[La parte de este relato en la que se narra cómo fue el día de los asesinatos y dónde estaban en ese momento los protagonistas del caso, está basada en la versión de los hechos del acusado, Pablo Ibar, de su mujer, Tanya Ibar, de la familia de ambos y de los testigos que aseguran haberlo visto ese día. El resto del texto está redactado a partir de hechos]
“No recuerdo lo que siente al estar libre. Cuando en un sueño estoy hablando con mi mujer o estoy con mi familia aparece un oficial detrás de mí diciendo que regrese a la celda. Estoy preso hasta en mis sueños”. Hace 39 grados en Raiford. El sol se desploma sobre el asfalto de la única carretera que atraviesa este condado del norte de Florida. Apenas pasan coches. No se ve una persona a pie, solo praderas de hierba marchita alrededor que no conducen a ninguna parte. El sonido incansable de las cigarras. El sol. El sudor.
La vida solo da señales de sí misma en un pequeño cruce de caminos que en el condado hace de núcleo urbano. Término generoso: una docena de casas viejas se suceden a la orilla del camino hasta terminar en una iglesia evangélica. Son casas prefabricadas, con las puertas abiertas y objetos de todo tipo en la entrada al alcance de cualquiera: el cortacésped, sillas, herramientas, juguetes de niños…. No parece haber temor a un robo. No parece haber temor a que siquiera pase alguien por allí. Es mediodía y no hay rastro de los vecinos. Una camioneta con varios jóvenes sentados en el remolque cruza la carretera. Colgado en su parte de detrás, un cartel: ‘Presos trabajando’. “Nunca hemos tenido ningún problema con los presos. Trabajan en la carretera, estamos acostumbrados. Que yo recuerde, nunca ha habido ningún problema”. Nancy atiende el único supermercado del condado. El aire acondicionado evita el sudor. Venden alimentos, productos de limpieza, de higiene y hasta artículos para la playa. El supermercado está enfrente de las casas y de la iglesia. Justo al lado hay una gasolinera. Después, las praderas. Eso es todo en Raiford. “Es raro ver turistas por aquí”, sonríe. “Este es un sitio muy tranquilo y es muy recomendable ponerse protector solar. Pega mucho el sol”. Lejos del supermercado, lejos de las casas a la orilla de la carretera, lejos incluso de las praderas, en lo más profundo del ya de por sí profundo Raiford, aparece la prisión estatal de Florida. La razón de ser de este lugar.
Enormes barracones se extienden en tres complejos diferentes rodeados por alambradas. Muros grises, cableado y verjas, ventanas por las que apenas se puede sacar un brazo. Dentro de uno de los edificios está el corredor de la muerte. Puertas, barrotes, pasadizos, muros y una mampara de vidrio después, está Pablo Ibar, vestido con un mono naranja, con una camiseta interior blanca, calzado deportivo, explicando que no recuerda lo que es la libertad. En 1994 fue detenido y días después acusado de asesinato junto a otro joven, Seth Peñalver. Estuvo hasta el año 2000 en la cárcel, esperando el juicio. Cuando llegó, todo salió mal: fue condenado a la pena capital y trasladado al corredor de la muerte en el que habita desde entonces. En total, lleva dieciocho años sin salir. “Un compañero que estuvo libre me dice que el sol se siente diferente en la cara cuando estás fuera”, dice. Una gota de sudor resbala por la frente de un guardia. “Yo le creo”.
Jai-Alai
La puerta del colegio interno de los jesuitas de Tudela, en Navarra, estaba cerrada a cal y canto aquella noche de 1954. Además vigilaba Eusebio, el conserje. Era muy difícil —casi imposible— escapar de allí. Lo sabían Cándido Ibar Azpiazu y su hermano José Manuel, internos desde hacía once meses por decisión de su padre. Siempre decía que esa sería la única manera de que los dos estudiasen. “Hay que ser firmes”. Ni a Cándido ni a José Manuel les gustaba sentarse frente a los libros. Con diez y once años preferían jugar a la pelota o levantar peso en los descampados de Aizarnazabal, el histórico municipio de Guipúzcoa en el que habían nacido. Vivir en el caserío de Urtain, rodeados de espacio verde, hacía difícil vencer la tentación. Y cuando no era eso, había que ayudar a sus padres. El tiempo para estudiar desaparecía y el internado era la única opción. Pero la puerta estaba cerrada. Y vigilaba Eusebio.
José Manuel había encontrado un ventanuco por el que poder colarse. A las doce de la noche los dos chavales avanzaron de puntillas y en tinieblas hacia la libertad. Con los zapatos en la mano, saltaron al patio y corrieron notando cómo el corazón golpeaba, sin mirar atrás, hacia la salida. Fue más fácil de lo que esperaban y Eusebio no se dio cuenta de la escapada hasta la mañana siguiente. A esa hora, y tras lograr que les recogiese un camión de reparto, Cándido y José Manuel ya estaban frente al caserío de Urtain. El enfado de su padre fue antológico pero momentáneo. No volvería a enviarlos al internado.
José Manuel comenzó a trabajar como albañil tras la fuga y Cándido combinaba sus amagos de estudiar con la práctica de la pelota. A principios de los 60 sus caminos se separaron. José Manuel se trasladó a Cestona, el pueblo de al lado, donde comenzó su carrera como aizkolari primero y harrijasotzaile después para finalmente dedicarse profesionalmente al boxeo. Su carrera comenzó en Donosti donde en su estreno derrotó al cántabro Johny Rodi en diecisiete segundos. De ahí a la excelencia. Apodado Urtain en honor al caserío donde se crío, logró ser tres veces campeón de España de los pesos pesados y una de Europa. Llegó a pelear en Wembley contra Henry Cooper, que meses atrás se había enfrentado a un tal Mohamed Ali. No pudo verlo su padre, quien murió repentinamente, dicen, en una apuesta por ver quién levantaba más peso. El ascenso de Urtain también precipitó su caída: en 1992, alejado de los focos que antaño le buscaban para hacer anuncios de Soberano, se dejó caer desde un décimo piso del Barrio del Pilar en Madrid.
El camino de Cándido también tuvo brillo… y maleficio. Menos conocido que su hermano José Manuel, el pequeño de los Ibar se decidió por la pelota en lugar del peso o el boxeo. Comenzó de adolescente y enseguida los entrenadores vieron sus formas. Dejó todo para centrarse en el frontón y a mediados de los 60 ya era pelotari puntista profesional. Fue en su mejor época cuando, tras una conversación con varios conocidos en el histórico frontón de Aizarnazabal, en pie desde 1914, comenzó a pensar en largarse. Y no a cualquier sitio. Su prioridad era seguir con su carrera y su meta se trasladó al otro lado del océano: Miami. Hacía menos de diez años que el estado de Florida había legalizado las apuestas y la diáspora vasca no perdió el tiempo. Comenzaron a levantarse frontones de jai-alai, como es conocida la cestapunta en EEUU y donde se popularizó gracias al eslogan «el juego más rápido del mundo». Uno de los frontones más importantes se construyó en Dania Beach, una pequeña ciudad de 30.000 habitantes que forma parte de la inmensa área metropolitana de Miami. Allí decidió trasladarse Cándido con un amigo en 1968. Tenía 24 años. Fichó por el club de Dania y su éxito fue fulgurante. Compitió con leyendas como Ugartechea, ‘Waki’ Echeverría u Orbea y alcanzó varios títulos formando pareja con Ángel. Su éxito profesional en Dania Beach le debe mucho a la popularidad que este juego logró en esos años. Estrellas como Errol Flynn o la mismísima Marilyn asistían de cuando en cuando a los encuentros, especialmente en partidos de máxima rivalidad, como los que enfrentaba a Dania con Orlando, Miami o Tampa. Los ingresos que Cándido logró gracias al jai-alai fueron muy superiores a los que podía haber generado en Euskadi.
María Casas venía al mundo dos años después que Cándido en el barrio de Habana Vieja. Era la menor de cuatro hermanas, sin demasiados recursos económicos. Aplicada en los estudios, fue la bajada de Castro y el Ché desde la Sierra Maestra en 1959 la que obligó a su familia a pensar en el exilio. Acompañada por la madre y una hermana, llegaron a Miami el mismo año que lo hacía Cándido. Y se instalaron, quién sabe si el destino, en Dania Beach, cerca del frontón. Años después llegaría el resto de su familia, pero antes —al cabo de pocos meses de haber llegado— las vidas de María y Cándido se cruzaron. En lo más pleno de sus juventudes ella, estudiante, y él, pelotari, hilaban miradas cerca del frontón hasta que decidieron dar un paso. La suya fue una de las tantas conexiones entre vascos y cubanos se consolidaron en Florida. Antes de que llegaran los 70 ya estaban juntos y poco después tendrían dos hijos. El primero se llamaría Pablo y nació en Fort Lauderdale (ciudad pegada a Dania) el 4 de enero de 1972. Veinticuatro años más tarde, a la misma edad a la que su padre llegó a Florida, Pablo Ibar sería detenido. La historia de los Urtain daría, de nuevo, un nefasto giro.
Alvin y George
Justo al sur de Dania Beach está Hollywood. A la sombra de su tocayo californiano en cuanto a popularidad, esta zona es el epicentro de la comunidad portorriqueña de Florida. Allí llegó Alvin Cole siendo una niña. Nació en Mayagüez, ciudad costera de Puerto Rico, en 1949 y acababa de empezar el colegio cuando su padre decidió emigrar. Con él, toda la familia. Los padres de Alvin siguieron hablando español en casa, de forma que, pese haber llegado siendo una cría, Alvin no olvidó su lengua madre. No le ocurrió lo mismo a George Quinones. Su familia se trasladó siendo él un bebé a Nueva York, también proveniente de Puerto Rico, de la barriada de Santurce, en San Juan. Cuando con 20 años decidió vivir por su cuenta buscándose la vida en Miami, apenas chapurreaba el idioma de sus padres. George ejerció de policía en las calles de la ciudad, de todo menos tranquilas. Aquello no iba con su carácter. Chico pausado, introvertido y con diabetes desde joven, George tuvo una mala experiencia una noche con pistolas de por medio y decidió dejar aquello. Se trasladó a Hollywood, donde Alvin buscaba trabajo como guía turística gracias a su bilingüismo. Casi en los mismos meses en los que Cándido y María se descubrían, George y Alvin, quién sabe si tan solo unas calles más alejados, comenzaban una relación que ya nunca terminaría. La familia que de ellos nació fue numerosa. Y homogénea: cinco niñas. La cuarta vino al mundo el 27 de marzo de 1978. Se llamó Tanya Quinones. Años después su vida se cruzaría con la de Pablo y se convertiría en Tanya Ibar, pasando ella también a formar parte de la historia de los Urtain.
Connecticut
Cuando un niño camina —corre— antes de cumplir un año es que quiere empezar a vivir cuanto antes. No hay tiempo que perder. Sin tener doce meses, Pablo exploraba el mundo sobre sus dos pequeñas piernas. “No paraba, si se movía lo hacía corriendo. Iba de un sitio a otro y rompía constantemente cosas. Por donde pasaba, dejaba su huella. Era pura actividad”. Así es como lo recuerda Cándido. Pero activo no significa malo y, aunque Pablo planeaba día sí y día también travesuras junto a su hermano Michael, nunca se metió en un lío más allá del de cualquier chaval inquieto de su edad. Era, además, obediente. No le dio un disgusto serio a sus padres. Fue en su infancia cuando Pablo conoció el País Vasco. Estuvo dos veces, las dos acompañando a su padre en partidos de pelota. Eran pocos los partidos de su padre que Pablo se perdía. Estudió hasta su adolescencia en la South Broward School, donde forjó sus amistades, casi todas ellas latinas. Pero en su tiempo libre y orientado por su padre jugaba al jai-alai. Poco tiempo pasó antes de que la pelota superase a los libros en interés. Ni siquiera intentó ir al instituto y su desgana se completó en la adolescencia cuando sus padres, Cándido y María, se separaron. Cándido, en una decisión dura para Pablo, decidió abandonar el sur y trasladarse a Connecticut. De nuevo no fue casualidad: el estado, cercano a Nueva York, había legalizado las apuestas. En Connecticut Cándido rehízo su vida y se volvió a casar. Tuvo otros dos hijos y prosiguió su carrera de jai-alai, alternado la competición con el entrenamiento para jóvenes promesas. Pablo se quedó en Florida y comenzó a seguir la senda marcada. Entrenaba cada día en el frontón y cumplía sacándose un dinero en una empresa de repuestos eléctricos. El instituto, definitivamente, había quedado a un lado.
Unas calles más al norte Tanya acudía todavía a la escuela privada Saint Thomas Aquinas School. Fascinada con la Historia, se levantaba de un salto cada mañana que le tocaba esa clase. Tanya soñaba con ir a la universidad y ser historiadora. “Era una niña muy preocupada por lo que sucedía a su alrededor. Tenía un especial empeño en ayudar a los demás, eso la hacía feliz”. Así la recuerda Alvin, su madre. Tanya disfrutaba de una familia muy unida, sin ahogos económicos y que podían permitirse escapadas de vez en cuando para disfrutar unas vacaciones. Todos los domingos se reunía con sus primos y celebraban comidas en el jardín de su tío, profesional de la barbacoa. Apenas había fisuras en la felicidad familiar. Y así permaneció cuando Tanya llegó a la adolescencia. Entonces, de la mano de su hermana mayor Melissa, descubrió las fiestas, los chicos y todo lo correspondiente a esa edad. Fueron años de diversión, pero la base de responsabilidad que otorgaba el carácter de Tanya se mantenía intacta. Su punto de mira seguía fijo en la universidad con un matiz: cambiaba la historia por la enfermería. Ayudar a los demás se revelaba como el sentido de su vida aunque en ese momento no sospechaba hasta qué punto. Todas estas inquietudes y su forma de ser la convirtieron en una adolescente tímida. Si Pablo no se hubiera fijado en ella aquella noche, en aquella fiesta, hoy no estarían juntos. Ella hubiese sido incapaz de acercarse.
El miedo a la pelota
El 2 de agosto de 1990 estalla la Guerra del Golfo. Estados Unidos lidera una coalición de Naciones Unidas contra Irak con Kuwait como botín. La operación «Tormenta del Desierto» dispara los rumores en las calles de todo el país: vuelve el reclutamiento forzoso. Nunca llegará a ocurrir, pero los jóvenes que no estaban estudiando agacharon la cabeza. Pablo decidió trasladarse un tiempo con su padre, a Connecticut, una suerte de fuga para evitar las unidades de reclutamiento que patrullaban con insistencia las calles de Miami en busca de voluntarios ociosos. Tenía 18 años. El tercer estado más pequeño de Estados Unidos perfiló definitivamente su ambición. Cándido comenzó a entrenar personalmente a Pablo en el único frontón de jai-alai que había en funcionamiento fuera de Florida. Estaba a veinte minutos de Hartford y bullía actividad. De él saldrían figuras como Arzubia, Txelis, Guisasola o Iturraspe, además de Ibar. Pronto Pablo despuntó en habilidad. Su velocidad, su actividad vital que de niño le convertían en un pequeño torbellino, fluía ahora en la pista para su beneficio. Al cabo de un par de años se preparaba ya para debutar como profesional y ya había jugado algún partido amateur con su padre como pareja. “Hubiera llegado, porque casi todos los chavales que entrenaban con él llegaron. Sin duda hubiera sido profesional”, se lamenta Cándido.
Las malas noticias torcieron el escenario en el verano de 1993. Desde Florida llegó una de esas llamadas que nunca se olvidan, que se quedan grabadas. A María, la madre de Pablo, le diagnosticaron un cáncer. No pintaba bien. Cándido le pidió a su hijo que regresara unos meses a Florida, junto a su madre; decidieron retrasar su estreno en el frontón. Unos días antes de partir Pablo sufrió un incidente jugando que le marcaría en muchos sentidos y cuyas consecuencias llegarían a convertirse en una cuestión de vida o muerte. Fue una mañana de septiembre. Pablo esperaba un rebote rápido y la pelota le golpeó con violencia la ceja derecha. Quedó en quince puntos y un buen susto, pero Pablo cogió miedo a la pelota, como le suele a ocurrir a muchos jóvenes tras recibir su primer impacto. En esos casos, los entrenadores suelen optar por hacer que el chaval desconecte un tiempo, que rebaje la intensidad de su entrenamiento y vuelva con la mente descansada. Era el momento de regresar a Florida.
En Hollywood Tanya seguía su camino para ser enfermera. Asistía a clase y aprobaba todas las asignaturas. La familia seguía unida: Alvin trabaja en Spirit Travel Inc. como agente de viajes y George en la empresa de negocios de un amigo llamada Labor World. En la ciudad ya se hablaba de que Pablo había regresado. Joven, atlético, pelotari y con un «carro» rojo nuevo que su madre le deja pasear por las calles de Dania Beach, no pasaba desapercibido para las adolescentes. Hasta la cicatriz de su ceja resultaba atractiva. Pablo se instaló en casa de su madre pero a los pocos meses decidió irse a vivir con dos amigos a la calle Lee: Alex Hernández, colombiano, y Alberto Rincón, portorriqueño. Los tres comparten piso en Hollywood, una decisión que le cambió. Y no para bien. El chaval deportista empezó a desdibujarse con el paso de las semanas. Pablo comenzó a acercarse a un mundo del que pocos salen indemnes: droga, trapicheos, pandillas… La postadolescencia de Pablo se fue enturbiando ese año sin remisión. Mantuvo, pese a ello, la costumbre de acudir constantemente a casa de su madre. No solo a lavar ropa y «robar» comida, también a atender a María que a finales de 1993 comienza la quimioterapia. Un proceso que Pablo recordará el resto de sus días.
1994
“Mi vida se paró en 1994”. Detrás de la mampara de cristal, en una cabina de apenas un metro de ancho por dos de largo y enfundado en un mono naranja que le señala como condenado a muerte, Pablo tiene claro en qué momento la vida pulsó la pausa. Tenía 22 años. “Soy un crío de 22 en el cuerpo de un hombre de 40”. El tiempo en prisión no cuenta ni tampoco se recupera. Simplemente no existe. Se pierde para siempre.
“Yo no era ningún santo”. Admite sin rubor. Reconoce que su nueva vida en Florida le hizo descender varios peldaños hacia la sordidez. No era extraño que en su casa hubiera droga y la policía llegaría a sospechar que Alex solía ir armado con una Tec-9. Es más, los agentes consideraban a Pablo un criminal, relacionado con las drogas y los robos. “Pero yo no era un asesino”, repite mirando al infinito. Cada vez que Pablo salía de casa de su madre, esta le abrazaba y le daba las bendiciones. Pero no preguntaba demasiado. No era lo mismo con Cándido, con quien Pablo a veces se enganchaba, empujado por la rebeldía adolescente, frenando las intromisiones de su padre. Finalmente, Pablo le dio la espalda al frontón de Dania Beach.
En febrero de 1994 Pablo vivía en un turbio éxito social. Contaba con decenas de amigos y cientos de conocidos. Los había de verdad, como Natasha McGloria, amiga y confidente. Los había de mentira, como Jean Klimeczko, quien se quedó unos meses a vivir en su casa y se pasaba el día bebiendo y drogándose en el sofá. Y había colegas de juergas, como Kimberly Sans, David Phillips o Seth Peñalver y su novia Melissa Munroe. Todos ellos jugarían distintos papeles a la hora de la verdad y todos ellos serían claves en el futuro de Pablo. Ninguno de ellos seguiría siendo su amigo después de que Pablo entrase en prisión. “La gente que me rodeó fue la explicación de casi todo lo que me pasó. No eran amigos de verdad, no he vuelto a saber nada de ninguno de ellos. Si yo no llego andar con esa gente, a mí no me detienen”. Seth —de padres mexicanos— tenía una amiga que organizaba una fiesta en su casa. Había decenas de invitados, entre ellos Tanya y su hermana Melissa. Pablo llegó en coche, con gomina en el pelo y un fino bigote. “ese es Pablo”, le dijo Melissa a Tanya. Muchas chicas lo esperaban. No Tanya, a quien, a primera vista, le pareció “lleno de sí mismo”. En realidad no tanto: pese al coche, la gomina, los líos y los amigos, Pablo era lo que su naturaleza marcaba: noble y humilde. De no ser así hubiera sido imposible conectar con Tanya, la sensibilidad en persona. Sus miradas se cruzaron por primera vez cuando Pablo bajó del coche, sonriendo. Fue el comienzo de todo lo demás. Pablo se acercó y comenzaron a charlar. “Las demás chicas me odiaron, todas querían estar con Pablo. Pero él me eligió a mí y, puede parecer extraño, pero desde ese momento supe que era el hombre con quien me iba a casar”.
Pablo y Tanya comenzaron una intensa aventura adolescente durante los siguientes meses. El equilibrio era perfecto: chico rebelde de buen corazón con chica con necesidad vital de ayudar y enderezar su camino. La química fluyó. Tanya tenía solo 16 años así que ocultaba en casa su relación. Se escapaban en el coche de él, se fugaban a su piso compartido o pasaban el día en la playa. Alvin, la madre de Tanya, sospechaba. Y no le hizo demasiada gracia. En junio, justo el día anterior de viajar a Irlanda, tuvo una charla «madre-hija». Alvin debía cruzar el océano para gestionar un viaje organizado y estaría varios días fuera. Le acompañaría George y la hermana mayor de Tanya, Mimi. La charla no tuvo demasiado éxito. Primero porque Alvin sabía que poco o ningún caso le iba a hacer su hija adolescente enamorada y segundo porque Tanya ya pensaba en cómo organizar una pequeña fiesta en su propia casa, con sus padres al otro lado del mundo. Y en ella, cómo no, estaría Pablo.
Sucharski, la cámara y la fiesta de Tanya
Casimir Sucharski —conocido como Butch Casey— no tenía claro en qué parte de su salón colocaría la cámara de seguridad la tarde del 19 de junio de 1994. Cuando llegó el técnico, todavía no había tomado una decisión. Lo discutieron durante un rato, el mejor sitio parecía la pared del fondo donde se recogería un plano muy abierto de casi toda la estancia. En el centro quedaría la puerta de cristal que daba al jardín y en primer término un espacio libre delante de los sillones. Hasta hacía pocos meses Sucharski, de 48 años, compartía el chalé con Kristal Fisher, su novia, una mujer más joven. Una bonita casa familiar adosada de dos pisos, en Miramar, localidad situada entre Hollywood y Miami. La decoración, como la vida misma de Casimir, resultaba sobrecargada: grandes ventiladores giraban en el techo sobre una alfombra azul y una piel de cebra se extendía por la pared principal. La cámara no era la más discreta del mercado, ocupaba bastante, y tampoco era puntera en lo tecnológico. La imagen resultante — analógica— era borrosa y en blanco y negro. Finalmente el técnico la instaló en el lugar concertado. Y se fue.
Sucharski nunca había tenido un sistema similar en casa. Desde hacía semanas, sin embargo, estaba intranquilo. Concretamente desde que rompió con Kristal. Las cosas iban mal entre ellos, era una relación convulsa. Cómo no serlo, no era fácil adaptarse al modo de vida de Casimir. Su territorio era la noche y sus negocios no eran del todo transparentes. Era dueño del Casey’s Nickelodeon, un club nocturno situado en la esquina de Southwest Avenue con West Hallandale Beach Boulevard y hoy reconvertido en The Polo Club Inc, un bar de copas. Por su local, además de alcohol, circulaban bailarinas de striptease, algunas de ellas muy amigas de Casimir. En lo económico el resultado era inmejorable, el negocio funcionaba a pleno rendimiento y además del chalé, Sucharski tenía un Mercedes Benz negro con la capota convertible. El resto de las ganancias las guardaba en una caja fuerte, algo que Kristal sabía. Días atrás había recibido un par de llamadas de ella. Le reclamaba dinero. De las llamadas se había pasado a las amenazas: según le dijo, estaba saliendo con un traficante y, desde ese momento, él también reclamaba el dinero. Algunas de estas llamadas quedaron registradas y grabadas en una cinta que la policía de Miramar escuchó, pero que descartó posteriormente. Las cintas desaparecieron y quién sabe si las conversaciones mantenidas en ellas podrían resultar útiles para la defensa de Pablo, quien nunca llegó a verlas pese a reclamarlas con insistencia. Tras estas llamadas, el club, el Mercedes, el dinero, el chalé… todo empezó a tambalearse, había que tomar medidas. La primera, propia de un hombre con tanto dinero como desconfianza: guardar el dinero en las botas. Sucharski, de abundante pelo blanco, cara arrugada y expresión despreocupada, solía vestir al estilo cowboy, así que tenía dónde ocultar su tesoro. La segunda medida, la cámara.
Sharon Anderson y Marie Rogers tenían 25 años y decían ser modelos. Trabajaban bailando en el club de Sucharski. Ambas aceptaron tomar la última en casa del jefe al terminar el turno un domingo 26 de junio, en realidad ya lunes 27: el club cerraba a las seis de la mañana. Casimir arrancó su Mercedes descapotable y se dirigieron a casa en el 3800 block de E. Shore Road, a pocas manzanas de distancia. Llegaron cansados, las chicas se acomodaron en las sillas de la entrada mientras Casimir se disponía a preparar unas copas. Afuera ya era de día. La cámara les vigilaba en blanco y negro, siguiendo sus movimientos por el salón. A las 07:18 horas, cuando ni siquiera habían dado el primer trago a sus copas, la imagen capta algo: Casimir, de pie, gira su cabeza hacia el jardín y se queda paralizado. Casi a la vez, Sharon se levanta y sale corriendo hacia otra habitación. Marie se queda en su sitio, pegada al respaldo. Inmediatamente se distingue una sombra en la puerta hacia donde Casimir mira. Una figura entra en la casa. Lleva una pistola en la mano.
A pocos kilómetros al norte, en Hollywood, tiene lugar la escena que el jurado y la fiscalía nunca creyeron: la fiesta en casa de Tanya. Pablo y unos amigos bebían relajados unas cervezas en la habitación de Tanya. Acababan de llegar de un local de tomar algo. La policía diría después que ese local en el que estuvo Pablo aquella noche era el Casey’s Nickelodeon y que de allí fue a casa de Sucharski. Pablo corrige: había estado en el local de Casimir la noche anterior, no esa, y había ido con su amiga Natasha. Este punto de discordia sería clave en la investigación. De momento, los amigos bebían entre susurros, conteniendo las carcajadas, ya que Heather, la hermana menor de Tanya, dormía en otro cuarto y, lo más preocupante para ella, Elizabeth, su prima mayor, encargada de cuidarlas esa noche a ambas, hacía lo mismo en la habitación del fondo. Si Elizabeth se enteraba de que había chicos en casa, habría problemas. Pero no se despertó. Las cervezas se acabaron sin ruido y los amigos se fueron enseguida. Pablo se quedó. Pondrían el despertador temprano, antes de que la prima de Tanya amaneciese, para que pudiese desaparecer sin que nadie sospechara. Pero cosas de la adolescencia. O de la cerveza: el despertador no sonó y Pablo se quedó dormido abrazado a Tanya. Se quedó dormido más allá de las 07:18 horas.
En Miramar la figura captada por la cámara atraviesa la puerta. Le sigue otro hombre, que persigue a Sharon, la bailarina que había salido corriendo. Ambos intrusos llevan la cara tapada. Sucharski y Marie se quedan mirando al primer hombre quien, en apenas dos segundos y sin mediar palabra, golpea a Casimir en la cara con la culata de la pistola. El dueño del chalé ve cómo sus peores presagios se tornan realidad y cae desplomado, agarrándose el rostro y encogiéndose en el suelo. El agresor se gira y empuja a Marie de la silla, que cae de espaldas junto a Sucharski y se golpea la cabeza contra la pared. Su acompañante vuelve a escena con Sharon agarrada del brazo y la derriba junto a la otra chica. Los tres están en el suelo. La cámara lo graba todo. Comienza el horror. Mientras uno de ellos rebusca por el salón el otro parece intentar arrancarle información a Sucharski. Le golpea en la cabeza repetidas veces con la pistola, le da patadas. Tras varios minutos de paliza, Casimir se revuelve, a la desesperada, pero inmediatamente llueven los golpes de ambos asaltantes y finalmente un disparo en la pierna. La cámara no registró el audio en aquel salón. La imagen deja intuir que Sucharski confiesa tener el dinero en las botas y se las quitan. Le roban unos 20.000 dólares en efectivo. Tras casi veinte minutos de golpes, y con las otras dos chicas tumbadas al lado, los intrusos deciden terminar con la escena. Con una llamativa frialdad —casi desidia— el segundo asaltante, el que había corrido tras Sharon, carga su pistola y dispara contra la primera mujer, sin vacilar. Un tiro. Avanza dando un paso sobre su cuerpo ya inmóvil y ejecuta a la otra chica, Marie. Casi parece distraído, con una macabra falta de atención en lo que hace. Un tercer disparo, de nuevo con pasmosa naturalidad, como sin darle importancia, es para Casimir. A continuación se va como quien acaba de completar un trámite mientras el otro hombre los remata con un tiro de gracia. Los ventiladores del techo giran ajenos al drama. A punto de irse ocurre algo que cambiará la vida de Pablo. Como en una escena premeditada, el primer ejecutor avanza por el salón y cuando se halla en medio del plano que cubre la cámara, se quita la camiseta que cubre su rostro para secarse el sudor. La imagen capta la cara de un hombre en blanco y negro, borroso, mirando hacia el suelo y con unos rasgos increíblemente parecidos a los de Pablo Ibar.
Antes de abrir la puerta Elizabeth golpeó repetidamente. Pablo y Tanya abrieron los ojos y se incorporaron de un salto, a la vez, justo en el momento en el que su prima abría. Eran las 8 de la mañana. Elizabeth se enfadó. Mucho. Mientras Tanya le daba explicaciones ella gritaba por toda la casa sin hacerle caso. Ordenó a Heather que se arreglase para ir a misa. También Tanya tenía que ir, pero eso ya no le importaba a su prima. En la confusión de la escena Pablo se vistió apresuradamente y se escabulló por la puerta. Tanya regresó a su habitación enfadada y avergonzada. “¡Prepárate porque se lo diré a tu madre!”, fue lo último que le escuchó decir a su prima mientras esta salía por la puerta con su hermana, en dirección a la iglesia. A su regresó se apiadó y no realizó la llamada. Sin embargo Tanya no se libraría. Días después, Mimi, la hermana mayor de Tanya, llamó a casa desde Irlanda. Lo hizo con una tarjeta de prepago. En la conversación que mantuvo con Heather se enteró: Tanya había estado con un chico en casa. Alvin se enfadó y por eso recuerda con exactitud cuál fue el fin de semana que su hija infringió las normas, la noche en que Tanya le desobedeció.
La escena también tocó a su fin en Miramar. Los dos asaltantes cogieron algunas cosas, incluido el dinero de las botas de Casimir, y abandonaron la casa a las 07:40 de la mañana, dejando los tres cuerpos sin vida en el salón. Para huir, robaron el Mercedes de Sucharski: pusieron la capota, subieron las ventanillas tintadas y se largaron. Salieron de la casa a la vez que lo hacía con su vehículo Gary Foy, el vecino de Casimir, y condujeron tras él durante unos minutos. El señor Foy miró por el retrovisor, conocía el coche de Sucharski. Sin embargo no fue a su vecino a quien distinguió al volante, si no a dos jóvenes que no conocía. No pudo verlos con detalle, debido a los cristales tintados y a que lo hacía a través del retrovisor. Cuando parado en un semáforo se esforzó por distinguir sus caras, el Mercedes aceleró y desapareció. Gary Foy, vecino de Miramar que salía a trabajar como cada mañana, se convertiría sin quererlo en una pieza clave para la vida de Pablo.
El calendario
La policía de Miramar llegó al cabo de dos horas a la casa de Sucharski y grabaron lo que se encontraron. Sería emitido posteriormente por la MSNBC en varios informativos. En el vídeo policial se refleja la dimensión final del horror. Los agentes se toparon con los tres cuerpos maniatados, desnudos de cintura para arriba y cubiertos de golpes. Los forenses lo calificarían de agonía. La casa estaba revuelta y entre el desorden comenzaron las pesquisas. La policía encontró casquillos de una Tec-9 y una huella formada con la sangre de una de las víctimas. Los agentes también hallaron huellas dactilares y pelos, de los que inmediatamente ordenador extraer el ADN. En el suelo, cerca de los cadáveres, había una máscara y junto a ella la camiseta utilizada por uno de los asaltantes para taparse la cara y que se quitó justo al final. Por último, encontraron la cámara. Y el vídeo. Esa misma tarde, y tras visualizarlo en comisaría, la policía congeló la imagen en la que se veía al agresor con el rostro descubierto y la distribuyó por todas las comisarías del estado. Era borrosa, en blanco y negro y apenas se distinguían las facciones, pero daba una pista. Se buscaba a ese tipo. O a alguien parecido.
La charla que Alvin había tenido con Tanya antes de irse a Irlanda se repitió a su regreso. Esta vez, Tanya se enfrentó a su madre, le explicó que no se trataba de ningún ligue, que estaba enamorada de Pablo y era su novio. Alvin siguió sin darle importancia: seguía viéndolo como una chiquillada. Entre idas y venidas, disgustos y viajes, nadie sospechaba que esos días estaban siendo cruciales en el calendario vital de Pablo, que cada charla, llamada, recuerdo e incidente se revelarían claves para exculparle. Detalles del día a día que jamás nos detenemos a observar. ¿Dónde estaba usted la tarde del 3 de marzo? Apenas podemos recordarlo. ¿Puede demostrarlo? No sabríamos ni cómo empezar. Todo eso estaba sucediendo, cada detalle contaba. Cada día en el calendario.
En julio las cosas en casa de los Quinones se nublarían todavía más. Alvin conducía por la 95 en dirección a Orlando; debía acudir a la ciudad por un asunto de trabajo. En un cruce, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, una ranchera roja embistió por detrás el coche de Alvin. El golpe lanzó el vehículo al río de coches que cruzaban en ese momento. Alvin quedó inconsciente. La madre de Tanya fue ingresada y pronto los médicos descartaron que su vida corriese peligro, aunque sí tenía graves lesiones musculares en la espalda y el cuello que necesitarían rehabilitación. Alvin permanecería ingresada varios días en el hospital, a donde cada día acudía Tanya, volcada en ayudar y apoyar a su madre. La mañana del 14 de julio la cara de Tanya al llegar a la habitación de la clínica era distinta, muy seria, con la mirada rasgada. Después de unos minutos de duda, habló: “Han detenido a Pablo”, le dijo a su madre. Las manos le temblaban.
El último día de tu vida
«Todo ocurrió muy rápido» es un tópico, una manida frase que se suele utilizar tras un suceso convulso, confuso. Pero hay veces que se ajusta a lo descrito. Pablo fue detenido un 14 de julio en una redada que no iba con él, investigado desde el día siguiente por asesinato —una investigación que duró un mes y durante la que no le dejaron salir de la cárcel— y acusado finalmente de asesinato. Todo en 46 días.
Un día antes de aquel 14 de julio su compañero de piso Alex Hernández le explicó la situación. Su madre había sido detenida hacía una semana por guardar la cocaína en casa. Para sacarla, Alex necesitaba pagar una fianza de 300.000 dólares que no poseía. No poseía y, además, consideraba injusto tener que pagar. Creía que debían ser los colombianos que escondían la droga en casa de su madre los que se hicieran cargo del gasto. Iría a hablar con ellos. Le pidió a Pablo que le acompañase. Y Pablo, en una de esas decisiones que uno después nunca se explica, le dijo que sí.
Según la policía Alex y Pablo fueron a esa casa a robar y por ello les detuvieron. De hecho, a Pablo le condenarían —en paralelo a la investigación por asesinato— a nueve meses de prisión por aquel asalto. Según Pablo, a mediodía salieron a la 95 dirección Miami con el propósito de hablar con los colombianos. Iban planeando su estrategia cuando el motor del coche de apagó. Alex solo tuvo tiempo para orientarse hacia la cuneta antes de que se detuviese. Se habían quedado sin gasolina. Había una estación de servicio a unos cien metros así que Pablo agarró un bidón que llevaban en el maletero y caminó hasta ella por el arcén de la autopista. “Y entonces sucedió una de esas cosas que después piensas, ‘si no fuera por aquello, si eso hubiera sido de otra manera…’”, explica Cándido. Mientras Pablo rellenaba de combustible el bidón, se le acercó un agente de policía. “Le preguntó para qué quería la gasolina y Pablo le dijo que era para el cortacésped. No le dijo la verdad porque no tenía los papeles del coche en regla”, revive Cándido. Y sucedió ese detalle en el que nadie repararía si no fuera porque después determinará un macabro giro del destino. “El policía le creyó. Y le dejó ir. Si no le hubiera creído, si le hubiera seguido hasta el coche, le hubiera inmovilizado el vehículo como indica la ley. Y Pablo nunca hubiera llegado a aquella casa ese día”. Cándido se lamenta, pero aclara sereno: “Tampoco uno puede volverse loco con estas cosas, porque si te paras a pensar en hipótesis y detalles que hubieran impedido la detención de Pablo, te salen miles. No tiene sentido”. Pablo rellenó el depósito, reemprendió el camino con Alex y cuando llegaron a la casa se vieron envueltos en una redada. Fueron detenidos. Pablo fue esposado y conducido a la comisaría de Hollywood. Era el 14 de julio de 1994. Mediodía. En realidad, para Pablo, eso fue todo.
(Continúa)
Monumental, Nacho. Cuando vuelva a oir aquello tan manido de que «el periodismo ha muerto», releeré este relato.
Muy bueno, esperando ansioso la continuación.
Me recuerda muchísimo a «A Sangre Fría» de Capote
Me ha encantado. Increíble cómo logra transmitir la impotencia que deben de sentir los implicados. Yo también espero ansioso la continuación.
Me gustaría aportar una breve nota a pie de página que, si bien no está relacionada con la historia, ya que se hace referencia a las circunstancias de la muerte del abuelo de Pablo Ibar, puede tener cierto interés.
Existe un libro, titulado hamaseigarrenean aidanez (a la desimosexta, al parecer) lamentablemente publicado sólo en euskera, que narra la trágica historia del padre de Urtain.
En él se cuenta cómo murió, a consecuencia de una curiosa (y demencial) apuesta. Esta consistía en ver cuantas veces era capaz de soportar, tumbado en el suelo del bar del pueblo, los saltos sucesivos de los clientes desde la barra sobre su abdomen…
El título del libro hace referencia a los saltos que fue capaz de soportar, según contaron los presentes. Por lo visto fueron diesiseis…
Desconocía esa historia Michael, pero alucino con ella. No sé si será cierta, pero es asombrosa. Gracias por el aporte.
Me he quedado enganchado al relato. Espero ansioso la continuación.
Da gusto cuando os ponéis así de estupendos en JD. Muchas gracias, Nacho.
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Enhorabuena al autor. Excelente reportaje. Da gusto leer cosas así. Como ha dicho alguno antes, me recuerda mogollón a «A sangre fría», de Capote.
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Increíble, Nacho. Me ha enganchado hasta el final y me voy corriendo a leer la segunda parte. Enhorabuena.
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