximo cada una de sus habilidades para poder sobrevivir. Posiblemente compartir camino con tenistas mejores le había convertido en un tenista más completo. Prueba de ello era su temporada actual donde había coronado torneos en tierra, hierba y cemento, demostrando una capacidad de adaptación a todos los tipos de suelo al alcance de pocos.
Algo sí tenía claro: habría gozado seguro de un reconocimiento mayor en otra era, independientemente de los éxitos deportivos alcanzados o del desarrollo personal logrado gracias a la competencia. Su brillo en el mundo estaba apagado por una de las mejores camadas de tenistas que el deporte jamás había contemplado y en España se encontraba inevitablemente a la sombra de Nadal. Era algo que también tenía asumido. Por ejemplo, la prensa no se desplazó a Nueva York porque el balear no participó en el torneo, pese a que él había alcanzado las semifinales. La lesión de Nadal, ausente desde Wimbledon, le había obligado a cargar con la responsabilidad de ser el rostro visible del tenis español, fundamental su papel en las dos eliminatorias de Copa Davis para capitanear al equipo hacia una nueva final. Y fue algo que llevó con la humildad de saber que Nadal era insustituible pero con la capacidad necesaria para estar ahí y romperse los dientes una vez más.
París era la última parada antes de afrontar la Copa de Maestros y la final de la Copa Davis en Praga. Y Bercy había sido un cementerio de gigantes. Djokovic se inclinó de forma sorprendente ante Querrey tras arrancar a la velocidad de la luz en una batalla tan extraña como previsible. Murray siguió sus pasos una ronda más tarde cediendo contra el admirable Janowicz, finalista y protagonista de una historia que arrancó años atrás pero que para el público lo había hecho en París cuando empezó a superar una ronda tras otra derribando grandes jugadores. Como fichas de ajedrez desplomadas en un bello movimiento fueron cayendo Juan Martín Del Potro, Tomas Berdych y Janko Tipsarevic hasta dejar el cuadro exento de favoritos. Entonces supo que era su momento. Se resistía a pensarlo, hacía lo posible por evadir aquellas sensaciones, pero era inevitable admitir que estaba frente a esa oportunidad buscada con tesón durante toda su carrera. Era el momento de ganar un Masters 1000. Hay veces que la vida sorprende sin previo aviso. Él siempre había estado ahí y ahora se encontraba preparado para corresponder como se esperaba.
La semana avanzaba y las casualidades parecían no tener fin. Todas las piezas importantes del tablero estaban fuera de combate. La ocasión perfecta para añadir ese trofeo deseado llegaba en una pista cubierta, el gran obstáculo de los jugadores españoles, donde ningún coterráneo salvo Corretja había sumado más de un título. Las semifinales le enfrentaban ante un jugador invitado por la organización (121 del mundo) y la final contra un desconocido que nunca había jugado un Masters 1000 y que viajó a Australia en enero por problemas económicos. No era aquella la situación que imaginaba cuando pensaba en afrontar ese momento. No era Jerzy el último obstáculo que esperaba encontrar, pero la historia se estaba escribiendo de forma descontrolada y apresurada, con los renglones torcidos, y no quería pensar demasiado en ello.
Todo sucedió muy rápido desde que eliminó a Tsonga hasta que selló su pase a la final. Se encontró en la camilla tras ganar a Llodra mientras las manos de Rafael García intentaban curar las heridas de guerra acumuladas durante los 98 partidos disputados en 2012 (casi siete días compitiendo en una pista de tenis), su mente se encargaba de diseccionar la incógnita que le planteaba la final con Jerzy Janowicz. Era favorito por galones pero quizás no por tenis. El polaco había mostrado días atrás un saque descomunal, auténticas bombas impulsadas gracias a su altura y la longitud de sus brazos, y una mano de seda capaz de dibujar medidas dejadas. Aquellas dos armas, conjugadas con una capacidad imprevisible para disparar o templar sus golpes de forma imprevisible construían el peligro al que haría frente. Sabía lo que tenía que hacer. Un gigante, al final, siempre es un gigante. Y la paciencia, de la mano de la experiencia, era todo lo que necesitaba mantener de su lado. Sabía que ganar un Masters 1000 con Federer, Nadal, Djokovic o Murray tras la red era una misión casi imposible. Pero ante él no se le podía escapar.
Salió a pista para afrontar el partido más importante de su carrera y asistió a un concierto de misiles. Llegaban por todos lados, sin importar si era primer o segundo servicio. Él jamás renunció a la línea de fondo. Intentó restar siempre con los pies encima de ella evitando que la pelota tomase altura. Poco a poco fue devolviendo la bola. Tocó una con el marco de la raqueta. Devolvió otra a media pista. Pasó una tercera rozando la cinta. Y así, pasito a pasito, fue consumiendo la moral de Janowicz, preso de sus propias expectativas, hasta lograr romperle el saque. Además, llegó siempre a todas las dejadas que intentó construir el polaco, avisado estaba de ese recurso, y encontró un yacimiento por explorar en el desplazamiento lateral del jugador de 21 años que se desangró al tener que golpear la pelota en movimiento. Ganó, pese a superar los previsibles momentos complicados que aparecieron durante el encuentro. La final no tuvo mucho más que analizar. No hubo épica ni puntos para el recuerdo, pero sí un puñado de emociones liberadas tras el último intercambio.
Cuando se tiró al suelo con las manos en la cara sintió que realmente había cerrado el círculo. Jamás pensó que ganaría aquel deseado Masters 1000 bajo techo, pero lo había hecho. Se apagaron las luces de París y fue a abrazar a todos los que habían cumplido ese sueño con él. La radiante sonrisa dibujada en su cara gritaba que era un hombre feliz. Que con 30 años acaba de completar el mejor año de su vida como tenista. Había sido inteligente por saber aprovechar las circunstancias. Era ahora o nunca. O en Bercy y bajo techo o jamás. Quizás muchos pensarían que la victoria carecía de mérito por no haber cruzado con los cuatro primeros de la clasificación, pero acaba de ganar un Masters 1000 y poco importaba lo demás. El tenis era justo. La deuda estaba saldada y se había arrancado una espina clavada durante casi 800 partidos como profesional. No tuvo demasiado tiempo para celebrarlo. Cenó con los suyos y partió por la mañana hacia Londres. Dos de los compromisos más importantes de la temporada aún le esperan. La inquebrantable fe en el trabajo diario como camino infalible hacia la gloria no se la borraría ningún título. Por importase que fuese.
Maravilloso artículo Rafa, enhorabuena.
Solo una puntualización: «y que NO viajó a Australia en enero por problemas económicos».
Eixe David és molt gran!